La salvación viene de la gracia recibida en el bautismo y no del encargo o cargo y su respectivo desempeño.

© Humanitas 93, año XXV, 2020, págs. 76 – 87.

Los fieles laicos, junto con los sacerdotes ordenados, forman el edificio espiritual de la Iglesia de Cristo. Partícipes de la altísima dignidad de ser hijos de Dios, cada uno vive esta participación en la unción de Cristo de manera diferente, pero complementaria. La especificidad de cada una de ellas no ha de ser opacada en el reconocimiento de su diferencia, sino todo lo contrario [1].


Participación en el único sacerdocio de Cristo

El cristianismo es deudor, en parte, de la comprensión del sacerdocio del Antiguo Testamento. Junto al sacerdote dedicado exclusivamente al culto, el pueblo judío entonces aplicaba a todo el pueblo la calidad de sacerdotes capaces de llegar al altar de Dios y de ofrecerle ofrendas [2]. Ciertamente, en Cristo tenemos al Sacerdote único y definitivo, pero que a la vez por el bautismo hace participar a todo su pueblo de su unción, transformándolos en otros “cristos” o “ungidos”: sacerdotes, profetas y reyes. De ahí que, en su calidad de sacerdote “participado”, a todo bautizado le es inherente el poder ofrecer el sacrificio [3] de alguna víctima para satisfacer el pecado o la injusticia, aunque esta ofrenda adquiera formas diversas (sea material o espiritual) [4] y obtenga sentido pleno solo unida a la ofrenda de Cristo, Víctima, sacerdote y altar.

PROCESION 01
“Procession” de John August Swanson (2007).

 

Uno de los textos clave sobre el sacerdocio común que en Cristo nos hace ser “otro Cristo” y formar parte del edificio espiritual como piedras vivas es la carta de san Pedro:

Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales [5], aceptables a Dios por mediación de Jesucristo. […] Sois pueblo escogido, familia real y sacerdotal, nación santa, pueblo adquirido por Dios». (1 Ped 2, 4-5, 9)

Es Cristo, y no nuestros méritos, el que nos consigue tal estado [6].

Por el Bautismo somos hechos partícipes de la vida divina, y configurados con Cristo sacerdote, profeta y rey [7]. Nos hace miembros Suyos, que es la Cabeza, y por tanto miembros del pueblo de Dios, caracterizado por “la dignidad y libertad de los hijos de Dios” [8], entre los que “existe una verdadera igualdad […] en lo referente al valor y a la acción común de todos los fieles para la edificación del cuerpo de Cristo” [9].

Esta es una verdad central de la fe: no hay mayor dignidad posible que la otorgada por la unción al bautizado al hacerle hijo en el Hijo, heredero de sus promesas, templo vivo por el Espíritu Santo, miembro vivo del Pueblo elegido por Dios, capaz por Su gracia de entrar a la presencia de Dios y presentarle “sacrificios espirituales”. De ahí la jubilosa afirmación de Pedro Damián: “Con todo derecho somos sacerdotes, pues hemos sido ungidos con el óleo y el crisma del Espíritu Santo” [10].

Esto es bueno resaltarlo para contrarrestar cierto ocultamiento de esta realidad como reacción, en buena medida, a la exagerada relevancia dada en la doctrina protestante, y por temor al “neomodernismo teológico, […] pero la realidad contundente y consoladora es que todo cristiano participa del mismo sacerdocio de Jesucristo” [11]. Justamente esta capacidad para presentarse ante la divinidad y presentarle oraciones y ofrendas es lo característico de todo sacerdocio. En este sentido, a esto responde la costumbre de la Iglesia de los primeros siglos de permitir a los catecúmenos participar únicamente en la liturgia de la Palabra mientras que se les excluía de la eucarística, reservada exclusivamente para los bautizados. En efecto, solo los que participaban ya del sacerdocio de Cristo se encontraban capacitados para acercarse literalmente al altar de Dios y unirse a la ofrenda de Cristo con sus propias vidas [12].

Esto viene confirmado por el Catecismo de la Iglesia Católica al declarar que el Bautismo consagra a los fieles para el culto religioso, los capacita y compromete a servir a Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia ejerciendo su sacerdocio bautismal con el testimonio de una vida santa y una caridad eficaz [13].

Precisamente, a mi entender, es este acceso al servicio de Dios gracias a la participación en el sacerdocio de Cristo lo realmente específico del sacerdocio, concretado en la oración –de intercesión, de alabanza, de acción de gracias– o en la ofrenda de víctimas espirituales. En los laicos, su acción sacerdotal encuentra, así, una doble manifestación: la participación ya desde ahora en la liturgia celeste, cuyo Sumo Sacerdote es Cristo, y que actualiza al vivir activamente la Santa Misa; y la ofrenda a Dios de la liturgia de su vida, unido a Cristo en el doble sacrifico de la caridad y la alabanza. A ello invitaba Orígenes a cada cristiano para que “lleve en sí mismo su holocausto, y que él mismo le prenda fuego” [14]. La vida cristiana unida a Cristo se transforma así en una ofrenda permanente, capaz de transformar el mundo y las realidades temporales, en la medida en que se une a la del Sumo Sacerdote en el sacrificio pascual. Remito aquí al interesante número 14 de la Exhortación del Papa Juan Pablo II Christi fidelis laici, en que recuerda el contenido fundamental de la Lumen gentium sobre el sacerdocio bautismal [15].

THE RIVER 02

“The river” de John August Swanson (2018).

Por lo demás, es la base que permite aspirar a una “vida santa y una caridad eficaz” que, por un lado, nos haga agradables y nos una a Dios, el Santo por excelencia, y por otro, sea testimonio ante los hombres de Su salvación, a través del apostolado y las buenas obras. La vida en Cristo, que es la santidad, es la más alta dignidad a la que se pueda aspirar. Así lo entendían los primeros cristianos al dar a sus hermanos en la fe el nombre de “santos” y al tender a una vida en todo agradable a Dios, siguiendo el consejo de San Pablo, “ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10, 31). En ellos descubrimos no solo ejemplaridad, sino la lozanía y frescura de la fe apostólica, recibida directamente de los íntimos de Jesús. De ahí sus numerosos frutos de santidad.

Ahora bien, dado que lo esencial al sacerdote bautismal es ofrecer sacrificios espirituales unidos a Cristo, se le ha de hacer posible al fiel su participación en el mismo sacrificio de Cristo revivido de manera incruenta en la Eucaristía, en la santa Misa. Solo de esta manera logra plenitud la ofrenda que, como sacrificio espiritual, realiza el fiel bautizado.

Para posibilitar el sacramento de la misma ofrenda de Cristo al Padre, Él quiso hacer especialmente partícipes de su sacerdocio a sus apóstoles, que eligió para tal ministerio. Por la imposición de manos, algunos varones escogidos para actuar en la persona de Cristo han sido y son capacitados para prestar a Cristo su voz y sus manos y ofrecer así el sacrificio pascual del altar, del que todos los bautizados pueden participar uniéndose al Sacerdote Eterno [16]. A la Iglesia, cuerpo orgánico de Cristo, le es, pues, inherente esta doble dimensión del sacerdocio, y la consiguiente unión entre los fieles bautizados y los ministros ordenados.

En efecto, dado que la salvación viene de la gracia recibida en el bautismo y no del encargo o cargo y su respectivo desempeño, este se valora y entiende no en sí mismo, sino en función de los receptores del sacramento [17]. De esta manera, el sacerdocio ministerial se explica únicamente desde y para el sacerdocio común, es decir, desde la vida divina recibida en el bautismo y para sostenerla e incrementarla [18]. Así lo explica el cardenal Ratzinger al indagar sobre el sentido del servicio del sacerdocio:

[…] se pone de manifiesto una verdadera teología del ministerio en la diferenciación de las funciones. […] El ministerio es un concepto de relación. Visto desde sí y para sí mismo, cada cristiano es simplemente “cristiano” y no puede llegar a ser nada más elevado. Se da la unidad y la inseparabilidad en la única vocación cristiana. “Ad se”, en sí, cada uno es solo cristiano, y esta es su dignidad. “Pro vobis”, es decir, en relación a los otros, en cualquier caso, es una relación irrefutable y que afecta al aludido en todo su ser, se transforma en portador del ministerio. Ministerio y relación son idénticos […] El Obispo (y correspondientemente el presbítero) o es siempre “para vosotros” o no lo es en absoluto. Así, gracias a esta fórmula asentada en la teología trinitaria, se muestra claramente cómo la identidad común a todos del ser cristiano (el “sacerdocio común”) y la realidad del ministerio específico existen conjuntamente [19].

Complementariedad en la unidad

Lo visto hasta aquí confirma que la diferencia entre ambos sacerdocios no es meramente de grado, sino esencial [20], es decir, son originarios e irreductibles, pero esencialmente complementarios entre sí: el bautismal posee una prioridad sustancial que imprime al ministerial, que está a su servicio, el carácter de funcional. Este último pertenece al orden de los medios de salvación, propio de la Iglesia mientras aún peregrina, mientras que el bautismal, a pesar de que necesita del primero para vivir su ofrenda en plenitud, pertenece al orden de los fines, pues consiste en la unión con Cristo, Sacerdote y Víctima, corazón de la vida cristiana e incoación de la eterna [21]. Sus actos, en efecto, difieren. Los del sacerdocio común son reales, pertenecen a la existencia de la vida cristiana santificada, mientras que los del sacerdocio ministerial son sacramentales, es decir, representativos de la presencia de Cristo mediador [22]. El horizonte para su correcta comprensión es siempre el eclesial, ya que “el sacerdocio laical no es puramente individual, pues solo se obtiene en unión orgánica con toda la Iglesia” [23].

Distintos pero complementarios en la unidad [24] querida por Cristo, el movimiento ascendente hacia Dios Padre ofrecido desde el sacerdocio bautismal se une en el descendente de la Eucaristía que lo acoge y une a la ofrenda de Cristo. Lo pone de manifiesto bellamente Yves Congar a propósito de la doctrina de Santo Tomás de Aquino de la complementariedad entre las dos participaciones en la santa Misa, ambas activas, por la que unos reciben y otros dan:

Aunque en el culto sacramental que se celebra como cuerpo de Cristo, todos los miembros son activos, hay algunos especialmente cualificados como ministros en el amplio sentido de la etimología, funcionarios. Santo Tomás diría: unos miembros son activos para recibir, otros para dar [25]; o también los miembros son activos ya para perfeccionarse a sí mismos, ya para perfeccionar a los otros [26]. Aquí tenemos unidos a las consagraciones del bautismo, por una parte, del orden por otra, dos grados en la cualificación sacerdotal, por la que el cuerpo comunial de Cristo, que es también su templo, celebra sobre la tierra, con su jefe, el culto de la nueva alianza [27].
VISIT 03
“A visit” de John August Swanson (1995).

Y así, su fecundidad espiritual brota de la profundidad de su vida cristiana, tan necesaria en esta “hora de los laicos”, como afirmó con fuerza el santo Pablo VI ya el año 1963, en Frascati, anticipando lo que afirmaría al término del Vaticano II:

Los laicos tienen su papel activo en la vida y en la acción de la Iglesia, como partícipes que son del oficio de Cristo Sacerdote, profeta y rey. Su acción dentro de las comunidades de la Iglesia es tan necesaria que sin ella el mismo apostolado de los pastores muchas veces no puede conseguir plenamente su efecto. (Apostolicam actuositatem, 10)

La correcta comprensión y valoración de ambas funciones evitará dos posibles extremos que hay que superar: tanto una visión clericalista como una secularizada de la Iglesia [28]. En el clericalismo, la labor “responsable” del laico se reduciría a imitar o a reemplazar al sacerdote en su ministerio sacramental o a ser su sombra, [29] con lo cual el campo de acción quedaría muy mermado. Por un lado, dejaría fuera su labor específica de actuar como fermento en las realidades temporales pensando que es suficiente con “ir a Misa el domingo” o dar catequesis, labores, sin embargo, necesarias. Por otro lado, debido a la falta de conciencia de su identidad laical y quizás a una tendencia a nivelar tareas y ministerios [30] –al estilo de una pseudodemocracia en la Iglesia–, puede caer en el riesgo de apropiarse acciones que están de por sí reservadas al ministro ordenado y confundir la tarea con la gracia [31].

La segunda concepción errónea es la secularizada que, al valorar por igual toda realidad humana, esté o no salvada por Cristo, debilita y relativiza la acción misionera en la Iglesia, y, por lo tanto, también la del laico. Con conocimiento de causa, el Papa pone también en guardia frente al peligro de identificar acción laical con ocupar cargos directivos o de importancia en la estructura eclesial [32]. Peligro que acecha a todos, también a los apóstoles que discutían sobre quién era el más importante, y por eso más que competir por tales derechos de precedencia, “se debería competir en la Iglesia […] por ser más santo” [33].

Al decir de Pedro Rodríguez, la acentuación dada en el Vaticano II al pueblo sacerdotal de Dios, por su condición de fiel cristiano, como portador por antonomasia del mensaje de la salvación, ha dejado emerger lo más original en la estructura de la Iglesia. Por eso, “la condición del sagrado ministerio es por su propia naturaleza, relativa”; a Cristo, por un lado, en “cuanto que el servicio de los sacerdotes al Señor consiste en ser signo e instrumento de su don salvífico a los hombres”; y, por otro, a la comunidad […] “en cuanto que enriquece con los dones divinos a la congregación de los fieles para que esta ponga en ejercicio su sacerdocio” [34].

LIGHTS 04
“Festival of lights for all Saints” de John August Swanson (2006).

Conclusión

Podemos aventurarnos a concluir, a partir de lo considerado hasta aquí, haciéndonos eco de estas palabras de Lubac que resaltan la dignidad del sacerdocio común, que “No puede ser sobrepujado ni aumentado en su orden por ninguna institución o consagración sobreañadida […] No es un sacerdocio mermado, un sacerdocio de segundo orden, un sacerdocio de los fieles únicamente; es el sacerdocio de toda la Iglesia” [35]. Un sacerdocio que, alimentado por la vida sacramental que los ministros ordenados hacen posible, haga de su vida ofrenda permanente, sacrificio espiritual en medio de las realidades temporales, santificándolas y santificándose; en la diferencia complementaria que haga posible el binomio [36] decisivo entre laico y sacerdote, pues “El seglar sin el sacerdote puede poco; el sacerdote sin el seglar puede más; pero el sacerdote con el seglar, unidos a Dios, lo pueden todo en Aquel que les conforta” (cfr. Flp 4,13) [37].

De esta manera los laicos se harán responsables de vivir y de transmitir a otros la vida cristiana, en esta su hora. Para ello es suficiente vivir el dinamismo de su bautismo: “El laico ejerce continuamente su sacerdocio si cumple con su deber aceptando y viviendo la voluntad de Dios en todo; en especial lo vive cuando sufre completando en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia” [38].

Eso es lo esencial en su vocación bautismal. Lo demás será excepcional, como el apoyo más directo en la labor del sacerdote ministerial, especialmente ante su escasez. Pero esto, como recuerda la doctrina del magisterio apoyada en la tradición y en la praxis de la Iglesia desde sus inicios [39], responderá a un nombramiento, no a una ordenación [40]. Pues el horizonte eclesial es el lugar querido por Cristo para vivir la gran dignidad y responsabilidad del sacerdocio común, siendo ciudadanos del cielo ya en la tierra, santificándola para Dios, como ofrendas espirituales. 


Notas

[1] Las siguientes reflexiones se enmarcan en el período eclesial inmediato a la realización del Sínodo de la Amazonía, realizado en Roma del 6 al 27 de octubre del 2019, momento en el que tuvo lugar el I Simposio organizado por los Círculos de Discípulos de Joseph Ratzinger / Benedicto XVI con el objetivo de abrir al público la dinámica de discusión y reflexión teológica que los convoca anualmente a la sombra del ahora Papa emérito. Ponencia realizada el sábado 28 de septiembre en el Augustinianum de Roma.
[2] GER, Gran Enciclopedia Rialp; entrada “sacerdocio”.
[3] Tres son los elementos esenciales al sacrificio: su referencia y ordenamiento a Dios, la materia o cosa ofrecida (en el Nuevo Testamento y en la Iglesia es de orden espiritual), y la acción por la cual lo ofrecido es aceptado o santificado por Dios, a través de un rito (Yves M-J. Congar, Jalones para una Teología del laicado; Editorial Estela, Barcelona, 1965, 3a ed, p. 178. En este y en varios de los puntos aquí esbozados remito a este estudio).
[4] Cfr. Yves M-J. Congar, Jalones para una Teología del laicado. Editorial Estela, Barcelona, 1965, 3a ed.
[5] Mientras preparaba esta intervención, me volvió a llamar la atención el inicio de las preces de la oración de Laudes del lunes de la semana segunda, que dice: “Nuestro Salvador ha hecho de nosotros un pueblo de reyes, sacerdotes, para que ofrezcamos sacrificios que Dios acepta. Señor Jesús, Sacerdote eterno que has querido que tu pueblo participara de tu sacerdocio, haz que ofrezcamos siempre sacrificios espirituales agradables a Dios”.
[6] Como recalca el Apocalipsis: “A Aquel que nos amó, nos purificó de nuestros pecados con Su Sangre y que nos hizo reyes y sacerdotes de Dios, su Padre, a Él sea la gloria y poder” (Ap, 1, 5-6).
[7] “¿Qué significa realmente el Bautismo? ¿Qué significa estar bautizados? […] Bautismo significa la entrada en un nuevo ámbito vital, el acceso a una nueva dimensión de la vida humana. Bautismo es un volver a nacer. […] El que nace de nuevo no está solo, sino que entra en la comunidad de aquellos que se transforman en hermanos de Jesucristo por medio de ese renacer; se une a la nueva familia del pueblo de Dios, de la Iglesia. El Bautismo implica no solo una relación personal con Dios sino también con los demás, un estar y vivir juntos en la comunidad de los santos, en la Iglesia católica” (J. Ratzinger, “Taufe” / “Bautismo” – Origen e indicador de la vida cristiana. Homilía con ocasión del centenario de la parroquia y de las bodas de plata sacerdotales del párroco Alfons Hausmann, en St. Juan Bautista en München-Haidhausen, 24 de junio 1979; en Gesammelte Schrifte 8/2. Herder, 2010, Freiburg im Breisgau, S. 1331, 1332). (Traducción propia)
[8] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, 9.
[9] Ibid, 32.
[10] Sermón 46; PL 144; citado en Tomás Morales, “Hora de los laicos”, en Vida y obras de Tomás Morales, Obras pedagógicas. BAC, Madrid, 2008, p. 484.
[11] Idem.
[12] Recogido, entre otros, por el testimonio de San Juan Crisóstomo en sus catequesis bautismales.
[13] Catecismo de la Iglesia Católica, 1273.
[14] Orígenes, In Leviticum, hom, 9, n. 1, 2, 8, 9 (citado en Tomás Morales, op, cit, p. 484).
[15] “El Concilio Vaticano II nos ha recordado el misterio de esta potestad y el hecho de que la misión de Cristo —Sacerdote, Profeta-Maestro, Rey— continúa en la Iglesia. Todos, todo el Pueblo de Dios es partícipe de esta triple misión. […] deseo invitar nuevamente a todos los fieles laicos a releer, a meditar y a asimilar, con inteligencia y con amor, el rico y fecundo magisterio del Concilio sobre su participación en el triple oficio de Cristo. […] Los fieles laicos participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente en la celebración eucarística por la salvación de la humanidad para gloria del Padre. Incorporados a Jesucristo, los bautizados están unidos a Él y a su sacrificio en el ofrecimiento de sí mismos y de todas sus actividades (cf. Rm 12, 1-2). Dice el Concilio hablando de los fieles laicos: «Todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso espiritual y corporal, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales aceptables a Dios por Jesucristo (cf. 1 P 2, 5), que en la celebración de la Eucaristía se ofrecen piadosísimamente al Padre junto con la oblación del Cuerpo del Señor. De este modo también los laicos, como adoradores que en todo lugar actúan santamente, consagran a Dios el mundo mismo» (Lumen gentium, 34)”.
[16] Sabemos que entonces no se les designó con el mismo nombre empleado para el sacerdote judío ni para el pagano. Solo mucho tiempo después, ya sin riesgo de confusión, se empezó a emplear (Cfr. GER, op. cit.; Yves Congar, op. cit., p. 153).
[17] Juan Pablo II, Christi fidelis laici, 22: “Los ministerios ordenados –antes que para las personas que los reciben– son una gracia para la Iglesia entera. Expresan y llevan a cabo una participación en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, no solo por grado sino por esencia, de la participación otorgada con el Bautismo y con la Confirmación a todos los fieles. Por otra parte, el sacerdocio ministerial, como ha recordado el Concilio Vaticano II, está esencialmente finalizado al sacerdocio real de todos los fieles y a este ordenado” (Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10).
[18] Cfr. Esther Gómez, “El papel de los laicos según Benedicto XVI”, en Cuadernos de pensamiento n. 25. Fundación Universitaria Española, Madrid, 2012, p. 66.
[19] J. J. Ratzinger, “Zur Frage nach dem Sinn des priesterlichen Dienstes” (Sobre la cuestión del sentido del servicio sacerdotal), II.3: Priester und Laie: Gesammelte Schriften 12, op. cit., p. 379 (Traducción propia).
[20] El texto latino afirma: “licet essentia et non gradu tantum differant”, Lumen gentium, 10. 
[21] Ibid. Cfr. Feuillet, “Les sacrifices spirituals de sacerdote royal des baptisés et leur preparation dans l’Ancien 2”, en Nouvelle Theologique 96, 1974, p. 726.
[22] Cfr. Pedro Rodríguez, “Sacerdocio ministerial y sacerdocio común de los fieles”, en AA.VV., Sacerdotes para el tercer milenio. Edicep, Valencia, 2002, p. 102.
[23] Tomás Morales, op. cit., p. 484.
[24] “El sacerdote jerárquico habilitado para hacer el memorial del Señor, recoge en su celebración los votos, las ofrendas espirituales de la iglesia y particularmente de la pequeña asamblea por la que celebra, y los integra el sacrificio de la cabeza, realizando al mismo tiempo la ofrenda de la creación y su referencia a Dios. Así se unen y se complementan como se unen alcanzando la plenitud el sacrificio de Cristo y el de los fieles, para formar un solo organismo de culto de quien en definitiva Cristo es el sacerdote soberano”. Yves Congar, op. cit., p. 259.
[25] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, IIIa, q. 63 a. 2; a. 3; a. 6, ad. 1.
[26] Ibid, IIIa, q. 63, a. 6; q. 65, a. 2, ad. 2.
[27] Yves Congar, op. cit., p. 165.
[28] Cfr.,J. Ratzinger, “Reflections on the Instruction regarding the collaboration of the lay faithful in the ministry of priests” (1997), “Balance del Sínodo sobre los laicos”, en Ser cristiano en la era neopagana. Encuentro, Madrid, 1995, p. 166.
[29] Cfr. Tomás Morales, “Navegando entre dos escollos”, Hora de los laicos, en Vida y obras de Tomás Morales, Obras pedagógicas; BAC, Madrid, 2008, donde aventura como posible causa que “uno de los dramas de hoy es que todos quieren ocupar el sitio de los demás […] Es el mito de la igualdad que invade el mundo y se contagia a la Iglesia”, p. 582.
[30] A esto apunta el Papa Francisco en la Evangelii gaudium: “Los laicos son simplemente la inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría de los ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente, con arraigado sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la caridad, la catequesis, la celebración de la fe. Pero la toma de conciencia de esta responsabilidad laical que nace del Bautismo y de la Confirmación no se manifiesta de la misma manera en todas partes. En algunos casos porque no se formaron para asumir responsabilidades importantes, en otros por no encontrar espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones” (Evangelii gaudium, 105).
[31] Creo útil recordar aquí las precisiones para evitar el clericalismo de la Christi fidelis laici, 23 sobre la ayuda de los laicos en ciertas tareas más propias del sacerdote ministerial: “Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios, oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de ellos, además en el Matrimonio.
Después, cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores –según las normas establecidas por el derecho universal– pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter del Orden. El Código de Derecho Canónico escribe: «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho» (C.I.C., can. 230 SS 3). Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental. Solo el sacramento del Orden atribuye al ministerio ordenado una peculiar participación en el oficio de Cristo Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno (Presbyterorum ordinis, 2 y 5). La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación —formal e inmedia-tamente— en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica (Apostolicam actuositatem, 24) […].
En la misma Asamblea sinodal no han faltado, sin embargo, junto a los positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término «ministerio», la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, la escasa observancia de ciertas leyes y normas eclesiásticas, la interpretación arbitraria del concepto de «suplencia», la tendencia a la «clericalización» de los fieles laicos y el riesgo de crear de hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento del Orden.
Precisamente para superar estos peligros, los Padres sinodales han insistido en la necesidad de que se expresen con claridad –sirviéndose también de una terminología más precisa–, tanto la unidad de misión de la Iglesia, en la que participan todos los bautizados, como la sustancial diversidad del ministerio de los pastores, que tiene su raíz en el sacramento del Orden, respecto de los otros ministerios, oficios y funciones eclesiales, que tienen su raíz en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.
Es necesario pues, en primer lugar, que los pastores, al reconocer y al conferir a los fieles laicos los varios minis-terios, oficios y funciones, pongan el máximo cuidado en instruirles acerca de la raíz bautismal de estas tareas. Es necesario también que los pastores estén vigilantes para que se evite un fácil y abusivo recurso a presuntas «situaciones de emergencia» o de «necesaria suplencia», allí donde no se dan objetivamente o donde es posible remediarlo con una programación pastoral más racional”.
Con fuerza previno Joseph Ratzinger como Papa frente a ciertos abusos: “Precisamente porque el testimonio activo de los laicos es tan importante, es igualmente importante que no se confundan los rasgos específicos de las diversas misiones […] Dado que la Iglesia se funda en la voluntad de Cristo, la estructura sacramental jerárquica no puede ser alterada por los hombres. Solo el sacramento del Orden autoriza a hablar u obrar in persona Christi” (S.S. Benedicto XVI, Discurso al Primer grupo de Obispos Alemanes en visita “ad limina”, 10 de noviembre de 2006).
[32] Cfr. Cita 30. 
[33] Card. J. Ratzinger, Conferencia “La Eclesiología de Lumen gentium”, Congreso Internacional sobre la aplicación del Concilio Vaticano II, del Comité para el gran Jubileo del año 2000.
[34] Pedro Rodríguez, “Sacerdocio ministerial y sacerdocio común de los fieles”, en AA.VV., Sacerdotes para el tercer milenio. Edicep, Valencia, 2002, p. 105.
[35] H. de Lubac, Meditación sobre la Iglesia. Encuentro, Madrid, 1980, pp. 113-114.
[36] Toda la obra de madurez del jesuita Tomás Morales, hoy venerable, especialmente su obra Hora de los laicos, ya citada aquí, es un ejemplo de esta doctrina. Así, dice: “La experiencia cosechada en más de 40 años tratando de movilizar laicos, me brinda la oportunidad y me impone el deber de ofrecer unos consejos a seglares y eclesiásticos. Lo intentaría hacer a la luz de las palabras del cardenal Suhard: “El artífice total de la evangelización no es ni el simple bautizado ni solo el sacerdote, sino la comunidad cristiana. La célula básica, la unidad de medida en el apostolado es siempre como una especie de ‘compuesto orgánico’, la inseparable dualidad: sacerdocio - laicado” (E, Suhard, Dios, Iglesia, sacerdocio (tres pastorales). Rialp, Madrid, 1965, p. 317, en Tomás Morales, op. cit., p. 458).
[37] Ibid, p. 486.
[38] Ibid, p. 487.
[39] Congar resalta esta importante distinción en la comprensión y la praxis de la Iglesia de los primeros siglos: “El texto de la tradición apostólica, el documento litúrgico más antiguo que tenemos y único del periodo preconstantiniano, nos suministra en este aspecto una precisión de gran trascendencia. Establece una diferencia entre la institución del obispo del presbítero y del diácono, por una parte, y, por otra, la de la viuda, del lector y del subdiácono (Cfr. 11, 12 y 14). Los tres últimos oficios son objeto de una simple catastasi, palabra por la que significaba la designación para ejercer una función pública por simple nombramiento. Por el contrario, el obispo el presbítero y el diácono son objeto de una verdadera ordenación cheirotonia” (op. cit., p. 167).
[40] Christi fidelis laici, 23.

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