La salvación viene de la gracia recibida en el bautismo y no del encargo o cargo y su respectivo desempeño.
© Humanitas 93, año XXV, 2020, págs. 76 – 87.
Los fieles laicos, junto con los sacerdotes ordenados, forman el edificio espiritual de la Iglesia de Cristo. Partícipes de la altísima dignidad de ser hijos de Dios, cada uno vive esta participación en la unción de Cristo de manera diferente, pero complementaria. La especificidad de cada una de ellas no ha de ser opacada en el reconocimiento de su diferencia, sino todo lo contrario [1].
Participación en el único sacerdocio de Cristo
El cristianismo es deudor, en parte, de la comprensión del sacerdocio del Antiguo Testamento. Junto al sacerdote dedicado exclusivamente al culto, el pueblo judío entonces aplicaba a todo el pueblo la calidad de sacerdotes capaces de llegar al altar de Dios y de ofrecerle ofrendas [2]. Ciertamente, en Cristo tenemos al Sacerdote único y definitivo, pero que a la vez por el bautismo hace participar a todo su pueblo de su unción, transformándolos en otros “cristos” o “ungidos”: sacerdotes, profetas y reyes. De ahí que, en su calidad de sacerdote “participado”, a todo bautizado le es inherente el poder ofrecer el sacrificio [3] de alguna víctima para satisfacer el pecado o la injusticia, aunque esta ofrenda adquiera formas diversas (sea material o espiritual) [4] y obtenga sentido pleno solo unida a la ofrenda de Cristo, Víctima, sacerdote y altar.
“Procession” de John August Swanson (2007).
Uno de los textos clave sobre el sacerdocio común que en Cristo nos hace ser “otro Cristo” y formar parte del edificio espiritual como piedras vivas es la carta de san Pedro:
Acercándoos a Él, piedra viva, desechada por los hombres, pero elegida, preciosa ante Dios, también vosotros, cual piedras vivas, entrad en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales [5], aceptables a Dios por mediación de Jesucristo. […] Sois pueblo escogido, familia real y sacerdotal, nación santa, pueblo adquirido por Dios». (1 Ped 2, 4-5, 9)
Es Cristo, y no nuestros méritos, el que nos consigue tal estado [6].
Por el Bautismo somos hechos partícipes de la vida divina, y configurados con Cristo sacerdote, profeta y rey [7]. Nos hace miembros Suyos, que es la Cabeza, y por tanto miembros del pueblo de Dios, caracterizado por “la dignidad y libertad de los hijos de Dios” [8], entre los que “existe una verdadera igualdad […] en lo referente al valor y a la acción común de todos los fieles para la edificación del cuerpo de Cristo” [9].
Esta es una verdad central de la fe: no hay mayor dignidad posible que la otorgada por la unción al bautizado al hacerle hijo en el Hijo, heredero de sus promesas, templo vivo por el Espíritu Santo, miembro vivo del Pueblo elegido por Dios, capaz por Su gracia de entrar a la presencia de Dios y presentarle “sacrificios espirituales”. De ahí la jubilosa afirmación de Pedro Damián: “Con todo derecho somos sacerdotes, pues hemos sido ungidos con el óleo y el crisma del Espíritu Santo” [10].
Esto es bueno resaltarlo para contrarrestar cierto ocultamiento de esta realidad como reacción, en buena medida, a la exagerada relevancia dada en la doctrina protestante, y por temor al “neomodernismo teológico, […] pero la realidad contundente y consoladora es que todo cristiano participa del mismo sacerdocio de Jesucristo” [11]. Justamente esta capacidad para presentarse ante la divinidad y presentarle oraciones y ofrendas es lo característico de todo sacerdocio. En este sentido, a esto responde la costumbre de la Iglesia de los primeros siglos de permitir a los catecúmenos participar únicamente en la liturgia de la Palabra mientras que se les excluía de la eucarística, reservada exclusivamente para los bautizados. En efecto, solo los que participaban ya del sacerdocio de Cristo se encontraban capacitados para acercarse literalmente al altar de Dios y unirse a la ofrenda de Cristo con sus propias vidas [12].
Esto viene confirmado por el Catecismo de la Iglesia Católica al declarar que el Bautismo consagra a los fieles para el culto religioso, los capacita y compromete a servir a Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia ejerciendo su sacerdocio bautismal con el testimonio de una vida santa y una caridad eficaz [13].
Precisamente, a mi entender, es este acceso al servicio de Dios gracias a la participación en el sacerdocio de Cristo lo realmente específico del sacerdocio, concretado en la oración –de intercesión, de alabanza, de acción de gracias– o en la ofrenda de víctimas espirituales. En los laicos, su acción sacerdotal encuentra, así, una doble manifestación: la participación ya desde ahora en la liturgia celeste, cuyo Sumo Sacerdote es Cristo, y que actualiza al vivir activamente la Santa Misa; y la ofrenda a Dios de la liturgia de su vida, unido a Cristo en el doble sacrifico de la caridad y la alabanza. A ello invitaba Orígenes a cada cristiano para que “lleve en sí mismo su holocausto, y que él mismo le prenda fuego” [14]. La vida cristiana unida a Cristo se transforma así en una ofrenda permanente, capaz de transformar el mundo y las realidades temporales, en la medida en que se une a la del Sumo Sacerdote en el sacrificio pascual. Remito aquí al interesante número 14 de la Exhortación del Papa Juan Pablo II Christi fidelis laici, en que recuerda el contenido fundamental de la Lumen gentium sobre el sacerdocio bautismal [15].
“The river” de John August Swanson (2018).
Por lo demás, es la base que permite aspirar a una “vida santa y una caridad eficaz” que, por un lado, nos haga agradables y nos una a Dios, el Santo por excelencia, y por otro, sea testimonio ante los hombres de Su salvación, a través del apostolado y las buenas obras. La vida en Cristo, que es la santidad, es la más alta dignidad a la que se pueda aspirar. Así lo entendían los primeros cristianos al dar a sus hermanos en la fe el nombre de “santos” y al tender a una vida en todo agradable a Dios, siguiendo el consejo de San Pablo, “ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios” (1 Cor 10, 31). En ellos descubrimos no solo ejemplaridad, sino la lozanía y frescura de la fe apostólica, recibida directamente de los íntimos de Jesús. De ahí sus numerosos frutos de santidad.
Ahora bien, dado que lo esencial al sacerdote bautismal es ofrecer sacrificios espirituales unidos a Cristo, se le ha de hacer posible al fiel su participación en el mismo sacrificio de Cristo revivido de manera incruenta en la Eucaristía, en la santa Misa. Solo de esta manera logra plenitud la ofrenda que, como sacrificio espiritual, realiza el fiel bautizado.
Para posibilitar el sacramento de la misma ofrenda de Cristo al Padre, Él quiso hacer especialmente partícipes de su sacerdocio a sus apóstoles, que eligió para tal ministerio. Por la imposición de manos, algunos varones escogidos para actuar en la persona de Cristo han sido y son capacitados para prestar a Cristo su voz y sus manos y ofrecer así el sacrificio pascual del altar, del que todos los bautizados pueden participar uniéndose al Sacerdote Eterno [16]. A la Iglesia, cuerpo orgánico de Cristo, le es, pues, inherente esta doble dimensión del sacerdocio, y la consiguiente unión entre los fieles bautizados y los ministros ordenados.
En efecto, dado que la salvación viene de la gracia recibida en el bautismo y no del encargo o cargo y su respectivo desempeño, este se valora y entiende no en sí mismo, sino en función de los receptores del sacramento [17]. De esta manera, el sacerdocio ministerial se explica únicamente desde y para el sacerdocio común, es decir, desde la vida divina recibida en el bautismo y para sostenerla e incrementarla [18]. Así lo explica el cardenal Ratzinger al indagar sobre el sentido del servicio del sacerdocio:
[…] se pone de manifiesto una verdadera teología del ministerio en la diferenciación de las funciones. […] El ministerio es un concepto de relación. Visto desde sí y para sí mismo, cada cristiano es simplemente “cristiano” y no puede llegar a ser nada más elevado. Se da la unidad y la inseparabilidad en la única vocación cristiana. “Ad se”, en sí, cada uno es solo cristiano, y esta es su dignidad. “Pro vobis”, es decir, en relación a los otros, en cualquier caso, es una relación irrefutable y que afecta al aludido en todo su ser, se transforma en portador del ministerio. Ministerio y relación son idénticos […] El Obispo (y correspondientemente el presbítero) o es siempre “para vosotros” o no lo es en absoluto. Así, gracias a esta fórmula asentada en la teología trinitaria, se muestra claramente cómo la identidad común a todos del ser cristiano (el “sacerdocio común”) y la realidad del ministerio específico existen conjuntamente [19].
Complementariedad en la unidad
Lo visto hasta aquí confirma que la diferencia entre ambos sacerdocios no es meramente de grado, sino esencial [20], es decir, son originarios e irreductibles, pero esencialmente complementarios entre sí: el bautismal posee una prioridad sustancial que imprime al ministerial, que está a su servicio, el carácter de funcional. Este último pertenece al orden de los medios de salvación, propio de la Iglesia mientras aún peregrina, mientras que el bautismal, a pesar de que necesita del primero para vivir su ofrenda en plenitud, pertenece al orden de los fines, pues consiste en la unión con Cristo, Sacerdote y Víctima, corazón de la vida cristiana e incoación de la eterna [21]. Sus actos, en efecto, difieren. Los del sacerdocio común son reales, pertenecen a la existencia de la vida cristiana santificada, mientras que los del sacerdocio ministerial son sacramentales, es decir, representativos de la presencia de Cristo mediador [22]. El horizonte para su correcta comprensión es siempre el eclesial, ya que “el sacerdocio laical no es puramente individual, pues solo se obtiene en unión orgánica con toda la Iglesia” [23].
Distintos pero complementarios en la unidad [24] querida por Cristo, el movimiento ascendente hacia Dios Padre ofrecido desde el sacerdocio bautismal se une en el descendente de la Eucaristía que lo acoge y une a la ofrenda de Cristo. Lo pone de manifiesto bellamente Yves Congar a propósito de la doctrina de Santo Tomás de Aquino de la complementariedad entre las dos participaciones en la santa Misa, ambas activas, por la que unos reciben y otros dan:
Aunque en el culto sacramental que se celebra como cuerpo de Cristo, todos los miembros son activos, hay algunos especialmente cualificados como ministros en el amplio sentido de la etimología, funcionarios. Santo Tomás diría: unos miembros son activos para recibir, otros para dar [25]; o también los miembros son activos ya para perfeccionarse a sí mismos, ya para perfeccionar a los otros [26]. Aquí tenemos unidos a las consagraciones del bautismo, por una parte, del orden por otra, dos grados en la cualificación sacerdotal, por la que el cuerpo comunial de Cristo, que es también su templo, celebra sobre la tierra, con su jefe, el culto de la nueva alianza [27].
“A visit” de John August Swanson (1995).
Y así, su fecundidad espiritual brota de la profundidad de su vida cristiana, tan necesaria en esta “hora de los laicos”, como afirmó con fuerza el santo Pablo VI ya el año 1963, en Frascati, anticipando lo que afirmaría al término del Vaticano II:
Los laicos tienen su papel activo en la vida y en la acción de la Iglesia, como partícipes que son del oficio de Cristo Sacerdote, profeta y rey. Su acción dentro de las comunidades de la Iglesia es tan necesaria que sin ella el mismo apostolado de los pastores muchas veces no puede conseguir plenamente su efecto. (Apostolicam actuositatem, 10)
La correcta comprensión y valoración de ambas funciones evitará dos posibles extremos que hay que superar: tanto una visión clericalista como una secularizada de la Iglesia [28]. En el clericalismo, la labor “responsable” del laico se reduciría a imitar o a reemplazar al sacerdote en su ministerio sacramental o a ser su sombra, [29] con lo cual el campo de acción quedaría muy mermado. Por un lado, dejaría fuera su labor específica de actuar como fermento en las realidades temporales pensando que es suficiente con “ir a Misa el domingo” o dar catequesis, labores, sin embargo, necesarias. Por otro lado, debido a la falta de conciencia de su identidad laical y quizás a una tendencia a nivelar tareas y ministerios [30] –al estilo de una pseudodemocracia en la Iglesia–, puede caer en el riesgo de apropiarse acciones que están de por sí reservadas al ministro ordenado y confundir la tarea con la gracia [31].
La segunda concepción errónea es la secularizada que, al valorar por igual toda realidad humana, esté o no salvada por Cristo, debilita y relativiza la acción misionera en la Iglesia, y, por lo tanto, también la del laico. Con conocimiento de causa, el Papa pone también en guardia frente al peligro de identificar acción laical con ocupar cargos directivos o de importancia en la estructura eclesial [32]. Peligro que acecha a todos, también a los apóstoles que discutían sobre quién era el más importante, y por eso más que competir por tales derechos de precedencia, “se debería competir en la Iglesia […] por ser más santo” [33].
Al decir de Pedro Rodríguez, la acentuación dada en el Vaticano II al pueblo sacerdotal de Dios, por su condición de fiel cristiano, como portador por antonomasia del mensaje de la salvación, ha dejado emerger lo más original en la estructura de la Iglesia. Por eso, “la condición del sagrado ministerio es por su propia naturaleza, relativa”; a Cristo, por un lado, en “cuanto que el servicio de los sacerdotes al Señor consiste en ser signo e instrumento de su don salvífico a los hombres”; y, por otro, a la comunidad […] “en cuanto que enriquece con los dones divinos a la congregación de los fieles para que esta ponga en ejercicio su sacerdocio” [34].
“Festival of lights for all Saints” de John August Swanson (2006).
Conclusión
Podemos aventurarnos a concluir, a partir de lo considerado hasta aquí, haciéndonos eco de estas palabras de Lubac que resaltan la dignidad del sacerdocio común, que “No puede ser sobrepujado ni aumentado en su orden por ninguna institución o consagración sobreañadida […] No es un sacerdocio mermado, un sacerdocio de segundo orden, un sacerdocio de los fieles únicamente; es el sacerdocio de toda la Iglesia” [35]. Un sacerdocio que, alimentado por la vida sacramental que los ministros ordenados hacen posible, haga de su vida ofrenda permanente, sacrificio espiritual en medio de las realidades temporales, santificándolas y santificándose; en la diferencia complementaria que haga posible el binomio [36] decisivo entre laico y sacerdote, pues “El seglar sin el sacerdote puede poco; el sacerdote sin el seglar puede más; pero el sacerdote con el seglar, unidos a Dios, lo pueden todo en Aquel que les conforta” (cfr. Flp 4,13) [37].
De esta manera los laicos se harán responsables de vivir y de transmitir a otros la vida cristiana, en esta su hora. Para ello es suficiente vivir el dinamismo de su bautismo: “El laico ejerce continuamente su sacerdocio si cumple con su deber aceptando y viviendo la voluntad de Dios en todo; en especial lo vive cuando sufre completando en su carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo por su cuerpo que es la Iglesia” [38].
Eso es lo esencial en su vocación bautismal. Lo demás será excepcional, como el apoyo más directo en la labor del sacerdote ministerial, especialmente ante su escasez. Pero esto, como recuerda la doctrina del magisterio apoyada en la tradición y en la praxis de la Iglesia desde sus inicios [39], responderá a un nombramiento, no a una ordenación [40]. Pues el horizonte eclesial es el lugar querido por Cristo para vivir la gran dignidad y responsabilidad del sacerdocio común, siendo ciudadanos del cielo ya en la tierra, santificándola para Dios, como ofrendas espirituales.