Una vez más la Revista Humanitas nos hace pensar, al invitarnos a reflexionar sobre un excelente y oportuno documento del magisterio pontificio. Pensar en la esperanza, para ‘vivir de otra manera’. Esta vez nos concentramos en la esperanza cristiana, con la encíclica Spe Salvi, de Su Santidad Benedicto XVI. Me han solicitado que hable de la teología de la esperanza que subyace y se expresa en esta encíclica. Es algo que me supera por el tiempo de exposición, pero por sobre todo, por la incapacidad para abordar como corresponde y a la altura que se merece, un escrito de un gran teólogo y pastor como el Santo Padre. Me permito sólo algunas insinuaciones que inviten vivamente a la lectura personal, a la meditación y asimilación de estas sabias enseñanzas. Me concentraré en la primera parte de la carta (números 1-31, y más específicamente los números 1-15; 24-31), dejando de lado el magnífico apartado dedicado a la pedagogía y praxis de la esperanza, los llamados Lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza (números 32-48) que exige ser abordado con hondura.
El Santo Padre ha invitado a que los creyentes, desde la propia identidad cristiana –en diálogo con los tiempos modernos y sus principales corrientes de pensamiento– a dar razones de su esperanza. Pues,
en el contexto de sus conocimientos y experiencias, tienen también que aprender de nuevo en qué consiste realmente su esperanza, qué tienen que ofrecer al mundo y qué es, por el contrario, lo que no pueden ofrecerle. Es necesario que en la autocrítica de la edad moderna confluya también una autocrítica del cristianismo moderno, que debe aprender siempre a comprenderse a sí mismo a partir de sus propias raíces. (Spe Salvi 22)
Es lo que intentamos hacer aquí en este foro, y también invitar a los creyentes en el futuro
La esperanza, como dimensión esencial de la fe cristiana, ha ocupado el ministerio pastoral y la capacidad intelectual del actual pontífice por decenios. Desde su tesis de habilitación La teología de la historia en San Buenaventura (1959) hasta hoy, pasando por la Introducción al Cristianismo (1968) y por su tratado de Escatología (1977). Por eso estructuraré la exposición en dos apartados, uno intentará rastrear en la magna obra teológica de Joseph Ratzinger algunos antecedentes de una teología de la esperanza; otro señalará algunos aspectos de relevancia de la teología de la esperanza en la carta encíclica. Ahora, es bueno recordar que junto con el tema de la esperanza, la encíclica trata el tema de la salvación, ya que ‘somos salvados en la esperanza’. Esa es una buena pista para la lectura. La pregunta que está detrás de la reflexión de la carta encíclica se expresa en la siguiente afirmación sobre el encuentro con Dios en el rostro de Cristo: “si puede transformar nuestra vida hasta hacernos sentir redimidos por la esperanza que dicho encuentro expresa” (Spe Salvi 4). La esperanza cristiana transforma y redime, permite una nueva vida. “Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva” (Spe Salvi 2). Es a mi entender, el núcleo y la síntesis del documento y también el título de este comentario: “Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva”.
Algunos antecedentes de la teología de la esperanza
Recientemente se ha realizado una nueva edición en español de la trascripción de unas conferencias radiofónicas de Joseph Ratzinger de los años 1969 y 1970 con el título Fe y futuro[1]. Las cinco conferencias giraban en torno al tema de la cuestión de la fe y el futuro. La cuarta, El futuro del mundo pasa por la esperanza del ser humano[2], fue redactada para presentar el giro de pensamiento que significó la Constitución Gaudium et Spes sobre la Iglesia en el mundo actual del Concilio Vaticano II. Allí afirmaba el joven teólogo conciliar:
el ser humano actual tiene la mirada puesta en el futuro. Su lema es ‘progreso’ no ‘tradición’; ‘esperanza’, no ‘fe’. Experimenta, claro está, un cierto romanticismo hacia el pasado. Se complace en rodearse de objetos preciosos de la historia, pero todo esto sólo confirma que aquellos tiempos pertenecen al pasado y que el reino del ser humano actual es precisamente el mañana, el mundo que él se construye.[3]
Ya no se espera –afirma el autor– el futuro como regalo de lo alto sino como planificación y cálculo nuestro. “El ser humano espera la salvación de sí mismo y parece capaz de dársela”[4]. Pero junto a la esperanza en la edificación de la ciudad humana, surge el miedo a la obra de nuestras manos, porque un cielo vacío no es suficiente para crear una tierra feliz. “La construcción de la ciudad del ser humano se convierte en un intento lleno de sentido cuando se sabe quién es el ser humano, cuando se conoce la medida de lo humano”[5]. Es en Jesucristo que el ser humano es esperanza del ser humano. Concluye la reflexión afirmando:
Por el momento a nosotros nos queda sencillamente esto: verificar el dogma que afirma que en Cristo el ser humano ha llegado a ser esperanza del ser humano; confirmarlo viviendo nosotros mismos este paradigma existencial, llegando a ser esperanza para los demás y tratando de imprimir en el futuro los rasgos de Jesucristo, los rasgos de la ciudad futura, que será tan totalmente humana, por ser tan totalmente divina.[6]
Aquí, hace ya casi 40 años, descubrimos una línea de pensamiento. Al teólogo ya le preocupaban estos temas desde una perspectiva pastoral y existencial. Hay que recordar su estudio de la teología de la historia que lo ha marcado desde su formación[7], la recepción de la Teología de la Esperanza de Moltmann (1964) y la polémica y diálogo con el ‘principio esperanza’ de Bloch, que ha tenido mucha repercusión fuera y adentro de los círculos cristianos.
En la última conferencia del libro que comentamos, sobre el futuro de la Iglesia del año 2000 (escrito en 1970), se destaca la siguiente afirmación:
El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy sólo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven la plenitud pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes sólo dan recetas. No vendrá de quienes sólo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes critican a los demás y se toman a sí mismos como medida de lo infalible. Tampoco vendrá de quienes eligen sólo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos.[8]
Hay un mar de fondo en la obra del teólogo y del cardenal Ratzinger que puede ser rastreada y estudiada.
Se cumplen este año 2008 los 40 años de su obra más famosa y difundida, la Introducción al Cristianismo. Es fruto de lecciones multitudinarias a estudiantes universitarios sobre la fe cristiana en tiempos agitados, lecciones sobre el credo apostólico dictadas en el auditorium maximum de Tubinga en el verano de 1967. Allí hay unos apartados dedicados a la esperanza que conviene comentar. Al abordar las ‘estructuras de lo cristiano’, formula seis principios, el quinto es ‘lo definitivo y la esperanza’, y lo explica de la siguiente forma: “la fe cristiana afirma que en Cristo se ha realizado la salvación del hombre, que en él comienza indiscutiblemente el verdadero futuro del hombre, que a pesar de ser futuro es también pretérito, parte de nuestro presente”[9]. Y más adelante: “Lo que caracteriza la actitud cristiana global ante la realidad es la confianza de que lo definitivo ya existe y que por eso permanece abierto el futuro del hombre”[10]. El sexto principio formulado allí es ‘el primado de la recepción y la positividad cristiana’: consiste en que “el hombre se salvará por la cruz”[11], donde radica la diferencia entre el principio cristiano ‘esperanza’ y el marxista. El hombre no se salva por lo que hace o por la lucha de clases, sino por lo que recibe como un don. Y una bellísima formulación: “El hombre sólo deviene plenamente hombre cuando es amado, cuando se deja amar”[12]. Al hacer la síntesis de la ‘esencia del cristianismo’ Ratzinger afirma claramente que todos los principios se resumen en el principio del amor. “El principio del amor, si es verdadero, incluye realmente la fe… En el principio del amor está también incluido el principio de la esperanza…”[13].
Al final de la obra, comentando el artículo ‘la resurrección de la carne’, señala en el último párrafo del libro:
La meta del cristiano no es la bienaventuranza privada, sino la totalidad. El cristiano cree en Cristo y por eso cree también en el futuro del mundo, no sólo en su propio futuro. Sabe que ese futuro es más de lo que él puede hacer... El mundo ha sido redimido. Ésa es la certeza que sostiene a los cristianos y que hace que hoy siga valiendo la pena ser cristianos.[14]
¿Cómo no encontrar en estas lecciones juveniles, de un experimentado maestro hace 40 años las raíces y antecedentes de los argumentos de la encíclica? Y podríamos rastrear muchos otros escritos y referencias.
La teología de la esperanza en Spe Salvi
Evidentemente la teología de la esperanza de Spe Salvi ha sido largamente meditada por el Santo Padre. Tiene, en esta ocasión, una especial preocupación por darle una fundamentación bíblica y por recoger la tradición eclesial, junto con el diálogo con las diversas corrientes claves del pensamiento contemporáneo[15]. La esperanza que nos salva es reflexionada en las fuentes de su certeza. ¿Cuál es la verdad de la esperanza cristiana? ¿Por qué el presente se puede vivir de otra manera, de una manera nueva, cuando se tiene esperanza? ¿Por qué la esperanza cristiana se recibe cuando se conoce al Dios verdadero? ¿Qué es la vida eterna? ¿Es individualista la esperanza cristiana? El Pontífice no responde con recetas, sino que, en diálogo con el pensamiento contemporáneo y con el tesoro de la tradición eclesial, nos entrega algunas valiosas pistas. Muchas son difíciles de comprender, pero hay afirmaciones que hacen pensar y pueden dar mucho en nuestra meditación para descubrir la ‘Verdadera fisonomía de la esperanza cristiana’ (números 24-31).
Aquí un texto provocador: “No es la ciencia la que redime al hombre. El hombre es redimido por el amor” (Spe Salvi 26). Más adelante una afirmación fundamental:
En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida (cf. Ef 2,12). La verdadera, la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que nos ha amado y que nos sigue amando ‘hasta el extremo’, ‘hasta el total cumplimiento’ (cf. Jn 13,1; 19,30). (Spe Salvi 27).
Y luego se refuerza
...nosotros necesitamos tener esperanzas –más grandes o más pequeñas–, que día a día nos mantengan en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan. Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto. Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da la posibilidad de perseverar día a día con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto... (Spe Salvi 31)
Es una pista que recorre todo su pensamiento ¿Qué ha traído Cristo al mundo? No son cosas sino que el Dios verdadero, que desea compartir con nosotros la vida plena. Esta verdad cruza todo su pensamiento y es uno de los motivos centrales de su obra Jesús de Nazaret (2007).
No hay tiempo para otras reflexiones del Santo Padre en la carta y en los antecedentes, como para analizar su escatología global y su libro de escatología. Podría ser en otros futuros encuentros de Humanitas. También sería interesante relacionar las dos cartas encíclicas, su continuidad y su complementariedad, Spe Salvi con Deus Caritas Est. Y esperamos pronto una carta sobre doctrina social. Y por qué no una también sobre la fe, para culminar la trilogía de las virtudes teologales. Pues como dice Walter Kasper: “Así la fe no es sólo un acto cristiano junto a otros, no es simplemente algo junto a la esperanza y al amor. Más bien se trata de la totalidad de la existencia cristiana y abarca la esperanza y el amor como dos formas de su realización”[16]. Si la fe abarca la vida entera de la persona, ésta no puede quedarse sola, muere. La fe, cuando se orienta hacia el futuro se llama esperanza, y cuando se hace obra, se llama caridad. Estas tres dimensiones de la existencia cristiana se exigen mutuamente.
Una consecuencia de todo esto es evidente para el mundo de la educación. Quien se ha enfrentado hondamente con el desafío de educar, se da cuenta pronto que educar es un riesgo, porque significa tomar en serio el misterio de la persona y el misterio de lo real. Hoy asistimos a una emergencia educativa[17]. No es una cuestión coyuntural o sólo externa de financiamiento o de leyes, sino del sentido más profundo del hecho educativo como encuentro de personas. El futuro de la educación no está en el Estado o en el mercado sino en su propia identidad. Ante esta situación está la tentación de renunciar, pues “educar nunca ha sido fácil, y hoy parece ser cada vez más difícil”[18]. El Santo Padre ha señalado recientemente en su carta a los fieles de Roma que entre los requisitos concretos y comunes para una ‘auténtica educación’ se pueden enumerar entre otros la cercanía, la confianza que nace del amor, la donación propia, la búsqueda a veces dolorosa de la verdad, el equilibrio entre libertad y disciplina, el ejercicio de la autoridad, la responsabilidad. En definitiva puntualiza que “sólo una esperanza fiable puede ser alma de la educación, como de toda la vida”, pues “en la raíz de la crisis de educación se da, de hecho, una crisis de confianza en la vida”. Sólo se pude educar, auténticamente en la esperanza. Como lo señaló lúcidamente el Vaticano II en la Constitución Pastoral, hace ya más de cuarenta años, el futuro está en las manos de quienes sean capaces de entregar a las futuras generaciones motivos para creer y esperar.
Termino sólo mencionando el notable apartado final dedicado a María, estrella de la esperanza (números 49-50). “María podría ser para nosotros estrella de esperanza” –nos asegura el Pontífice– y muestra, en una hermosa oración dirigida a María, cómo ella ha iluminado nuestro seguimiento de Cristo, ‘nuestra esperanza’. Ella ha sabido vivir rectamente, por lo que nos refleja de manera cercana la luz de Cristo indicándonos así la ruta hacia la meta, orientando nuestra travesía por la vida.
También hoy este día le decimos, desde el extremo de la tierra: “Santa María, Madre de Dios, Madre nuestra, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar, brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino” (Spe Salvi 50). Pues no vale la pena vivir sin esperanza, y sobre todo sin esta esperanza que salva, pues queremos ‘vivir de otra manera’.