«En el umbral del Nuevo Testamento, como al comienzo del Antiguo, hay una pareja. Pero mientras la de Adán y Eva había sido la fuente del mal que ha inundado el mundo, la de José y María constituye el vértice por medio del cual se difunde la santidad por toda la tierra»
Pablo VI Alocución al movimiento «Équipes de Notre-Dame» (4-5-1970)
La fecha del 19 de marzo, que desde hace algunos siglos mantiene la presencia de san José en el calendario católico, nos invita siempre a reflexionar sobre el arraigo creciente, en la conciencia cristiana y en el sentimiento del Pueblo de Dios, de la imagen del esposo de María y «padre» de Jesús.
Se ha hecho un tópico recientemente la afirmación de que tenemos, en los textos evangélicos, pocos datos sobre san José. No entremos, sin embargo, en discusiones y constatemos algunas de las certezas que de la lectura de los Evangelios resultan. Comencemos por notar que el nacimiento en Belén del Hijo de Dios se debe a la inscripción en el censo, por parte de José, que la realiza en la ciudad de David, Belén, de quien él se sabía descendiente. Es cierto que, en el Evangelio, la constatación de la descendencia davídica de José se relaciona esencialmente con la mesianidad de Jesús, en quien se cumplen las profecías hechas al patriarca David: la filiación davídica de Jesús se relaciona con la de José; el nombre de «hijo de David» sólo se dice de dos personas en el Evangelio: de Jesús y de José, su padre.
Pensemos seguidamente que José es encargado divinamente, por ministerio angélico, de poner el nombre al Hijo que María ha concebido por obra del Espíritu Santo, el nombre de Jesús, es decir, «el Salvador del pueblo de sus pecados»: «José, Hijo de David, no temas recibir contigo a María como tu esposa, porque ella dará a luz un Hijo engendrado por obra del Espíritu Santo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará al pueblo de sus pecados» (Mt 1,20-21).
El cumplimiento de este mandato de poner el nombre que significa, precisamente, «el encargado de la salvación del pueblo» lo encontramos referido por el evangelista Lucas al notar que: «Cuando se cumplieron los ocho días para circun0cidarle, se le dio el nombre de Jesús, el que le dio el ángel antes de ser concebido en el seno» (Lc 2,21). Ya sabemos que el encargado de circuncidarle y darle el nombre no es otro que José.
También una aparición en sueños de un ángel del Señor manda a José huir a Egipto: «El ángel del Señor se apareció en sueños a José y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al Niño y a su Madre, y huye a Egipto, y estate allí hasta que yo te diga, porque Herodes va a buscar al Niño para matarle’. Él se levantó, tomó de noche al Niño y a su Madre y se retiró a Egipto, y estuvo allí hasta la muerte de Herodes» (Mt 2,13-15).
Pero también un mandato divino es el que lleva a José a ir a Nazaret, cumpliendo así la profecía: «Muerto Herodes, el ángel del Señor se apareció de nuevo a José en sueños y le dijo: ‘Levántate, toma contigo al Niño y a su Madre y ponte en camino hacia la tierra de Israel’. Él se levantó, tomó consigo al Niño y a su Madre y entró en tierra de Israel, pero al enterarse de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, temió ir allá y, avisado en sueños, se retiró a la región de Galilea y fue a vivir a una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: ‘Será llamado Nazareno’» (Mt 2,19-23).
En esta serie coherente e insistente de pasajes evangélicos que muestran a José como el que recibe de parte de Dios, por caminos extraordinarios de apariciones angélicas, las advertencias que han de salvar al Niño de las persecuciones y que señalan los rumbos de la vida del Señor (que ya no vuelve a Belén, donde nació, en la Judea, sino que va a vivir a Galilea, en Nazaret) aparece siempre José como el que recibe el encargo divino de organizar la vida de Jesús, y sobre María, cuya obediencia a José en cumplir las órdenes divinas brilla por el hecho de no tener que ser nunca citada como si tomase iniciativas, destaca por lo mismo la autoridad patriarcal de José.
José vuelve a aparecer, esta vez unido a María y con una actitud expresamente de unidad de sentimientos y criterios con ella, en la pérdida del Niño en el Templo y cuando María y José, al hallarlo, le interrogan por qué se ha portado así con ellos. Es María la que dice: «¿No sabías que tu padre y yo te buscábamos con dolor?». Los textos de san Mateo hasta aquí citados expresan un total protagonismo y responsabilidad de José, mientras María se muestra como de una total y pasiva obediencia a su esposo.
Otros pasajes de Lucas, referentes a la presentación de Jesús en el Templo, o al episodio, ya cumplidos los doce años por el Niño, de la pérdida de éste (que es hallado después entre los maestros de la Ley), vienen a mostrar una nueva etapa en la vida de Jesús en que su Madre tiene ya una comprensión del Niño, y se aprecia una evolución, allí mismo aludida, del crecimiento en edad y en gracia de Jesús, el Hijo de Dios encarnado: «Cuando se cumplieron los días de la purificación de ellos según la Ley de Moisés, llevaron a Jesús a Jerusalén para presentarlo al Señor, como está escrito en la Ley del Señor» (Lc 2,22).
«He aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu vino al Templo y cuando los padres introdujeron al Niño Jesús para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo al Señor, diciendo (...)» (Lc 2,25-28). Y en los versículos 29 a 32 el evangelista inserta el himno de acción de gracias que conocemos como Nunc dimittis.
El evangelista narra después que «su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él». Simeón los bendijo, y dijo a María, su Madre: «Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel y para ser signo de contradicción. Y a ti misma una espada te atravesará el alma» (Lc 2,33-35). Vemos en esta escena una actitud compartida por los dos esposos, aunque finalmente la profecía de Simeón se dirige en concreto a María porque, al parecer, profetiza su presencia en la Pasión de su Hijo y en su muerte en la cruz. Probablemente, la ausencia de José es de fácil explicación y daría razón también de que Jesús, al morir, confíe a su Madre al Apóstol amado, Juan: José había muerto, no sabemos cuándo pero ciertamente antes de los acontecimientos de la Pasión.
El primero de los episodios de Lucas concluye con la cita de la profecía de Ana que nota el evangelista «que hablaba del Niño a todos los que esperaban la Redención» (Lc 2,34). Sigamos leyendo al evangelista Lucas en un importantísimo conjunto de textos sobre Jesús Niño y sus padres: «Así que cumplieron todas las cosas según la Ley del Señor, volvieron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El Niño crecía y se fortalecía, llenándose de sabiduría, y la gracia de Dios estaba sobre Él. Sus padres iban todos los años a Jerusalén, a la fiesta de la Pascua. Cuando tuvo doce años, subieron ellos, como de costumbre, a la fiesta y, al volverse, pasados los días, el Niño se quedó en
Jerusalén, sin saberlo sus padres. Pero creyendo que iba en la caravana, hicieron un día de camino y le buscaban entre los parientes y conocidos; pero al no encontrarle, se volvieron a Jerusalén en su busca, y sucedió que, al cabo de tres días, le encontraron en el Templo, sentado en medio de los maestros, escuchándoles y preguntándoles. Todos los que le oían estaban estupefactos, por su inteligencia y sus respuestas. Cuando le vieron, quedaron sorprendidos y su Madre le dijo: «¿Por qué nos has hecho esto? Mira, tu padre y yo, angustiados, te andábamos buscando». Él les dijo: «¿Por qué me buscabais? ¿No sabías que yo debía estar en la casa de mi Padre?» Pero ellos no comprendieron la respuesta que les dio. Y bajó con ellos, y vino a Nazaret, y vivió sujeto a ellos. Su Madre conservaba cuidadosamente todas estas cosas en su corazón. Jesús progresaba en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,19-32).
El contraste absoluto que ofrece la escena del Niño Jesús perdido en el Templo, narrado en el evangelio de san Lucas, con el milagro de las Bodas de Cana, en que el protagonismo de María es tan decisivo y exclusivo que la narración evangélica de Juan comienza notando que «Se celebraron unas bodas en Cana de Galilea y estaba allí la Madre de Jesús. Fue también llamado Jesús con sus discípulos.» (Jn 2,1-3). Sería coherente con la opinión de los exegetas que han afirmado la muerte de san José antes del comienzo de la vida pública del Señor.
Parece que este período duró algunos años, y no es cierto que en el Evangelio no tengamos dato alguno sobre el mismo, o sobre la presencia de José en la vida de Cristo. Mientras algún evangelista, como Marcos, llama a Jesús «el carpintero» y «el hijo de María» (Mc 6,3), otros le llaman «hijo del carpintero» (Mt 13,55) o «hijo de José» (Lc 4,22). Esta misma diversidad terminológica sugiere no sólo la convivencia del padre José con la esposa María y el hijo Jesús, sino la colaboración en la tarea artesana del taller de José. Es digno de ser meditado que los textos evangélicos sugieren como muy probable, prácticamente como cierto, que entre la muerte de José y el comienzo de la vida pública del Señor se dio una situación cuya longitud cronológica no podemos medir, pero suficiente para que Jesús fuese conocido no sólo como «el hijo de José, el carpintero», sino propiamente como «el carpintero»: es decir, el Verbo encarnado ejercería la actividad artesana en el que había sido el taller de José.
Algún biógrafo eminente de san José afirma que José murió cuando había cumplido totalmente la misión, divinamente encomendada, de custodio paterno del Hijo del Hombre, es decir, del Hijo de Dios encarnado. Por tanto, la muerte de José, precisamente por su indefinición cronológica, es un hecho que nos invita a la meditación. Es el momento éste de decir algunas cosas que pensamos poco y que, por lo mismo, nos llevan, por esta ausencia nuestra de reflexión, a la incomprensión de aquel que santa Teresa de Jesús ponderaba como «intercesor eminente» por haber sido, en la tierra, el que había regido a Cristo en su vida temporal, y a quien la Iglesia contemporánea ha reconocido como «padre y protector del Pueblo de Dios y, por ello, patrono del Concilio ecuménico Vaticano II».
San José, que no creyó en la divinidad de su Hijo porque oyese esta predicación en los Apóstoles de Cristo, sino que la creyó por su docilidad obediente a las inspiraciones divinas transmitidas por los ángeles, no entró en la Iglesia de Cristo por la recepción del Bautismo. Ubertino de Cásale afirma que san José pertenece al Antiguo Testamento, lo cual está en él dicho con intención profunda y verdadera, pero no es una afirmación precisa y oportuna. José, que con María cumple una misión de introducir en el mundo al Hijo de Dios Salvador, y a quien le fue confiado por Dios, por ministerio angélico, dar a Jesús este nombre referente a la Salvación del pueblo de Israel y de toda la humanidad de sus pecados, tiene una fe cuyo origen y sentido es superior al de quienes entramos en la Iglesia por haber aceptado la predicación apostólica, es decir, de los enviados de Jesús. A José, como a María, es el mismo Dios quien les confía precisamente una actividad paterna de dar a la humanidad al mismo Verbo que se ha hecho carne y que ha habitado entre nosotros por la acción obediente por la que dan cumplimiento al designio divino de la Encarnación redentora.
En algunos momentos del desarrollo progresivo de la devoción a san José en la Iglesia, no faltan, en algunos autores muy fervorosos, atisbos de desconcierto por la falta de actividad apostólica y de misión apostólica del patriarca José. Su misión no era anunciar a los hombres la venida al mundo del Hijo de Dios, sino el servicio doméstico y cotidiano a esta venida. Es mucha la grandeza de esta misión que el patriarca José cumple por su pertenencia al orden hipostático, y que providencialmente dispuso Dios que se realizara en Nazaret de Galilea y con la sencillez y pequeñez que tantas veces sorprendió a sus contemporáneos y tantas veces ha quedado incomprendida entre quienes han creído en la divinidad de Cristo pero no han sentido el mensaje exigente de la infancia espiritual.
No deja de ser significativo que la santa doctora de la Iglesia Teresita del Niño Jesús afirmase que desde su infancia en ella se habían confundido la devoción a san José con la devoción a la Santísima Virgen. Esta afirmación nos resultará desconcertante siempre que la excelencia y dignidad de María en el orden de la santidad queramos juzgarla al modo de una excelencia humana y no se centre nuestra meditación en la pequeñez evangélicamente infantil de María y de
José, que fue comprendida íntimamente por sus más grandes devotos. Sólo podremos participar de aquella misteriosa e iluminadora «confusión» de que habla Teresa de Lisieux si sabemos ver en María y en José el ejemplo más excelente de aquella infancia espiritual sin la que no podríamos entrar en el Reino de los cielos. ¿Quién podría dudar de que la Reina del universo, la Madre de Dios, nos muestra el ejemplo más decisivo de aquella infancia espiritual que Jesús afirmó como condición indispensable para la entrada en el Reino de los cielos? ¿Y quién podría dudar de que el santo que más compartiera esta infancia y más se asemejó a María, «la esclava del Señor», fue el Patriarca silencioso y obediente a quien le bastaba tener la certeza de la voluntad de Dios para ponerse activamente a cumplirla? La lectura de los evangelios de Mateo y Lucas (e incluso la de Marcos, que no menciona nunca directamente a José, sino que le llama «esposo de María» pero que llama a Jesús «el carpintero») nos sugiere, pues, tres relaciones del patriarca José con la vida de Jesús, el Salvador de Israel y del mundo:
En la primera, José recibe por encargo divino toda la responsabilidad de introducir en el mundo a Jesús, «el Hijo de David», «el Salvador del pueblo de sus pecados». Por él nace en Belén, la ciudad de David, el Mesías y, después de defenderle en la huida a Egipto, por él va a ser Jesús el Nazareno.
En una segunda etapa, que abarca primero la infancia y después la vida oculta del Señor, la acción de José es siempre inseparable de María y luego José y Jesús colaboran en algo tan humano y cotidiano como el trabajo de un taller. El mismo Jesús es llamado primero «el hijo del carpintero» y finalmente «el carpintero». La presencia de José en lo que podríamos llamar inculturación rural y doméstica del Hijo de Dios es la de un padre de familia que la sustenta con su trabajo en un modesto taller.
Vemos, pues, una tercera etapa en que no destaca siempre la acción conjunta de María y José, sino la responsabilidad paterna en el trabajo por la que el Patriarca sustenta a su esposa y a su Hijo. Estamos en la fase silenciosa y sin acontecimientos visibles de la vida de José en la Sagrada Familia de Nazaret.
Estas tres distintas relaciones las ha vivido el pueblo cristiano en las escenas contempladas en nuestros belenes. En la primera infancia de Jesús, después en el recuerdo del Niño Jesús en el Templo (reencontrado por José y María) y, finalmente, en la presencia, en la vida de familia, del trabajo artesano iniciado por José y, al parecer, heredado por Jesús. No sabemos por cuánto tiempo, como no sabemos el tiempo que medió entre la muerte de José y el comienzo de la vida pública del Señor, en la que está ya presente María, que toma la iniciativa del primer milagro, la conversión del agua en vino en las Bodas de Cana.
No hallamos ya a José en ningún momento de la Pasión del Señor, pero no quiero silenciar que muchos y grandes y autorizados escritores eclesiásticos y teólogos hablan de José como resucitado al tiempo de la Resurrección de Jesucristo para estar ya siempre presente, en cuerpo y alma, ascendido a los cielos. Recordemos que Suárez afirma que los que esto opinan no pueden ser acusados de opinión aventurada e infundada, sino de verosímil y coherente con la Providencia divina, coherente con que la Iglesia confíe en la autoridad de José en la vida eterna, continuadora de la que tuvo sobre el Hijo encarnado en la tierra, como lo vio santa Teresa, y su protección patriarcal sobre la Iglesia, Cuerpo místico de Cristo, como la sintió Juan XXIII al designar a José como patrono del Concilio Vaticano II.