“El presente ensayo, un breve manual de supervivencia para un tiempo de vitrificación ideológica, pretendería hacer frente a esta sospecha. No solo porque celebra el matiz como libertad crítica, como audacia ordinaria, sino también porque se nutre de la convicción de que el libro, la antigua y frágil tradición del libro, constituye el refugio más seguro para el matiz”.
El coraje del matiz, como afirma su propio autor, se trata de un “breve manual de supervivencia para un tiempo de vitrificación ideológica”. Birnbaum había publicado ya dos libros referidos al yihadismo, uno que indagaba en su poder seductor y otro que buscaba mostrar cómo este no tiene nada que ver con el islam y sus enseñanzas. Como respuesta, se enfrentó en carne propia a la cerrazón dogmática, acusado de “hacerle el juego” a tal o cual posición política e ideológica. Es la misma tendencia que se multiplica y disemina por doquier en las redes sociales, el espacio de las frases descontextualizadas, las “funas” masivas y la condena al ostracismo para quien no comulgue con lo políticamente correcto ni pueda exponer frente al resto su pureza moral y doctrinaria. Este ensayo, en cambio, celebra el matiz, la libertad de pensamiento, la posibilidad de explorar y abrirse a diversos puntos de vista con franqueza y humildad, reconociendo los propios puntos ciegos.
El autor, sin pretender exhaustividad, se vale de algunos intelectuales y escritores a quienes admira precisamente por su capacidad de defender el matiz. Sobre cada uno de ellos relata algunas anécdotas y afirmaciones que los posicionan dentro del universo de aquellos que, aun corriendo el riesgo de ser marginados, defendieron un tipo de pensamiento libre y franco, que se escapa de todo encasillamiento y congelamiento banal. Se refiere así al “deber de dudar” sostenido por Albert Camus, y su cuestionamiento a los ideales prefabricados del comunismo; a la heroica disidencia de Georges Bernanos al constatar el envilecimiento producido en las filas de sus correligionarios monárquicos; a Hannah Arendt y su capacidad de poner en ridículo a todo aquel que renuncie a pensar; a la moderación y sinceridad extrema de Raymond Aron, quien fue capaz de captar la realidad aceptando sus múltiples contradicciones; a la esperanza en la humanidad presente en George Orwell y su humilde aceptación de la parcialidad del propio pensamiento; a Germaine Tillion y su esfuerzo por ver bien, comprender y juzgar correctamente en tiempos de pasiones exasperadas, y a Roland Barthes, cuyos textos son, para el autor, verdaderos refugios de supervivencia, y quien luchó hasta la muerte contra la “tiranía del estereotipo”.
Un último capítulo lo dedica a identificar los vínculos de admiración y respeto que surgieron entre estos autores “demasiado matizados para alinearse a partir de eslóganes”, “demasiado libres para soportar la disciplina de partido”, “demasiado sinceros para renunciar a la franqueza”. Todos ellos conocieron la soledad; la mayoría, el exilio y la clandestinidad. Aunque sostenían posiciones diversas, se encontrarían unidos, en palabras de Hannah Arendt, en una misma “tradición oculta” y se reconocerían unos a otros el derecho a sostener sus propias posturas y ser hombres libres, a pensar antes que a odiar. Al mismo tiempo, todos habrían mostrado una inclinación a expresarse a través del ensayo, precisamente por la compatibilidad de este estilo con la posibilidad de dejar las cosas abiertas, hacer matices, combinar filosofía y literatura. Descubrir y redescubrir a estos autores permite abrir caminos de salida.
Nuestra historia ha estado llena de pensadores y hombres de acción que permitieron tender puentes entre mundos que parecían irreconciliables, defensores de la prudencia, del sentido común, de la moderación y del pensamiento libre, como lo fueron John Henry Newman, G. K. Chesterton o Juan XXIII. ¿No es esto lo que estamos llamados a hacer los cristianos? Abrir puertas, tender puentes, derribar muros, conservar la fe en aquella capacidad de verdad que anida en todo ser humano, distinguir el error de la persona que lo profesa, perdonar, decir las cosas por su nombre.
Sofía Brahm