Palabras pronunciadas espontáneamente antes del inicio de la audiencia general

He querido saludar a la Virgen de los Desamparados, la Virgen que cuida de los pobres, la patrona de Valencia, Valencia, que sufre tanto, y también otros lugares de España, pero sobre todo Valencia, que está bajo el agua y sufre. He querido que esté aquí la patrona de Valencia, esta pequeña imagen que me regalaron los propios valencianos. Hoy, de manera especial, rezamos por Valencia y por otras zonas de España que están sufriendo a causa del agua.


Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Pensemos un poco en esto: rezar como hijos de Dios, no como esclavos. Hay que rezar siempre con libertad. «Hoy debo rezar esto, esto, esto, porque he prometido esto, esto, esto... ¡De lo contrario iré al infierno!». No, esto no es rezar. La oración es libre. Se reza cuando el Espíritu ayuda a rezar. Se ora cuando se siente en el corazón la necesidad de orar; y cuando no se siente nada, hay que detenerse y preguntarse: ¿por qué no siento el deseo de orar? ¿Qué está pasando en mi vida? La espontaneidad en la oración es siempre lo que más nos ayuda. Esto es lo que significa rezar como hijos, no como esclavos.

En el Nuevo Testamento, vemos que el Espíritu Santo desciende siempre durante la oración. Desciende sobre Jesús tras el bautismo en el Jordán, mientras «estaba en oración» (Lc 3,21); y desciende sobre los discípulos en Pentecostés, mientras «todos ellos perseveraban juntos en la oración» (Hechos 1,14).

Pero también existe el otro aspecto, que es el más importante y alentador para nosotros: el Espíritu Santo es el que nos dona la verdadera oración. San Pablo dice: «El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables; y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios.» (Rm 8,26-27).

El Espíritu Santo viene, sí, en auxilio de nuestra debilidad, pero hace algo aún más importante: nos confirma que somos hijos de Dios y pone en nuestros labios el grito: «¡Padre!» (Rm 8,15; Gal 4,6). Nosotros no podemos decir “Padre, Abba” sin la fuerza del Espíritu Santo. La oración cristiana no es el ser humano que, a un lado del teléfono, habla con Dios que está al otro lado, no, ¡es Dios que reza en nosotros! Rezamos a Dios a través de Dios. Rezar es ponernos dentro de Dios y que Dios entre en nosotros.

Dios es más grande que nuestro pecado. Todos somos pecadores... Pensemos: quizá algunos de ustedes -no lo sé- tienen mucho miedo por las cosas que han hecho, tienen miedo de ser reprendidos por Dios, tienen miedo de muchas cosas y no encuentran la paz. Pónganse en oración, invoquen al Espíritu Santo y Él les enseñará a pedir perdón. ¿Y saben qué? Dios no sabe mucha gramática y cuando pedimos perdón, ¡no nos deja terminar! «Perd...» y ahí, Él no nos deja terminar la palabra perdón. Él nos perdona primero, siempre está ahí para perdonarnos, antes de que terminemos la palabra perdón. Decimos «Perd...» y el Padre siempre nos perdona.

El Espíritu Santo intercede por nosotros, y también nos enseña a interceder, a nuestra vez, por nuestros hermanos y hermanas; nos enseña la oración de intercesión: rezar por esta persona, rezar por aquel enfermo, por el que está en la cárcel, rezar...; rezar también por la suegra, y rezar siempre, siempre. Esta oración es especialmente agradable a Dios, porque es la más gratuita y desinteresada. Cuando cada uno reza por todos los demás, sucede – lo decía san Ambrosio – que todos los demás rezan por cada uno y la oración se multiplica [1]. La oración es así. He aquí una tarea muy valiosa y necesaria en la Iglesia, especialmente en este tiempo de preparación al Jubileo: unirnos al Paráclito, cuya “intercesión a favor de todos nosotros es según Dios”.

Que el Espíritu nos ayude en la oración, ¡porque la necesitamos tanto! Gracias.

[1] De Cain et Abel, I, 39.


Fuente: Vaticano

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