Ante todo, la «Virgen Morenita» nos enseña que la única fuerza capaz de conquistar el corazón de los hombres es la ternura de Dios. Aquello que encanta y atrae, aquello que doblega y vence, aquello que abre y desencadena no es la fuerza de los instrumentos o la dureza de la ley, sino la debilidad omnipotente del amor divino, que es la fuerza irresistible de su dulzura y la promesa irreversible de su misericordia.
Por eso, les invito a partir nuevamente de esta necesidad de regazo que promana del alma de vuestro pueblo. El regazo de la fe cristiana es capaz de reconciliar el pasado, frecuentemente marcado por la soledad, el aislamiento y la marginación, con el futuro continuamente relegado a un mañana que se escabulle. Sólo en aquel regazo se puede, sin renunciar a la propia identidad, «descubrir la profunda verdad de la nueva humanidad, en la cual todos están llamados a ser hijos de Dios» (Id., Homilía en la Canonización de san Juan Diego).
Naturalmente, por todo esto se necesita una mirada capaz de reflejar la ternura de Dios. Sean por lo tanto Obispos de mirada limpia, de alma trasparente, de rostro luminoso. No le tengan miedo a la transparencia. La Iglesia no necesita de la oscuridad para trabajar. Vigilen para que sus miradas no se cubran de las penumbras de la niebla de la mundanidad; no se dejen corromper por el materialismo trivial ni por las ilusiones seductoras de los acuerdos debajo de la mesa; no pongan su confianza en los «carros y caballos» de los faraones actuales, porque nuestra fuerza es la «columna de fuego» que rompe dividiendo en dos las marejadas del mar, sin hacer grande rumor (cf. Ex 14,24-25).
El mundo en el cual el Señor nos llama a desarrollar nuestra misión se ha vuelto muy complejo. Y aunque la prepotente idea del «cogito», que no negaba que hubiese al menos una roca sobre la arena del ser, hoy está dominada por una concepción de la vida, considerada por muchos, más que nunca, vacilante, errabunda y anómica, porque carece de sustrato sólido. Las fronteras, tan intensamente invocadas y sostenidas, se han vuelto permeables a la novedad de un mundo en el cual la fuerza de algunos ya no puede sobrevivir sin la vulnerabilidad de otros. La irreversible hibridación de la tecnología hace cercano lo que está lejano pero, lamentablemente, hace distante lo que debería estar cerca.
En las miradas de ustedes, el Pueblo mexicano tiene el derecho de encontrar las huellas de quienes «han visto al Señor» (cf. Jn20,25), de quienes han estado con Dios. Esto es lo esencial. No pierdan, entonces, tiempo y energías en las cosas secundarias, en las habladurías e intrigas, en los vanos proyectos de carrera, en los vacíos planes de hegemonía, en los infecundos clubs de intereses o de consorterías. No se dejen arrastrar por las murmuraciones y las maledicencias. Introduzcan a sus sacerdotes en esa comprensión del sagrado ministerio.
Si nuestra mirada no testimonia haber visto a Jesús, entonces las palabras que recordamos de Él resultan solamente figuras retóricas vacías. Quizás expresen la nostalgia de aquellos que no pueden olvidar al Señor, pero de todos modos son sólo el balbucear de huérfanos junto al sepulcro. Palabras finalmente incapaces de impedir que el mundo quede abandonado y reducido a la propia potencia desesperada.
La proporción del fenómeno, la complejidad de sus causas, la inmensidad de su extensión, como metástasis que devora, la gravedad de la violencia que disgrega y sus trastornadas conexiones, no nos consienten a nosotros, Pastores de la Iglesia, refugiarnos en condenas genéricas –formas de nominalismo– sino que exigen un coraje profético y un serio y cualificado proyecto pastoral para contribuir, gradualmente, a entretejer aquella delicada red humana, sin la cual todos seríamos desde el inicio derrotados por tal insidiosa amenaza. Sólo comenzando por las familias; acercándonos y abrazando a la periferia humana y existencial de los territorios desolados de nuestras ciudades; involucrando las comunidades parroquiales, las escuelas, las instituciones comunitarias, la comunidades políticas, las estructuras de seguridad; sólo así se podrá liberar totalmente de las aguas en las cuales lamentablemente se ahogan tantas vidas, sea la vida de quien muere como víctima, sea la de quien delante de Dios tendrá siempre las manos manchadas de sangre, aunque tenga los bolsillos llenos de dinero sórdido y la conciencia anestesiada.
Los invito a cansarse, a cansarse sin miedo en la tarea de evangelizar y de profundizar la fe mediante una catequesis mistagógica que sepa atesorar la religiosidad popular de su gente. Nuestro tiempo requiere atención pastoral a las personas y a los grupos, que esperan poder salir al encuentro del Cristo vivo. Solamente una valerosa conversión pastoral –y subrayo conversión pastoral– de nuestras comunidades puede buscar, generar y nutrir a los actuales discípulos de Jesús (cf. Documento de Aparecida, 226, 368, 370).
Y el primer rostro que les suplico custodien en su corazón es el de sus sacerdotes. No los dejen expuestos a la soledad y al abandono, presa de la mundanidad que devora el corazón. Estén atentos y aprendan a leer sus miradas para alegrarse con ellos cuando sientan el gozo de contar cuanto «han hecho y enseñado» (Mc 6,30), y también para no echarse atrás cuando se sienten un poco rebajados y no puedan hacer otra cosa que llorar porque «han negado al Señor» (cf. Lc 22,61-62), y también, por qué no, para sostener, en comunión con Cristo, cuando alguno, ya abatido, saldrá con Judas «en la noche» (Jn 13,30). En estas situaciones, que nunca falte la paternidad de ustedes, Obispos, para con sus sacerdotes. Animen la comunión entre ellos; hagan perfeccionar sus dones; intégrenlos en las grandes causas, porque el corazón del apóstol no fue hecho para cosas pequeñas.