Cuando se analiza en perspectiva y en profundidad la obra de Anton Bruckner, se concluye que dedicó su vida entera a la creación de inspiración sagrada, hecho que se aprecia en el desarrollo del trabajo religioso y, también, en su legado sinfónico de madurez. Este artículo realiza un recorrido por el cariz espiritual de sus principales composiciones.
Imagen de portada: Órgano principal de la basílica del monasterio de San Florián; bajo el instrumento se encuentra el sarcófago con los restos de Bruckner.
Humanitas 2022, XCIX, págs. 254 - 263
Durante gran parte del siglo XX, Anton Bruckner (1824-1896) fue presentado como un compositor de la Iglesia, que luego abandonó el género de la música sacra para graduarse en el territorio superior de la Sinfonía. Según esta liviana y sesgada apreciación, Bruckner habría comenzado su carrera como organista en la Alta Austria, creando obras para el uso litúrgico, y posteriormente, cuando decide trasladarse a la cosmopolita Viena, habría abandonado totalmente los confines religiosos para adentrarse en el mundo de la composición sinfónica; un juicio que en absoluto representa la verdadera trayectoria del músico.
Muy por el contrario, cuando analizamos en perspectiva y en profundidad su obra, podemos concluir que Bruckner dedicó su vida entera a la creación de inspiración sagrada, hecho que se aprecia en el desarrollo del trabajo religioso y, también, en su legado sinfónico de madurez. Su obra coral no solo refleja un estrecho vínculo con el género sinfónico, sino que alimenta y realza en carácter y profundidad el contenido de este.
“Cuando analizamos en perspectiva y en profundidad su obra, podemos concluir que Bruckner dedicó su vida entera a la creación de inspiración sagrada, hecho que se aprecia en el desarrollo del trabajo religioso y, también, en su legado sinfónico de madurez”.
La constante inspiración religiosa
Tal como su trabajo sinfónico se desarrolla a través de las nueve grandes obras (en rigor son once), su música religiosa florece a lo largo de toda su vida, como dan testimonio sus Misas, Motetes, Salmos, y su majestuoso Te Deum, que, en conjunto, representan un valioso tesoro musical. Sus diez Motetes abarcan un período de treinta años, desde principios de la década de 1860, hasta principios de la década de 1890. En las primeras composiciones, destaca el arreglo para el Ave María (WAB 5), compuesto como un himno de Ofertorio, “a cappella”, para la Catedral de Linz (1861), donde sopranos y contraltos comienzan su canto a partir de una tríada susurrada y de voz cerrada. Tal simplicidad pone de manifiesto ciertos rasgos muy llamativos, entre ellos el impresionante paso a través del coro de la palabra “Jesús”, así como la textura antifonal, rica en suspendidas disonancias, en “Sancta Maria”.
Anton Bruckner (1824-1896).
En el momento del último motete, Vexilla Regis (WAB 51), compuesto como himno para el Viernes Santo (1892), este suave toque de audacia armónica se ha convertido en la norma; la frase inicial de cada estrofa, parecida a una simple canción, se une sin esfuerzo al llamativo cambio armónico de su final.
Entre estos dos mundos, podemos encontrar muchos ejemplos de la habilidad de Bruckner en el género coral a pequeña escala. Afferentur regi (WAB 1), otro himno de Ofertorio (1861), representa una estructura concisa y efectiva; sobre un motivo inicial de la obra, las entradas se unen en el centro para una declaración de alegría, donde se superponen las diversas líneas melódicas. Bruckner añade tres trombones para enfatizar estos momentos tan especiales. Pange, lingua (WAB 31), suena “arcaica” en extremo, con su humilde apertura –quizás por ser una obra destinada a la inauguración de la Votivkapelle de la nueva Catedral de Linz, a fines de 1869–, pero su más prominente bisagra armónica es un fortissimo expuesto en los bajos, algo que los reformadores más conservadores difícilmente podrían aprobar. Locus iste (WAB 23), compuesto también para la misma ocasión, es bastante más “clásico” como concepción: construido a partir de frases elegantes, repetidas en una secuencia schubertiana, que nos conducen a una pausa general, y también a un momento de reflexión, antes de la dedicación final al lugar creado por Dios.
Los motetes de finales de la década de 1870 y 1880 enfatizan aún más el tejido musical. Tota pulchra es, Maria (WAB 46), antífona mariana –también escrita para la Votivkapelle de Linz, en marzo de 1878–, enfrenta al coro mixto contra un solo de tenor. Al comienzo, pareciera que el tenor conducirá al obediente coro a través de una serie de respuestas precisas; pero, a medida que la obra avanza, el grupo se vuelve cada vez más ingobernable, estallando en voz alta, en una memorable “Tu laetitia Israel” (“Tú, la alegría de Israel”), pronunciamiento reforzado por el órgano acompañante.
Ecce sacerdos magnus (WAB 13) es aún más majestuoso: compuesto en 1885, para una procesión episcopal, sus dos coros, tres trombones y órgano, presentan una serie de dramáticas alternancias; de acentuada homofonía (melodía interpretada al unísono por dos o más voces), con pasajes de contrapunto delicadamente entretejidos. En este contexto, el lenguaje modal y la fuga interior del “solo” Os justi (WAB 30), compuesto en julio de 1879, suenan como un ejercicio de arcaísmo; y, de hecho, esto es exactamente lo que representan, de acuerdo con lo escrito por el propio Bruckner a Ignaz Traumihler –comisionado del motete y defensor de la reforma Ceciliana–, reportando que había evitado deliberadamente cualquier sello estilísticamente “moderno”.
Por otro lado, el arcaísmo presente en Christus factus est (WAB 11), especialmente en su segunda sección (“Propter quot et Deus”), compuesto en medio de las primeras experiencias de Bruckner con el “Parsifal” de Wagner, bien puede aludir al motivo del “Grial” del drama wagneriano. También pueden percibirse ecos del “Grial”, al comienzo de Virga Jesse (WAB 52, 1885), aunque allí florecen en una dirección diferente. Por medio de un decidido y culminante ascenso, el motete alcanza una alegre cascada de “Aleluyas”, en Mi mayor, la tonalidad de la contemporánea Séptima Sinfonía de Bruckner y, en particular, de su resonante celebración final.
Las grandes composiciones
Las obras sacras a mayor escala de Bruckner concuerdan con el sello y espíritu de sus concentradas fuerzas orquestales, acercándonos al mundo de la Sinfonía. Sus tres grandes Misas, en: Re menor (WAB 26), Mi menor (WAB 27) y Fa menor (WAB 28), compuestas en un estallido de creatividad en Linz, entre junio de 1864 y septiembre de 1868, contienen características que nos evocan el estilo sinfónico maduro del compositor, entre ellas sus famosas “Steigerungen” (“olas crecientes”) de sonido orquestal, y el retorno cíclico de material con motivos extremos. Sin embargo, no debemos olvidar que estos rasgos representan la respuesta de Bruckner a los textos sagrados. Por ejemplo, las “olas crecientes” hacia el final del “Kyrie”, en la Misa en Re menor, coinciden con el material de apertura; aquí Bruckner capitaliza la repetición del texto (y el regreso del coro después del control solista) para enfatizar el fervor de la oración y la urgencia de su ascenso.
Asimismo, en la Misa en Fa menor, es la proclamación de la fe en el “Credo” la que da cuenta de una atmósfera de final sinfónico triunfante; además, de la entrada del hermoso solo de tenor, “Et incarnatus est”, acompañada de una dulce melodía en las cuerdas y vientos de madera, que puede parecer como un “segundo tema” sinfónico, pero que también representa una evocación de la presencia del texto “Espíritu Santo”. Incluso, en la Misa en Mi menor, destinada en su primera interpretación para una ceremonia de dedicación “al aire libre” y, por lo tanto, compuesta solo para voces e instrumentos de viento, podemos fácilmente identificar tal expansión y contraste dramático. Su “Gloria” comienza con un canto puro y vigoroso, la energía acumulada que Bruckner consume al unísono en los momentos enfáticos (como, por ejemplo, en “Deus Pater omnipotens”); pero la sección andante de “qui tollis peccata mundi” representa otro mundo, donde el “coro” de trompetas se interpone a los susurros de dolor del coro dividido.
Monasterio de San Florián, Austria. Fue el lugar sagrado más representativo en la vida de Bruckner. Es una joya del barroco austríaco. © Bwag
“No debemos olvidar que estos rasgos representan la respuesta de Bruckner a los textos sagrados. Por ejemplo, las ‘olas crecientes’ hacia el final del ‘Kyrie’, en la Misa en Re menor, coinciden con el material de apertura; aquí Bruckner capitaliza la repetición del texto (…) para enfatizar el fervor de la oración y la urgencia de su ascenso”.
Hacia el final de la vida de Bruckner, encontramos dos composiciones a gran escala para coro y orquesta: Te Deum (1884) y Salmo 150 (1892). En su copia de la partitura del Te Deum, Gustav Mahler tachó el listado que indica las fuerzas vocales e instrumentales, reemplazándolo por la frase “por las lenguas de los ángeles, benditos del cielo, corazones disciplinados y almas purificadas en el fuego”. Esta es una sentencia que capta muy bien el sentido de ambas obras, no menos importante sus comienzos, que relucen desde un brillante Do mayor, tonalidad hogareña que sigue siendo un punto de orientación, incluso en medio del lenguaje armónico desviado del Bruckner tardío. Tal robustez, sin embargo, cederá ante el flujo del contrapunto: en ambas obras, una poderosa fuga tomará posesión de la última sección, antes de que se proclame una vez más la firme unidad, mediante el retorno de las figuras instrumentales del comienzo.
Las composiciones Te Deum (WAB 45), para Solistas, Coro y Orquesta, y Salmo 150 (WAB 38), para Soprano, Coro y Orquesta, escritas en latín y en el alemán de Lutero, respectivamente, son muy adecuadas para ser interpretadas en las salas de concierto; de hecho, junto a las Sinfonías, son reconocidas hoy como las obras más familiares del músico austríaco. En consecuencia, constituyen un apropiado final para una vida dedicada a la composición de los géneros musicales, tanto sagrados como seculares, y especialmente, a los vínculos y puntos de encuentro que Bruckner logró plasmar entre ambos.
La música de Bruckner –imbuida de una intensa religiosidad– busca siempre alcanzar la perfección formal, y al mismo tiempo, constituye un himno de alabanza a Dios. Como devoto y ferviente católico, Bruckner dedicó a Dios su último trabajo, la “Novena Sinfonía”, una obra trascendente y cargada de espiritualidad, que el compositor no alcanzó a terminar.
La música de Bruckner –imbuida de una intensa religiosidad– busca siempre alcanzar la perfección formal, y al mismo tiempo, constituye un himno de alabanza a Dios. Como devoto y ferviente católico, Bruckner dedicó a Dios su último trabajo, la Novena Sinfonía, una obra trascendente y cargada de espiritualidad, que el compositor no alcanzó a terminar.
Anton Bruckner muere en Viena, el 11 de octubre de 1896, y sus restos descansan en la Basílica del Monasterio de San Florián. El sarcófago, colocado debajo del órgano, lleva la siguiente inscripción: “In te, Domine, speravi, non confundar in aeternum” (“En Ti, Señor, confié, no me vea confundido para siempre”), la línea final de su grandioso Te Deum.
JOSEF ANTON BRUCKNER (1824-1896)
fue un compositor, profesor y organista, nacido en la pequeña ciudad de Ansfelden, en el norte de Austria. Después de la prematura muerte de su padre (1837), su madre lo envía como niño cantor al cercano Monasterio Agustino de San Florián, donde recibe clases de música. Siendo fiel a la tradición familiar, Bruckner decide seguir la carrera docente. En 1845 completa el examen de maestro y se une como profesor asistente en la Escuela del Monasterio de San Florián, donde permanece hasta 1855. Durante los años en la Abadía de San Florián, la música es cada vez más importante para él, y allí perfecciona la forma de tocar el órgano, lo que le vale el cargo de organista provisional (1848), y tres años más tarde, de organista habitual en San Florián. Aquí escribe las primeras composiciones de importancia: Requiem (1848), Missa Solemnis (1854), su colección de Motetes, Salmo 22 y Salmo 114. En 1855 es nombrado nuevo organista de la Catedral Ignatiuskirche, en la ciudad de Linz, donde permanece hasta 1868.
A esta altura, Bruckner se ha convertido en un músico profesional, y decide abandonar su actividad de enseñanza escolar. Entre 1864 y 1868 escribe sus tres grandes Misas, en: Re menor, Mi menor y Fa menor, y la Sinfonía No. 1 en Do menor. A partir de este momento, decide trasladarse a Viena, con el objeto de dar a conocer sus composiciones a un público más amplio, ciudad en la que continúa su trabajo sinfónico, y donde permanece hasta el final de sus días. En ese entonces, la escena musical vienesa estaba muy polarizada, tanto por los partidarios de Wagner como por aquellos que preferían a Brahms. Al dedicar a Wagner su Tercera Sinfonía, Bruckner, sin desearlo, toma parte de uno de estos bandos, y forma parte de la controversia.
Después de componer su Séptima Sinfonía, Bruckner regresa a la música sacra, y entre 1882 y 1883 compone su Te Deum, que él mismo presentaría en 1885, en una versión de la parte orquestal reducida para dos pianos. La obra es estrenada por Hans Richter, dos años más tarde, en su versión completa.
El emperador Francisco José I de Austria queda tan impresionado por la composición, que, en 1886, otorga a Bruckner la Cruz del Caballero de la Orden de Francisco José.
A fines de la década de 1880, la salud de Bruckner sufre un deterioro, motivo por el cual renuncia a sus diversos cargos en la Universidad, Conservatorio, Orquesta y Organista en la Corte de Viena. A partir de este momento, Bruckner dedica sus últimos años a la composición de la Novena Sinfonía, obra que no alcanza a terminar. En 1895 recibe un nuevo reconocimiento del emperador Francisco José I, quien le concede una casa en el parque del Belvedere, donde finalmente muere el 11 de octubre de 1896. Según sus propios deseos, Bruckner es enterrado en la Abadía de San Florián, en la cripta situada debajo del gran órgano.
Tomando como base la música sacra católica de Austria, y empleando el contrapunto desarrollado en el órgano, la obra de Bruckner se concentra en sus trabajos religiosos y sinfónicos; además de sus grandes interpretaciones e improvisaciones en el órgano, la mayor parte de las cuales no fueron transcritas y, por lo tanto, no conservadas.
Grabado de Otto Böhler que representa las siluetas de Wagner y Bruckner en Bayreuth, 1873.
PROFUNDIZANDO LA OBRA CORAL
Recomendamos los siguientes registros, a cargo de grandes directores:
- Eugen Jochum, junto a la Orquesta Filarmónica de Berlín, Solistas y Coros de la Deutschen Oper Berlin y de la Bayerischen Rundfunks. La compilación incluye: Te Deum, Salmo 150, y la colección de Motetes. Registro Deutsche Grammophone. CD. Original 1966-reedición 1999.
- Matthew Best, junto a la English Chamberí Orquesta, Solistas y Corydon Singers, que incluye: Requiem en Re menor, Salmo 114 (116) y Salmo 112. CD. Hyperion 1987.
- Daniel Barenboim dirige el Te Deum, junto a la Orquesta Filarmónica de Viena, Solistas y Coro de la Ópera de Viena, como parte del Concierto Inaugural del Festival de Salzburgo 2010. Registro audiovisual “en vivo”. Bluray, Unitel Classica.
Anexo
LA NOVENA SINFONÍA DE BRUCKNER
La composición de la Sinfonía No. 9 en Re menor comienza en el verano de 1887, y Bruckner trabaja en la obra hasta el día de su muerte, sin poder terminarla. El primer movimiento, Feierlich, misterioso, comienza–de acuerdo con su nombre– con una atmósfera de misterio; a través de una larga introducción, seguida de un grandioso tema principal dominado por los metales, como queriendo representar al “Dios omnipotente”. Continúa el segundo movimiento, Scherzo, con un ritmo obsesivo, que nos introduce a una atmósfera inconteniblemente trágica. El tercer movimiento es un Adagio, compuesto por diversos temas trascendentes, como si Bruckner pretendiera evadirse de este mundo. El primero, de claro carácter wagneriano, casi expresionista, culmina en una grandiosa fanfarria de los metales. Continúa una sección en forma de Coral, interpretada solemnemente por las tubas, titulada “Abschied von Leben” (Despedida de la vida). Finalmente, a través de una compleja recapitulación, Bruckner cita fragmentos de sus propias sinfonías, como intentando presentar la obra a la manera de una despedida. La sinfonía concluye con una larga coda, y el final posee una paz que pareciera pertenecer a otra dimensión, como si definitivamente entráramos a otro universo.
PROFUNDIZANDO LA OBRA
Recomendamos los siguientes registros:
- Eugen Jochum, junto a la Staatskappelle de Dresde (CD original 1982-reedición 2000). Lectura clásica y tradicional.
- Herbert von Karajan, junto a la Filarmónica de Berlín (CD, 1991). El estilo Karajan se ajusta a la perfección a la obra, brillando en los momentos de gran intensidad y plenitud orquestal.
- Sergiu Celibidache, junto a la Filarmónica de Múnich (CD, 1995, “en vivo”). Lectura cumbre, que revela total comunión entre compositor y director.
- Gunter Wand, junto a la Orquesta de la Radio de Hamburgo (CD, 1989) y a la Filarmónica de Berlín (CD, 2001). Ambas lecturas, de corte clásico, rayan a gran altura.
- Daniel Barenboim contribuye a la obra con diversas y grandes interpretaciones; junto a la Orquesta Sinfónica de Chicago (CD, 1975); Staatskapelle Berlin (Bluray 2010, “en vivo”, Unitel Classica); y Filarmónica de Berlín (CDs 2007 y 2021).
- Christian Thieleman junto a la Staatskapelle Dresden (Bluray 2015, “en vivo”, Unitel Classica). Excelente lectura de un gran especialista en Bruckner.
- Riccardo Muti junto a la Orquesta Sinfónica de Chicago (CD, 2017). Otro notable y recomendable registro “en vivo” de la obra.