En las estrechas calles del centro de Roma, caminando por los antiguos barrios populares, en cada calle, en cada plaza, casi en cada rincón encontramos imágenes sagradas a menudo circundadas de baldaquinos y candelas. Los romanos las llaman "madonelle".
Humanitas 1996 11, págs, 282 - 289
Imagen de portada: La Virgen con el Niño y San Felipe Neri, calle Monserrato esquina calle Farnesi, en el barrio Regala.
“Detente, oh pasajero, reclina la cabeza ante la madre de Dios, del Cielo reina". Esto se lee bajo una imagen mariana colocada en la pared de una casa del barrio Monti, uno de los más viejos de Roma. Imágenes como ésta las hay a centenares por las estrechas callejuelas del centro de Roma. No hay más que levantar los ojos mientras caminamos por los antiguos barrios que antes eran populares: Monti, Campitelli, Trastevere, Trevi, Ponte, Campo Marzio. Cada calle, cada plaza, casi cada rincón, en los cruces, en todas partes están presentes las imágenes sagradas que a menudo están circundadas por baldaquinos y candelas.
Los romanos las llamaban “madonnelle”, y fueron colocadas en las calles de la ciudad por la devoción popular. Hoy sólo se consideran expresión de arte menor y padecen la incuria y el abandono al que han sido relegadas. Y, sin embargo, el uso antiquísimo de poner por las calles imágenes de María, nacido del deseo de consagrar la Ciudad Eterna a la Virgen, ha ido transformando a Roma durante los siglos en una especie de inmenso santuario mariano.
Su historia a menudo forma parte de la propia historia de la ciudad. Han dispensado gracias y milagros, hasta el punto de que muchas de las antiguas iglesias romanas se construyeron para albergar a estas imágenes veneradas en las calles, como Santa María de Vallicella, por ejemplo, construida por San Felipe Neri. Y por una de ellas fue fundado el santuario mariano más popular de Roma: la Virgen del Divino Amor. Según estimaciones recientes, son casi quinientas las vírgenes actualmente repartidas por todo el centro histórico. Había casi tres mil a mediados del siglo XIX, y las candelas, que ardían ante las imágenes sagradas, fueron el único tipo de iluminación que conoció Roma hasta el siglo XIX. Cuenta un estudioso de cosas sagradas de finales del pasado siglo, Alessandro Rufini, que un inglés que había llegado a Roma en aquel período se había quedado muy asombrado por el hecho de que las calles de una ciudad como Roma estuvieran iluminadas sólo por las candelas de las vírgenes, y comenta: "No hay que extrañarse si eran las imágenes marianas las que orientaban a los romanos, de día y de noche, en la espesa maraña de calles, callejuelas, plazas y plazoletas". En efecto, antes de la reestructuración urbanística decidida a partir de 1870, cuando aún no existía la numeración de las casas, las vírgenes hacían también de punto de orientación en la ciudad. Representaban puntos de referencia concretos como parte integrante de un barrio, como una calle, un solar, y formaban parte de la vida de todos los días, de modo que Rufini todavía podía afirmar: "La lámpara perpetua puesta por los fieles ante las imágenes marianas es al mismo tiempo signo de devoción y luz que orienta al viandante, el cual, al divisar los rostros iluminados de María, no se pierde ni por las calles de la vida ni por las de la ciudad". Cada una de estas vírgenes tiene, pues, una historia que contar, historia a veces hecha de pequeñas cosas que, sin embargo, han dejado huella y han dado consuelo en los momentos dramáticos al pueblo romano.
Posuerunt me custodem
"Me pusieron por custodia". Estamos en la segunda mitad del siglo IV, en la edad postconstantina, y la costumbre de colocar imágenes sagradas con inscripciones que invocaban la protección de María comienza a difundirse públicamente. La historia de las vírgenes comienza por la expresa voluntad de colocar bajo la tutela de la Madre de Dios a la ciudad de los apóstoles y de los mártires. De este modo, para señalar la entrada en el espacio sagrado de Roma, antes se colocan en las murallas y en las puertas de la ciudad, en un segundo tiempo la costumbre lleva a colocarlas en las fachadas de las casas. El episodio que dio comienzo a este uso se remonta al 590, inmediatamente después de la designación de Gregorio Magno como Papa. En el siglo VI, como documenta el Liber Pontificalis, la imagen de María había conquistado ya el lugar de honor en las basílicas. Pero alguno de los antiguos íconos de la Theotokos (la Madre de Dios), como la célebre Salus populi romani, conservada hoy en Santa María la Mayor, se llevaban en procesión por la ciudad, no sólo durante las fiestas importantes, sino también cuando había epidemias o guerras. En el 590, este ícono fue llevado en procesión desde Santa María la Mayor a San Pedro para implorar el final de la peste que asolaba a la ciudad. La tradición dice que durante esta procesión apareció el ángel que dio nombre al Castillo del Santo Angel. Para recordar el hecho, se colocaron en las fachadas de las casas de todo aquel recorrido nichos con este ícono. Se trataba de imágenes sencillas pintadas a fresco o en madera, cubiertas por una tapa. Este uso se difundió en los siglos siguientes, de modo que las imágenes de María en señal de memoria, consagración y protección fueron poblando las oscuras calles y las destartaladas callejas de la Roma medieval. Son poquísimos los testimonios de aquel período. Uno de ellos es la Virgen de la Calle, que, venerada desde los albores de la Edad Media, está hoy en una capilla dentro de la iglesia del Jesús. Otras pueden verse todavía al lado de la iglesia de Santa María de Trastevere. Este barrio fue el primer lugar de Roma que alojó el culto a María; por ello, según los estudiosos, ya en los primeros siglos debían abundar las efigies marianas colocadas en nichos en la vía pública. Pero hay que llegar hasta el siglo V para tener noticias escritas sobre estas imágenes y para tener documentos sobre los milagros, la fama y la devoción popular.
Cuadro de la serie “Roma desaparecida” del pintor Ettore Roesler Franz que representa la entrada de la Fortaleza Anguillara Masca de Roma.
Al fondo, imagen de la Inmaculada Concepción, en la Plaza de la Rotonda.
La memoria y los milagros
Durante el siglo V algunas vírgenes se quitan de la calle y se meten en las iglesias. Por ejemplo, la Virgen de la Consolación.
Durante la Edad Media tenían lugar a los pies del Capitolio, en la Roca Tarpea, las ejecuciones. Allí, en un muro, delante de las horcas, había una antigua imagen de la Virgen donde los condenados solían pararse antes de ir al patíbulo. El 26 de junio de 1470 esta imagen protagoniza un milagro: salva a un joven injustamente condenado a muerte por homicidio. El pueblo la bautizó en seguida como "Santa María de la Consolación" y la devoción llegó a ser tanta, que el Papa Sixto IV, con la bula Stella maris, permitió la construcción en aquel lugar de una iglesia dedicada a ella. El propio Papa era muy devoto de ciertas vírgenes. En un documento de archivo de los monjes cistercienses de San Juan de Letrán se describe, por ejemplo, el origen de la iglesia de Santa María del Buonaiuto, en Santa Cruz de Jerusalén. Se cuenta que en junio de 1472 el Pontífice, sorprendido en la calle por una violenta tormenta, fue a refugiarse bajo el techo de una imagen mariana: en agradecimiento a la Virgen, hizo construir en su honor una iglesia: así fue como nació Santa María del Buonaiuto. Pero éste no fue el único episodio. A menudo el Papa iba a orar ante una virgen que se hallaba en el pórtico de la iglesia de San Andrés de los Aguadores (llamada así por los vendedores de agua que poblaban la zona): era una imagen que gozaba de gran veneración, porque al haber sido golpeada por una piedra que le había tirado un jugador, según la tradición había derramado sangre. Cuando en Roma se respiraban aires de guerra, después de la "conjura de los Pazzi", familia de Florencia, Sixto IV reunió en seguida al clero y se dirigió hasta allí en procesión, haciendo votos de que si la guerra se evitaba construiría en aquel lugar una iglesia dedicada a la Virgen. Y así fue. Alejado el peligro, fue edificada Santa María de la Paz, donde se conserva aún la imagen milagrosa.
Con Sixto IV, Francesco della Rovere, se abre en Roma un largo período en el que se construyen iglesias en honor de vírgenes que tienen fama de hacer milagros. Santa María en Vía, cerca del Corso; Santa María del Llanto, en el Gueto; Santa María de la Oración, en la calle Giulia; Santa María de los Milagros, Santa María del Huerto y Santa María de la Escalera en Trastevere; Santa María de las Gracias, Santa María de la Pureza, Santa María de Vallicella, Santa María de Monti, son todas ellas iglesias que deben su origen a imágenes milagrosas. Es algo que caracteriza a la Roma renacentista y que continuará durante todo el siglo XVII.
Virgen de la Divina Providencia, calle Botteghe Oscure. Una de las once imágenes que en 1796 movieron prodigiosamente los ojos.
Durante estos siglos son muchas las coronadas por el Cabildo vaticano, otras se trasladan a capillas o a iglesias ya existentes. En torno a algunas surgen cofradías, mientras que en las calles se multiplican las imágenes que a menudo reproducen las figuras de las más veneradas. Estamos en los siglos de oro de las vírgenes y de la piedad popular.
La piedad entre los siglos XVI y XVII
In manibus tuis sortes meae. La historia documenta qué era Roma entre el siglo XVI y el XVII. Es la Roma que sale del Saco de los lansquenetes de 1527 con su carga de flagelos: epidemias, carestías, guerras y relajación de costumbres.
El vicio hará de la Roma renacentista la guarida de bandoleros, usureros y prostitutas. Y, sin embargo, es precisamente entonces cuando conoce su mayor esplendor la devoción y la piedad popular por María, alimentada por santos excepcionales como Ignacio de Loyola y Felipe Neri. El mayor número de imágenes marianas se encuentra precisamente en los barrios más turbulentos y de peor fama. Como el Parione, por ejemplo, donde operaba San Felipe. Su gran devoción por la Virgen es conocida: la Iglesia Nueva (Santa María de Vallicella) del Oratorio de los filipinos la hizo construir en 1535 Felipe para albergar una imagen milagrosa que estaba en la pared de una casucha en la cercana calle de la Stufa. A menudo se podía ver al santo absorto en sus oraciones delante de estas imágenes. Por eso a su muerte se pintan algunos íconos que lo representan adorando a María, como la que está aún hoy cerca de San Jerónimo de la Caridad, donde se formó el primer núcleo de los oratorianos. En aquellos barrios repletos de callejas y de vida, donde no había distinción entre fuera y dentro, entre las paredes de casa y las de la calle, las vírgenes estaban a la altura de los ojos "como puertas de entrada" en las fachadas de las casas, para que se pudiera fácilmente "encender las candelas", de modo que "los votos que le colocaban alrededor, y la muchedumbre continua de devotos, hablaban de sus prodigios". A menudo se pintaban en los callejones considerados peligrosos, en los llamados "malpasos' como la Virgen de la calle de San Marcos, hoy en una capilla dentro del Palacio Venecia. Se cuenta que un facineroso apresado a traición por un enemigo suyo levantó los ojos a aquella imagen y dijo: "Ayúdame, que me han traicionado" y obtuvo la gracia de salvar su vida. La Virgen de la Misericordia estaba pintada en otro de estos lugares de mala fama, donde de noche se reunían los jugadores de azar. La historia narra que un jugador enfurecido por la pérdida en el juego le tiró una piedra, dándole en pleno rostro, debajo del ojo derecho. En el rostro de la Virgen, justo en el punto del golpe, se formó un cardenal rojo de sangre. El jugador, que por aquel gesto sacrílego perdió de repente el uso del brazo, se arrepintió y consiguió la curación de su brazo, y la imagen milagrosa fue llevada por el pueblo a la cercana iglesia de San Juan de los Florentinos. También la Virgen de la Escalera hizo milagros desde el guardadero de debajo de una escalera de una casucha de Trastevere, donde se reunían por la noche las mujeres de la vida. Así es como las callejuelas, las plazas, los arcos, los "malpasos" y las casuchas se convierten en lugares donde los signos de la fe entran en la vida de la gente común, convirtiéndose en el escenario concreto en que la curación repentina y la conversión del corazón tuvieron la posibilidad de dejar una huella material. En el deseo de buscar amparo en María, sub tuum presidium, en 1546 se trasladó a una iglesia a la Virgen del Llanto, en 1562 la Virgen de la Trinidad de los Peregrinos, en 1577 la de la Oración, en 1592 la Virgen de la Escalera. Imágenes que entran de determinados ambientes: Santa María del Llanto preside el barrio judío, la Virgen de la Trinidad de los Peregrinos asiste a los desamparados, la de la Oración al mundo de las cárceles, la Virgen de la Escalera tiene como tarea la salvación de un barrio precario y turbulento como Trastevere.
Ya a finales del siglo XVII se difunden guías para el uso de los peregrinos en visita a las imágenes sagradas más famosas. Corno la que hizo el padre jesuita Concezio Carocci, quien en Le immagini più insigni della beata Vergine Maria in Roma recoge las historias de milagros contados por él delante de las mismas imágenes sagradas. El clero, efectivamente, solía hacer una vez a la semana sermones en los nichos más venerados. Bajo la imagen del Arco de la Ciambella, con motivo de esta usanza, podemos leer aún hoy: "Te eleva, oh Virgen, / castos pensamientos / quien piensa y medita / en tus misterios / y tú en el alma / los enciendes de amor / cuando ingenuo / te ofrece el corazón".
Los ojos de las vírgenes
Esta piedad que caracteriza la historia cotidiana no se atenúa en el "siglo de las luces", sino todo lo contrario. A finales del siglo XVIII, en un grave momento de crisis política y social, cuando la invasión de Roma por las tropas francesas parece inevitable, he aquí que un prodigio excepcional ligado a las vírgenes conmueve a la ciudad. La mañana del 9 de julio de 1796, un pobre hombre que pasaba por delante de la venerada imagen de la Virgen llamada del Arquito, colocada sobre una pared del barrio Trevi, cerca de la plaza de los Santísimos Apóstoles, ve que aquella imagen mueve repetidamente los ojos. Sin creer que fuera verdad todo lo que había visto ("pensé que me había engañado y que eran mis ojos los que veían mal"), está a punto de irse cuando llega la noticia de que también la Virgen del Rosario, en la calle del Arco de la Ciambella, la de la Dolorosa, en el cercano callejón de las Bollette, y la de la Divina Providencia, en la calle de Botteghe Oscure —donde siguen todavía hoy— habían movido también los ojos. Habían sido vistas al mismo tiempo varias vírgenes haciendo estos prodigios y, a partir de aquel día, ocurrieron repetidamente, a distancia de un tiempo en varios lugares de la ciudad, ante fieles, sacerdotes y masas de personas que cada vez más numerosas acudían ante estas imágenes milagrosas. Durante uno de estos episodios un hombre quiso ver de cerca los ojos de la Virgen del Arquito, tomó una escalera y subió, midiendo la amplitud y el movimiento de su mirada. Algunos tullidos y ciegos de nacimiento fueron curados. Eminentes época se ocupó de ello en un pasquín aparecido en el Monitore di Roma en 1789. Es una conversación entre Pasquino y Marforio que terminaba con estas palabras: Pasquino: "¡Oh, hermosa! ¿En los años pasados por estos días no abrían las vírgenes los ojos? Este milagro volverá, ya lo verás" Marforio: "Pero nosotros no lo creeremos, y no por esto seremos peores cristianos".
En aquel mismo año se redactaron las actas del proceso apostólico que reconoció la autenticidad del milagro en once imágenes de María en nichos de la calle. Entre éstas, la primera que movió los ojos, la Virgen del Arquito, a quien Pío VI le dedicó una fiesta solemne de gracias: "Por todas partes nos llegan angustias, surgen, fieros y tremendos, nuevos enemigos. Tú, que en esta imagen dirigiendo los ojos a Roma mostraste cuán grande era Tu potencia y Tu piedad, dirígela ahora para socorrernos". En 1851 esta imagen veneradísima se colocó en una capilla erigida en el mismo callejón donde se hallaba. Hoy está considerado el santuario mariano más pequeño de Roma. Solemnemente coronada por el Cabildo vaticano en 1946, fueron particularmente devotos de ella San Benedicto Labre, San Gaspar Del Búfalo, San Maximiliano Kolbe y Pío XII. Este es el motivo por el cual se difundieron nichos que reproducen su imagen. En tiempos más recientes ocurrió lo mismo con la Virgen del Divino Amor. Esta imagen, milagrosa a partir de 1740 y, por lo tanto, llevada desde la torres en que estaba hasta el santuario construido para ella en la Ardeatina, se convirtió, sobre todo, desde la última guerra mundial, en objeto de gran veneración. El 4 de junio de 1944 las tropas alemanas abandonaron Roma sin derramar sangre, después de que el pueblo romano hubiera hecho voto de consagrar la ciudad a la Virgen del Divino Amor. El 11 de junio Pío XII la proclamó "salvadora de la Urbe". Desde entonces crecieron en los barrios surgidos tras la guerra muchos nichos que reproducen su imagen, como la que, repleta de ex votos, está en la pared de Castro Pretorio.
Virgen de la plaza Campitelli
Pero si en la edad contemporánea el único objeto de gran veneración sigue siendo la Virgen del Divino Amor por parte de los romanos, en el pasado siglo esta veneración se dedicaba a todas las "vírgenes" situadas dentro de la ciudad.
La devoción en el siglo XIX
En 1853 las imágenes marianas esparcidas por las callejas de Roma estaban rodeadas de una enorme variedad de objetos votivos dejados por quienes habían recibido una gracia, como documenta Alessandro Rufini. Había más de mil entre collares, trenzas, muletas, objetos de plata. Viéndolos en su sencillez, estos exvotos hablaban de la gente devota de una imagen determinada, daban noticia de los hechos menudos y de las penas cotidianas de quien vivía en aquella calle, en aquel barrio. Una realidad que no podía dejar indiferentes a los extranjeros que llegaban a Roma en aquel siglo. La literatura de viaje ochocentista ofrece de ello un amplio testimonio. El escritor danés Hans Christian Andersen recuerda en su novela El improvisador cuando, durante las Navidades, "los flautistas anunciaban con la cornamusa, delante de cada casa en que había una imagen de la Virgen, que el Salvador iba a nacer. Al anochecer las lámparas marianas alumbraban toda la ciudad".
"En el mes de mayo varias veces he encontrado, en la hora del Ave María, una procesión espontánea delante de una de aquellas innumerables vírgenes que la devoción de los romanos ha abierto en todas las paredes", escribe en sus Diarios de viaje el escritor francés Ernest Renan: "A mediodía, grupos de personas del pueblo reunidos ante algunas imágenes entonaban en alta voz el Ángelus". Pero tampoco faltan las críticas: "En Roma", comenta el francés Hyppolite Taine, "los creyentes sienten la necesidad de dar forma humana a todas las concepciones religiosas", y se burla de "aquella voluntad obstinada de tener ante los ojos imágenes sagradas, porque nunca se edifican éstas a una altura mayor del nivel de la visibilidad humana; ese arrodillarse humilde, esa contrición y el corroborar todo con ofrendas. Expresiones de un culto meridional mezquino, que no duda en colgar la figura de la Virgen incluso en los lugares más vulgares, junto a los cafés, incluso en las tabernas y las tiendas, entre las longanizas y el jamón".
"Pero al amor de los romanos por la Virgen", escribe en 1870 el abate Roland, "es semejante al de los hijos por su propia madre, a veces puede parecer irrespetuoso, pero la confianza deriva de que se trata de un vínculo filial". Es como si los romanos pudieran llamar a la puerta de la casa de la Virgen y Ella apareciera en el umbral dispuesta a responder a quien la invoca: "Aquí con humilde frente se detiene el pasajero, aquí está de las gracias la fuente, de Dios la madre es ésta; mírala, llora y reza, que Ella a los devotos sus gracias no niega".
Con el siglo XX, tras las reestructuración urbanística de varios barrios de la ciudad, la mayor parte de las vírgenes no fueron colocadas en sus antiguos nichos, y en los nuevos barrios no tendrán más función que la de un embellecimiento diluidamente religioso. Termina así la relación estrecha, la familiaridad real que había caracterizado durante siglos la vida cotidiana de una muchedumbre que vivía tanto la fe como las calles de la ciudad, como si fueran su propia casa.