La pregunta sobre la pertinencia y valor de la poesía religiosa en Chile enfrenta a distintos factores, tales como la naturaleza misma del fenómeno religioso, la condición personal de los autores y la calidad estética del discurso poético. Sin embargo, parece existir consenso acerca de que solo un sabio equilibrio entre estas determinantes puede dar origen a una poesía religiosa digna de aprecio. En este artículo se intenta abordar el análisis del problema con la ayuda del poeta sacerdote Esteban Gumucio.
Humanitas 2023, CIV, págs. 424 - 431.
La pregunta sobre la pertinencia y valor de la poesía religiosa en Chile enfrenta distintos factores, tales como la naturaleza misma del fenómeno religioso, la condición personal de los autores y la calidad estética del discurso poético. Sin embargo, parece existir consenso acerca de que solo un sabio equilibrio entre estas determinantes puede dar origen a una poesía religiosa digna de aprecio. En las líneas que siguen trataremos de adentrarnos en el análisis del problema con la ayuda del poeta sacerdote Esteban Gumucio.
Esteban Gumucio Vives:
en el sendero de los humildes Dentro de la rica y compleja trayectoria vital de Esteban Gumucio Vives (1914-2001), queremos destacar los siguientes hechos como los más relevantes para enmarcar la reflexión en torno a su poética.
A los 13 años y durante seis meses es exiliado a Bélgica con su familia por Carlos Ibáñez del Campo. Este duro hecho a nivel familiar, que le significará no ver a su padre por medio año y la posterior muerte de su madre en tierra extranjera, marcará a fuego la trayectoria vital de Esteban. Su evidente “antimilitarismo”, el cual alcanza su máxima expresión durante la dictadura chilena entre 1973 y 1990, se origina a partir de este triste episodio.[1]
Es ordenado sacerdote de los SSCC en 1938, a los 24 años. En reiteradas ocasiones, Esteban refiere como una “feliz decisión” el asumir su vocación sacerdotal, la cual implicó un período de formación muy fructífero, donde descubre aspectos personales que hasta ese momento no se le habían revelado, como el gusto por el estudio y la formación intelectual, entre otros.[2]
En 1964 se va a vivir a una población marginal del sur de Santiago, Joao Goulart, dedicando desde ahí su vida al sentir y a las luchas de los pobladores. Tal vez este sea el hecho más crucial y determinante en términos de opción existencial y pastoral. Es a partir de su experiencia en poblaciones marginales de Santiago donde descubre que Cristo se revela en el pobre y en los más desamparados, al mismo tiempo que su principal labor estará en el servicio, acompañamiento y promoción de tales grupos de la sociedad.[3]
Entre 1970 y 1973 integra grupos como el de “los 80” y “Cristianos por el Socialismo”, siendo partícipe y protagonista de la Iglesia chilena “de avanzada”, la cual intenta asumir los desafíos del Concilio Vaticano II y Medellín, adhiriendo al gobierno de Salvador Allende.[4]
Ojos de poeta, corazón de pastor
Uno de los rasgos que caracterizarán el legado de Esteban Gumucio a la Iglesia y cultura chilena será el de acompañar la vida del pueblo con escritos provistos de una gran sensibilidad poética, mezclados muchas veces con un claro tono de denuncia ante los atropellos contra los más empobrecidos de parte de la autoridad militar de la dictadura, buscando insistentemente a Dios en la historia y el devenir cotidiano. En esa línea, Esteban ha sido denominado un teólogo popular: a través de cuentos y poemas, que alegorizan las condiciones de vida de los sectores más desposeídos, hacía suyos sus anhelos, sueños y esperanzas, a través de una teología enraizada en el pueblo y cuya principal meta era la liberación.
Uno de los rasgos que caracterizarán el legado de Esteban Gumucio a la Iglesia y cultura chilena será el de acompañar la vida del pueblo con escritos provistos de una gran sensibilidad poética, mezclados muchas veces con un claro tono de denuncia (…)
“AUTORRETRATO”[5]
De la extensa producción poética de Esteban Gumucio, los siguientes tres poemas resultan representativos de su poética, en cuanto a los temas que toca y el tono poético pastoral predominante en la mayoría de sus escritos.
Lo primero que llama la atención en “Autorretrato” es la combinación de imágenes, a lo que se une una profusa intertextualidad bíblica. En cuanto al primer aspecto, el “corazón de trovador” se mezcla con los “cedros” y los “leones”, ambas imágenes de connotación bíblica. Luego le suceden el “viejo rey” y el “niño pródigo”, las que además de referir a historias del Antiguo y Nuevo Testamento, retratan de fiel manera a Esteban: alguien que se asumió en su vejez, no abjurando del paso de los años, junto con no perder nunca el espíritu lúdico infantil, inclinado hacia el juego y el asombro.
De allí en adelante, se sucederán múltiples referencias bíblicas para aludir a la postura y visión de fe de Esteban. Así, las figuras de Pilato, Heliodoro y Nabucodonosor servirán para retratar a la Iglesia con la que Gumucio no comulga, pues su pan es “ácimo”, dueño de “levadura poderosa y secreta”. Ante ello, es preferible el “perfume de ovejas” y el “olor a guano secular”, muy en sintonía con lo que Francisco refirió como “pastores con olor a oveja”, es decir, una Iglesia donde los obispos y sacerdotes sean verdaderos pastores, que conocen de cerca al “rebaño” de fieles y que se involucran con ellos, en cuanto a sus problemas, deseos y aspiraciones. Además de ello, y continuando con la metáfora pastoril, Esteban menciona a “la díscola del monte”, en clara alusión a la oveja extraviada, esa por la que Jesús muestra especial atención y por la que vale la pena dejar a las otras noventa y nueve.
Continuando con las referencias bíblicas, Esteban indica que ha escogido “el papel preferente del samaritano”[6] o de “la viuda que echa su moneda sin quedarse escuchando”[7], destacando con ambos personajes el tono de su postura poético-pastoral: la opción por los que no son de mi grupo más cercano, y no solo eso, sino que incluso son hostilizados por los propios judíos; el samaritano levanta al caído, y es especialmente diligente con el que está botado a la vera del camino. Ellos son los que la sociedad particularmente ha excluido y no considerado, como fueron las viudas, leprosos, prostitutas, etc. En tal visión caben además las “humildes barcas de pescadores” como instrumento de navegación y que como imagen resulta tremendamente sugerente: cuando Cristo dijo que haría a sus discípulos “pescadores de hombres”, aludiendo a la misión de la Iglesia, tal labor debe hacerse de manera humilde y cercana, con los mismos elementos que estos primeros pescadores tenían a mano, dejando de lado los “tules de la reina de Saba”[8].
Siento el perfume de ovejas y ese olor a guano secular que acompañará siempre a su iglesia. Converso con los pastores y las noventa y nueve y también con la díscola del monte.
“SIGO A UN HOMBRE LLAMADO JESÚS”[9]
El siguiente texto, en su aparente sencillez, nos confronta con la más profunda evangélica verdad. Desde su título, refiriendo con él a lo esencial de la experiencia cristiana, resulta un viaje a lo más profundamente cristiano y señala en qué consiste dicha experiencia.
Para profundizar en la experiencia cristiana, no debemos tener miedo de “gritar que seguimos a un carpintero”, sin “cuna de reyes”. De este “tal Jesús de Nazaret” que “no ha escrito ni mandado” y que justamente su mensaje es nuestra principal palabra y alimento. De Jesús se destaca además que “su camino es mi camino”, “su Padre es mi Padre” y “su causa es la mía”, evidenciando la estrechez de un vínculo que va más allá de la adscripción a un credo determinado y que involucra existencialmente a la persona, de manera íntegra. De este maestro aprendemos su lección (“mansedumbre”), tarea (“libertad”) y seguimos su ejemplo (“justicia y humildad”).
Tal vez el verso en torno al cual orbita el poema y que sintetiza la obra poética de Esteban sea “Sigo a un hombre que me cogió por el centro de la vida”, capaz de fijarse “en lo mejor de mí mismo”, hombre que “me quiere libre” y que resulta ser “mi mejor amigo”. Él mismo “me hace vivir hermano de todos” y en sus “huellas únicas” caben los santos y los niños. Su verdad se caracteriza por ser “dura” y “suave” a la vez, además de “hacer grandes cosas al tamaño de los pequeños”.
Relacionado más directamente con la experiencia cristiana, destaca aquel “perfume sobrio de esperanza” y el “pan con sabor a trabajo y a cansancio de pobres”. Son los lugares donde podemos vivenciar a Jesús como hecho vital, pudiendo reconocerlo en “la larga fila de los que lloran”, personificado en perseguidos, postergados, exiliados y marginados. Allí es donde se manifiesta, de manera plena y preferente, Jesús, el Maestro, y es desde aquellos hombres y lugares desde donde nos llama e interpela a cada uno de los cristianos.
Mirando el pesebre me gustaría poder gritar: “¡Miren, nosotros los cristianos seguimos a un hombre que no tiene cuna de reyes, sino brazos de carpintero!” Sigo a un hombre que no es de mi raza, ni es de mi siglo siquiera.
La experiencia cristiana esencial no se queda allí. Debe dar un paso más y no tener miedo de “ponerlo todo arriesgadamente patas arriba”, apostando por el “mundo al revés”, donde el grande sirve al pequeño, el rico se hace pobre, el pan se comparte, cada uno es mejor de lo que era y el mundo es vivido como una casa donde cabemos todos como hermanos, los unos de los otros.
“CREER”[10]
De los tres poemas escogidos, “Creer”, junto con ser el más extenso, es el que resulta más decisivo al momento de definir la espiritualidad liberadora propuesta por Esteban Gumucio. En él asistimos a la convergencia perfecta de lo que significa “creer”, es decir, profesar una determinada fe y lo que implica en términos de compromiso social y postura teológico-evangélica.
Así creer, en sintonía con el Evangelio de Jesús, significa que el “aplastado triunfa”, el humillado se encuentra “atravesado de Dios”, el enfermo “brilla” a los ojos de Dios y la “verdadera historia” se realiza en “la oscura presencia de Cristo”. Por tanto creer significará, a la vez, que no se espera ni en el dinero ni en la violencia, sino en la “cruda verdad” y en la “esperanza de los pobres”, entre los cuales “el Señor está de su parte”.
De ahí en más, Esteban ingresa al terreno de lo confesional: “poco sé de Dios, pero no importa”, pues “Dios no es lo que imaginas” ni lo que dicen “los libros de Teología”. Estas líneas están en clara sintonía con el pasaje evangélico donde Cristo le agradece a su Padre el haber revelado las cosas del Cielo a los sencillos y humildes[11]. Así, a Dios se le ve “sacudiendo un saco sucio”, “jugando fútbol con el Manolo”. Y es que al Dios de Jesús, en el contexto dictatorial en que fue escrito el texto, “lo tienen suprimido por decreto en las plazas / donde deberían juntarse los trabajadores”, además de estar del lado de “los que escriben libertades en los muros”.
Poco sé de Dios; pero no importa. Me importa más que mi vida.Y Dios no es lo que imaginas, ni lo que dicen los libros, ni siquiera lo que dicen los libros de Teología. Dios se asoma por debajo de las líneas escritas y habla a los niños.
Al Dios en el que Esteban cree, “no le importan mucho los altares”, ni los templos de madera: antes que ello le importan las mujeres, los hombres, los niños y los torturados por los servicios de seguridad del régimen de Pinochet. Los verdaderos templos de Dios, entonces, son “de carne y de sangre”, “templos pobres quemados cada día” por la avaricia de la especulación financiera. Es el “pequeño niño que llora su pan que le han robado los magnates de la Bolsa”. De ahí que la conclusión sea “poco sé de Dios, pero lo reconozco”.
Esta experiencia de fe revela que a Dios le importa “el dolor de los pobres” y el que sus fieles tengan la posibilidad de “escuchar”, “comentar”, “encender la esperanza”, “decir la verdad”, sea en el templo o en la casa humilde donde los pobres se reúnen a compartir la fe entreverada con la vida.
Y es que “las naves de la catedral del mundo… son los pobres”, y el mayor sacrilegio que se comete es echar por el suelo su dignidad y que sus hijos tengan hambre. Es por ello que los genuinos templos del Pueblo de Dios deben aspirar a tener “muros de justicia” y “ventanales de paz” y el que se queme una, tres o cuatro iglesias o quiénes lo hicieron, a fin de cuentas, “A Dios no le importa mucho”.
Cerramos esta reflexión con el poema “Vendría bien”[12], fiel retrato de la poética pastoral-liberadora de Esteban y que, en tiempos donde la Iglesia chilena navega a la deriva, cobra lúcida actualidad:
Vendría bien, después de tantos discursos,
vendría bien para la Iglesia y el pueblo,
que fuésemos embajadores de Dios.
Y vendría bien para la gloria del Señor
que reinventásemos la paz
y mostrásemos el Cuerpo de Cristo
con todos sus miembros bien trabados,
tirando de la misma cuerda de la justicia,
aunque diferentes, en diversa lengua,
con distinto temple y original cultura,
disímiles de gustos, ideas y programas;
pero tirando la misma cuerda,
avanzando, todos, al paso o a la carrera,
por el único camino.
Y vendría bien que tomáramos conciencia
del honroso encargo de servir,
en auténtica caridad, sin fingimiento.
Vendría bien para la Iglesia y el pueblo
estar lejos de la espada
y lejos de la puerta de la Banca;
y acompañar a los perseguidos en el nombre del Señor.
Vendría bien una y otra vez
redescubrir los senderos del pobre,
los avergonzados caminos de la miseria,
y encontrarnos, de repente, cara a cara,
con Jesús de Nazaret;
y, llenos de coraje, tomarle sus manos llagadas,
sus manos de pobre manchadas con sangre de hoy;
y mirar en sus ojos los ojos de los niños del Líbano,
y los ojos internacionales de los niños con hambre,
y los ojos de los niños de mi pueblo y mi ciudad.
Y vendría bien descender de nuestras cabalgaduras
a vendarle las heridas del costado,
las heridas del lado del corazón,
las heridas de los que claman sin respuesta,
de los que lloran sin consuelo,
de los que gritan enmurallados
en nuestros modernos castillos de silencio.
Vendría bien para la Iglesia y el pueblo
la Buena Noticia traducida a todos los llantos
a toda sed, a toda hambre, a toda soledad
a toda desesperanza.
Y vendría bien —te lo digo humildemente—
que tú y yo simplemente
nos pusiéramos a ser cristianos
con la gracia de Dios.