Samuel Fernández
Ediciones Sígueme-Ediciones UC Santiago, 2022.
203 págs.
En este libro de Samuel Fernández, profesor de patrología en la Facultad de Teología de la Pontificia Universidad Católica de Chile y sacerdote diocesano, se revisan todas las grandes controversias cristológicas de los primeros tiempos que configuraron el Dios en el que creemos los cristianos hasta el día de hoy. No se trata solo de antiguos debates, sino de decisiones e intelecciones que siguen siendo relevantes porque la pregunta “¿quién fue Jesucristo?” constituye antes y ahora el fundamento de nuestra fe.
En cada capítulo se realiza una discusión sucinta pero clara y eficazmente expuesta de controversias que tienen la fama de abstrusas, pero cuya relevancia –lo que estaba realmente en juego detrás de todas estas sutilezas– resulta justamente destacada.
En el primer capítulo se examina la controversia más antigua que conozcamos, que rechazaba la humanidad de Jesús (llamada docetismo). Dios no podría haberse rebajado tanto al punto de compartir la condición humana; su humanidad debería haber sido solo una apariencia. Como en el resto del libro, cada controversia se explica en los términos de quienes fueron sus representantes más eminentes; luego se reseñan los argumentos de teólogos y padres de la iglesia que irán configurando la doctrina católica tal como la conocemos y, finalmente, en el apartado más importante de cada capítulo se enseña la relevancia que una controversia remota puede tener todavía para nosotros, por ejemplo, respecto del docetismo, la importancia de reconocer plenamente la humanidad de Jesús, puesto que –como dice San Ignacio de Antioquía– a aquellos que desprecian la condición humana y se vuelcan solamente sobre lo divino del Cristo, “no les interesa el amor, ni las viudas, ni el huérfano, ni el atribulado, ni el encadenado, ni el liberado, ni el hambriento, ni el sediento. Se apartan de la eucaristía y de la oración” (p. 36).
En el segundo capítulo se presenta el primer debate en torno a la divinidad de Jesús protagonizado por los llamados ebionitas, judeocristianos que continuaron apegados a la Ley y que no encontraron en Jesús una novedad radical y un nuevo motivo de salvación que sobrepasara el cumplimiento de los preceptos, es decir, que no reconocieron al Ungido de Dios sino como un profeta de igual talla que Moisés.
El tercer capítulo se abre hacia la famosa controversia del gnosticismo de Valentín y Teódoto, de gnosis que significa conocimiento secreto, reservado a algunos, y que implica que la salvación está reservada a unos pocos, con lo que se restringe severamente la relevancia universal de Jesús. El gnosticismo, además, contrapone el espíritu y la carne de un modo abusivo, considera que solo se puede redimir la parte espiritual del ser humano y que la corporalidad es un lastre que será desechado y que hunde a casi todos –salvo a los predestinados– en la miseria de la muerte y la disolución.
En el capítulo cuarto se examinan las objeciones de Celso contra los cristianos a quienes acusa de fideísmo, es decir, de incapacidad de fundar racionalmente la fe. Fe de sencillos y sabiduría de necios, el cristianismo aparecía muy desmejorado a los ojos de la filosofía helenista. La encarnación de Jesús, su nacimiento maravilloso y su pasión restauradora resultaban inaceptables para el filósofo, pero en este caso sirve la observación de Orígenes que señala que si el intelecto humano está habilitado para captar las realidades tanto humanas (la fragilidad humana de Cristo) como las divinas (las maravillas que obró Dios en Él), ¿por qué habría de cerrarse a comprender lo que se cree?
En el capítulo cuarto se examinan las objeciones de Celso contra los cristianos a quienes acusa de fideísmo, es decir, de incapacidad de fundar racionalmente la fe. Fe de sencillos y sabiduría de necios, el cristianismo aparecía muy desmejorado a los ojos de la filosofía helenista. La encarnación de Jesús, su nacimiento maravilloso y su pasión restauradora resultaban inaceptables para el filósofo, pero en este caso sirve la observación de Orígenes que señala que si el intelecto humano está habilitado para captar las realidades tanto humanas (la fragilidad humana de Cristo) como las divinas (las maravillas que obró Dios en Él), ¿por qué habría de cerrarse a comprender lo que se cree?
En el capítulo quinto se examina la respuesta de Marción frente al Mal, que incluyen los defectos de la propia creación, “¿qué utilidad prestan a los hombres las serpientes, escorpiones, cocodrilos, pulgas, chinches y mosquitos?” (texto de Jerónimo citado en p. 99). Marción consideraba que Cristo revelaba a tal punto un Dios de bondad que debía ser apartado radicalmente de las miserias del mundo y de la creación. “El Hijo de Dios no vino a salvar al mundo, sino que vino a salvar de este mundo a los seres humanos” (p. 100). En este caso se discute la respuesta de Ireneo: la imperfección de la criatura era necesaria para orientar a toda la creación hacia Dios, despertar en ella una vocación divina y redimirla en un proceso que avanza de manera gradual y alcanza su plenitud en la resurrección, restauración plena de todo lo creado.
En los capítulos sexto y séptimo aparecen las objeciones contra el monoteísmo cristiano y la controversia trinitaria (o todavía binitaria, puesto que la cuestión del Espíritu Santo se deja a un lado). La afirmación de la divinidad de Jesús suscitó el problema de la creencia en un Dios único, en que coincidían el judaísmo y el helenismo ilustrado. Existían dos posibilidades: acentuar la divinidad de Cristo hasta el punto de absorberla en la divinidad de Dios y negar completamente la distinción entre uno y otro, o al revés: acentuar su distinción hasta el extremo de negar la divinidad de Cristo. En ambos casos quedaba a salvo el monoteísmo cristiano. En el primer caso, se recurre a la respuesta de Orígenes que indica que el Padre da todo lo que tiene a su Hijo y el Hijo recibe todo de su padre, con lo cual ambos son uno y al mismo tiempo distintos, en una de las primeras formulaciones de la teología trinitaria que admitirá posteriormente muchos desarrollos. El arrianismo es una controversia mucho más delicada por la potencia y amplitud que adquirió en los primeros siglos. Arrio, un presbítero alejandrino del siglo IV, sostenía que el Hijo no era ingénito, es decir, había sido generado por el Padre quizás antes de la Creación, pero igualmente tenía un principio y se distinguía por consiguiente de Dios que era plenamente autosuficiente. “El Hijo era la primera criatura, la más digna, la única creada directamente por Dios, pero criatura al fin y al cabo” (p. 131). La respuesta al arrianismo se elabora en lo principal en el Concilio de Nicea (325 dC), que afirma la consustancialidad del Padre y del Hijo, de modo que el Hijo puede ser llamado propiamente “Dios verdadero de Dios verdadero”.
El capítulo octavo aborda un tema diferente, a saber, el modo que adopta la controversia teológica, a menudo sembrada de discordia y acidez (sobre todo en el contexto de la áspera polémica entre arrianos y niceanos que atravesó el siglo IV y siguientes). Hilario de Poitiers ofrece una guía para moderar el debate y reconducirlo hacia los contenidos propios de la fe. Las recomendaciones de Hilario acerca del modo de hacer teología y el método para considerar las controversias tienen una evidente y notoria actualidad.
En los capítulos finales se examinan las controversias posteriores a Nicea, todas ellas centradas en resaltar la humanidad de Jesús que quedó ligeramente desmejorada en la definición de la consustancialidad del Padre y del Hijo. ¿Tenía Jesús un alma humana? (capítulo nueve) ¿Puede decirse que María es la madre de Dios? (capítulo diez) ¿Cómo pueden convivir dos voluntades en Cristo, la divina y la humana? (capítulo once y final).
En las conclusiones se dibuja el elemento central de la controversia cristológica: la dificultad de aceptar la radical novedad del cristianismo, a saber, la compatibilidad de lo divino y de lo humano, es decir, el misterio de la encarnación que reconcilia definitivamente estas dos realidades. La reticencia para aceptar la plena divinidad de Cristo (sobre todo el arrianismo, que pudo alguna vez definir el dogma cristiano), y la igual o más denodada dificultad para aceptar la humanidad integral del Hijo de Dios son todavía dilemas que enfrentamos todos quienes creemos en Jesucristo. Pareciera que nuestras definiciones cristológicas, es decir, nuestras maneras de comprender y vivir en Cristo Jesús son claras y seguras, ¿pero realmente lo son?
Eduardo Valenzuela C.