La tercera encíclica de Benedicto XVI se articula con coherente carácter lineal en relación con las dos anteriores (Deus Caritas est y Spe salvi) y arroja luz sobre una conexión ya presente en el título mismo, es decir, que “sólo en la verdad resplandece la caridad y puede ser vivida auténticamente”.  Como se sabe, el Papa parte de esta persuasión para reinterpretar de modo crítico la res social de hoy, que es llamada globalización y que plantea un desafío inédito.  En realidad, “el riesgo de nuestro tiempo es que la interdependencia de hecho entre los hombres no se corresponda con la interacción ética de la conciencia y el intelecto”.  Por este motivo se requiere no sólo una voluntad determinada, sino también -y en primer lugar- un pensamiento lúcido que sepa proponer “una clara visión de todos los aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales” del desarrollo.  En suma, se requiere “ampliar nuestro concepto de razón y de su uso”, según el urgente llamado que mueve, desde su comienzo, al magisterio de Benedicto XVI (ver Discurso de Ratisbona).

La alusión explícita a Pablo VI y a la encíclica Populorum progressio (1967), así como aquella indirecta a la encíclica Sollicitudo rei socialis (1987) de Juan Pablo II, constituyen en la reflexión de Benedicto XVI la base para una importante afirmación de carácter general, y por tanto la reafirmación de la Doctrina Social como un “corpus doctrinal” que hunde sus raíces en la fe apostólica y se sitúa con pleno derecho en el cauce de la Tradición, en conformidad con un proceso de rigurosa continuidad. De este modo, el Santo Padre quiere aclarar su punto de vista, que no está inspirado por alguna situación entendida sociológicamente, reflejando en cambio una perspectiva teológica precisa, cual es que “el anuncio de Cristo es el primero y principal factor de desarrollo”.

La percepción del desafío y la exigencia de un nuevo pensamiento (no sólo económico-social) en condiciones de expresar de la mejor manera posible la novedad de los hechos que están a la vista de todos y que han adquirido aún mayor gravedad precisamente con la reciente crisis financiera, lleva a reconsiderar lugares comunes y prejuicios arraigados con el fin de adentrarnos en una interpretación original del hecho humano de la globalización.  La reflexión de la encíclica Caritas in veritate está guiada por dos supuestos previos, de los cuales surge una perspectiva de gran aliento para la vida de la sociedad y de la Iglesia.

Los dos supuestos previos de fondo son, por una parte, la convicción de que el desarrollo no es puramente un asunto cuantitativo, sino más bien responde a una vocación, y por otra el hecho de que la justicia, si bien es necesaria, no es autosuficiente por cuanto exige caridad, así como la razón necesita la fe.  La perspectiva que surge es por tanto “una visión articulada del desarrollo”, que lleva a considerar cómo la cuestión social está hoy día inseparablemente ligada con la cuestión antropológica.  Ahora quisiera, aun cuando sea brevemente, desarrollar estos tres aspectos para llegar a una observación de fondo final.

Afirmar que “el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad, pues el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social” significa liberar de un ciego determinismo la interpretación de la globalización y reiterar que también este complejo fenómeno está vinculado con la variable humana.  No se produce entonces la fatalidad de atenerse sólo a datos considerados objetivos y científicos, olvidando la medida en el que componente humano tiene un rol decisivo en las elecciones hechas una y otra vez.  Esto permite comprender que el desarrollo no es proceso rectilíneo, casi automático y en sí mismo ilimitado, sino determinado por la calidad humana de los correspondientes actores.  Por este motivo, Benedicto XVI invita a una interpretación que no se contenta con el mero análisis de las estructuras humanas, sino que remite a un nivel más profundo.  “En realidad -escribe-, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y solidariamente responsabilidades por parte de todos.  Este desarrollo exige, además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo deshumanizado”.  Esto exige un examen preciso de conciencia, al cual no se sustrae la Encíclica, refiriéndose a los avances efectivamente llevados o no llevados a cabo en la dirección augurada por la encíclica Populorum pregressio.  Ciertamente, muchos resultados se han obtenido, pero la FAO, el 19 de junio de 2009, comunicó sus estimaciones: el hambre en el mundo alcanzará un nivel histórico en 2009, con 1.020 millones de personas en estado de desnutrición.

La peligrosa combinación de la recesión económica mundial y los persistentes elevados precios de los bienes alimenticios en muchos países ha llevado aproximadamente a cien millones de personas más, en comparación con el año anterior, más allá del umbral de la desnutrición y la pobreza crónica.  La Encíclica nos hace tomar conciencia de que “los actores y las causas, tanto del subdesarrollo como del desarrollo, son múltiples, las culpas y los méritos son muchos y diferentes”, para agregar enseguida: “Esto debería llevar a liberarse de las ideologías, que con frecuencia simplifican de manera artificiosa la realidad, y a examinar con objetividad la dimensión humana de los problemas”.  En realidad, “los costos humanos son siempre también costos económicos y las disfunciones económicas comportan igualmente costos humanos”.  No se cansa, por otra parte, de comprender que “el aumento masivo de la pobreza no sólo tiende a erosionar la cohesión social y, de este modo, poner en peligro la democracia, sino que tiene también un impacto negativo en el plano económico por el progresivo desgaste del “capital social”, es decir, del conjunto de relaciones de confianza, fiabilidad y respeto de las normas, que son indispensables en toda convivencia civil” (ibídem).  Únicamente si el desarrollo es una vocación y no un destino, se puede esperar tener todavía márgenes de modificación y sobre todo de transformación.  Ciertamente, “a pesar de algunos aspectos estructurales innegables, pero que no se deben absolutizar, la globalización no es, a priori, ni buena ni mala.  Será lo que la gente haga de ella.  Debemos ser sus protagonistas, no las víctimas, procediendo razonablemente, guiados por la caridad y la verdad”.

¿Pero cómo ayudar a la razón a no ceder ante una interpretación resignada de la realidad, y sobre todo cómo ayudarla a hacer surgir las potencialidades que se encuentran en el recurso que es el hombre? Hay ciertamente una respuesta en el hecho de que ya en la encíclica Deus Caritas, est, la Doctrina Social de la Iglesia se presenta como el lugar donde la caridad purifica la justicia.  Por otra parte, esta purificación es simplemente un momento de aquella purificación más amplia que la fe está llamada a ejercer con respecto a la razón.

El concepto de “purificación” está muy lejos de ser negativo, como podría parecer a primera vista y ante la oposición de la simple negación o la mera condena.  Eso significa que la justicia es asumida, pero al mismo tiempo valorada por la caridad.  Entre estas dos realidades hay por último una relación que opera en ambas direcciones: por una parte, no hay caridad sin justicia porque se trataría de mero asistencialismo; por otra parte, no se da la justicia sin caridad porque se terminaría en el abandono de un árido legalismo.

Llegar a intuir el exceso es también en primer lugar una necesidad de la caridad, dada la insuficiencia de la justicia; pero es con todo fruto de una intuición que va mucho más allá de la mera razón. Es preciso rescatar una categoría, como es la fraternidad, que no por azar Benedicto XVI sitúa en posición delantera en la relación entre desarrollo económico y sociedad en el capítulo tercero de la encíclica Caritas in veritate.  El gran desafío que tenemos al frente “es mostrar, tanto en el orden de las ideas como de los comportamientos, que no sólo no se pueden olvidar o debilitar los principios tradicionales de la ética social, como la transparencia, la honestidad y la responsabilidad, sino que en las relaciones mercantiles de fraternidad, pueden y deben tener espacio en la actividad económica ordinaria”.

De aquí surge una interesante serie de reflexiones en cuanto al rol del non profit, que aluden a la hibridación de los comportamientos económicos y de las empresas, abriendo enfoques poco comunes en la interpretación de las relaciones internacionales, para llegar a una vigorosa afirmación: “El desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte de una sola familia”.

Esta clara afirmación de carácter permanente en el Vaticano (Gaudium et spes, n. 77) requiere en realidad “requiere en realidad “un nuevo impulso del pensamiento” y obliga “a una profundización crítica y valorativa de la categoría de la relación.  Es un compromiso que no puede llevarse a cabo sólo con las ciencias sociales, dado que requiere la aportación de saberes como la metafísica y la teología, para captar con claridad la dignidad trascendente del hombre”.  De ese modo el Papa se hace cargo una vez más de restituir la dignidad a la interrogante sobre Dios y de reabrir, al interior del debate público, la cuestión de la fe, llamada a purificar la razón, así como la caridad orienta y lleva a término la justicia, si el mundo no quiere sucumbir ante sus lógicas deshumanizadoras.

Se comprende entonces por qué el Evangelio se manifiesta como el principal factor de desarrollo y -por qué la Iglesia entrega su propio aporte al desarrollo ante todo cuando anuncia a Cristo, lo celebra y da testimonio del mismo, es decir, cuando cumple su propia misión de evangelización.

El punto de llegada de todo lo señalado sobre la relación entre justicia y caridad, y la perspectiva más original del texto pontificio es reconducir la cuestión social a la cuestión antropológica, marcando la necesaria correlación existente entre estas dos dimensiones, que se encuentran o caen juntas.  Por este motivo, Benedicto XVI propone vigorosamente la relación entre ética de la vida y ética social, desde el momento que no puede “tener bases sólidas una sociedad que -mientras afirma valores como la dignidad de la persona, la justicia y la paz- se contradice radicalmente aceptando y tolerando las más variadas formas de menosprecio y violación de la vida humana, sobre todo si es débil y marginada”.  Concretamente, esto significa que en el verdadero desarrollo no pueden separados los temas de la justicia social de los temas del respeto por la vida y la familia, y que se equivocan todos aquellos que en estos años se han contrapuesto entre defensores de la ética individual y partidarios de la ética social.  En realidad, ambas cosas están juntas.

Proporciona un ejemplo elocuente la conciencia cada vez mayor de que el problema demográfico, que ciertamente tiene relación con la dinámica afectiva y familiar, representa también una articulación decisiva de las políticas económicas e incluso del Welfare.  El hecho de haber subestimado el impacto de la familia en el plano social y económico, considerándolo un asunto privado, cuando no se ha visualizado sin más como un legado cultural del pasado, ha constituido una miopía cuyas consecuencias hoy están pagando sobre todo las generaciones más jóvenes, cada vez menos numerosas y de menor importancia.  La ligazón entre ética de la vida es un imperativo categórico también en otros ámbitos delicados, y lleva al convencimiento, por ejemplo, de que la eugenesia es mucho más preocupante que la pérdida de la biodiversidad en el ecosistema o que el aborto y la eutanasia corroen el sentido de la ley e impiden básicamente acoger a los más débiles, representando una herida para la comunidad humana con enormes consecuencias de degradación. Como estaca con fuerza el Papa: “Si se pierde la sensibilidad personal y social para acoger una nueva vida, también se marchitan otras formas de acogida provechosa para la vida social”.

Una vez más, la Encíclica contribuye a hacer surgir un sentido más profundo del desarrollo mediante el cual sea posible vincular los derechos humanos con un cuadro más amplio de obligaciones, contribuyendo así a entender debidamente la libertad individual, que siempre debe ajustar cuentas también con la responsabilidad social. Algunos fenómenos de degradación política que presenciamos en la actualidad y revelan carencia de proyecciones y entrega a intereses de corto plazo, así como los episodios de embrutecimiento financiero que han llevado al colapso del sistema económico, afectando a los grupos más débiles de ahorrantes, confirman que la ética social se sostiene únicamente sobre la base de la calidad de los individuos.  Lo dice expresamente el Papa: “El desarrollo es imposible sin hombres rectos, sin operadores económicos y agentes políticos que sientan fuertemente en su conciencia la llamada al bien común”.

Termino refiriéndome a un tema que ha producido impacto en la opinión pública y puede representar una especie de prueba experimental en contrario de la validez de la interpretación del “desarrollo integral”, que Benedicto XVI propone a todos los hombres de buena voluntad en la estela de la gran intuición de la Encíclica Populorum progressio de Pablo VI.  Me refiero al tema del medio ambiente, al cual está expresamente dedicada parte significativa del capítulo IV (nn,48-52) y que destaca una preocupación recurrente en el magisterio del actual Pontífice.  Escribe Benedicto XVI: “La Iglesia tiene una responsabilidad respecto a la creación y la debe hacer valer en público: Y, al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire como dones de la creación que pertenecen a todos.  Debe proteger sobre todo al hombre contra la destrucción de sí mismo.  Es necesario que exista una especie de ecología del hombre bien entendida.  En efecto, la degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la cultura que modela la convivencia humana: cuando se respeta la ecología humana en la sociedad, también la ecología ambiental se beneficia”.  Por tanto, la crisis ecológica no puede interpretarse como un hecho exclusivamente técnico, sino que remite a una crisis más profunda, porque a los “desiertos exteriores” corresponden “los desiertos interiores” (ver Benedicto XVI, Homilía para el inicio del Ministerio Petrino, 24 de abril de 2005), así como con la muerte de los bosques “a nuestro alrededor” hacen juego las neurosis psíquicas y espirituales “dentro de nosotros”, y a la contaminación de las aguas corresponde la actitud nihilista ante la vida.  Cuando de hecho el hombre no es considerado en la totalidad de su vocación y no se respetan las exigencias de una verdadera “ecología humana”, se desencadenan las dinámicas perversas de la pobreza, comprometiendo fatalmente también el equilibrio de la Tierra.  Es una prueba más, si todavía fuese necesario, de que “el problema decisivo del desarrollo es la capacidad moral global de la sociedad”.

La crisis actual es prueba por tanto de la necesidad de reconsiderar el modelo económico llamado “occidental”, como por lo demás ya es pronosticado en la encíclica Centesimus annus (1991).  Con todo, la mirada de la Encíclica está muy lejos de ser pesimista o fatalista.  Por el contrario, se abre con realismo al futuro con la siguiente invitación, que deseo hacer mía: “La crisis nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a rechazar las negativas.  De este modo, la crisis se convierte en ocasión de discernir y proyectar de un modo nuevo.  Conviene afrontar las dificultades del presente en esta clave, de manera confiada más que resignada”.

 

 

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