Chile tiene propiamente dos santos, santa Teresa de Los Andes y san Alberto Hurtado. Son los únicos que han llegado hasta el final del camino del proceso de canonización. Tras ellos se encuentran nuestros beatos, que son cuatro: Laura Vicuña, Ceferino Namuncurá, José Agustín Fariña y María Crescencia Pérez. Antes están los venerables, al menos seis en el caso chileno, y los siervos de Dios, que llegan a ser cerca de quince. También existen otros que simplemente gozan de “fama de santidad” aunque sus causas no han sido iniciadas formalmente. De todos ellos trata este artículo, santos, beatos, venerables, siervos de Dios o personas cuyo ejemplo de santidad marcó, de alguna manera, el permanente proceso de evangelización en esta tierra y quienes conforman el gran mosaico de la santidad en Chile.
Humanitas 2022, C, págs. 388 - 409
Chile tiene propiamente dos santos canonizados, santa Teresa de los Andes y san Alberto Hurtado. Son los únicos que han llegado hasta el f inal del camino del proceso de canonización. Tras ellos se encuentran los beatos, que son cuatro, entre los que se cuenta a Laura Vicuña, Ceferino Namuncurá, José Agustín Fariña y María Crescencia Pérez. Antes están los venerables, al menos seis en el caso chileno, y los siervos de Dios, que llegan a ser cerca de quince. También existen otros que simplemente gozan de “fama de santidad”, aunque sus causas no han sido iniciadas formalmente. De todos ellos trata este artículo, santos, beatos, venerables, siervos de Dios o personas cuyo ejemplo de santidad marcó, de alguna manera, el permanente proceso de evangelización en esta tierra.
Mauro Matthei OSB ha hecho un completo sondeo de los testimonios de santidad en cuatro artículos incluidos en los cuatro primeros tomos de Historia de la Iglesia en Chile[1]. El primero, publicado en 2009, está dedicado a los santos del período anterior a la Independencia. Luego, en el año 2010, publica el segundo recuento, dedicado a la vida de dos santos de los primeros tiempos de la República: María del Carmen Benavides y fray Andrés Filomeno García Acosta. En 2011 integra los testimonios de santidad en Chile entre 1850 y 1920, para terminar con un artículo en el cuarto tomo, aportando con las biografías de los santos del último siglo, a partir de 1920 hasta la actualidad. Estas cuatro publicaciones servirán como base para lo que se expondrá a continuación, con algunas pequeñas actualizaciones y datos complementarios. En este sondeo realizado por Matthei se considera tanto a personas nacidas en Chile como a otras que, nacidas en otras regiones, desarrollan virtudes preponderantemente en nuestro país.
Período colonial
En el tiempo del reino de Chile casi no se cuenta con procesos de canonización abiertos; no obstante, la santidad estaba igualmente presente en Chile. Ello se debe al hecho de que en aquellos tiempos aún no se consideraba indispensable la realización de una acuciosa investigación biográfica para considerar a una persona santa. Más bien, la santidad era reconocida popularmente por la simple “fama de santidad”, paso previo a todo proceso canónico. Sin desestimar el juicio de la Iglesia sobre ellos, conviene adentrarse en algunas figuras para reconocer en aquella época las semillas del Evangelio en tierra chilena.
En el capítulo VII del tomo I de Historia de la Iglesia en Chile. En los caminos de la conquista espiritual (2009), Mauro Matthei da a conocer las propuestas de santidad anteriores a la Independencia[2]. La primera novedad del capítulo es mostrar el interés que ya existía en aquella época por reconocer la santidad en algunos hombres y mujeres. En este sentido el padre Enrich, en su Historia de la Compañía de Jesús (II, 245), se refiere a que en 1755 los superiores de la Provincia de Chile de la Compañía de Jesús solicitaron a todas sus casas que proporcionaran una lista de jesuitas que habían dejado “fama de santidad” en nuestro país. Fruto de este encargo se completó una lista con ocho sacerdotes y dos hermanos coadjutores: Melchor Venegas (1573-1641), Javier Arellés, Domingo Marín o Marini (1649-1731), José María Esbría o Esbrit (1681-1746), Ignacio García (1696-1754), Juan Pedro Mayoral (1678-1754), Pedro Aguilar, novicio (1699-1715), Carlos Espínola (1666-¿?) y los hermanos coadjutores HH. Nicolás Miranda (1628-¿?) y Alfonso López (1633-1715). Solo se inició el proceso de canonización de uno de ellos, el padre Juan Pedro Mayoral: fue la arquidiócesis de Concepción la que lo emprendería en el año 1910. Su tumba se encuentra en el pueblito de Rere, en la comuna de Yumbel. Nacido en Madrid, llegó a Chile como misionero. Tenía ya en vida gran fama de santidad por su santa pobreza, su trato con los indígenas, la forma que tuvo de sobrellevar largas enfermedades que padeció y su amor a Dios en la oración
Respecto de los otros siete sacerdotes, el padre Melchor Venegas nació en Santiago y fue el primer evangelizador de Chiloé, donde dejó ejemplo de virtud que llevó a que el clero y los fieles lo aclamaran santo; el padre Domingo Marín o Marini, de origen siciliano, ocupó importantes cargos en la provincia chilena de la Compañía y fue decisivo en la traída a Chile de misioneros alemanes; el padre Ignacio García fue escritor, místico y fundador de las monjas rosas de Santo Domingo, y de los otros cuatro no se sabe mucho más que el hecho de que murieron con fama de santidad. Respecto de los hermanos coadjutores, el hermano Alfonso (o Ildefonso) López nació en Castilla, donde fue pastor de ovejas, y llegó a Chile como coadjutor. Tenía fama de místico y era admirado por su sencillez y por su don de la oración. Mientras que del hermano Nicolás Miranda se sabe que nació en Francia y que murió con fama de santidad.
Luego se da cuenta de dos grupos de jesuitas considerados mártires: los llamados “mártires de Elicura” (el P. Horacio Vecchi (1577-1612), el P. Mart ín Alonso de Aranda (1560-1612) y el H. Diego de Montalbán (¿?-1612)) y los “mártires de Nahuelhuapi”, sobre quienes no se ha abierto ningún proceso de investigación para su beatificación (los PP. Nicolás Mascardi (1624-1673), Felipe Vandermeeren o de la Laguna (1667-1707), Juan José Guglielmo o Guillermo (1672-1716) y Francisco Javier Elguea (1692-1717). En cuanto a los primeros, murieron a manos de mapuches el 14 de diciembre de 1612 y su proceso fue iniciado en 1665, figurando hoy como siervos de Dios. Su muerte fue especialmente trágica porque se dio en un momento en que se estaba logrando una convivencia pacífica entre españoles y mapuches. Tres mujeres, una española cautiva, mujer del cacique Anganamón, y dos indígenas, otra esposa del cacique junto a su hija, habían solicitado refugio y bautismo. El cacique solicitó la devolución inmediata de las mujeres, a lo que el padre Martín Alonso de Aranda respondió con una serie de condiciones y garantías para ellas. Anganamón no aceptó la demora y junto con algunos guerreros penetraron en la carpa donde los jesuitas se disponían a celebrar misa y los mataron, así como también asesinaron a los indígenas que se habían puesto de parte de los religiosos. El padre Horacio Vecchi ya había intuido su muerte, asegurando que sería necesario el martirio para la salvación de los indígenas. Sus cuerpos fueron sepultados en la iglesia de la Compañía en Concepción.
En cuanto a los mártires de Nahuelhuapi, existe la duda de si se trata o no de mártires chilenos, pues su muerte se dio en actual territorio argentino. Sin embargo, Matthei señala algunos datos importantes, como el hecho de que los cuatro eran miembros de la Provincia chilena, que la misión de Nahuelhuapi dependía de las misiones de Chiloé y que los superiores de la provincia de Chile comunicaron expresamente a los superiores de la Provincia del Río de la Plata que Nahuelhuapi se encontraba bajo jurisdicción de Chile. Nicolás Mascardi fue misionero, explorador y científico, de origen italiano. Fue misionero entre los mapuches, vivió el levantamiento araucano de 1655 en Chillán y luego fue trasladado a las misiones de Chiloé. Posteriormente decidió ir a misionar al lado oriental de la cordillera solo, sin apoyo ni protección. Luego de ganarse la amistad de los poyas estableció una misión en la orilla del lago Nahuelhuapi. Vivió cuatro años entre los poyas. Presagió su martirio en un escrito donde expresó su deseo de exonerar de antemano a los poyas de toda culpa. Su martirio lo ganó presumiblemente a comienzos de 1674. Sus restos y los de su acompañante, el cacique chilote Manqueunai, reposan en la iglesia de las monjas trinitarias de Concepción junto con los mártires de Elicura. El martirio de Felipe van der Meeren ocurrió treinta años después que el de Mascardi. Él fue un jesuita de origen flamenco, quien reemprendió la abandonada misión de Nahuelhuapi a petición de algunos indígenas puelches que aún recordaban a Mascardi y perseveraban en su fe. En 1704 el padre Juan José Guillermo llegó también como refuerzo para la misión. Tuvieron años de fecundo apostolado hasta que en 1707 el padre Felipe murió envenenado por un cacique pagano en un viaje hacia Concepción. La misma suerte tuvo su compañero y sucesor, el padre Juan José Guillermo, quien luego de algunos años continuando con las tareas comenzadas en Nahuelhuapi, fue envenenado cuando iba camino a visitar a un enfermo, en 1716. Finalmente, el padre Francisco Javier Elguea Romero fue el cuarto y último mártir de la misión de Nahuelhuapi y su muerte violenta en 1717 hizo que la Compañía desistiera de atender la misión.
“Sacerdotes jesuitas siendo asesinados por guerreros mapuches en 1612” por Alonso de Ovalle.
El capítulo siguiente Matthei lo dedica a los hermanos legos y monjas con fama de santidad, entre los que se encuentran, además de los dos hermanos coadjutores anteriormente mencionados, algunos santos indígenas. Tal es el caso del donado araucano Ignacio, de la Orden de San Juan de Dios (+1670). Fue un indígena que cayó prisionero de los españoles en la Araucanía y que se convirtió al ver el amor con que los religiosos atendían a los enfermos en el hospital San Juan de Dios en Concepción. A ellos les ofreció ayuda, luego pidió el bautismo y, finalmente, solicitó el hábito de hermano, con el cual sirvió con gran celo a los enfermos. Murió sirviendo en el hospital de los hermanos en Arequipa, Perú. Otro caso es el del cacique Huentemanque, cuya historia está estrechamente vinculada a la de Sor Gregoria Ramírez, monja del convento de las isabelas en Osorno, quien cayó cautiva de los indígenas y fue asignada mujer del cacique Huentemanque. Según relata Matthei, el cacique supo respetar su integridad y buscó complacerla en todo. A petición de ella el cacique le devolvió su hábito y su breviario y le construyó una ruca, luego la llevó de vuelta a su convento, solicitándole que lo llevara con ella. Fue bautizado y sirvió como portero y jardinero de las monjas clarisas. Ambos dejaron memoria de santidad. Asimismo, hay historias de santidad entre las mujeres indígenas, como es el caso de la hermana Constancia (+1640), monja agustina que murió con fama de santidad.
Respecto a los hermanos, se menciona al hermano Juan Zapata (+1589), de quien se tiene información gracias a Tirso de Molina en su Historia general de la Orden de Nuestra Señora de las Mercedes (Madrid, 1974). Fue un hermano mercedario enamorado de Dios y su Virgen Madre y con fama de santidad entre los suyos por la forma en que llevaba a cabo sus tareas cotidianas y la asistencia a los más necesitados. También se destaca a fray Pedro Bardeci (1641-1700), cuyo proceso fue iniciado en 1917 y ha avanzado del escalafón de siervo de Dios al de venerable, por haberse aprobado el grado heroico de sus virtudes. Su tumba en la entrada de la iglesia de San Francisco en Santiago ha sido visitada por fieles durante ya casi tres siglos. De origen español, vivió en México, Panamá y Chile, donde ingresó como hermano lego a la Recoleta franciscana. Ocupó los oficios más humildes y su trato fue preferencialmente hacia los negros, indígenas, pobres y enfermos. Tenía fama de tener el don de la profecía, de la curación de enfermedades y de bilocación.
En cuanto a santas mujeres, se suma a la lista Sor María Mercedes de la Purificación Valdés (1738-1793) y Catalina de Yturgoyen Amasa (16851763). Sor María Mercedes nació en Santiago y a los siete años fue confiada a las monjas de Santa Clara. Entró al monasterio a los veinticuatro años, donde buscó seguir el camino de santa Rosa de Lima. Le pidió a Jesús mayor unión con sus sufrimientos y pasión, petición que fue respondida con veintiséis años de dolores debido a una dislocación de las vértebras. En cuanto a Catalina de Yturgoyen, se trata de una mujer aristócrata, esposa de un conde y madre de varios hijos, los que no fueron impedimento para complacer en todo a Dios. Procuraba criar virtuosamente a los suyos a la vez que realizaba obras benéficas y se dedicaba largas horas a la lectura y la oración.
Retrato de Andrés de Guinea en la Recoleta Franciscana.
Para completar los testimonios de santidad de los tiempos del reino de Chile, aunque posiblemente existan muchos más, se podría agregar a Andrés de Guinea (¿?-1665)[3], nuestro santo esclavo, quien no figura en el listado de Matthei. Poco se conoce sobre su infancia en África, además de que dos veces fue capturado y dos veces logró que no lo mataran. En el siglo XVII llegó a Chile desde la costa occidental de África, conocida como Guinea. Fue comprado como esclavo por un cristiano cuyo nombre no se ha conservado, pero se sabe que él se preocupó de su bien espiritual y corporal y se encargó de que fuera catequizado y bautizado, recibiendo el nombre de Andrés. Su gran devoción, especialmente a Jesús sacramentado, fue reconocida por su amo, quien le concedió la libertad luego de ser testigo de un milagro: Andrés había dejado horneando un pan, el que olvidó por quedar absorto por largas horas en oración; no obstante, y a pesar de lo que creía su amo, el pan no se quemó. Como hombre libre, Andrés fue admitido en el convento franciscano de la Recoleta de Santiago como hermano donado (los donados son aquellos que, sin profesar profesiones ni votos, son laicos libres de permanecer en la casa común, visten hábitos y siguen las prácticas regulares de la comunidad). Ahí dedicó su vida entera a Cristo, recibiendo diariamente la eucaristía, estando largas horas en oración y cumpliendo con tareas simples encomendadas por los frailes. Murió en 1665. Un retrato de Andrés se pintó para la Recoleta y H395 se conserva aún hoy.
Los primeros tiempos de la República
Entre los años 1810 y 1840 emanan ejemplos de santidad que marcan el período de la República naciente. Matthei destaca a dos santos en el segundo tomo de Historia de la Iglesia en Chile, cuyo común denominador es la práctica de la caridad espontánea y una honda experiencia mística. Se trata de María del Carmen Benavides (1777-1849), conocida popularmente como la beatita Benavides, y fray Andrés Filomeno García Acosta (18001853), conocido como fray Andresito. La santidad de Carmen es una de vida laical, en el medio del mundo, y la de fray Andresito proviene de los claustros franciscanos. Ambos tuvieron una enorme popularidad y su fama de santidad los envolvió incluso en vida. Curaban, negaban el mérito propio y tenían los carismas de profecía y cardiognosis (leer los pensamientos).
Carmen Benavides nació en Quillota en 1777. A temprana edad quiso ingresar al convento de las Monjas Rosas y, aunque no lo hizo, optó por usar hábito de monja dominica. Nunca se casó y a los 18 años ingresó al grupo de laicos de la Orden Tercera de Santo Domingo, en el templo de esa congregación en Quillota. Dedicó su vida al auxilio de los más necesitados, fueran pobres, huérfanos, enfermos o reos, convirtiendo su propia casa en refugio. La fuente de su caridad se encuentra en una honda vida de oración y experiencia mística. Murió en 1849 a los 72 años. Sus restos fueron sepultados en el cementerio municipal de Quillota y en 1883 se procedió a la exhumación del cuerpo y a su traslado a la iglesia de Santo Domingo de la misma ciudad, donde se encuentra hasta el día de hoy. En 1991 se abrió su causa de beatificación, recibiendo entonces el título de sierva de Dios. En 1999 los documentos de la causa fueron enviados a Roma para continuar su tramitación ante la Congregación para las Causas de los Santos. Dicha congregación verificó la autenticidad de las declaraciones de los testigos en 2002.
Andrés Antonio María de los Dolores García Acosta, conocido comúnmente como Fray Andresito, nació en 1800 en las islas Canarias. Pasa un período en Uruguay, entre 1833 y 1839, donde fue integrado como donado en la orden Franciscana hasta su supresión, además trabaja en algunos períodos como obrero y vendedor. Llega a Chile en 1839 y se acerca a la recientemente restablecida Recoleta de San Francisco, donde es integrado como donado y se dedica principalmente a pedir limosnas para el convento. Tuvo una ferviente vida de oración, fue devoto de santa Filomena y se convirtió en consejero y abogado de causas imposibles. Su fama de santidad lo convierte en apóstol de los barrios santiaguinos. Murió en 1853 y en 1855 su cuerpo, incorrupto, fue trasladado desde el cementerio del convento hacia la iglesia de la Recoleta Franciscana, donde es venerado junto con una reliquia de su sangre conservada milagrosamente en estado líquido. En 1893 se instruyó su proceso informativo. En 2016 fue distinguido por el Papa Francisco como venerable, reconociéndose sus virtudes heroicas.
Fray Andresito
Período entre 1850 y 1920
El período abordado por Matthei en el tercer tomo de Historia de la Iglesia en Chile se refiere al primer siglo de vida republicana, un siglo marcado por diversos cambios, como el auge de la alta burguesía, la cuestión social y la urbanización creciente. La Iglesia respondió al problema obrero con su Doctrina Social, y muchas personas la hicieron carne propia entregando su vida al servicio de los más necesitados.
Las primeras propuestas de santidad de este período provienen de dos mujeres de la alta burguesía, Antonia Dorotea de Chopitea y Villota (18161891) y Juana Ross de Edwards (1830-1913). Ambas dieron testimonio del verdadero fin de los bienes terrenos, con una vida de abnegación, desprendimiento y vida de oración. Se las conoce por los cientos de obras que hicieron posibles gracias a su generosidad. Dorotea de Chopitea nació en Santiago, en el seno de una familia aristocrática; no obstante, a temprana edad sus bienes familiares fueron confiscados por haber pertenecido al bando realista, lo que los condujo a la pobreza y los obligó a embarcarse a Barcelona. Ella se casó a los 16 años con José María Serra, chileno también radicado en Barcelona, con quien tuvo seis hijas. Se destaca por sus generosas iniciativas de beneficencia tanto en Barcelona, donde hizo posible la creación de diversas instituciones, como iglesias, hospitales, escuelas y residencias, como también en su lejana patria, donde su acción benéfica se hizo presente gracias a la ayuda del padre Blas Cañas y Calvo y el filántropo Manuel Arriarán. Murió en Barcelona a los 75 años. Su proceso canónico fue abierto en Barcelona el año 1927 y en 1983 el Papa Juan Pablo II reconoció la heroicidad de sus virtudes declarándola venerable.
Por su parte, Juana Ross de Edwards nació en La Serena y se casó con su tío Agustín Edwards, trasladándose juntos a Valparaíso. Gracias a su generosidad y a su enorme amor a los pobres y enfermos se crearon numerosísimas obras de Iglesia, sociedades de beneficencia, asilos y hospitales. Ayudó a la llegada a Chile de muchas congregaciones y respondió generosamente a las necesidades humanas que produjo la Guerra del Pacífico. Tuvo siempre un régimen de vida austero, en vida perdió a su marido y a sus siete hijos, aunque ello no detuvo su incansable trabajo por amor al prójimo. Juana Ross no se encuentra en un proceso de canonización, pero sí tiene suficiente fama de santidad.
Las propuestas que siguen corresponden a dos religiosas, la Madre Bernarda Morin (1832-1929) y Sor María San Agustín de Jesús Fernández Concha (1835-1928). La primera, Venerance Morin Rouleau, nació en Canadá e ingresó al noviciado de la Congregación de las Hermanas de la Providencia en Montreal. Por un acto de la Providencia, arribó junto a sus hermanas a Chile en un barco que debía viajar a Canadá por el Cabo de Hornos, y nunca más regresó a su tierra natal. En Santiago las hermanas se hicieron cargo de la Casa Nacional del Niño y abrieron un noviciado. Hasta su muerte Bernarda estuvo a la cabeza de la rama chilena de la Congregación y fue admirada por su amplio apostolado en favor de los niños abandonados, los pobres y enfermos, la educación femenina en todos los niveles y las misiones entre el pueblo mapuche. Murió a los 97 años. El proceso de la causa de beatificación se abrió el 12 de abril de 1956 y a partir de 1970 la provincia lleva su nombre. Sus restos son venerados en el templo de la Providencia de Santiago. Por su parte, Florentina Josefa Fernández Concha nació en Santiago y es reconocida por la propagación de la Congregación del Buen Pastor, consagrada fundamentalmente a la rehabilitación de la mujer caída, misión que llevó a cabo con gran fuerza espiritual y misionera. El proceso informativo de su causa fue abierto en 1974 por la arquidiócesis de Buenos Aires, y en 1985 los obispos de Chile solicitaron a la Santa Sede que se agilizaran los trámites.
Dos claretianos le siguen en la lista, el padre Mariano Avellana Lasierra (1844-1904) y el hermano Pedro Marcer (1854-1927), ambos de origen español y dedicados a misionar, el primero en hospitales y cárceles, el segundo desde la portería del convento. Mariano Avellana nació en España y, ya sacerdote, se embarcó a Chile en 1873 para ser misionero. Lo sería durante más de treinta años recorriendo todo el territorio. Predicaba en hospitales y cárceles, siendo la oración la potencia de su vida. Padeció diversas enfermedades y dolencias que soportó con heroica abnegación. En 1919 se abrió el proceso para su beatificación, y en 1987 Juan Pablo II aprobó la heroicidad de sus virtudes y lo declaró venerable en su Viaje Apostólico a Chile. Desde 1981 sus restos se conservan en la basílica del Inmaculado Corazón de María en Santiago de Chile. El hermano Pedro Marcer nació en Cataluña y profesó en la Congregación Claretiana. Llegó a Chile en 1880, a un año de profeso. Casi toda la vida ejerció el oficio de portero en el convento del Corazón de María de la capital, desde donde fue un verdadero misionero. Practicaba con amor la pobreza y toda clase de mortificaciones. Falleció en Santiago a los setenta y tres años. En 1963 se abrió en Santiago su proceso informativo.
Contemporáneo es el padre Mateo CrawleyBoevey SSCC (1876-1960), quien nació en Arequipa, Perú, y de niño se trasladó a Valparaíso junto a su familia. Tomó el hábito a los quince años en la congregación de los Sagrados Corazones y fue ordenado a los veintidós. Hasta el final de su vida se dedicó con ardor a la difusión del culto al Sagrado Corazón de Jesús, primero en Chile y luego, a pedido del Papa Pío X, alrededor del mundo. Falleció en 1960 en Valparaíso. Han solicitado su beatificación obispos de India, Sri-Lanka, Chile, Perú y otros de América Latina.
La lista se completa con dos carmelitas descalzas, cuya santidad toma forma en la vida de oración y de amor profundo a Dios. Se trata de Sor María Ester de Jesús Dueñas (1858-1891) y de la santa chilena, Sor Teresa de Los Andes (1900-1920). María Ester Dueñas nació en la hacienda San Pedro, entre Quillota y Limache. Fue religiosa del Carmelo de San Rafael, en Santiago y murió a los treinta y tres años producto de una epidemia de influenza que atacó al Carmelo. Su causa aún no ha sido introducida, pero sus escritos dan cuenta de su entrega total por amor a Dios. Juanita Fernández, por su parte, nació en el seno de una familia acomodada y en su juventud desarrolló un intenso amor a Jesucristo entre sus estudios, la vida familiar y su apostolado de caridad con los más pobres. A los catorce años decide consagrar su vida a Dios e ingresó al monasterio del Espíritu Santo de las Carmelitas Descalzas de Los Andes a los dieciocho años. Llevaba once meses en el convento cuando murió de tifus y difteria. Su santidad es acreditada por su vivencia de fe y acción sobrenatural. Fue beatificada por Juan Pablo II en 1987, durante su visita a Chile, y posteriormente canonizada por el mismo pontífice el 21 de marzo de 1993.
Pedro Marcer
Desde 1920 hasta la actualidad
Ha sido el siglo XX el que vio nacer a una de las figuras más importantes de nuestra historia, el padre Alberto Hurtado (1901-1952), a quien se le conoce por su incansable labor solidaria con los más desfavorecidos de la sociedad. Sin embargo, el padre Hurtado no fue solo eso, como afirma Mauro Matthei en el cuarto tomo de Historia de la Iglesia en Chile, él fue, ante todo, “un hombre de Dios que nutrió su ardiente buen celo de la doble fuente de su unión con Dios y de su activo amor por los pobres, los necesitados, los obreros, pero también por los estudiantes y los jóvenes en general”. Viñamarino de origen, tempranamente se trasladó a Santiago al morir su padre e ingresó al colegio San Ignacio. Fue ahí donde recibió la pasión por la Doctrina Social de la Iglesia y sintió el llamado de Dios. Tuvo una intensa labor apostólica, dentro de la que destaca su trabajo en los barrios pobres de Santiago, sus clases, retiros, charlas y publicaciones, su asesoría a la Acción Católica, la fundación del Hogar de Cristo, de la Asociación sindical de Chile (ASICH) y de la revista Mensaje. Fue beatificado en 1994 por Juan Pablo II y canonizado por Benedicto XVI en 2005.
El siglo XX también es el siglo en que vivieron los cuatro beatos chilenos, quienes comparten la particularidad de no ser solamente chilenos, sino que su nacimiento o vida se desarrolló en otros países. Con Argentina compartimos tres beatos, Laura Vicuña (18911904), quien pasó sus primeros ocho años, que corresponden a dos tercios de su vida, en Chile y luego se trasladó a vivir a Argentina, donde murió tempranamente; Ceferino Namuncurá (1886-1905), de origen mapuche y de nacioPadre Alberto Hurtado Laurita Vicuña nalidad chilena, pero que vivió toda su vida en Argentina y murió en Roma, y la hermana María Crescencia Pérez (1897-1932), de origen argentino y que pasó los últimos cuatro años de su vida en Chile. Por otra parte, compartimos con España a José Agustín Fariña (1879-1936), quien pasó veintiún años de su vida sacerdotal en la provincia agustina de Chile.
Laura del Carmen Vicuña Pino es quizás nuestra beata más popular, quien murió a temprana edad y dejó un ejemplo de santidad en un ambiente familiar adverso. Nació en Chile en 1891, con madre y padre chilenos, pero vivió la última parte de su corta vida en Argentina junto a su madre y su padrastro, un hombre que abusaba de ella, y de su madre. Frente a los vicios, excesos y abusos que se vivían en su ambiente familiar, Laurita encontró refugio espiritual en las religiosas salesianas de Junín de los Andes y desarrolló un fuerte amor por Jesús. Llegó a ofrecer su vida a Dios por la conversión de su madre, gracia que obtuvo luego de su muerte, que llegó a los doce años. Tras su fallecimiento ha despertado enorme devoción, concentrándose principalmente en la iglesia Nuestra Señora de las Nieves de Junín de los Andes, Argentina, donde se introdujo una reliquia de la beata, y en Chile se construyó un santuario dedicado a su memoria en las faldas del Cerro Renca. Su causa fue promovida en los años 50, pero no fue hasta 1986 que fue declarada venerable. Luego, en 1988, el Papa Juan Pablo II procedió a su beatificación.
La hermana María Crescencia Pérez nació y se formó en Argentina, hija de inmigrantes españoles, y fue enviada a Chile cuatro años antes de morir. Tuvo una infancia con muchas carencias materiales, pero con gran riqueza espiritual gracias a las tradiciones religiosas de su familia. Ingresó a las hermanas del Huerto, congregación que estaba a cargo del colegio donde estudió. La primera parte de su vida religiosa la dedicó a la enseñanza y catequesis, y la segunda parte, al cuidado de los enfermos. Así llegó al hospital de Vallenar, en Chile, el que fue su último destino. Allí murió en 1932 y sus restos fueron trasladados 35 años después, en perfecto estado de conservación, a Quillota; hoy descansan en la capilla del Colegio del Huerto de Buenos Aires, Argentina, a donde acuden numerosos peregrinos para venerarla, pedir ayuda y agradecer favores. Su beatificación fue celebrada el año 2012 por Benedicto XVI.
José Agustín Fariña fue un religioso nacido y educado en España, pero que estuvo veintiún años en la provincia agustina de Chile, donde desarrolló una intensa actividad apostólica, dentro y fuera de la Orden Agustiniana, en Talca y Santiago. Volvió a España y figura en la lista de los 498 mártires de la Guerra Civil española declarados beatos por el Papa Benedicto XVI el año 2007. Hasta su muerte siguió afiliado a la provincia agustina de Chile.
Finalmente debe mencionarse a Ceferino Namuncurá, de padre mapuche, Manuel Namuncurá, y madre chilena, Rosario Burgos, pero quien, sin embargo, es considerado argentino, pues nació en Argentina y goza de gran devoción en el país vecino desde mediados del siglo XX. Estudió en un colegio de los padres salesianos y deseó dedicar su vida a la evangelización del pueblo mapuche como sacerdote de la congregación, para lo cual se trasladó a estudiar a Roma. Fue en Roma donde murió tempranamente, cuando todavía no cumplía los 19 años, por lo que no pudo llevar a cabo la vocación de evangelización de los suyos. Sin embargo, sus escritos y testimonios dan cuenta de su santidad, la que ha irradiado hasta la actualidad, especialmente en la zona norte de la Patagonia argentina. El 7 de julio de 2007, el Papa Benedicto XVI firmó el decreto que declaraba a Ceferino Namuncurá como beato y en 2009 se inauguró un santuario dedicado a su memoria y donde se encuentran sus restos, en el paraje San Ignacio, cerca de Junín de los Andes; el santuario tiene la forma de un kultrún, instrumento de percusión mapuche.
Dos testimonios de santidad han sido reconocidos como tales y declarados venerables recientemente por el Papa Francisco. Se trata de monseñor Francisco Valdés Subercaseaux (1908-1982), declarado venerable en 2014, y de Mario Hiriart Pulido (1931-1964), en 2020.
Francisco Maximiano Valdés Subercaseaux nació en 1908 en el seno de una familia cristiana. Se educó en el colegio San Ignacio Alonso Ovalle en Santiago y, al terminar sus estudios secundarios, viajó con su familia a Europa, y en ese viaje decidió consagrarse a Dios en el sacerdocio, ingresando al colegio Pío Latinoamericano de Roma. Movido por su amor al pueblo mapuche, y en busca de su ideal franciscano que veía encarnado en la Orden capuchina, ingresó al Seminario de los Hermanos Menores Capuchinos de Baviera, Alemania, donde se formaban los frailes encargados de la evangelización en el sur de Chile. En 1934, fue ordenado sacerdote y en enero de 1935 regresó a nuestro país para trabajar en el Vicariato de la Araucanía; en 1955 fue nombrado primer obispo de Osorno. En 1998 se solicitó la apertura de su proceso de beatificación y el año 2014 fue declarado venerable. Sus restos reposan en la cripta de la Catedral de Osorno, a la que acuden continuamente numerosas personas a rezar y pedir favores por su intercesión.
Por su parte, Mario Hiriart Pulido fue un ingeniero y laico perteneciente al Movimiento de Schönstatt. Nació en 1931 en Santiago y obtuvo el título de ingeniero en la Universidad Católica, institución a la que retornó años más tarde para ser profesor. Su deseo de consagrar su vida a Dios dentro del mundo lo llevó a escoger el Instituto secular de los Hermanos de María, una de las ramas del movimiento de Schönstatt. Como dicha organización aún no existía en Chile, Hiriart realizó el noviciado en Brasil. El año 1960 aparecieron los primeros síntomas de un cáncer que acabó finalmente con su vida el año 1964, a los 33 años, mientras estaba en Milwaukee, Estados Unidos, para hablar con el fundador del movimiento, el sacerdote José Kentenich. Sus restos son venerados en el Santuario de Schönstatt de Bellavista en La Florida, Santiago.
La lista que hemos repasado hasta este punto se completa con los seis siervos de Dios que vivieron en el último siglo, el cardenal José María Caro (1866-1958), monseñor Guillermo Hartl (1904-1977), el hermano Rufino Zazpe (1891-1977), Antonio Rendic Ivanović (1896-1993), Esteban Gumucio Vives (1914-2001) y monseñor Enrique Alvear (19161982). Los últimos tres de esta lista, debido a lo actual de sus causas, no fueron abordados por Matthei en Historia de la Iglesia de Chile.
José María Caro nació en el seno de una familia campesina de Cáhuil en 1866. A los quince años fue admitido en el seminario de Santiago y, tras estudios en Chile y Roma, fue ordenado sacerdote en 1890.
Sufrió toda su vida una afección a los pulmones; no obstante, vivió hasta los 92 años. Predicó en ambientes hostiles a la fe católica, en Iquique, La Serena y Santiago, y publicó varias obras. Fue nombrado Vicario Apostólico de Tarapacá en 1911 y obispo en 1912. Luego, en 1939 el Papa Pío XII lo nombró arzobispo de Santiago y en 1946 fue creado cardenal, convirtiéndose en el primer cardenal de la Iglesia de Chile. Es reconocido por su trabajo con los pobres y los enfermos, por su amor a la Virgen, al Corazón de Jesús y al Padre Celestial y por su celo apostólico. Sus restos descansaron en una capilla en la nave derecha de la Catedral Metropolitana de Santiago hasta abril de 2006, cuando fueron trasladados a una nueva cripta arzobispal de la misma Catedral.
Monseñor Guillermo Hartl fue el segundo Vicario Apostólico de la Araucanía y su vida, en palabras de Mauro Matthei, es un compendio de la admirable obra misionera y cultural que la Orden capuchina realizó en la Araucanía a partir de mediados del siglo XIX. Carlos Hartl nació en 1904 en Baviera, Alemania y, como sacerdote de la orden capuchina, fue enviado como misionero a la Araucanía en 1929. Realizó su actividad principalmente en Toltén como párroco y en San José de la Mariquina como superior regular de sus hermanos religiosos. Recibió la ordenación episcopal en 1957, participó en las cuatro sesiones del Concilio Vaticano II y convocó en 1968 al primer sínodo pastoral de la Araucanía, para aplicar las directrices conciliares. Sus restos mortales se encuentran en la Iglesia Catedral de Villarrica.
Ceferino Namuncurá
El hermano Rufino Zazpe Zabalza fue un humilde hermano lego carmelita descalzo, de origen español, que emigró a Chile en 1913, huyendo de la guerra. Ese mismo año ingresó a los Carmelitas Descalzos de Santiago y fue destinado en 1920 a la parroquia carmelita de Viña del Mar, donde vivió hasta su muerte, en 1977. Su vida estuvo orientada hacia el servicio, desde el marco de la portería del convento.
Antonio Rendic[4] perteneció a una familia croata que emigró a la ciudad de Antofagasta en 1899 y tempranamente quedó huérfano de padre y madre. Obtuvo el título de médico cirujano y se casó con Amy Jenkin Richards. Desde Antofagasta el matrimonio brilló por su vocación a la santidad conyugal y el doctor Rendic consagró su trabajo para dar consuelo a quienes sufrían en la pampa salitrera, en el policlínico del ferrocarril y en los hogares de los más pobres. Como estudiante había dedicado su memoria universitaria a una reflexión bioética sobre el aborto y sus causas de fondo, mostrando brillantez intelectual y un corazón lleno de compasión y amor cristiano por el prójimo. Tenía una confianza absoluta en la providencia y procuraba siempre y por sobre todo el bien espiritual de aquellos con quienes se encontraba. El “apóstol de los humildes” recibió de Pablo VI la Condecoración Pontificia de Caballero Comendador de la Orden de San Silvestre en 1964 por su inmensa obra social. Dedicó hasta sus últimas fuerzas al trabajo por los desposeídos. Además, escribió diversos poemas que reflejan su fe viva y entrega a Dios. Desde septiembre de 2010, la Corporación Cultural Andrés Sabella y la Conferencia Episcopal de Chile se encuentran encabezando su proceso de beatificación. Fue nombrado siervo de Dios en 2011. Sus restos descansan en el Cementerio General de Antofagasta.
Joaquín Benedicto Gumucio[5] fue un sacerdote, poeta y escritor chileno. Nació en el año 1914 y realizó sus estudios en el Colegio de los Sagrados Corazones de Santiago, ingresando en 1932 a la misma Congregación y adoptando el nombre de Esteban. Dedicó sus primeros años de ministerio a la educación y luego se desempeñó como superior provincial de Chile y como maestro de novicios. Desde 1964, junto con algunos jóvenes, fundó una parroquia en el sector obrero del sur de Santiago, donde trabajó hasta su muerte, con algunos períodos de ausencia en los que fue nuevamente maestro de novicios y párroco en La Unión. Junto con su trabajo en la parroquia realizaba retiros y colaboraba activamente con el movimiento de “Encuentros matrimoniales”. Es conocido por su creatividad, fecundidad apostólica e inmensa humildad. Murió en 2001 a los 86 años debido a un cáncer de páncreas. El año 2008 sus restos fueron trasladados desde el Cementerio Católico hacia un memorial ubicado en la parroquia San Pedro y San Pablo, en la comuna de La Granja, donde se encuentran actualmente. El año 2010 se inició la introducción de su causa de beatificación, cuyos antecedentes fueron enviados a Roma el año 2011.
Finalmente, Enrique Alvear Urrutia[6] nació en Cauquenes el año 1916 y se ordenó sacerdote en 1941. Fue formador y padre espiritual en el Seminario de Santiago y profesor en la Universidad Católica. Su inquietud misionera y su amor a los pobres lo llevó a iniciar Comunidades Cristianas Antonio Rendic en barrios de la periferia de Santiago, junto con seminaristas. En 1961 fue nombrado Vicario General de Santiago y en 1963 fue consagrado como Obispo. Impulsó la renovación de la Iglesia chilena a partir de los documentos del Concilio Vaticano II. Murió en 1982 y su proceso de beatificación fue abierto en 2012. En el año 2008 sus restos mortales fueron trasladados desde la Basílica de Lourdes hasta la parroquia San Luis Beltrán, ubicada en la comuna de Pudahuel.
Comentarios finales
Si bien son solo dos los santos chilenos canonizados por la Iglesia, a lo largo de la historia de nuestra patria podemos encontrar a diversos hombres y mujeres que han irradiado su tiempo con una manera de vivir de manera excepcional, haciendo vida el Evangelio. Cada santo tiene una misión y una forma particular de plasmar la santidad, aunque todos ellos reciben de la misma fuente, el amor a Dios, la potencia para sus vidas excepcionales. En este recuento hemos repasado biografías de religiosos y laicos, místicas, misioneros, niños, poetas, artistas, madres, trabajadores, quienes en su conjunto conforman el gran mosaico de la santidad en Chile. La santidad no se trata de personas con dones extraordinarios, sino de personas comunes y corrientes que han vivido entre los suyos y en medio de las contingencias particulares de sus épocas, algunos entre dificultades, materiales o físicas, pero otros también en medio de circunstancias privilegiadas. Todos ellos, de manera libre, han decidido abandonarse en el Señor y encontrar en la unión con Él la fuerza para seguir caminando. Ellos son reflejo de la presencia de Dios en nuestra historia nacional y nos invitan a imitarlos.
Si bien son solo dos los santos chilenos canonizados por la Iglesia, a lo largo de la historia de nuestra patria podemos encontrar a diversos hombres y mujeres que han irradiado su tiempo con una manera de vivir sus vidas de manera excepcional, haciendo vida el Evangelio.
Pero este recuento nunca estará del todo completo. Son muchos y muy diversos los santos que no están en ningún listado y que tampoco gozan de “fama de santidad”, porque pasaron desapercibidos a los ojos despistados del hombre común y corriente. Son los “santos de la puerta de al lado”, como los llama el Papa Francisco, los santos de la “Iglesia militante”. Esos que se despiertan por la mañana, van a trabajar y regresan junto a los suyos; esos que dedican sus horas a cuidar a algún familiar enfermo, esos con los que te encuentras en medio de los ajetreos cotidianos, esos irradiadores silenciosos de alegría y esperanza que nos hacen elevar por unos momentos nuestra mirada al cielo.
Son muchos y muy diversos los santos que no están en ningún listado y que tampoco gozan de “fama de santidad”, porque pasaron desapercibidos a los ojos despistados del hombre común y corriente. Son los “santos de la puerta de al lado”, como los llama el Papa Francisco, los santos de la “Iglesia militante”.
No nos olvidemos que todos estamos llamados a ser santos y que la santidad es nuestra última apuesta para este breve tiempo que tenemos de vida. Nos exhorta el Papa en Gaudete et exultate:
No tengas miedo de apuntar más alto, de dejarte amar y liberar por Dios. No tengas miedo de dejarte guiar por el Espíritu Santo. La santidad no te hace menos humano, porque es el encuentro de tu debilidad con la fuerza de la gracia. En el fondo, como decía Léon Bloy, en la vida existe una sola tristeza, la de no ser santos.[7]