En este número 100, Humanitas ha realizado una ronda amplia de artículos con participantes de sensibilidades diversas, de dentro y fuera del país, con la pregunta ¿cómo percibe usted el momento católico actual? Las respuestas nos entregan una mirada global de la Iglesia y su entorno y de los nuevos desafíos que se enfrentan.
Humanitas 2022, C, págs. 290 - 295
Imagen de portada: “Natividad” por Claudio Di Girolamo, 2005 (Estudio para cerámica. Grafito sobre papel).
Percibo el momento católico actual pletórico de esperanza y con recóndita alegría. Recóndita, pues en la superficie prevalecen, a los ojos del mundo, los vestigios de una tormenta devastadora, observada y comentada desde una mirada no solo ajena, sino frecuentemente enemiga de la fe. Basta encender al azar un canal de TV o leer algún diario, esto en cualquier parte del orbe. Pero la realidad es otra y, sobre todo, ha sido siempre otra que aquella que ve el mundo (cf. Jn 21,1-14).
En la superficie prevalecen, a los ojos del mundo, los vestigios de una tormenta devastadora, observada y comentada desde una mirada no solo ajena, sino frecuentemente enemiga de la fe.
Cuando a veces, un día de semana, en la mañana muy temprano, pongo los pies en esa epifanía de la arquitectura contemporánea que es la iglesia benedictina del Monasterio de Las Condes –donde la luz se despliega en las paredes no de cualquier manera, sino según una visión cósmica de la fe– encuentro allí un numeroso pueblo fiel, seguramente consciente de que algo semejante sucede a esas mismas horas en diversas iglesias cercanas, donde también otros, parte de ese mismo pueblo, con recogimiento se arrodilla para dar gracias al anunciarse la parte central de la plegaria eucarística:
…Padre, con razón te alaban todas tus criaturas, ya que por Jesucristo, tu Hijo, Señor nuestro, con la fuerza del Espíritu Santo, das vida y santificas todo, y congregas a tu pueblo sin cesar, para que ofrezca en tu honor un sacrificio sin mancha desde donde sale el sol hasta el ocaso…
Y así sucede, efectivamente, que desde donde sale el sol hasta el ocaso, sin cesar, hallamos un pueblo fiel congregado por la Trinidad divina para ofrecer un sacrificio sin mancha, la Eucaristía, que es esencialmente por lo que existe y vive la Iglesia: ecclesia de Eucharistia, como dijo san Juan Pablo II, dando nombre a su decimocuarta encíclica (2003).[1]
Algo similar, también en días hábiles, experimento cuando me movilizo cuadras más lejos, por ejemplo, a la Inmaculada de Vitacura, llena a mediodía, con una audiencia que permanece a veces largamente en adoración al Santísimo Sacramento terminada la Eucaristía.
Sí, sí… musitan algunos, pero el mundo desarrollado, esa Europa, por ejemplo, que nos trajo la fe, va marcando la pauta y allá las iglesias están vacías; tampoco faltan obispos, como algunos en Alemania, que impugnan pública y frontalmente el Catecismo de la Iglesia Católica promulgado por san Juan Pablo II (editado por Ratzinger - Benedicto XVI).
Circunstancias familiares me traen a Francia y concurro a la misa vespertina el 5º lunes de Cuaresma en la hermosa y antigua iglesia de St. Germain des Prés, en la rive gauche de París. Terminada la celebración, el sacerdote trae la custodia para hacer adoración al Santísimo, a la que decido permanecer. Dura una hora, concluye con los ritos de la bendición, se enciende entonces toda la iglesia y la asamblea comienza el canto de las Vísperas. Debo marchar… me doy vuelta, los bancos de la iglesia están llenos por un número calculable, a golpe de vista, en unos trescientos jóvenes.[2] Algo similar observo con mis mismos ojos el pasado Miércoles Santo en la catedral de Santiago de Compostela: la misa de mediodía y la de la tarde desborda de un público mayoritariamente joven, que como no se apure uno, se queda sin entrar.
Con ese relato simple y muy personal quiero poner en foco esto que simplemente enuncié, muy real, sobre la esperanza y aquella recóndita alegría, intimo meo como la llamaría san Agustín, casi completamente extraña al mundo en el sentido evangélico de la expresión (cf. Jn 15,19).
Es verdad que, a las puertas del siglo XX, el gran Pontífice de la cuestión social originada en la Revolución industrial, el autor de la encíclica que gravitaría por más de un siglo, la Rerum novarum (1891), León XIII, recordaba en Inmortale Dei (1885) que habiendo habido “un tiempo en que la filosofía del Evangelio gobernaba los Estados”, era un deber prestar atención, en medio de crecientes turbulencias, a la constitución cristiana del Estado. La guerra franco-prusiana de 1871, antecesora de las dos grandes guerras mundiales que asuelan Europa en la primera mitad del siglo veinte –y que echan al suelo dramática y definitivamente esa “constitución cristiana del Estado” (comienzo del fin de lo que históricamente se llamó la Cristiandad)– confirma el fuerte alcance profético de la voz de aquel Papa. Este –como explica Rocco Buttiglione en su reciente libro,[3] siguiendo a Del Noce–, en concordancia con su antecesor, el beato Papa Pío IX en la encíclica Quanta Cura (1864) –a lo que debe agregarse al propio antecesor de este, Gregorio XVI, con Mirari vos (1832)–, luchó con visionario sentido de futuro contra las consecuencias de una modernidad marcada por el idealismo y el positivismo, cuyas consecuencias, como mencionamos, se harían cruelmente sentir. La “modernidad del mundo”, llamémosla en concordancia con san Juan (15,19).
No es la Iglesia sino el mundo el que cambia. La Iglesia se reforma para permanecer la misma, siguiendo definitivamente, a pesar de los pecados que cargan sus hijos, y en circunstancias distintas, los pasos de su mismo Señor.
Convengamos aquí, entre tanto, que no es la Iglesia sino el mundo el que cambia. La Iglesia se reforma para permanecer la misma, siguiendo definitivamente, a pesar de los pecados que cargan sus hijos, y en circunstancias distintas, los pasos de su mismo Señor.[4] Así por ejemplo, la Iglesia que en el siglo XIX seguía los pasos de Gregorio XVI, del beato Pío IX y de León XIII para salvar la modernidad, ya en la posguerra y entrada la segunda mitad del siglo XX, frente a un mundo que anuncia la crisis de aquella y de la cultura ilustrada, el advenimiento de la posmodernidad con el derrumbe de las ideologías y la instalación de un paradigma tecno-científico, inspira a san Juan XXIII la convocatoria de la mayor asamblea que tenga lugar en ese siglo, el Concilio Ecuménico Vaticano II. La filosofía de este Concilio es el redescubrimiento del camino hacia la otra modernidad, la modernidad católica.[5]
En 1970, cuando aún estaban lejos de cesar las turbulencias del posconcilio que tanto sufrimiento trajeron a san Pablo VI, cuando este había sido ya crucificado por el mundo, incluido gran parte del establishment clerical, a causa de su encíclica Humanae vitae (1968) –momento que Benedicto XVI, ya como Papa emérito, ha identificado con el mismo origen de la grave situación desencadenada por los abusos sexuales de parte de sacerdotes–, un joven profesor en la Universidad de Tubinga, Alemania, el Dr. Joseph Ratzinger, presbítero, describía en un programa radial lo que, a partir de aquella crisis veía venir en la Iglesia, de cuya verificación actual el lector puede juzgar:
El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy solo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud pura de su fe. El futuro no vendrá de quienes solo dan recetas. No vendrá de quienes solo se adaptan al instante actual. No vendrá de quienes solo critican a los demás y se toman a sí mismos como medida infalible. Tampoco vendrá de quienes eligen solo el camino más cómodo, de quienes evitan la pasión de la fe y declaran falso y superado, tiranía y legalismo, todo lo que es exigente para el ser humano, lo que le causa dolor y le obliga a renunciar a sí mismo. Digámoslo de forma positiva: el futuro de la Iglesia, también en esta ocasión, como siempre, quedará marcado de nuevo con el sello de los santos. Y, por tanto, por seres humanos que perciben más que las frases que son precisamente modernas.[6]
El inesperado despojo en tan pocos años del clericalismo –lacra mundana azotada pública y escandalosamente por más de una década de crisis, en particular en los países del mundo occidental donde se abusó de las prebendas que traía consigo el régimen de Cristiandad– podemos perfectamente entenderlo, a los ojos de la fe (y repitámoslo una vez más, que no son los ojos del mundo), como una intervención de la Providencia que reclamaba el Espíritu para insuflar renovadas fuerzas a la construcción del Reino.
Pazo de Sestelo (Galicia - España), Pascua de Resurrección 2022.