¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
En nuestras catequesis, seguimos encontrando testigos apasionados del anuncio del Evangelio. Recordamos que esta es una serie de catequesis sobre el celo apostólico, sobre la voluntad y también el ardor interior para llevar adelante el Evangelio. Hoy vamos a América Latina, precisamente a Venezuela, para conocer la figura de un laico, el beato José Gregorio Hernández Cisneros. Nació en 1864 y aprendió la fe sobre todo de su madre, como contó: «Mi madre, que me amaba, desde la cuna, me enseñó la virtud, me crió en la ciencia de Dios y me puso por guía la santa caridad». Estemos atentos: son las madres las que transmiten la fe. La fe se transmite en dialecto, es decir con el lenguaje de las madres, ese dialecto que las madres saben hablar con los hijos. Y a vosotras madres: estad atentas en el transmitir la fe en ese dialecto materno.
Verdaderamente la caridad fue la estrella polar que orientó la existencia del beato José Gregorio: persona buena y solar, de carácter alegre, estaba dotado de una fuerte inteligencia; se hizo médico, profesor universitario y científico. Pero sobre todo fue un doctor cercano a los más débiles, tanto para ser conocido en la patria como “el médico de los pobres”. Cuidaba a los pobres, siempre. A la riqueza del dinero prefirió la del Evangelio, gastando su existencia para socorrer a los necesitados. En los pobres, en los enfermos, en los migrantes, en los que sufren, José Gregorio veía a Jesús. Y el éxito que nunca buscó en el mundo lo recibió, y sigue recibiéndolo, de la gente, que lo llama “santo del pueblo”, “apóstol de la caridad”, “misionero de la esperanza”. Bonitos nombres: “Santo del pueblo”, “apóstol de la cridad”, “misionero de la esperanza”.
José Gregorio era un hombre humilde, un hombre gentil y disponible. Y al mismo tiempo estaba movido por un fuego interior, por el deseo de vivir al servicio de Dios y del prójimo. Impulsado por este ardor, en varias ocasiones trató de hacerse religioso y sacerdote, pero varios problemas de salud se lo impidieron. Pero la fragilidad física no lo llevó a cerrarse en sí mismo, sino a convertirse en un médico aún más sensible a las necesidades de los demás; se aferró a la providencia y, fortalecido por el alma, fue más a lo esencial. Este es el celo apostólico: no sigue las propias aspiraciones, sino la disponibilidad a los diseños de Dios. Y así el beato comprendió que, a través del cuidado de los enfermos, pondría en práctica la voluntad de Dios, socorriendo a los que sufren, dando esperanza a los pobres, testimoniando la fe no de palabra sino con el ejemplo. Llegó así – por este camino interior - a acoger la medicina como un sacerdocio: «el sacerdocio del dolor humano» (M. Yaber, José Gregorio Hernández: Médico de los Pobres, Apóstol de la Justicia Social, Misionero de las Esperanzas, 2004, 107). Qué importante es no padecer pasivamente las cosas, sino, como dice la Escritura, hacer cada cosa con buen ánimo, para servir al Señor (cfr Col 3,23).
Pero preguntémonos: ¿de dónde le venía a José Gregorio todo este entusiasmo, todo este celo? Venía de una certeza y de una fuerza. La certeza era la gracia de Dios. Él escribió que «si en el mundo hay buenos y malos, los malos lo son porque ellos mismos se han hecho malos: pero los buenos no lo son sino con la ayuda de Dios» (27 de mayo 1914). Y él era el primero en sentir la necesidad de gracia, que mendigaba en las calles y tenía necesidad extrema del amor. Y esta es la fuerza a la que recurría: la intimidad con Dios. Era un hombre de oración – está la gracia de Dios y la intimidad con el Señor – era un hombre de oración que participaba en la misa.
Y en contacto con Jesús, que se ofrece en el altar por todos, José Gregorio se sentía llamado a ofrecer su vida por la paz. El primer conflicto mundial estaba ocurriendo. Llegamos así al 29 de junio de 1919: un amigo le visita y le encuentra muy feliz. José Gregorio se había enterado de que se había firmado el tratado que pone fin a la guerra. Su ofrenda de paz ha sido acogida, y es como si él presagia que su tarea en la tierra se ha terminado. Esa mañana, como era habitual, había ido a misa y entonces baja por la calle para llevar una medicina a un enfermo. Pero mientras atraviesa la calle, es atropellado por un vehículo; llevado al hospital, muere pronunciando el nombre de la Virgen. Su camino terreno concluye así, en una calle mientras realiza una obra de misericordia, y en un hospital, donde había hecho de su trabajo una obra maestra como médico.
Hermanos, hermanas, ante este testigo preguntémonos: yo, delante de Dios presente en los pobres cerca de mí, frente a quien en el mundo sufre más, ¿cómo reacciono? ¿Y el ejemplo de José Gregorio cómo me toca? Él nos estimula en el compromiso delante de las grandes cuestiones sociales, económicas y políticas de hoy. Muchos hablan, muchos hablan mal, muchos critican y dicen que todo va mal. Pero el cristiano no está llamado a esto, sino a ocuparse, a ensuciarse las manos: sobre todo, como nos ha dicho san Pablo, a rezar (cfr 1 Tm 2,1-4), y después a comprometerse no en chismorreos – el chismorreo es una peste - sino a promover el bien y a construir la paz y la justicia en la verdad. También esto es celo apostólico, es anuncio del Evangelio, y esto es bienaventuranza cristiana: «bienaventurados los que trabajan por la paz» (Mt 5,9). Vamos adelante en el camino del beato Gregorio: un laico, un médico, un hombre de trabajo cotidiano que el celo apostólico ha impulsado a vivir haciendo la caridad durante toda la vida.
Fuente: Vaticano