¿Te imaginas vivir en un país que lleva doce años de guerra, que sufre escasez de casi todo tipo de bienes de primera necesidad, que en febrero fue víctima de un terremoto, donde existe la amenaza permanente de ataques de grupos yihadistas y donde el anhelo de los jóvenes es emigrar para tener un futuro? Todo eso y más es lo que viven los sirios cada día. Lo comprobé en una visita que hice a ese país recientemente, junto a una delegación de la Fundación Pontificia Ayuda a la Iglesia que Sufre (ACN). Estando en terreno vimos la difícil situación que se vive en el país, pero al mismo tiempo, nos conmovió el trabajo de quienes permanecen ahí, tratando de aliviar el sufrimiento de la población. Les dan ayuda material y también lo más importante: esperanza para seguir en pie, reconstruyendo su país y a ellos mismos.
Imagen de portada: Magdalena Lira junto a una niña en una iglesia destruida en Siria, octubre de 2023. ©Archivo ACN
“La gente sufre, pero ya no estamos en las noticias”, nos dijo apesadumbrada Annie Demerjian, una religiosa siria que sabe bien de lo que habla porque, desde que comenzó la guerra, no ha abandonado ni por un momento a quienes la necesitan. La conocí en Damasco, la capital. Era tarde y venía llegando después de un día más de trabajo intenso. Agrega:
Todos los días vemos personas sin comida. Tenemos dos posibilidades: cuidar a quienes se quedan en nuestro país o ver cómo se van, uno a uno, aunque sea de manera ilegal, pero llevados por la desesperación. El terremoto mató la última luz de esperanza. Hay pueblos cristianos que se están vaciando. Los padres mayores se quedan solos porque sus hijos parten, los niños pierden a sus papás, que se van para darle un mejor futuro a su familia.
Hoy, el 90% de la población siria vive por debajo del umbral de pobreza. “De ese porcentaje, 50% vive de las remesas de familiares que están fuera del país y el otro 50% vive muy mal”, nos decía el Padre Emad Shalash, que trabaja en la parroquia Ibrahim al-Khalil, en una de las zonas más necesitadas de Damasco. Él mismo sabe lo que significa la emigración, ya que el 80% de su familia se ha ido de Siria. “No hay familia que no tenga personas que hayan emigrado”, afirma. La gente está desmoralizada y exhausta. Los medicamentos y la comida son una carga enorme para las familias. Si antes temían a la guerra, hoy su gran miedo es cómo sobrevivir.
Visitamos a Hassan Assaf en el departamento donde vive con su mujer y dos hijos en Kashkoul, un barrio de Damasco. Por fuera, los edificios se ven en buen estado. Pero al ingresar, las carencias se hacen presentes. Reina la oscuridad, ya que son pocas las horas de electricidad al día. La basura se amontona a la salida de cada departamento y casi no hay ventilación. Hassan vive en un pequeño espacio que hace las veces de comedor, sala de estar y pieza. Lleva años sin trabajo y sobrevive de lo que su parroquia cercana le puede entregar. Su sueño, y el de toda su familia, es emigrar. “Quiero darles mejores oportunidades a mis hijos”, nos dijo.
El mismo anhelo tenía un grupo de universitarios con los que nos reunimos en la ciudad de Homs. Todos habían pasado gran parte de su vida escapando de la guerra, como nos dijo Claudine, quien cursa tercer año de medicina:
Yo nací en Homs y el último recuerdo que tengo de mi infancia acá fue la celebración de mi cumpleaños. Al día siguiente tuvimos que escapar. Pudimos regresar después de tres años, pero todo estaba destruido. Fue impresionante volver a mi antiguo barrio y ver que ya no estaban ni mis antiguos vecinos ni mis amigos. Al principio no teníamos nada, ni electricidad. Lo único que estaba abierto todos los días era el monasterio jesuita. Íbamos todas las tardes, porque sabíamos que nos encontraríamos con más personas. Nos hacía bien para saber que no estábamos solos.
Claudine tenía muy claro que en cuanto recibiera su título profesional se iría de Siria, aunque no obtuviera una visa. Le pregunté si sabía de los riesgos que eso implicaba. Me miró fijo y me dijo que prefería morir buscando un futuro, que quedarse donde ni siquiera podía proyectarse con una familia. “¿Qué le podría ofrecer a mis hijos?”, me señaló.
5,5 millones de sirios han huido de su país. Otros 6,7 millones son desplazados internos. Los cristianos son de los grupos más afectados por la emigración. De los 1,5 millones que vivían en Siria antes de la guerra, se estima que sólo un tercio sigue ahí. Sobrecoge ver cómo la Iglesia hace lo que puede para ayudar a las personas y entregarles esperanza.
“El dolor cambia según las personas y, como Iglesia, debemos preocuparnos de lo que necesita cada ser humano en particular”, padre Bashar Laham sobre el centro de atención psiquiátrica de la parroquia San José de Damasco.
Un solo ejemplo: aparte de las labores pastorales, la parroquia San José de Damasco da comida tres veces a la semana a los más necesitados, entrega leche a los niños y tiene un jardín infantil para 250 infantes. Uno de sus proyectos más emblemáticos es un centro de atención psiquiátrica, que abre los viernes gracias a cinco psiquiatras que atienden de manera voluntaria. “El dolor cambia según las personas y, como Iglesia, debemos preocuparnos de lo que necesita cada ser humano en particular”, nos explicó el Padre Bashar Laham. “Los niños tienen miedo por las bombas. Los adultos sufren depresión, falta de sueño, estrés, miedo a morir”, agregó. Desde que abrió el centro, en marzo de este año, han atendido a 632 personas, de las cuales 173 han necesitado medicamentos para tratar sus aflicciones. La tarea de esta parroquia es gigantesca, pero fundamental:
Nuestro trabajo también busca formar comunidad para todas las personas que han llegado acá desde otros lugares de Siria, escapando de la guerra o la pobreza. Queremos que todos sepan que estamos con ellos, que no están solos, que son parte de una comunidad.
Sacerdotes y religiosas siguen en pie, en una tierra histórica para el cristianismo. Pero saben que están en riesgo de desaparecer. Después de más de 2.000 años de historia, ésta podría ser la última generación de cristianos en Siria.
Regresé a Chile el mismo día que Hamas atacó Israel. Desde entonces no he dejado de preguntarme qué será de todas esas personas que conocí en Siria, a pocos kilómetros de Tierra Santa. Hombres y mujeres, de todas las edades, que llevan años soñando con vivir en paz y que hoy, nuevamente, enfrentan una guerra en su región.
Reconstruyendo la vida después de la guerra
Ziad Al-Assafien tiene 50 años, una esposa y una hija de once años. Durante más de 17 años trabajó en su taller de fabricación de piezas de plástico. Le iba bien hasta que estalló la guerra y sus productos comenzaron a ser de segunda necesidad. Ziad no pudo seguir pagando el arriendo de su casa y ahora vive en su taller, en un subterráneo sin ventilación en un edificio de Damasco.
Fue ahí donde nos recibió, con alegría y agradecimiento. Nos contó que su sueño era mejorar su calidad de vida y fue entonces cuando alguien le habló del Centro de la Esperanza, una organización formada por laicos bajo el patrocinio de la Iglesia, que busca proporcionar financiamiento a las personas necesitadas para iniciar su propio microproyecto o apoyar su trabajo actual, de manera que puedan generar ingresos suficientes para sus familias. “Postulé pero nunca pensé que me iban a dar dinero para comprar las máquinas que necesito para trabajar”, nos dijo con una risa contagiosa, y agregó: “Gracias por creer en mí”. A cada una de las tres personas que fuimos a visitarlo nos regaló una pulsera de plástico, hecha por él, con la imagen de San Charbel, un santo libanés muy venerado en Siria. “Para que los cuide”, nos dijo al despedirse.
El programa de microcréditos está diseñado para acompañar a los beneficiarios en todas y cada una de las etapas del procedimiento para garantizar que establezcan el proyecto de una manera que mejore su calidad de vida, generando ingresos dignos y creando un medio de vida sostenible. El monto máximo que se otorga a una persona son 5.000 dólares. En Damasco, 250 personas se han beneficiado con esta iniciativa desde que comenzó en 2018.
Uno de ellos es Pier Haddad, un hombre enamorado de la música desde su infancia. Vivía con su familia en una modesta casa en Damasco, pero durante la guerra sus padres murieron y sus hermanos se fueron de Siria. Él decidió quedarse y transformar su casa en un centro de música para los niños vulnerables del área, a quienes enseña piano y violín. Para poder mantenerse, ya que las clases son gratis, decidió pedir un microcrédito para tener su propio estudio de grabación. Así puede recibir ingresos y al mismo tiempo continuar enseñando música, para cumplir su sueño de grabar cantos para las iglesias. Nos dijo convencido: “La bondad es la única inversión que nunca falla”.
Luego de conocer estos testimonios, quedamos convencidos de que ésta es una solución para ayudar a que los cristianos todavía presentes en el país se queden. De hecho, nos contaban que quienes quieren quedarse en Siria son aquellos que dirigen un pequeño negocio del que están orgullosos.
Además, este proyecto ayuda a los beneficiarios a fortalecer sus vínculos con la Iglesia y a profundizar su sentimiento de que no están solos a la hora de afrontar las dificultades de ganarse la vida dignamente: la Iglesia está ahí para ayudarlos.
Una ayuda de primera necesidad
Entre 2011 y 2022, ACN financió 1.271 proyectos para aliviar el sufrimiento de la población en Siria, especialmente el de la minoría cristiana que atraviesa grandes dificultades y está amenazada de extinción. Más de doce años después del inicio del conflicto, nuestra ayuda sigue siendo principalmente ayuda de emergencia. La mayoría de los proyectos se destinan a asistencia médica, vivienda, paquetes de alimentos y necesidades médicas, becas de estudio, ropa y mochilas escolares, así como leche para bebés y niños pequeños, y microcréditos para que los jefes de familia puedan mantener a los suyos con un mínimo de dignidad.
Gracias a esto, la Iglesia puede ayudar a los sirios a sobrevivir, pero también a reconstruir sus vidas con dignidad, en lugar de verse obligados a unirse al flujo de refugiados.
Para conocer más sobre esta labor de asistencia y cómo sumarse a la causa, visite www.acn-chile.org