Cada 9 de abril se recuerda la partida del Cardenal Raúl Silva Henríquez (1907-1999). Sus 92 años en la tierra significaron una vida larga y plenamente vivida con los sabores y sinsabores que el recorrido de la existencia humana reserva.
Mucho se ha escrito sobre su figura, cuyo recuerdo permanece aún vivo de una manera singular entre quienes lo conocieron y lo trataron personalmente. Hay también un sitio web, que permite apreciar en forma rápida aspectos de su vida y de sus escritos, homilías y entrevistas.
En esta oportunidad dejo de lado los archivos históricos y voy a reconstruir en mi memoria un encuentro en Punta de Tralca, el domingo 3 de noviembre de 1991. Me tocó acompañar a dos senadores del Parlamento italiano, Vittorino Colombo, por primera vez en Chile (hoy Colombo es Venerable con un proceso de beatificación abierto en la Curia de Milán) y Gilberto Bonalumi, quien aún sigue la realidad chilena de una manera activa y cuya relación con el país y el cardenal Silva remonta a mediados de los años ‘60 cuando con la cooperación italiana se dio comienzo a un período de intercambios políticos, económicos y culturales de Italia con Chile. La Pastoral Social de la Iglesia Chilena en aquello años fue sujeto de varios de esos proyectos.
Vamos a ese domingo de noviembre con su calidez y la alegría de la primavera de la zona central chilena. Salimos de Santiago a las 9 de la mañana desde el Hotel Carrera de la época, donde pasamos a buscar al senador Colombo. Este, al subirse al auto, contó que había dado vueltas por varias iglesias del centro con la intención de asistir a misa, pero que entre las siete y las ocho de la mañana no encontró ninguna. Le manifesté que, al mediodía en nuestro lugar de destino, Punta de Tralca, por lo general había una misa. Los celulares prácticamente no existían en aquel entonces, no era posible confirmar.
Confianza y reciprocidad al estilo de Don Bosco
Al llegar al centro de retiro después de una visita a la casa-museo de Pablo Neruda en Isla Negra, efectivamente encontramos que el mismo Cardenal comenzaba la celebración con los feligreses del lugar y la presencia de un buen grupo de muchachos de los hogares de acogida de la Aldea SOS, una iniciativa del mismo Cardenal Silva ya en el camino del “atardecer de su vida”. Mi primer recuerdo de ese día va a la homilía del Cardenal, quien con sus comentarios del evangelio del Mandamiento Nuevo y dirigiéndose a esos preadolescentes con un lenguaje muy claro y directo, logró mantener viva la atención de ellos. No cabía la menor duda que su pedagogía era muy al estilo de Don Bosco cuando provocaba confianza y reciprocidad a su alrededor.
Recuerdo especialmente el ejemplo de la cuenta corriente: que para girar dinero hay que tener en el banco los fondos necesarios. El ejemplo aún me resuena al oído mientras redacto este texto: para dar hay que tener. Esa manera tan directa y sencilla para hacerse comprender por quienes provenían de tristes situaciones de abandono daba la certeza que los traumas y las deficiencias afectivas de la niñez, se pueden ir recuperando, haciendo crecer la capacidad de amar.
El tener para dar, el hacerse cargo de los que no tienen –en la experiencia de monseñor Silva– trascienden el ejercicio cotidiano de la Caridad Cristiana y obligan a desarrollar organizaciones que sean capaces de dar respuestas a los problemas que genera aquella pobreza del descarte, cuando esta afecta a comunidades y asume las dimensiones de verdaderos fenómenos sociales de marginación.
La puesta en marcha de la Caritas Chilena de la cual fue presidente en los años 50 cuando aún no era obispo, merece ser profundizada por la trascendencia que tuvo en aquel tiempo en proveer y educar a los niños a tomar la leche en su alimentación. Esa iniciativa que lleva su sello debe haberse inspirado en el que será su lema episcopal: La caridad de Cristo nos apremia (2Cor 5,14).
Un almuerzo con temas variados
Ahora vamos al encuentro: fue un almuerzo preparado con atenciones y detalles por parte del personal de la casa. La entrada dejaba apreciar la sencillez y austeridad del lugar, con una vista a ese mar siempre danzante y el espectáculo de las olas culminando su baile contra las grandes rocas que rodean ese cobijado rincón de playa. El canto de las aves que vuelan de un lado a otro es señal de acogida y de permanente vitalidad ofreciendo una atmósfera única e inspiradora.
De aquella conversación recuerdo algunos pasajes claves que trataré de reproducir como se dieron y por el efecto que tuvieron en mí también para aprender algo más de la idiosincrasia de Chile, país al cual había llegado hace pocos años.
Una transición ejemplar
El primero fue el tema de la transición a la democracia en Chile, remarcándose la dimensión pacífica y colaborativa que se había logrado desde la visita a Chile de Juan Pablo II en abril de 1987. La consolidación interna del proceso democrático compatible con la apertura internacional y con el crecimiento económico que venía repitiéndose año tras año, fueron consideradas buenas premisas para colocar a Chile internacionalmente como ejemplo en América Latina del camino al desarrollo, que al comienzo de la década de los ‘90 era el sueño en nuestra región.
Vistas hacia la playa desde la casa de retiro de Punta de Tralca
Diplomacia y política para construir la paz y sostenidas por la fe
Otro momento que llega a mi memoria, más aún hoy por la sensibilidad que todos tenemos hoy, fue el tema de la paz cuando se recordó la mediación de la Santa Sede para resolver con la vecina Argentina el diferendo austral. La guerra parecía ya a las puertas en 1978, cuando prelados chilenos y argentinos de común acuerdo solicitaron al Santo Padre que llevará adelante una mediación entre ambos países hermanos. La Iglesia, comentaba el cardenal, no podía permitirse una guerra fratricida en que solo habría perdedores. La intervención y las acciones de la Iglesia Católica, tanto chilena como argentina, deberían hoy estudiarse para tener a la vista el método y caminos de entendimientos que se lograron. Una experiencia que se suma al conflicto bélico que se evitó en 1904 y terminó con la construcción en la Cordillera de los Andes del imponente Cristo Redentor con el bronce fundido de los cañones de guerra.
En ese encuentro, el senador Colombo se refirió a su experiencia en los años ‘70 cuando integró la delegación italiana que hizo los primeros contactos para establecer relaciones más directas de Italia con China, que en aquellos años estaba empeñada en su revolución cultural con Mao Tse Tung. Contó que, más allá del rigor de la política y de la diplomacia en esas oportunidades, se alimentaba con la esperanza puesta en las manos de la Virgen de la antigua Catedral Católica (1605) de Pekín, justamente dedicada a María Inmaculada y que él visitaba antes de la reunión.
Con los presidentes de Chile y con Neruda
Tal vez habrá sido la sintonía común por las experiencias de caminos de paz de los presentes, basadas en una profunda fe cristiana, la que amplió la conversación al terminar el almuerzo y se trasladó al sector del living para el café y el bajativo. Fue allí donde el senador Colombo, apoyado también por su colega Bonalumi, le preguntó al Cardenal si era posible una referencia a la relación personal que había tenido con tres importantes personajes de la historia del país: Salvador Allende, Augusto Pinochet y el poeta Premio Nobel de la Paz, Pablo Neruda, del cual en Italia se conocía mucho por el año en que vivió allí en la Isla de Capri, en 1952. Transmito aquí mis recuerdos y sensaciones de aquel momento.
Con el presidente Allende, que fue el tercer presidente (1970-1973) con quién le tocó relacionarse en su calidad de arzobispo de Santiago (1961-1983), sus apreciaciones pueden resumirse en la preocupación que le manifestó al gobernante en más de una oportunidad, subrayando que la buena voluntad no es suficiente para gobernar cuando esta no llega a hacerse cargo de una manera realista de los problemas de la gente. Si bien hizo referencia a su elección de manera democrática, también manifestó que le hacía presente que la armonía que había que cuidar hacia todos los sectores era un bien común de todo el pueblo de Chile. En el tono de su voz muy marcada se captaba que los problemas reales del país fueron una pasión y una preocupación siempre presente a lo largo de su ministerio como pastor y con la misma fuerza los manifestó a los cuatro gobernantes con los cuales le tocó interactuar en sus 22 años como arzobispo de Santiago.
Cuando se refirió al general Pinochet, el tono reveló los largos años y las múltiples circunstancias en que tuvieron que confrontarse (1973-1983). La mirada de sus ojos no escondía tensiones y desencuentros y, sin embargo, con la mano izquierda (con la derecha acomodaba de vez en cuando el poncho que cubría sus piernas, sentado en un sillón) daba fuerza a la expresión con que sintetizó esta relación: siempre fuimos claros y sinceros en las cosas que nos decíamos.
El tono cambió con Neruda, con el cual por años había compartido la vista del mismo mar: uno desde Punta de Tralca y el otro desde Isla Negra. A lo mejor en algún paseo por la playa se habrán encontrado y algo se habrán dicho. El mar debe haber inspirado a ambos en los caminos distintos y en sus concepciones de vida. En esta oportunidad solo hizo referencia a un momento de encuentro durante la enfermedad final del poeta sin dar detalles de lo que fue. Solo recuerdo el alma del pastor con una voz que parecía revestida de la solemnidad de una liturgia que comenzaba, cuando hizo traslucir que en los momentos finales también el poeta pudo abrirse al rincón de lo sobrenatural que Dios reserva a todos.
Un nuevo 9 de abril: rescatar “el Alma de Chile”
Hoy llega un nueve de abril que invita a recordar las huellas de quien amó a su pueblo asumiendo en carne propia las alegrías y los dolores, y con esto fue compañero de ruta de los vertiginosos cambios que la sociedad chilena vivió en aquellos años con el crecimiento de la población y los comienzos de la modernización, sin perder la esencia de su historia y que él había visualizado proféticamente en el Te Deum del 18 de septiembre de 1974, en la Catedral Metropolitana. Abordando la relación entre la Iglesia y la Patria y escudriñando en un sentido más amplio que el de nación, el Cardenal configura la Patria como el lugar del alma y del encuentro de los que habitan en un mismo territorio. En “el Alma de Chile” –como el mismo la definirá– se encontraba la diversidad, la historia y el reencuentro en la democracia de todos los habitantes con la Iglesia, que por su misión tiene la tarea de construir la fraternidad con la cual se hace efectiva y eficaz la solidaridad como respuesta a los problemas no solo de la pobreza material sino de la convivencia civil.
En una de sus alocuciones durante el Concilio Ecuménico Vaticano II en forma de apuntes y fragmentos así anotaba: Esta me parece que es la cosa más grande e importante, dar importancia a la persona humana que es dar relevancia a la personalidad el hombre (“El Concilio Ecuménico, 50 años después”, publicación conjunta UCSH y Fundación Cardenal Raúl Silva Henríquez, Santiago 2012).
Un mensaje que sigue siendo profundamente humano y al mismo tiempo espiritual; y, por eso, una respuesta al sentido de la existencia cuando esta busca un rumbo.