Al momento de su expulsión, la labor espiritual de los padres jesuitas realizada por cerca de dos siglos en la América española se vio interrumpida drásticamente. La pragmática de Carlos III de España fue ejecutada con rigor y las misiones, colegios y casas de ejercicios espirituales quedaron desiertas y silenciadas. Sin embargo, la Beata María Antonia de San José, convencida de la enorme carencia que significó tal expulsión, utilizó la limitada libertad que se le daba a la mujer en aquella época para que se continuaran impartiendo los Ejercicios Espirituales Ignacianos en distintas zonas de Argentina, manteniendo vivo el espíritu de los jesuitas en las cuatro décadas de ausencia.

Humanitas 2024, CVI, págs. 120 - 126

De la infancia de María Antonia de Paz y Figueroa se sabe poco. Nació en 1730 en una antigua encomienda indígena en la norteña provincia de Santiago del Estero, la ciudad más antigua de Argentina que pertenecía entonces a la gobernación de Tucumán del Virreinato del Perú (hasta 1776 en que pasó a formar parte del Virreinato del Río de la Plata). Pertenecía a una familia acomodada y a los 15 años hizo votos informales de pobreza y castidad y se convirtió en una “Beata”[1] de la Compañía de Jesús, un destino que no estaba previsto para su clase social.[2] En Santiago del Estero los jesuitas tenían un inmenso prestigio, poseían estancias donde había asentamientos indígenas y en la ciudad habían construido una iglesia, una capilla, una escuela y una casa de retiros, donde vivió María Antonia durante 15 años y donde pudo colaborar con la administración de los Ejercicios Espirituales Ignacianos y conocer de cerca los métodos utilizados por los padres. Se destaca de aquel período su trabajo junto al padre Gaspar Juárez a quien ayudaba en la instrucción de menores y en el cuidado de personas enfermas al tiempo que él la instruía en la espiritualidad de la Compañía y la protegía.[3]

María Antonia tenía alrededor de 37 años cuando en abril de 1767 Carlos III de España emitió la cédula real conocida como “Pragmática”, donde ordenaba la expulsión de los jesuitas de todos los dominios españoles. La cédula fue implementada de manera rápida y eficiente. Los jesuitas fueron arrestados, sus bienes fueron confiscados y fueron obligados a abandonar los territorios coloniales. Mientras para la corona aquel decreto significaba un paso fundamental en la implementación de su política regalista hacia la Iglesia, ayudándola a superar su marginalización en el ámbito europeo; para los jesuitas el decreto significó su expatriación. Los 455 jesuitas de la provincia del Río de la Plata debieron buscar refugio en los Estados Pontificios y se vieron obligados a rehacer sus vidas en medio del desprestigio, la calumnia y la incertidumbre.

La angustia y el dolor que significó la expulsión de los jesuitas acompañó a María Antonia toda su vida, a la vez que la impulsó a remediar el vacío que dejó su ausencia dedicándose, desde el mismo año de su expulsión, a organizar la impartición de los ejercicios en su ciudad natal, Santiago del Estero, y en dos pequeños pueblos vecinos, donde permaneció por seis años. Dos frailes mercedarios estuvieron a cargo de la predicación. [4]

En 1771, al llegar un nuevo prelado a la diócesis de Tucumán, María Antonia solicitó permiso para continuar su trabajo en nuevas áreas, dirigiéndose al norte. Desde ese momento se convertiría en peregrina, llevando consigo la cruz de madera que habían utilizado los jesuitas para visitar a los enfermos y confesar, una imagen de Nuestra Señora de los Dolores y un manto jesuita que uno de los sacerdotes le había regalado en el momento de la expulsión.

Dos objetivos habría perseguido con su labor, uno explícito y otro privado. El primero, que expresó repetidamente, era “alcanzar la mayor gloria de Dios y los bienes de las almas”[5], y el otro, revelado en su correspondencia con el padre Gaspar Juárez y con Ambrosio Funes, un conocido residente de la ciudad de Córdoba y ex alumno del padre Juárez, a quienes parece haber expresado sus preocupaciones más íntimas, era el restablecimiento de la orden. Quería ver a los jesuitas “restaurados en honor y júbilo”[6] y “con sus propias sotanas”[7].

El obispo le dio permiso para organizar la impartición de los Ejercicios Espirituales y pedir limosna públicamente. Durante dos años viajó por las regiones norte y central del actual territorio argentino, organizó Ejercicios Espirituales en las ciudades de Tucumán, Salta, Valle de Catamarca y La Rioja. Entre 1777 y 1778 vivió en Córdoba, donde los padres jesuitas habían fundado el Colegio Monserrat y la primera universidad de la región, y allí trabó amistad con Ambrosio Funes y, a través de él, con los cordobeses y otras ciudades del virreinato. Pasó a formar parte de una red transatlántica con que mantuvo una activa correspondencia durante más de veinte años, tiempo durante el cual los miembros intercambiaron palabras de cariño, ayuda espiritual, dinero, oro, indulgencias, imágenes devocionales, informes de los nuevos itinerarios de algunos de los miembros, historias y explicaciones de lo que estaba sucediendo tanto en Europa (Revolución Francesa y Sínodo de la Pistoya, el que amenazó la autoridad papal) y en América (implementación de las reformas borbónicas).

En septiembre de 1779 María Antonia de San José llegó a Buenos Aires, ciudad que estaba experimentando un crecimiento físico, demográfico, económico y político sin precedentes, al convertirse en la capital del nuevo Virreinato de la Plata. Su adaptación fue larga y difícil. Ella y su grupo de compañeras fueron insultadas, apedreadas y acusadas de brujería. El virrey Juan José de Vértiz rechazó su solicitud de permiso para organizar la impartición de los Ejercicios Espirituales, pues percibió correctamente que lo que ella proponía “olía a jesuitismo”[8].

Poco después de la llegada de María Antonia, asumió como nuevo obispo el franciscano Sebastián Malvar quien, aunque al principio rechazó junto con el virrey la solicitud de María Antonia, al cabo de un año se convirtió en su aliado más cercano. Le concedió permiso para realizar su trabajo, compartió comidas con los ejercitantes, se puso a su disposición, le ofreció ayuda económica e incluso le pidió consejo y apoyo.[9] Tras aquel apoyo, los frutos no tardaron en llegar:

Cuatro años después de la llegada de María Antonia a Buenos Aires, unas 25.000 personas habían realizado los Ejercicios Espirituales en las dos casas que ella había alquilado al efecto, una cifra nunca alcanzada en la ciudad durante el período jesuita. Para realizar su deseo, tuvo que elegir un lugar apropiado, encontrar sacerdotes que predicaran los Ejercicios Espirituales y pedir limosna en la ciudad y en las zonas rurales, ya que los participantes en el retiro no estaban obligados a pagar ninguna tarifa. y los ingresos de las estancias que habían sustentado los ejercicios ya no estaban disponibles. También tuvo que hacer reiterados pedidos para que se agilizaran los trámites en Europa: la petición de favor de la Santa Sede debía presentarse a través del padre Juárez al Cabildo de Indias; que se concedan indulgencias a los ejercitantes; y que se le permita nombrar tanto a su propia sucesora como al director de la casa de retiro.[10]

En 1792, tras comprar unos terrenos, María Antonia solicitó permiso para construir la Casa de Ejercicios Espirituales, la que contemplaba un ambicioso plan. Las autoridades, aunque aceptaron su plan, también pusieron objeciones y especificaron que se debían cumplir ciertos requisitos: no se podía construir una iglesia pública y la nueva Casa también tendría que servir como centro de detención para mujeres enviadas por jueces eclesiásticos y civiles. En el plano financiero las autoridades insistieron en que algunos edificios debían diseñarse para generar ingresos y prometieron recaudar 70.000 pesos, a los que se sumarían 18.000 pesos ofrecidos por Monseñor Malvar. Aquel dinero nunca llegó y la casa se construyó enteramente con el aporte caritativo del pueblo.

Su sentido de misión era inagotable. Además de los retiros, organizaba procesiones callejeras, misas en honor a san José y san Ignacio, obtuvo indulgencias de los obispos de Buenos Aires y de la Santa Sede para los pobres, para los bienhechores, para quienes celebraban las fiestas de la Santísima Virgen y para los participantes de los retiros. En una época en que las clases sociales no se mezclaban, Mama Antula consiguió que a los Ejercicios Espirituales acudiera gente del campo y de la ciudad, hombres y mujeres, españoles, mestizos, indígenas y afroamericanos, personas de todos los segmentos sociales, sacerdotes y aspirantes al sacerdocio, todos conviviendo sin distinción ni separación. A su vez, María Antonia aseguraba que ninguno pagara ningún céntimo y que allí recibieran comida buena y abundante, hasta el punto de que siempre sobraba y podía compartirla con mendigos y prisioneros. Por la casa de ejercicios espirituales pasaron también figuras cruciales de la independencia argentina, como Manuel Belgrano, Miguel de Azcuénaga, Cornelio Saavedra y el Virrey Santiago de Liniers,[11] situándose allí uno de los espacios del nacimiento de la Argentina, donde se intercambiaban libremente ideas emancipadoras y se doblegaba la autoridad real.[12]

El éxito de la obra de María Antonia se debió principalmente a la confianza que depositaba en ella un pueblo que la consideraba oráculo y mediadora de gracias divinas. A ella acudían jueces y altos prelados para consultarla, y ante enfermedades o dificultades el pueblo pedía su intercesión para que obrara algún milagro. De ser una beata subordinada a las tareas domésticas al servicio de una orden masculina, pasó a asumir un liderazgo inimaginable para la mujer de aquella época, considerándose a sí misma heredera de la orden y sirviendo muchas veces de sostén espiritual y anímico para aquellos que desde el exilio admiraban sus logros. De ella escribiría el sacerdote jesuita e historiador Guillermo Furlong:

Le cabe al Padre Juárez la altísima gloria de haber sido mentor de aquella mujer santiagueña que rivaliza con la santa avileña (N de R: Santa Teresa de Ávila) en cuanto a sus virtudes, y a la que supera en lo andariega, y a la que está a la par en el admirable don persuasivo con que doblegó las frentes más reacias y brujuleó las voluntades más obstinadas. Sin duda alguna, María Antonia de la Paz y Figueroa es una de las figuras femeninas más extraordinarias en la historia universal, y fue Gaspar Juárez quien templó esa alma y contribuyó a la que fue: una Teresa de Jesús de subido tono criollo. [13]

María Antonia murió en su casa de retiro en Buenos Aires el 7 de marzo de 1799, dejando plasmado un sello identitario que forjaría la espiritualidad argentina. Quince años después tuvo lugar la restauración de los jesuitas quienes volvieron al Río de la Plata en 1836. A su llegada no quedaba nada de sus estancias ni de sus misiones, pero su espiritualidad había sobrevivido gracias a una pequeña Beata que descalza había peregrinado 4.000 kilómetros desde Santiago del Estero organizando Ejercicios Espirituales.

En el año 2016 se le reconoció el primer milagro, la sanación en 1900 de una religiosa del instituto de las Hijas del Divino Salvador, congregación fundada por María Antonia. El segundo milagro que se le atribuye es la curación de un hombre en Santa Fe, Argentina, quien tenía un pronóstico poco alentador debido a lesiones cerebrales irreparables.


Notas

[1] Este apodo se le daba a aquellas mujeres que, tras realizar votos privados, vestían la sotana de la Compañía y servían piadosamente a los padres jesuitas.
[2] Al hacer sus votos María Antonia quedó solo con su nombre de pila y le agregó el apellido “De San José”. Hoy es conocida como “Mama Antula”, diminutivo de “Mamá Antonia” en quechua.
[3] Fernández Arrillaga, Inmaculada; “Mamá Antula: la beata de los ejercicios espirituales desde la mirada de los jesuitas desterrados”. SCRIPTA. Revista Internacional de Literatura i Cultura Medieval i Moderna n. 8, 2016, pp. 257-267.
[4] Fraschina, Alicia; “A Jesuit Beata at the Time of the Supression in the Viceroyalty of Río de la Plata: María Antonia de Paz y Figueroa, 1730-1799”. En J. W. O`Malley, G. A. Bailey, S. J. Harris, & T. F. Jennedy (Eds.), The Jesuits II. Cultures, Sciences, and the Arts 1540-1773. University of Toronto Press, Toronto, 2006.
[5] Solicitud que dirigió María Antonia de San José al Ilustrísimo Señor Malvar, obispo de Buenos Aires, 1787. En: Ibid.
[6] Carta de Ambrosio Funes al Padre Toro, fraile Mercedario, octubre de 1783. En: Ibid.
[7] Carta de María Antonia a Ambrosio Funes. En: Ibid.
[8] Carta de un Ilustre Caballero Americano, natural de Córdoba del Tucumán a un sujeto residente en Roma. Córdoba, 7 de octubre de 1784 (versión de Juárez de una carta enviada a él por Ambrosio Funes). En: Ibid.
[9] Ibid.
[10] Ibid. Traducción propia.
[11] En: www.mamaantula.com, web de los familiares y devotos de la primera santa argentina.
[12] Cf. Cabrera, Ana María; Mama Antula. La vida de la mujer que fundó la espiritualidad en la Argentina. Sudamericana, 2017.
[13] Cabrera, Ana María; Op. cit. En: mamaantula.com, web de los familiares y devotos de la primera santa argentina.

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