El pasado 29 de junio de 2022, día en que se celebra a los apóstoles Pedro y Pablo, Francisco publicó Desiderio desideravi, una Carta Apostólica al Pueblo de Dios sobre la liturgia, para recordar el sentido profundo de la celebración eucarística surgida del Concilio e invitar a la formación litúrgica. El autor realiza una lectura comprensiva de la Carta, dando cuenta de su sentido, importancia y novedad.
Imagen de portada: "Adoración de la Sagrada Forma por Carlos II" por Claudio Coello, 1685-1690 (En Museo del Prado).
Humanitas 2022, CI, págs. 578 - 595
En julio de 1969 yo tenía diez años, vivía en el campo, y en esos días no se escuchaba hablar de otra cosa que de la próxima llegada del hombre a la Luna. Recuerdo las palabras, entre alegres y tristes, del locutor de una radio rural. Por una parte, celebraba la hazaña que estaba a punto de producirse. Por otra, se lamentaba porque “la luna ya nunca más iba a ser lo que era”: estaba destinada a perder su carácter romántico. En esa época yo no sabía nada de Max Weber ni de su idea de que la Modernidad se caracterizaba por el “desencantamiento del mundo”[1]. El avance de la ciencia y la tecnología hacía que ahora la luna de los enamorados no fuese más que un conjunto de rocas que brillaba merced a ciertos procesos lumínicos. El sociólogo alemán atribuía al cristianismo un papel decisivo en este proceso. En efecto, en el mundo pagano, los bosques, los ríos y los volcanes tenían su propia divinidad. Los incas adoraban al sol y a la luna. La fe cristiana, en cambio, al proclamar un Dios único y trascendente, había expulsado a los dioses del mundo que nos rodea.
El culto que llevan a cabo judíos y cristianos no está destinado a controlar u obtener el favor de la divinidad, sino simplemente a manifestar su gloria: adorar, dar gracias, implorar dones y pedir perdón por nuestros pecados.
Ciertamente hay mucho de verdad en las afirmaciones de Weber. A primera vista es maravilloso pensar que en el arroyo vive una ninfa y en lo hondo de un valle un centauro, o que unas sirenas nos esperan en las profundidades marinas. Sin embargo, todo esto tiene un problema insoluble: es falso. Ahora bien, eso no significa que sea absolutamente falso. Chesterton habló muchas veces del carácter sacramental del mundo que nos rodea. Las cosas que vemos nos llevan más allá de ellas, hablan de Alguien. Y miles de años antes que él tanto los Salmos como el Libro de la Sabiduría y la Biblia entera nos decían lo mismo.
No se trata simplemente, entonces, de que el cristianismo haya desencantado el mundo, ya que, en compensación, le ha reconocido su carácter simbólico. No hay un dios que habite en el lago, sino que el lago nos habla de Dios. La diferencia es importante, entre otras cosas, por la forma de entender el culto, esa práctica que la humanidad ha mantenido por milenios y que solo los hombres de nuestro tiempo parece que han olvidado. El culto que llevan a cabo judíos y cristianos no está destinado a controlar u obtener el favor de la divinidad, sino simplemente a manifestar su gloria: adorar, dar gracias, implorar dones y pedir perdón por nuestros pecados, decían de manera pedagógica los antiguos catecismos. En este sentido, el culto no es una actividad útil, orientada a producir determinados resultados verificables, y precisamente por eso resulta difícil de comprender para mentes marcadas por el pragmatismo, como es el caso de nuestros contemporáneos.
En las últimas décadas han tenido lugar encendidas discusiones en el campo de la Iglesia Católica a propósito de la liturgia, es decir, de la forma de rendir culto a Dios. Para muchos resulta incomprensible que se hable siquiera de estas cosas. No me refiero solo a los no creyentes, sino también a católicos. Podríamos preguntarnos, con ellos, ¿no es otro el tema de las bienaventuranzas? ¿No ha llegado la hora en que los verdaderos creyentes adorarán “en espíritu y en verdad”[2]? No se dirigen a esas personas estas páginas, sino a creyentes que piensan que los primeros cristianos, ya desde la época apostólica, no estaban equivocados cuando se reunían –a veces en circunstancias externas muy adversas– para realizar juntos determinados actos de culto, para seguir el mandato de Jesús en orden a hacer “esto en memoria mía”[3]. Es más, se dirigen a quienes, de acuerdo con el Concilio Vaticano II, reconocen en la liturgia “la cumbre a la cual tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza”[4].
Si toda la actividad de la Iglesia tiene un carácter litúrgico, si ella sirve como punto de orientación, entonces la liturgia debería ser un campo de unidad. Sabemos que no ha sido así en el último medio siglo. Ahora bien, las discusiones sobre la liturgia despiertan muchas veces fuertes pasiones, pero esas mismas divergencias muestran una coincidencia fundamental: las diversas partes en disputa son conscientes de que aquí están en juego cosas importantes. Sin ese acuerdo, las disensiones perderían todo dramatismo.
“Primera misa en Chile” por Pedro León Maximiliano María Subercaseaux, 1904 (Óleo sobre lienzo, en Museo Histórico Nacional).
Un nuevo documento papal
Si estamos en presencia de un tema importante, no nos puede extrañar, entonces, que el Papa Francisco haya publicado en el último año dos documentos sobre el tema; el más reciente, Desiderio desideravi, en una fecha particularmente simbólica, el pasado 29 de junio, día en que se celebra a los apóstoles Pedro y Pablo, dos figuras que representan, a la vez, la unidad y diversidad que existe en la Iglesia desde los comienzos. En Traditionis custodes (16.6.2021) derogó las disposiciones de sus dos predecesores, que habían dado permisos crecientemente más amplios para celebrar la Misa de acuerdo con el misal de 1962, es decir, anterior a la reforma litúrgica promovida por Sacrosanctum Concilium (1963), el primer documento aprobado por el Concilio Vaticano II[5]. Benedicto XVI habló de un “modo ordinario” (de acuerdo con el misal de 1970) y un “modo extraordinario” (según el misal de 1962) de llevar a cabo la principal celebración litúrgica que conoce la Iglesia, la Misa, y señaló que ellos podían enriquecerse recíprocamente.[6] Sin embargo, después de consultar al episcopado mundial, el Papa Francisco decidió restringir drásticamente esa posibilidad, que ahora requerirá un permiso especial de los obispos. La razón estriba en que el propósito de sus predecesores en orden a que esas autorizaciones iban a promover una mayor unidad en la Iglesia no se había cumplido. Muchas personas aprovecharon esa licencia para cuestionar la reforma conciliar y para contraponer lo que llaman “la Misa de siempre” a la que se celebra de acuerdo con el misal aprobado por Pablo VI, lo que supone una grave lesión a la unidad, que el Papa quiso atajar. Esta decisión ha estado acompañada de muchas y dolorosas polémicas.
La pregunta que surge inevitablemente es cómo leer estos documentos, particularmente el último de ellos, donde el Papa habla de muchos temas importantes y es posible que a bastantes personas no les quede claro hacia dónde apunta. Quizá esta sea la razón por la que Desiderio desideravi no haya recibido la misma atención que el documento anterior. En lo que sigue, intentaré mostrar la forma en que me parece que debe ser interpretado. Naturalmente puedo estar equivocado y en ese caso otras personas me podrán corregir e ilustrar mejor a los lectores.
Una necesaria actitud
Antes de exponer el contenido de este reciente documento, pienso que deberíamos preguntarnos con qué actitud hemos de acercarnos al tema de la liturgia. Me parece que parte de la acritud de las polémicas que hemos presenciado se explica porque no se ha reparado lo suficiente en este asunto. La respuesta está en la liturgia por excelencia, la Misa. ¿Cómo nos introducimos a ella? Lo sabemos, pero quizá no lo hemos tomado en serio. Partimos diciendo: “he pecado mucho”; “por mi grandísima culpa”. Estas no son unas palabras de cortesía que se pronuncian al comienzo de una reunión social, sino verdades imprescindibles para participar en ella y entender todo lo que a ella se refiere, incluida la forma de celebrarla.
Si lo anterior es verdad, entonces podemos recordar que los cristianos tenemos muchos motivos para la penitencia. No en vano nuestro Redentor comenzó su predicación con un llamado muy claro: “convertíos”[7]. Ahora bien, mientras en la Última Cena Jesús pide al Padre que sus discípulos “sean uno como Tú, Padre, en mí, y Yo en ti”[8], nosotros estamos divididos en muchas materias importantes, incluida entre otras la comprensión misma de qué hizo Jesús en esa ocasión. ¿No refleja esta penosa paradoja que algo anda mal? ¿No será que nos han faltado ciertas disposiciones básicas y nuestras desavenencias derivan de que hemos entrado en terreno santo sin la preparación adecuada? Cabe, entonces, que nuestros actuales problemas en esta y en otras materias que afectan la vida de la Iglesia deriven de allí.
El verdadero protagonista
Me parece que la idea que subyace a Desiderio desideravi se puede expresar muy brevemente: el protagonista de la liturgia es Jesús. Ahora bien, ese protagonismo resulta ocultado por los clérigos que, de maneras más o menos sutiles, se ponen ellos mismos en el centro de la celebración. Este descentramiento se puede producir de muchas maneras. Así, a todos nos vienen a la mente las extravagancias de ciertos sacerdotes que, durante las últimas décadas, con el noble deseo de atraer al pueblo, se han dedicado a celebrar “su” Misa. Pero, de manera mucho más refinada, también es posible que alguien se ponga en el centro precisamente porque todo el mundo alaba el cuidado con que se atiene a las rúbricas. En este contexto, pienso que son especialmente desafortunadas las alusiones a “la Misa de siempre”, para referirse a aquella que se celebra según el modo extraordinario. La Misa, si es tal, necesariamente es la de siempre. Quienes así hablan, al poner como modelo privilegiado la forma del misal de 1962, corren el riesgo de dejar sin valor aquello que hicieron Pedro, Pablo y los primeros cristianos, que ciertamente no correspondía a los criterios externos que ponen como piedra de toque de fidelidad a la fe católica.
Se trata, entonces, de rescatar el sentido teológico de la liturgia, como parte de la vida de la Iglesia, de mostrar su belleza, su carácter donal, porque es una acción de Cristo y no una “escenificación” del sacerdote, y hacer presente el valor de los símbolos.
Se trata, entonces, de rescatar el sentido teológico de la liturgia, como parte de la vida de la Iglesia, de mostrar su belleza, su carácter donal, porque es una acción de Cristo y no una “escenificación” del sacerdote, y hacer presente el valor de los símbolos. Esta tarea no resulta fácil, porque “el hombre moderno ha perdido la capacidad de confrontarse con la acción simbólica, que es una característica esencial del acto litúrgico”[9].
"San Felipe Neri en la consagración de la Santa Misa" por Joan Llimona, 1902 (En iglesia de San Felipe Neri, Barcelona).
La liturgia no es nunca un acto privado, no es propia del sacerdote ni de una determinada comunidad, sino siempre una acción de “Cristo-Iglesia”. Es más, ella constituye un antídoto contra la permanente amenaza del individualismo subjetivista y del olvido de la primacía de la gracia en la existencia del cristiano.[10]
La doctrina católica ha afirmado siempre que la Misa es, a la vez, sacrificio de Cristo y una cena en la que Él mismo se nos ofrece. Ambas dimensiones están unidas esencialmente[11]. Esta afirmación es importante, porque en las últimas décadas, quizá como reacción a lo que se consideró un énfasis unilateral en la dimensión de sacrificio, se ha tendido hacia el otro extremo, lo que ha inquietado a no pocos católicos, que piensan que se ha producido una “protestantización” de la liturgia. Este temor no puede apoyarse en los textos del misal de 1970 –aunque en ciertos casos sus traducciones no fueron afortunadas[12]–, pero sí en las malas prácticas que se observan en algunas celebraciones, claramente afectadas por ese subjetivismo que denuncia el Papa.
Tanto la no aceptación del Concilio como su comprensión superficial nos distraen de una cuestión fundamental: la de cómo vivir más plenamente la celebración litúrgica, con el asombro de quien descubre que se encuentra ante una realidad que, aunque está expresada con signos visibles, lo trasciende por completo. Este objetivo exige una formación litúrgica y entender que la liturgia misma tiene una dimensión formativa: la celebración evangeliza.[13]
Por eso resulta necesario que en la preparación de los seminaristas se les muestre cómo las distintas disciplinas teológicas están conectadas con la liturgia.[14] El Papa se detiene en hablar del ars celebrandi: la forma de celebrar no consiste en el mero cumplimiento de ciertas rúbricas ni tampoco en una fantasiosa creatividad.[15] Hasta los silencios y ciertos gestos, como el arrodillarse, desempeñan en ella un papel.[16] Todo eso importa en una religión encarnada, como es la nota distintiva del cristianismo:
…la Liturgia está hecha de cosas que son exactamente lo contrario de abstracciones espirituales: pan, vino, aceite, agua, perfume, fuego, ceniza, piedra, tela, colores, cuerpo, palabras, sonidos, silencios, gestos, espacio, movimiento, acción, orden, tiempo, luz. […] Es toda la creación la que es asumida para ser puesta al servicio del encuentro con el Verbo encarnado, crucificado, muerto, resucitado, ascendido al Padre.[17]
En este campo, recuerda el Papa, la norma está al servicio de la realidad que quiere custodiar.[18] La liturgia nos sumerge en el horno del amor de Dios: cuando se entiende esto se comprende que, si necesitamos un directorio para nuestro comportamiento, “es por la dureza de nuestro corazón. La norma más excelsa y, por tanto, más exigente, es la realidad de la propia celebración eucarística”[19].
El propósito del Concilio
Una pregunta que surge inevitablemente en el lector de Desiderio desideravi es si este documento se limita a repetir, en un contexto más amplio, lo ya expresado en Traditionis custodes y en general en la enseñanza del Magisterio sobre la Eucaristía o si representa en algún punto una cierta novedad. Me parece que hay elementos nuevos, que otorgan especial importancia al reciente documento.
No hay que olvidar que la constitución sobre la liturgia fue la primera que aprobó el Concilio y lo hizo con el asentimiento casi unánime de los obispos participantes.[20] Junto con recoger la enseñanza milenaria de la Iglesia Católica sobre la liturgia, la Sacrosanctum Concilium fue muy clara en señalar la necesidad de reformar la liturgia. El destinatario de esta afirmación conciliar era, evidentemente, el misal de 1962, entonces vigente. En él se advertían algunos problemas que ya habían sido señalados durante largo tiempo por el movimiento litúrgico que comenzó en el siglo XIX[21]. Joseph Ratzinger los ilustra con un ejemplo: “desde el tiempo de León XIII, se recitaba el Rosario en la Misa durante el mes de octubre, y era aún la costumbre cuando yo era joven. La Misa era, pues, en realidad […] un fresco cubierto”[22]. Los fieles estaban vinculados de manera muy indirecta a la celebración eucarística, por lo que se hacía necesaria una reforma cuyas características esenciales fueran, en palabras de Ratzinger, “participación, inteligibilidad, sencillez”[23].
"Misa mayor en una iglesia andaluza" por Joaquín Manuel Fernández Cruzado, 1840 (En Museo de Bellas Artes de Bilbao).
En Desiderio desideravi el Papa saca las conclusiones de esa decisión conciliar: ¿cómo se puede decir que uno es fiel al Concilio si se continúa celebrando la Misa según aquella forma que la primera de sus constituciones quiso expresamente reformar? Las grandes constituciones del Concilio son inseparables, y no tiene sentido quedarse con ciertas partes de ese gran acontecimiento de la Iglesia[24]. En suma: “no podemos volver a esa forma ritual que los Padres Conciliares, cum Petro y sub Petro [con Pedro y bajo Pedro], sintieron la necesidad de reformar, aprobando, bajo la guía del Espíritu y según su conciencia de pastores, los principios de los que nació la reforma”[25].
"Mass in a Connemara Cabin" por Aloysius O'Kelly, 1883.
Quizá se entienda mejor la novedad de este documento si se compara la perspectiva que adopta el Papa Francisco con la que mantuvieron san Juan Pablo II y Benedicto XVI sobre la misma materia. Me parece que ellos, especialmente el último, no tuvieron problemas a la hora de permitir la forma extraordinaria de celebración de la Misa porque, en cierto sentido, la consideraron de una manera semejante a como miramos las otras tradiciones litúrgicas vigentes en la Iglesia, las orientales, por supuesto, pero también otros ritos occidentales de venerable antigüedad, como la liturgia ambrosiana, en Milán, que están plenamente vigentes. Si se considera a la liturgia expresada en el misal de 1962 como una tradición más, aunque sea dentro del Rito Romano, no se presentan grandes problemas en que ambos misales coexistan. Francisco, en cambio, resalta que, como estamos dentro de una misma tradición litúrgica, el Rito Romano, el misal de 1962 fue precisamente el que el Concilio quiso reformar, pues presenta dificultades desde el punto de vista de la lógica conciliar. Por eso, aunque en Traditionis custodes todavía deja espacio a que los obispos, con criterio restrictivo, otorguen permisos para que determinados sacerdotes celebren de acuerdo con las rúbricas del misal de 1962, este nuevo documento deja mucho más claro cuál es la mente del Papa: que quiere ver restablecida esta unidad “en toda la Iglesia de Rito Romano”[26]. Parece claro que según se adopte una u otra perspectiva, las soluciones que se acojan son diferentes, pero el propósito del Concilio respecto de las formas litúrgicas entonces vigentes no admite mayores dudas.
Francisco, en cambio, resalta que, como estamos dentro de una misma tradición litúrgica, el Rito Romano, el misal de 1962 fue precisamente el que el Concilio quiso reformar, pues presenta dificultades desde el punto de vista de la lógica conciliar.
No faltan problemas
No es difícil imaginar que este nuevo texto pontificio recibirá críticas. Tiene, además, una dificultad retórica inevitable, porque se está dirigiendo simultáneamente a auditorios muy distintos, con visiones contrapuestas en muchos casos, y resulta muy difícil hallar un lenguaje común a ambos. En todo caso, deja abiertos ciertos problemas. Veamos algunos de ellos, que no se refieren principalmente a quienes niegan el valor del Concilio, sino a personas que no tienen inconvenientes en adherir a sus documentos y reconocer en ellos la acción del Espíritu en la conducción de la Iglesia.
La primera dificultad que podrían plantear algunos fieles es que ellos están de acuerdo con la Sacrosanctum Concilium y la necesidad de una reforma, pero ven grandes problemas en la forma en que esta reforma se llevó a cabo y su concreción en el misal de 1970, sumada a los abusos prácticos que se han visto por más de medio siglo. El Papa ciertamente se pone en esa hipótesis. Por una parte, en muchos lugares de Desiderio desideravi denuncia esos abusos, la “dejadez banal” en las celebraciones, que roba a la asamblea lo que le corresponde.[27] Por otra, destaca que “los santos Pontífices Pablo VI y Juan Pablo II, al aprobar los libros litúrgicos reformados ex decreto Sacrosancti Oecumenici Vaticani II, garantizaron la fidelidad de la reforma al Concilio”[28]. En otras palabras, el juicio sobre si el nuevo misal responde al propósito del Concilio pertenece, en último término, al Papa. De este modo, esta objeción no debería ser válida para un católico.
"Primera misa en Brasil" por Victor Meirelles, 1860 (Óleo sobre tela, en Museu Nacional de Belas Artes, Rio de Janeiro).
La segunda cuestión delicada no apunta al valor de la reforma litúrgica y su legítima y única expresión en el misal vigente, sino a preguntas de otro tipo: ¿en qué medida los obispos católicos se tomaron completamente en serio lo que el episcopado universal determinó en el Concilio? ¿Cuánto se han esforzado ellos y el resto del pueblo cristiano por vivir la celebración litúrgica según los textos del Vaticano II? Naturalmente no cabe dar respuestas universales. Las situaciones son muy distintas, incluso dentro de un mismo país, pero el hecho mismo de que el Papa tenga que preocuparse especialmente de este tema muestra que hay cosas que no se han hecho bien.
Muchas veces hemos oído en las últimas décadas que la reforma litúrgica ha llevado a perder el “sentido del misterio” en la celebración eucarística. A Francisco no le convence esta expresión:
Cuando digo asombro ante el misterio pascual, no me refiero en absoluto a lo que, me parece, se quiere expresar con la vaga expresión “sentido del misterio”: a veces, entre las supuestas acusaciones contra la reforma litúrgica está la de haberlo –se dice– eliminado de la celebración. El asombro del que hablo no es una especie de desorientación ante una realidad oscura o un rito enigmático, sino que es, por el contrario, admiración ante el hecho de que el plan salvífico de Dios nos haya sido revelado en la Pascua de Jesús (cfr. Ef 1, 3-14), cuya eficacia sigue llegándonos en la celebración de los “misterios”, es decir, de los sacramentos.[29]
En esa línea, el Papa señala que se trata más bien de experimentar un auténtico “asombro” ante lo que tenemos delante y que sería un error creer que por el solo hecho de no entender lo que se celebra garantiza que se haya tomado conciencia de la trascendencia del misterio. “Si el asombro es verdadero, no hay ningún riesgo de que no se perciba la alteridad de la presencia de Dios […]. Si la reforma hubiera eliminado ese ‘sentido del misterio’, más que una acusación sería un mérito. La belleza, como la verdad, siempre genera asombro y, cuando se refiere al misterio de Dios, conduce a la adoración”[30].
Al mismo tiempo, como ha sucedido en muchos otros campos en la milenaria práctica pastoral de la Iglesia, hay que reconocer todo lo que hay de noble y sincero en los anhelos de quienes han expresado su preferencia por esas formas litúrgicas, entre los que no faltan numerosos jóvenes.
Efectivamente, el sentido del misterio, asombro –o como quiera denominarse a esa realidad inefable–, ante un Dios que es cercano y trascendente a la vez, no quedan asegurados por el hecho de que las personas participen en una celebración de la Misa de acuerdo con las rúbricas del misal de 1962. Ahora bien, al mismo tiempo, como ha sucedido en muchos otros campos en la milenaria práctica pastoral de la Iglesia, hay que reconocer todo lo que hay de noble y sincero en los anhelos de quienes han expresado su preferencia por esas formas litúrgicas, entre los que no faltan numerosos jóvenes. Me parece que los obispos tienen una importante tarea por delante: la de dar respuesta a esos anhelos en el marco del misal de Pablo VI. Ninguno de los papas que han participado de la reforma litúrgica ha dado la menor señal en orden a que no pueda celebrarse la Misa utilizando el Canon romano (Plegaria eucarística I) y en latín. El Concilio dice que “En las Misas celebradas con asistencia del pueblo puede darse el lugar debido a la lengua vernácula”, pero en ningún caso establece una prohibición de la lengua latina[31]. Cabe pensar que nos habríamos ahorrado muchos problemas en este campo si en las diversas diócesis fuese muy accesible esta posibilidad, que está en perfecta sintonía con lo dispuesto por el Concilio, y en la práctica no hubiese quedado reservada a quienes quieren celebrar según el misal de 1962.
Con todo, estas no son tareas exclusivas del Papa y los obispos, porque la liturgia es un bien de toda la Iglesia. Así, podemos preguntarnos: ¿cómo podrán los fieles acceder a la belleza del misterio expresado en símbolos si nadie se los explica?[32] Para muchos católicos de nuestro tiempo los símbolos permanecen mudos. La reforma litúrgica hizo un maravilloso esfuerzo por poner las Escrituras al alcance de los fieles. Hoy, con solo escuchar atentamente las lecturas de la Misa podrían adquirir a lo largo del tiempo un panorama de los distintos libros de la Biblia. Sin embargo, eso supone algo tan simple como que los lectores modulen adecuadamente, cosa no muy frecuente. No son simples detalles, sino que muestran la preocupación por conseguir que la reforma litúrgica entregue los frutos que se esperaron de ella. También los demás fieles que participan en la Misa deben prestar su contribución para que se cumplan los anhelos que inspiraron a los padres conciliares. Esto supone atender a los gestos, las respuestas y, en un lugar muy destacado, a los silencios, que son parte importante de la celebración eucarística, como también al empleo de una música apropiada a aquello que se está llevando a cabo, que es una acción sagrada.
"Una misa" por Francisco Cabral Bejarano, 1863 (En Museo del Romanticismo de Madrid).
En este documento del Papa Francisco solo se cita a un autor, además del magisterio eclesiástico, los Padres de la Iglesia y san Francisco: Romano Guardini (1885-1968), uno de los impulsores del movimiento litúrgico que culminó en la Sacrosanctum Concilium. En una obra pequeña y poco conocida, Los signos sagrados, el teólogo alemán dice que sabe muy bien que hay otros que podrían haber escrito ese texto mucho mejor que él: por ejemplo, una madre educada litúrgicamente o un maestro que viviera compenetrado con sus alumnos, que los preparara para celebrar como se debe el domingo, las fiestas y todo el año litúrgico: “Esos tales podrían decir cómo se vivifican los signos sagrados”, porque hablarán de ellos por experiencia propia[33].
"Misa en la Ermita" por José Benlliure Gil, 1932 (En Museo de Bellas Artes, Valencia).
Cabe que gran parte de los malentendidos y ásperas discusiones que hemos conocido a propósito de la liturgia se deban, en el fondo, a que no contamos hoy en la Iglesia con un número suficiente de personas que tengan eso que la tradición tomista llamaba “conocimiento por connaturalidad” de aquello de que se habla.[34] Solo esa familiaridad con los misterios divinos permite un juicio adecuado en estas materias y enseña a descubrir la realidad a la que apuntan los símbolos y toda la belleza que encierran. La tradición de la Iglesia le ha puesto nombre a esa docilidad y agudeza que va más allá de lo que dicen los libros y documentos, no porque los considere superfluos, sino porque permiten penetrar en su sentido más hondo. Se llaman los “dones del Espíritu Santo” y, aunque son un regalo que se recibe con el bautismo, importa mucho querer desarrollarlos, corresponder a ellos. El problema es que se trata de un querer exigente, que supone, entre otras cosas, reconocer que no somos nosotros quienes establecemos el criterio último de juicio de lo que constituye el bien de la Iglesia.
Solo esa familiaridad con los misterios divinos permite un juicio adecuado en estas materias y enseña a descubrir la realidad a la que apuntan los símbolos y toda la belleza que encierran. La tradición de la Iglesia le ha puesto nombre a esa docilidad y agudeza […] Se llaman los “dones del Espíritu Santo”.
Si un cristiano quiere ser fiel a Jesucristo debe tomarse muy en serio la realidad de la Encarnación. Los católicos, lo mismo que los ortodoxos y buena parte del resto de los cristianos, estamos convencidos de que la liturgia es consecuencia necesaria de esa verdad que define al cristianismo. Eso nos plantea, sin embargo, un problema constante: la liturgia, como todo lenguaje humano, es siempre finito, limitado. Sin embargo, ese logos humano está llamado a mostrar a un Dios que no tiene límites y, por tanto, siempre se queda corto, lo que no impide que sea verdadero. Por eso, la categoría apta para entenderlo no es la del “encantamiento”, como pretendían los paganos, sino la de símbolo: es una realidad que remite a otra más alta; que debe ser bella, pero con la conciencia de que no es la Belleza; verdadera, sin constituir la Verdad, y buena, o sea amable, sabiendo que ella no es el Amor. De ahí que la liturgia, atendido su carácter simbólico y, por tanto, finito, se haya expresado de diversas formas a lo largo de la historia sin que ninguna pueda reclamar para sí la capacidad de agotar la infinitud de lo que expresa. Esta es una buena razón para atender la petición del Papa al final del documento: “Abandonemos las polémicas para escuchar juntos lo que el Espíritu dice a la Iglesia, mantengamos la comunión, sigamos asombrándonos por la belleza de la Liturgia. Se nos ha dado la Pascua, conservemos el deseo continuo que el Señor sigue teniendo de poder comerla con nosotros”[35]. Se trata, entonces, de encontrar personas sensibles a la voz del Espíritu. O sea, estamos ante nuestra carencia de siempre: necesitamos más santos.
La categoría apta para entenderlo no es la del “encantamiento”, como pretendían los paganos, sino la de símbolo: es una realidad que remite a otra más alta; que debe ser bella, pero con la conciencia de que no es la Belleza; verdadera, sin constituir la Verdad, y buena, o sea amable, sabiendo que ella no es el Amor.
Las precedentes reflexiones, ciertamente, no reemplazan una lectura atenta del documento papal. Aunque ellas son una interpretación del texto, he dejado conscientemente de lado mis personales preferencias en esta delicada materia. En efecto, si en estas páginas se contiene algo de verdad, entonces cualquiera debería concluir que mis gustos, o los modos en que yo habría dicho determinadas cosas, carecen de toda importancia.