Homilía de su santidad Juan Pablo I en la misa de comienzo de su ministerio
Domingo 3 de septiembre de 1978
Venerados hermanos e hijos queridísimos:
En esta celebración sagrada, con la que damos comienzo solemne al ministerio de Sumo Pastor que ha sido puesto sobre nuestros hombros, el primer pensamiento de adoración y súplica se dirige a Dios, infinito y eterno, el cual, con una decisión suya humanamente inexplicable y por su benignísima dignación, nos ha elevado a la Cátedra de San Pedro. Brotan espontáneamente de nuestros labios las palabras de San Pablo: “¡Oh profundidad de la riqueza, de la sabiduría y de la ciencia de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!” (Rm 11, 33).
Nuestro pensamiento va después, con paterno y afectuoso saludo, a toda la Iglesia de Cristo; a esta asamblea que casi la representa en este lugar —cargada de piedad, de religión y de arte—, que guarda celosamente la tumba del Príncipe de los Apóstoles; y también a la Iglesia que nos está viendo y escuchando en estos momentos a través de los modernos instrumentos de comunicación social.
Saludamos a todos los miembros del Pueblo de Dios: a los cardenales, obispos, sacerdotes, religiosos, religiosas, misioneros, seminaristas, seglares empeñados en el apostolado y en las diversas profesiones; a los hombres de la política, de la cultura, del arte, de la economía; a los padres y madres de familia, a los obreros, a los emigrantes, a los jóvenes de ambos sexos, a los niños, a los enfermos, a los que sufren, a los pobres.
Queremos dirigir asimismo nuestro saludo respetuoso y cordial a todos los hombres del mundo, a quienes consideramos y amamos como hermanos, porque son hijos del mismo Padre celestial y hermanos todos en Cristo Jesús (cf. Mt. 23, 8 ss.).
Hemos querido iniciar esta homilía en latín, porque —como es bien sabido— es la lengua oficial de la Iglesia, cuya universalidad y unidad expresa de manera patente y eficaz.
La Palabra de Dios que acabamos de escuchar, nos ha presentado como en un crescendo, ante todo a la Iglesia, prefigurada y entrevista por el profeta Isaías (cf. Is 2, 2-5) como el nuevo Templo, hacia el que confluyen las gentes desde todas las partes del mundo, deseosas de conocer la ley de Dios y observarla dócilmente, mientras las terribles armas de guerra son transformadas en instrumentos de paz. Pero este nuevo Templo misterioso, polo de atracción de la nueva humanidad —nos recuerda San Pedro—, tiene una piedra angular, viva, escogida, preciosa (cf. 1 Pe 2, 4-9), que es Jesucristo, el cual ha fundado su Iglesia sobre los Apóstoles y la ha edificado sobre San Pedro, Cabeza de ellos (Lumen gentium, 19).
«Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré yo mi Iglesia» (Mt 16,18): son las palabras graves, importantes y solemnes que Jesús dirige a Simón, el hijo de Juan, en Cesárea de Filipo, después de la profesión de fe que no ha sido el producto de la lógica humana del pescador de Betsaida, o la expresión de una particular perspicacia suya, o el efecto de una moción sicológica; sino el fruto misterioso y singular de una auténtica revelación del Padre celestial.
Y Jesús cambia a Simón su nombre, poniéndole el de Pedro, significando con ello la entrega de una misión especial; le promete edificar sobre él su Iglesia, sobre la cual no prevalecerán las fuerzas del mal o de la muerte; le entrega las llaves del Reino de Dios, nombrándolo así máximo responsable de su Iglesia, y le da el poder de interpretar auténticamente la ley divina.
Ante estos privilegios, o mejor dicho, ante estas tareas sobrehumanas confiadas a Pedro, San Agustín nos advierte: “Pedro, por su naturaleza, era simplemente un hombre; por la gracia, un cristiano; por una gracia todavía más abundante, uno y a la vez el primero de los Apóstoles” (San Agustín, In Ioannis Evang. tract., 124, 5; PL 35, 1973).
Con atónita y comprensible emoción, pero también con una confianza inmensa en la gracia omnipotente de Dios y en la oración ferviente de la Iglesia, hemos aceptado ser el Sucesor de Pedro en la sede de Roma, tomando el «yugo» que Cristo ha querido poner sobre nuestros frágiles hombros. Y nos parece escuchar como dirigidas a Nos las palabras que, según San Efrén, Cristo dirige a Pedro: “Simón, mi apóstol, yo te he constituido fundamento de la Santa Iglesia. Yo te he llamado ya desde el principio Pedro porque tú sostendrás todos los edificios; tú eres el superintendente de todos los que edificarán la Iglesia sobre la tierra; ... tú eres el manantial de la fuente, de la que mana mi doctrina; ... tú eres la cabeza de mis apóstoles; ... yo te he dado las llaves de mi Reino” (S. Efrén, Sermones in hebdomadam sanctam, 4, 1; Lamy T. J., S. Ephraem Syri hymni et sermones, 1, 412).
Papa Juan Pablo I durante una celebración eucarística.
Desde el primer momento de nuestra elección y en los días siguientes, nos hemos sentido profundamente impresionado y animado por las manifestaciones de afecto de nuestros hijos de Roma y también de aquellos que, de todo el mundo, nos hacen llegar el eco de su incontenible gozo por el hecho de que una vez más Dios ha dado a la Iglesia su Cabeza visible. Resuenan de nuevo espontáneas en nuestro espíritu las conmovedoras palabras que nuestro gran Predecesor, San León Magno, dirigía a los fieles romanos: “No deja de presidir su sede San Pedro, y está vinculado al Sacerdote eterno en una unidad que nunca falla... Y por eso todas las demostraciones de afecto que, por complacencia fraterna o piedad filial, habéis dirigido a Nos, reconoced con mayor devoción y verdad que las habéis dirigido conmigo a aquel cuya sede nos gozamos no tanto en presidir, como en servir” (S. León Magno, Sermo V, 4-5; PL 54, 155-156).
Sí, nuestra presidencia en la caridad es un servicio y, al afirmarlo, pensamos no solamente en nuestros hermanos e hijos católicos, sino asimismo en todos aquellos que quieren también ser discípulos de Jesucristo, honrar a Dios y trabajar por el bien de la humanidad.
En este sentido, dirigimos un saludo afectuoso y agradecido a las Delegaciones de las otras Iglesias y comunidades eclesiales, aquí presentes. Hermanos todavía no en plena comunión, dirijámonos juntos hacia Cristo Salvador, avanzando unos y otros en la santidad que él quiere para nosotros y, juntos en el recíproco amor sin el cual no existe cristianismo, preparando los caminos de la unidad en la fe, en el respeto de su verdad y del ministerio que él ha confiado, para su Iglesia, a sus Apóstoles y a sus Sucesores.
Debemos dirigir además un saludo particular a los Jefes de Estado y a los miembros de las Misiones extraordinarias. Nos sentimos profundamente conmovido por vuestra presencia, bien sea que estéis al frente de los altos destinos de vuestro país, bien que representéis a vuestros Gobiernos o a Organizaciones Internacionales.
Lo agradecemos vivamente.
Vemos en tal participación la estima y la confianza que vosotros tenéis en la Santa Sede y en la Iglesia, humilde mensajera del Evangelio en todos los pueblos de la tierra para ayudar a crear un clima de justicia, de fraternidad, de solidaridad y de esperanza, sin el que no se podría vivir en el mundo.
Todos los presentes, grandes y pequeños, estén seguros de nuestra disponibilidad a servirles según el espíritu del Señor.
Rodeado de vuestro amor y sostenido por vuestra oración, comenzamos nuestro servicio apostólico invocando, cual espléndida estrella de nuestro camino, a la Madre de Dios, María, Salus populi romani y Mater Ecclesiae, que la liturgia venera de manera particular en este mes de septiembre.
La Virgen, que ha guiado con delicada ternura nuestra vida de niño, de seminarista, de sacerdote y de obispo, continúe iluminando y dirigiendo nuestros pasos, para que, convertidos en voz de Pedro, con los ojos y la mente fijos en su Hijo, Jesús, proclamemos al mundo con alegre firmeza, nuestra profesión de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16).
Amén.