Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
El discernimiento, lo hemos visto en las catequesis precedentes, no es principalmente un procedimiento lógico; aborda las acciones, y las acciones tienen una connotación afectiva también, que debe ser reconocida, porque Dios habla al corazón. Entremos, pues, en la primera modalidad afectiva, objeto del discernimiento, es decir, la desolación. ¿De qué se trata?
La desolación ha sido definida así: «Escuridad del ánima, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, moviendo a infidencia, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor» (S. Ignacio de L., Ejercicios espirituales, 317). Todos nosotros lo hemos experimentado. Creo que, de una forma u otra, hemos experimentado esto, la desolación. El problema es cómo poder leerla, porque también esta tiene algo importante que decirnos, y si tenemos prisa en liberarnos de ella, corremos el riesgo de perderla.
Nadie quisiera estar desolado, triste: esto es verdad. Todos quisiéramos una vida siempre alegre, feliz y satisfecha. Pero esto, además de no ser posible ―porque no es posible―, tampoco sería bueno para nosotros. De hecho, el cambio de una vida orientada al vicio puede empezar por una situación de tristeza, de remordimiento por lo que se ha hecho. Es muy bonita la etimología de esta palabra, “remordimiento”: el remordimiento de la conciencia, todos conocemos esto. Remordimiento: literalmente es la conciencia que muerde, que no da paz. Alessandro Manzoni, en Los novios, nos dio una espléndida descripción del remordimiento como ocasión para cambiar de vida. Se trata del célebre diálogo entre el cardenal Federico Borromeo y el Innominado, el cual, después de una noche terrible, se presenta destrozado donde el cardenal, que se dirige a él con palabras sorprendentes: «“Traéis una dichosa nueva que darme: ¿por qué me hacéis esperar tanto?” “¿Dichosa nueva yo?” ―dijo el otro―. “¿Yo, que tengo en el corazón un infierno? ¿Qué nueva dichosa, decidme, pues parece que lo sabéis […]?”. “Es claro: la de que Dios os ha tocado el corazón”, respondió con sencilla mansedumbre el cardenal» (cap. XXIII). Dios toca el corazón y te viene algo dentro, la tristeza, el remordimiento por algo, y es una invitación a empezar un camino. El hombre de Dios sabe notar en profundidad lo que se mueve en el corazón.
Es importante aprender a leer la tristeza. Todos conocemos qué es la tristeza: todos. ¿Pero sabemos leerla? ¿Sabemos entender qué significa para mí, esta tristeza de hoy? En nuestro tiempo, la tristeza está considerada mayoritariamente de forma negativa, como un mal del que huir a toda costa, y, sin embargo, puede ser una campana de alarma indispensable para la vida, invitándonos a explorar paisajes más ricos y fértiles que la fugacidad y la evasión no consienten. Santo Tomás define la tristeza un dolor del alma: como los nervios para el cuerpo, despierta la atención ante un posible peligro, o un bien desatendido (cf. Summa Th. I-II, q. 36, a. 1). Por eso es indispensable para nuestra salud, nos protege para que no nos hagamos mal a nosotros mismos y a los otros. Sería mucho más grave y peligroso no tener este sentimiento e ir adelante. La tristeza a veces trabaja como semáforo: “¡Párate, párate! Está rojo aquí. Párate”.
En cambio, para quien tiene el deseo de realizar el bien, la tristeza es un obstáculo con el que el tentador quiere desanimarnos. En tal caso, se debe actuar de forma exactamente contraria a lo sugerido, decididos a continuar lo que nos habíamos propuesto hacer (cf. Ejercicios espirituales, 318). Pensemos en el estudio, en la oración, en un compromiso asumido: si los dejáramos apenas sentimos aburrimiento o tristeza, no concluiríamos nunca nada. Esta también es una experiencia común a la vida espiritual: el camino hacia el bien, recuerda el Evangelio, es estrecho y cuesta arriba, requiere un combate, un vencerse a sí mismo. Empiezo a rezar, o me dedico a una buena obra y, extrañamente, justo entonces me vienen a la mente cosas urgentes que hay que hacer ―para no rezar y para no hacer cosas buenas―. Todos tenemos esta experiencia. Es importante, para quien quiere servir al Señor, no dejarse guiar por la desolación. Eso de… “Pero no, no tengo ganas, esto es aburrido...”: ten cuidado. Lamentablemente, algunos deciden abandonar la vida de oración, o la elección emprendida, el matrimonio o la vida religiosa, empujados por la desolación, sin pararse antes a leer este estado de ánimo, y sobre todo sin la ayuda de un guía. Una regla sabia dice que no hay que hacer cambios cuando se está desolado. Será el tiempo sucesivo, más que el humor del momento, el que muestre la bondad o no de nuestras elecciones.
Es interesante notar, en el Evangelio, que Jesús rechaza las tentaciones con una actitud de firme determinación (cf. Mt 3,14-15; 4,1-11; 16,21-23). Las situaciones de prueba le llegan desde varias partes, pero siempre, encontrando en Él esta firmeza, decidida a cumplir la voluntad del Padre, disminuyen y cesan de obstaculizar el camino. En la vida espiritual la prueba es un momento importante, la Biblia lo recuerda explícitamente y dice así: «Si te llegas a servir al Señor, prepara tu alma para la prueba» (Sir 2,1). Si tú quieres ir por el buen camino, prepárate: habrá obstáculos, habrá tentaciones, habrá momentos de tristeza. Es como cuando un profesor examina al estudiante: si ve que conoce los puntos esenciales de la materia, no insiste: ha superado la prueba. Pero debe superar la prueba.
Si sabemos atravesar soledad y desolación con apertura y conciencia, podemos salir reforzados bajo el aspecto humano y espiritual. Ninguna prueba está fuera de nuestro alcance; ninguna prueba será superior a lo que nosotros podemos hacer. Pero no huir de las pruebas: ver qué significa esta prueba, qué significa que yo estoy triste: ¿por qué estoy triste? ¿Qué significa que yo en este momento estoy desolado? ¿Qué significa que estoy desolado y no puedo ir adelante? San Pablo recuerda que nadie es tentado más allá de sus posibilidades, porque el Señor no nos abandona nunca y, con Él cerca, podemos vencer toda tentación (cf. 1 Cor 10,13). Y si no la vencemos hoy, nos levantamos otra vez, caminamos y la venceremos mañana. Pero no permanecer muertos ―digamos así― no permanecer vencidos por un momento de tristeza, de desolación: id adelante. Que el Señor te bendiga en este camino ―¡valiente!― de la vida espiritual, que es siempre caminar.
Fuente: Vaticano