José Miguel Ibáñez Langlois

Editorial Tanto Monta 

Santiago, 2023

267 págs.

La Editorial Tanto Monta, dedicada a la difusión de la tradición cultural conservadora de Chile e Hispanoamérica, viene ofreciendo desde hace unos años valiosas recopilaciones y reediciones de pensadores chilenos —Osvaldo Lira, Pedro Morandé, Gonzalo Vial, Klaus Droste, entre otros—. A su colección “Letras Chilenas”, se suma la tercera edición de Historia de la filosofía. Poemas, de José Miguel Ibáñez Langlois. Publicado en 1983 por la Editorial Andrés Bello, y reeditado por esta misma casa editora en 2002, se trata de un sustancioso volumen difícil de clasificar. En efecto, tal como lo hace el autor en la nota a la tercera edición, podemos preguntarnos: “¿Es una verosímil historia del pensamiento desde Heráclito a Heidegger? ¿Es poesía o antipoesía escrita en la huella de Quevedo y Parra? ¿Es ambas cosas, o ninguna de las dos?”. Ante todo, puede afirmarse que se trata de una síntesis poética, originalísima y personal, de la historia de la filosofía e, incluso, de la historia del pensamiento.

Tras dos breves poemas a modo de prefacio, el libro se divide en cuatro secciones de extensión similar: Antigüedad, Edad Media, Edad Moderna y Actualidad. Cada sección contiene cerca de 100 poemas, que oscilan entre los 3 y los 45 versos.

El tono coloquial –con ribetes de humor, sarcasmo e ironía–, un cierto prosaísmo, la ausencia de puntuación y la preferencia por imágenes concretas y cotidianas sitúan este poemario, así como otras obras de Ibáñez Langlois, en la estela de la antipoesía de Parra.

La poesía fluye rápida, apasionada y vivaz. Desde un punto de vista estilístico, los versos se caracterizan por un ritmo vertiginoso, por la preferencia por construcciones sintácticas simples –aunque en general yuxtapuestas sin organización externa– y por la ausencia absoluta de signos de puntuación, salvo los puntos f inales de cada poema. Sentencias penetrantes se encadenan ágilmente, y doctrinas filosóficas abstractas son vertidas, comentadas, apreciadas o criticadas en un lenguaje poético mordaz, conciso y concreto. Así, por ejemplo, se describe la actitud intelectual de Descartes: “Borrón y cuenta nueva dice Descartes / yo dudo de mi propia sombra por el momento / estoy cansado de la historia y de tanta historia / comenzamos de nuevo señores y desde cero / no sé quién es Heráclito ignoro a Sócrates / solo sé que nada sé pero esta vez de veras / basta ya de las Sentencias del maestro Lombardo que no existió / al que me cite otra vez a Aristóteles lo reto a duelo / la escolástica mi señora madre me tiene hasta la coronilla” (III, poema 23, p. 153).

Probablemente, la mayor virtud del poemario reside en sintetizar la filosofía –las más diversas filosofías– en la densidad de la palabra poética. Por un lado, a lo largo del volumen, es patente la vasta experiencia del autor como profesor de Historia de la Filosofía, capaz de parafrasear y reformular numerosas veces una doctrina, sin desvirtuar el contenido o caer en la inexactitud. Por otro lado, la obra da cuentas de un manejo superior del idioma y de una fina sensibilidad para la musicalidad de nuestra lengua y de otras. La combinación de ambos aspectos –erudición filosófica y oficio poético– produce dos efectos coordinados: por una parte, la poesía no se reduce al encanto fugaz de una frase lograda, pero carente de sustancia, sino que encarna en su justa medida la verdad del logos; por la otra, la especulación filosófica se vuelve cercana y se concentra en lo esencial. Además de consistir en poesía de la mejor calidad, las versiones líricas de las doctrinas filosóficas iluminan la comprensión de los pensamientos de los filósofos. Así, por ejemplo, sucintamente se nos ofrece una lectura del argumento ontológico de San Anselmo: “Perfecto es el argumento de San Anselmo para demostrar la existencia de Dios / a saber que en el solo pensamiento de la esencia divina / se contiene ya necesariamente su propia existencia / como luego repetirán Descartes y Leibniz con ligeras modificaciones / el existir de Dios es su propia esencia / perfecto el silogismo / solo tiene un pequeño inconveniente / y es que vale en el cielo pero no en la tierra / y es que vale exclusivamente para los bienaventurados de la eternidad / que contemplan cara a cara la divina esencia / y que naturalmente en esa divina contemplación / no tienen necesidad ni posibilidad de silogismo ni demostración alguna / del irrebatible existir de Dios” (II, poema 32, p. 93).

La íntima unión entre poesía y filosofía que sustenta esta obra responde a una verdad experimentada por Ibáñez Langlois y expresada por Tomás de Aquino en frase de gran significancia para Josef Pieper: “El motivo por el que el filósofo se asemeja al poeta es que los dos tienen que habérselas con lo maravilloso” (Causa autem, quare philosophus comparatur poetae, est ista, quia uterque circa miranda versatur) (Comentario a la Metafísica de Aristóteles, 1, 3). La raíz común en el asombro otorga vitalidad a esta obra cuando se dispone a traducir poéticamente algunos argumentos racionales que, de otro modo, nos parecerían fríos y alejados de la lírica. Los versos no caen en una especie de silogística poética o en un conjunto de oxímoron ingeniosos, sino que, en todo momento, la palabra poética permanece vivaz y concreta, emotiva y arraigada en la experiencia del asombro como inicio del filosofar. Así, por ejemplo, las cinco vías de santo Tomás se explican por sucesivos episodios de éxtasis poéticos en que el autor confía ardientemente su amor a Dios (cuarta vía, II, poema 76, p. 120), se regocija en la contemplación del orden de las florecillas que crecen por el camino al sur (quinta vía, II, poema 77, p. 121), o se admira de la contingencia del canto del pájaro en los bosques de Chiloé (tercera vía, II, poema 78, p. 121).

El poemario se esfuerza por mostrar la conexión inevitable entre filosofía y vida. Para Ibáñez Langlois, la filosofía no se reduce meramente a un ejercicio especulativo, sin injerencia sobre quien lo realiza o sobre el mundo. Por el lado del sujeto que filosofa, la filosofía responde a los impulsos más profundos del alma humana que busca no cualquier verdad parcial, sino la Verdad con mayúscula, que es el Logos, el Verbo: “la esencia del filosofar [es] el vuelo del alma en busca del Verbo” (II, poema 38, p. 97). El último poema del volumen cierra con la conmovedora visión del conjunto de filósofos de nuestro tiempo que, a pesar de haber extraviado el rumbo de esta búsqueda, exclama al unísono: “Somos los anhelos sobrenaturales del corazón / somos los deseos infinitos del alma humana” (IV, poema 97, p. 257). Una actividad que hunde raíces tan hondas en el corazón humano es también ejercida por el hombre en su totalidad: “Aunque Kant practicó la crítica de la razón pura / desde siglos se sabe que la razón no existe en estado puro / solo existe mezclada con sangre sudor y lágrimas / el hombre hace filosofía con todo su todo / […] la razón solo existe mezclada con el polvo del paraíso” (IV, poema 62, p. 233).

Por el lado de la relación con el mundo, el poemario hace patente el influjo que el pensamiento ejerce –a veces, insospechadamente– sobre la realidad: “Nunca se saben los efectos del pensamiento / diez años después de publicados los Principios de Bertrand Russell / empezaron a verse abortos en los trenes metropolitanos” (IV, poema 95, p. 255).

Como es patente, esta obra no se reduce a una descripción imparcial de las doctrinas de los filósofos, sino que incluye una fuerte dosis de interpretación y valoración personal de la historia de la filosofía, vista también en relación con la historia del pensamiento en un sentido amplio (teología, mística, poesía, matemática, física moderna, ciencias naturales…) y con hechos históricos de trascendencia. Además de los filósofos, en sus páginas aparecen Napoleón, Cristóbal Colón, la caída de Bizancio, Alejandro Magno, Goethe, Herder, el Santo Cura de Ars, Darwin, Santa Teresa de Jesús, Adam Smith, Toynbee…

En esta personalísima meditación sobre la aventura intelectual de Occidente, vale la pena destacar la que es quizá la convicción más determinante para la lectura de la historia de la filosofía que hace Ibáñez Langlois: la convicción de que la verdad de la Encarnación –que el Logos se hizo carne y habitó entre nosotros– ilumina las cuestiones centrales sobre las cuales debate la filosofía (relación entre fe y razón, relación entre cuerpo y espíritu, aprecio o menosprecio de la carne, comprensión de Dios, de la persona, de la libertad, de la historia…). Esta convicción no lleva al autor a confundir planos –“El sermón de la montaña no es en absoluto filosofía / pero qué sería de ti historia de la filosofía / si en la cumbre de la montaña no se hubiera posado el Logos / a soplarte al oído las conclusiones” (II, poema 4, p. 75)–, pero sí a afirmar rotundamente que la venida de Cristo representa un hito ineludible para el filosofar –“Imposible / ya no hay sabio que pueda filosofar / como si Cristo no hubiera venido al mundo” (II, poemas 13, p. 80)– y que existe una fundamental armonía entre el logos de la filosofía y el Logos de la fe: “todo lo verdadero que anda suelto por este mundo / como Sócrates Platón Aristóteles etc / pertenece a los cristianos por derecho propio en virtud del Logos” (II, poema 9, p. 78).

Para concluir, cabe felicitar a la Editorial Tanto Monta por la reedición de esta obra, que vuelve a ofrecer al público un trabajo notable de uno de los poetas chilenos más destacados del siglo XX. La edición es cuidada y su lectura es amigable. Sin dejar de ser exigente por la propia naturaleza de la filosofía y de la poesía, esta obra es placentera y sumamente provechosa para el lector que, conociendo la historia de la filosofía, se admira, por un lado, de la genialidad de las síntesis que rescatan lo esencial de los distintos filósofos y sus obras; y, por el otro, de la belleza de la expresión poética.

Clemente Cox Cruzat

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