A partir de la pregunta “¿difiere el punto de vista ético de acuerdo al género?” la autora revisa la evolución que ha tenido esta mirada desde la Modernidad hasta nuestros días, planteando los desafíos que enfrenta hoy una ética del cuidado que ha sido circunscrita a una dimensión secundaria del quehacer.

Imagen de portada: Sin título por Kazuya Sakai, 1976 (Acrílico sobre cartón).

Humanitas 2024, CVI, págs. 68 - 77

¿Difiere el punto de vista ético de acuerdo con el género?

Desde que Carol Gilligan postulara su tesis de que las mujeres tenemos “una voz diferente” en las cuestiones éticas, el asunto no solo fue objeto de grandes debates ad intra de los feminismos, sino ad extra también.

Si los varones tienden a ver los problemas éticos desde la universalidad de la ley y las mujeres desde la particularidad de cada persona, ello implicaría dos maneras diferentes –no subalternas ni opuestas, solo diferentes– de comprender el obrar humano.

Si los varones tienden a ver los problemas éticos desde la universalidad de la ley y las mujeres desde la particularidad de cada persona, ello implicaría dos maneras diferentes –no subalternas ni opuestas, solo diferentes– de comprender el obrar humano.

Universalidad y particularidad, “el otro formal” y el “otro concreto”, serían modos de entender las acciones de los hombres que tendrían maneras diferentes de acuerdo con el sexo de origen. Esta idea de concebir la ética, tendría profundas influencias en el plano político: si llevamos a las últimas consecuencias la tesis de Gilligan, podemos llegar a pensar que las leyes positivas se hicieron bajo la mirada masculina, dejando de lado la voz de las mujeres, que es diferente y que tiene matices que la mirada masculina no los tomaría en cuenta. De ello se derivaría que las leyes, expresiones de aquellos valores universales, se dirigen al plano de lo público, mientras que los valores particulares, que se expresan en la familia, se dirigen al plano privado, porque es el varón el que asumió las obligaciones civiles cuando la mujer tenía vedado ese ámbito, quedándose en el hogar al cuidado de los hijos.

Las críticas no tardaron en llegar: tanto a favor como en contra, pero también parcialmente a favor y parcialmente en contra. Algunas voces feministas se hicieron oír. Si se esencializa la discrepancia y por lo tanto se naturaliza lo cultural, esto llevaría a reforzar la diferencia como lo “totalmente otro” y eso mismo seguiría privilegiando la separación entre lo público y lo privado. Porque si somos las mujeres quienes portamos la voz de la empatía, del cuidado y de los sentimientos y los varones son los que marcan la universalidad de la ley y las reglas, todas las profesiones en las que está involucrado el cuidado del otro, recaerían de nuevo solo en nosotras. Y esto incluye el trabajo doméstico, la familia, la enfermería, la docencia de los más pequeños, etc. Mientras que los varones estarían destinados a las profesiones que crean las leyes, las ejecutan y se encargarían de todas aquellas actividades que no requieren un especial cuidado de las personas. Separar lo masculino de lo femenino en las cuestiones éticas sería retroceder necesariamente en posicionamientos arbitrarios, como históricamente se dio con algunos pensadores de la Modernidad.

J. J. Rousseau, por ejemplo, es particularmente paradigmático en este punto, y por ello el pensamiento feminista fue alertando acerca de la mirada reductivista y profundamente sesgada del pensador ginebrino. Tanto en el Segundo Discurso como en el Emilio, sus posicionamientos controvertidos no se hacen esperar: las mujeres no pueden hacer abstracción de los intereses particulares, por lo que no son capaces de autonomía ética ni pueden ser sujetos del contrato social. Deben estar en sujeción al marido, a quien deben agradar y servir en todo momento, siendo una imagen de decoro, honradez y fidelidad (no dice nada del marido con respecto a la mujer).[1]

Kant va a opinar en la misma línea: al imperativo moral se llega a través de la razón, pero esta no es propia de las mujeres, porque a ellas no les corresponden las virtudes sublimes, sino las bellas.[2]

Ante esta mirada, donde la reflexión por lo moral en los grandes pensadores se da omitiendo la voz de las mujeres, no es extraño que los estudios feministas cuestionaran en alguna medida esas mismas reflexiones.

La pregunta que debemos responder es cómo se generarían esas diferencias. Y ante ese interrogante, las respuestas difieren en algunos aspectos cruciales.

Seyla Benhabib va a sostener que el sistema sexo-género es lo que marcó la diferencia en las percepciones éticas: antes de ser individuos morales, fuimos niñas que hemos necesitado del apoyo y la ayuda de los otros para constituirnos como sujetos morales.[3] El desarrollo moral debe contemplar tanto la empatía y las relaciones con el otro cuanto el universalismo de las leyes. Ambos son complementarios y, si bien está de acuerdo en sentido lato con Gilligan, sostiene que la teoría de la ética del cuidado no tiene los elementos necesarios como para ser una teoría en cuanto tal.[4]

Ante esta mirada, donde la reflexión por lo moral en los grandes pensadores se da omitiendo la voz de las mujeres, no es extraño que los estudios feministas cuestionaran en alguna medida esas mismas reflexiones.

Nancy Chodorow, en la línea de Benhabib, afirmará que la crianza es asignada a las mujeres que repiten el modelo: las mujeres se identifican con la madre y los varones se diferencian de ella, por lo que sería el apego lo que hace que la percepción entre mujeres y varones difiera desde temprana edad. Las mujeres, en este sentido, se viven como formando parte de una red Las mujeres, en de relaciones y los hombres más como individuos, debido a la crianza en un sistema sexo-género.[5] Por ello deberíamos ir más allá de la relación sexo y género para aceptar la convergencia y reciprocidad entre varones y mujeres.

Pero lograr esta convergencia resulta aún hoy todo un desafío. En cierto modo, estamos influenciados por los autores de la modernidad, que cuando analizaron el “estado de naturaleza” del hombre, lo pensaron sin vínculos, sin relaciones, desarraigado de sus afectos. Por ello, en buena medida, el “contrato social”, es decir, las leyes que impedirían la guerra de todos contra todos, se estructuraron como el ideal de autonomía moral, pero con un yo desarraigado.

En cierto modo, estamos influenciados por los autores de la modernidad, que cuando analizaron el “estado de naturaleza” del hombre, lo pensaron sin vínculos, sin relaciones, desarraigado de sus afectos.

Si bien la ética de la justicia en la Ilustración resultó necesaria para deslegitimar los privilegios por nacimiento y de allí la importancia de su universalidad, también se dio contemporáneamente, la ética de los sentimientos morales en Hume. Podríamos decir entonces que Kant es quien da el marco para la ética de la justicia, y Hume para la ética del cuidado.

Lo cierto es que no podemos prescindir de ninguna de las dos posturas éticas. La llamada ética del cuidado se caracteriza por un juicio más contextual, se adopta el punto de vista del “otro particular”, con sus peculiaridades, los sentimientos, los detalles y se basa en la responsabilidad por los demás. Supone una preocupación por la posibilidad de omisión, es decir, no solo hay que evitar el mal, sino que hay que procurar el bien, porque tenemos una responsabilidad por el otro, que implica no solo no vulnerar sus derechos, sino que tenemos un deber moral de obrar por los demás. No hacerlo puede ser inmoral.

¿Podemos reducir el problema de los universales a cuestiones de género? Evidentemente no. La misma Gilligan así lo entiende cuando sostiene que:

la voz distinta que yo describo no se caracteriza por el sexo sino por el tema. Su asociación con las mujeres es una observación empírica [...]. Pero esta asociación no es absoluta; y los contrastes entre las voces masculinas y femeninas se presentan aquí para poner de relieve una distinción entre dos modos de pensamiento y para enfocar un problema de interpretación, más que para representar una generalización acerca de uno u otro sexo.[6]

¿Esa distinción corresponde a un sexo particular? Entiendo que no, pero es evidente que hay tendencias en uno y otro sexo que marcan acentuaciones diferentes.

No es una cuestión que parte de la esencia, sino del contexto cultural, social, de raza, de religión, de condiciones externas que van configurando miradas diferentes sobre las acciones. No se trata de “estar a favor o en contra”, sino de entender los matices y el aporte en general de la teoría de Gilligan. Al marcar esa “voz diferente”, lo que hizo fue poner sobre la mesa una cuestión que, por olvido u omisión, se nos estaba escapando: la voz de las mujeres tiene diferentes matices que si bien siempre estuvieron en los desarrollos éticos, muchas veces quedaron invisibilizados por corrientes que relegaron lo femenino al ámbito de lo privado y lo doméstico, que es donde se desarrollan las virtudes consideradas como “femeninas”, de acuerdo con el pensamiento de Victoria Camps.[7]

Pero el problema dista de tener una respuesta unívoca. Ir más allá de las categorías de sexo y género y de lo público y lo privado, del “otro generalizado” y del “otro concreto”, implica dar un paso más en la búsqueda de la igualdad entre varones y mujeres. Y por ello debemos buscar los valores que consideramos sagrados para poder hablar de universalismo y de particularidades.

En esta línea de pensamiento, pero en una autora que no es a mi criterio lo suficientemente estudiada, se encuentra Simone Weil.[8]

Pero el problema dista de tener una respuesta unívoca. Ir más allá de las categorías de sexo y género y de lo público y lo privado, del “otro generalizado” y del “otro concreto”, implica dar un paso más en la búsqueda de la igualdad entre varones y mujeres.

En el libro editado en 1949, Echar raíces, un libro brillante, difícil de digerir para quien no esté entrenado en la filosofía política y en los grandes libros sobre política de todas las épocas, alerta sobre temas tan profundos como oscuros, tan necesarios como incómodos. Allí la pensadora francesa sostendrá que no podemos hablar de derechos sin una referencia a lo que obliga el hecho mismo de ser persona, porque la obligación frente al otro es una necesidad absoluta y precede a la noción de derechos. En este sentido, los derechos siempre están sujetos a condiciones determinadas y son materia contingente, mientras que las obligaciones responden al plano de lo absoluto. Vale la pena transcribir un texto particularmente interesante, aunque extenso:

La noción de derecho, al ser de orden objetivo, no se puede separar de las nociones de existencia y de realidad. Aparece cuando la obligación desciende al ámbito de los hechos; entraña siempre, por tanto, en cierta medida, que se tomen en consideración supuestos de hecho y situaciones particulares. Los derechos siempre están sujetos a condiciones determinadas. La obligación solo puede ser incondicionada. Se sitúa en un ámbito que está más allá de toda condición porque está más allá de este mundo. Los hombres de 1789 no reconocían tal ámbito. Solo admitían el de las cosas humanas. Por ello partieron de la noción de derecho. Pero quisieron instaurar principios absolutos. Esa contradicción les hizo caer en una confusión de lenguaje y de ideas aún presente en la confusión política y social actual. El ámbito de lo eterno, lo universal y condicionado es distinto del ámbito de las condiciones de hecho; y en él habitan nociones diferentes, ligadas a la parte más secreta del alma humana. El objeto de la obligación, en el ámbito de las cosas humanas, es siempre el hombre en cuanto tal.[9]

Esta tensión entre el ámbito de lo universal y el ámbito de lo contingente es una tensión propia de las cosas humanas. Cuando distinguimos ambos órdenes, podemos captar con mayor claridad la profundidad del valor de lo universal, pero también de lo contingente. El problema se da cuando reemplazamos uno por otro.

Por ello entiendo que debemos tener en cuenta la respuesta de Simone Weil: cuando el hombre deja de considerar como sagrada la obligación de cuidar al otro, convierte el derecho en algo absoluto. De allí que A. Camus se pregunte en El hombre rebelde si se puede, lejos de lo sagrado y de sus valores absolutos, encontrar la regla de una conducta.[10] Se trata de rescatar lo que es verdaderamente absoluto y ubicar en su lugar lo que es contingente. Pero si vivimos en un mundo desconsagrado, difícilmente podremos entender la necesidad de las leyes universales para actuar de modo ético con las personas o, en el cuidado de las personas, a las que consideramos sagradas, elevamos ese cuidado a categoría universal.

Por ello entiendo que debemos tener en cuenta la respuesta de Simone Weil: cuando el hombre deja de considerar como sagrada la obligación de cuidar al otro, convierte el derecho en algo absoluto.

Porque las obligaciones frente al otro como persona son absolutas y desde este lugar, podemos decir que el derecho es subsidiario a las obligaciones:

La igualdad es una necesidad vital del alma humana. Consiste en el conocimiento público, general y efectivo, expresado por las instituciones y las costumbres, de que a todo ser humano se le debe la misma cantidad de respeto y de consideración; porque el respeto se le debe al ser humano como tal, y en esto no hay gradaciones.[11]

La ética por el cuidado nos compete a todos por el solo hecho de ser personas. Para ir más allá del género en la ética, debemos volver a los fundamentos de la sacralidad de la vida humana en cuanto tal.

De la misma manera que para ir más allá del debate entre lo público y lo privado debemos ir a las virtudes en su totalidad, las que se reciben primariamente en el ámbito de lo doméstico debemos trasladarlas y elevarlas también al ámbito de lo público.

Lograr el equilibrio implica que la tensión provocada por lo universal y lo particular, por el sexo y el género, por lo público y lo privado, se convierta en una ‘tensión creadora’, y no en una ‘tensión dialéctica’ que para que subsista una debe perecer la otra.

Lograr el equilibrio implica que la tensión provocada por lo universal y lo particular, por el sexo y el género, por lo público y lo privado, se convierta en una tensión creadora, y no en una tensión dialéctica que para que subsista una debe perecer la otra. No podemos evitar las tensiones que se encuentran dentro del corazón humano. Pero lo que sí podemos evitar es anularlas en un maniqueísmo que tarde o temprano acaba en una ideologización en todos los planos.

Las tendencias femeninas y masculinas para obrar deben entrar en un diálogo fecundo, de comprensión, reciprocidad y complementación. Pero solo si ambos sexos somos capaces de comprender lo sagrado que está en lo más interior del hombre podremos ir más allá del otro (generalizado o concreto). Necesitamos recurrir a la obligación incondicionada, universal, de cuidar y respetar lo sagrado que tiene cada persona por el hecho de ser persona.

Solo así caminamos “con” el otro.


 Notas

* Cecilia Sturla, máster en filosofía, es directora del Instituto de la Familia y la Vida Juan Pablo II, de la Universidad Católica de Salta, Argentina.
[1] “Uno debe ser el activo y fuerte, el otro pasivo y débil: es preciso necesariamente que el uno quiera y pueda; basta que el otro se resista algo. Establecido este principio, se sigue que la mujer está hecha especialmente para complacer al hombre. (…) Si la mujer está hecha para complacer y para ser subyugada, debe hacerse agradable al hombre en lugar de provocarlo”, en Rousseau, Jean-Jacques; Emilio o la educación. Madrid, Edaf, 1985 (primera edición 1762), p. 421.
[2] “La virtud de una mujer es una virtud bella. La del sexo masculino debe ser una virtud noble. Evitarán el mal no por ser injusto, sino por feo y actos virtuosos son para ellas actos moralmente bellos. Nada de deber, nada de necesidad, nada de obligación. (…) A una mujer con la cabeza llena de griego, como la señora Dacier, o que sostiene sobre mecánica discusiones fundamentales, como la marquesa de Chastelet, parece que no le hace falta más que una barba; con ella, su rostro daría más acabadamente la expresión de profundidad que pretenden”, en Kant, Immanuel; Lo bello y lo sublime. Cap. III. Biblioteca virtual universal.
[3] Cf. Benhabib, Seyla; “Una revisión del debate sobre las mujeres y la teoría moral”. Isegoría, 6, 1992, pp. 37-63.
[4] Idem. 
[5] Cf. Chodorow, Nancy; El ejercicio de la maternidad. Gedisa, Madrid, 1984.
[6] Gilligan, Carol; La moral y la teoría. Psicología del desarrollo femenino. Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 14.
[7] Y son esas virtudes las que el mundo necesita más que nunca. No solo en el ámbito de lo privado, sino especialmente en el ámbito de lo público. Cfr. Camps, Victoria; Virtudes públicas. Espasa Calpe, Madrid, 1990.
[8] Atravesada por las dos grandes guerras europeas, Simone Weil es una rara avis dentro de las filósofas de mediados del siglo XX. Proveniente de una familia judía, sus padres y hermano emigraron a Estados Unidos al comienzo de la II Guerra Mundial. Pero Simone no quería dejar a los suyos sufriendo mientras ella se salvaba, y logró regresar sola a Europa después de la ocupación de París. Se instaló en Londres, donde el Consejo Nacional de la Resistencia le encomienda poner por escrito sus ideas sobre la futura reconstrucción de Francia. Así nace L’Enracinement (Echar raíces). Ella quería ir al frente, pero la Resistencia no la dejó, debido a su frágil salud. Y se volvió más frágil aún, porque decidió no comer más que las calorías que consumían los soldados en el frente. Murió de tuberculosis en 1943 en su habitación de Londres. Allí, Albert Camus encontró un manuscrito, con notas al margen, donde Simone había vertido sus ideas para la reconstrucción de Francia. Pero no lo llegó a terminar ni a revisar, ya que ese manuscrito estaba sin título ni capítulos. Así y todo, Camus decidió publicarlo en 1949 bajo el título “Echar raíces”.
[9] Weil, Simone; Echar raíces. Trotta, Madrid, 2014, p. 47.
[10] “Vivimos en una historia desconsagrada. Es cierto que el hombre no se resume en la insurrección. Pero la historia actual, con sus contiendas, nos obliga a decir que la rebelión es una de las dimensiones esenciales del hombre. Es nuestra realidad histórica. A menos de que huyamos de la realidad, es necesario que encontremos en ella nuestros valores. ¿Se puede, lejos de lo sagrado y de sus valores absolutos encontrar la regla de una conducta? Tal es la pregunta que plantea la rebelión”, en Camus, Albert; El hombre rebelde. Losada, Buenos Aires, 2014 (publicado originalmente en 1951), p. 33.
[11] Weil; op. cit., p. 32.

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