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- Monseñor Angelo Scola
1. La encíclica Fides et ratio: ¿fin o comienzo?
El mal que ha marcado al “siglo breve” llevó a hablar de “muerte de Dios” y de “silencio de Dios”. Más allá de su diferencia radical -la expresión nietzscheana de la muerte de Dios conserva el sabor de una metáfora no carente de artificio[1], mientras la expresión silencio de Dios no puede ser una figura definitiva[2]-ambas fórmulas se proponen como clave de lectura de las trágicas experiencias que han marcado las últimas décadas de nuestra historia[3]. ¿Existe, con todo, un hilo conductor que permita de alguna manera unificar la interpretación nietzscheana y la de los pensadores hebreos posteriores a Auschwitz? Tal vez sea posible descubrirlo en un tema que ya había angustiado en gran medida a San Agustín, y al cual no puede substraerse la lógica de la encíclica Fides et ratio: ¿por qué no se ven los efectos de la Redención si el Crucificado ha Resucitado y ha vencido el mal?. “Post Christum nihil in melius, Omnia in peius, mutata sunt?”[4] ¿Acaso la historia no nos documenta sobre la permanencia de la cruz del Nazareno como experiencia dolorosa y solidaria del fracaso del hombre? ¿No sigue ocupando el mal, en todas sus formas, casi todas las luces del proscenio en el escenario del gran teatro del mundo? El tema leibniziano de la teodicea sigue siendo el punto crucial que aún no logra apagar la interrogante entre las interrogantes. Para plantearla con el mismo Leibniz: “¿Por qué no existe la nada?”. ¿No sería entonces prudente atenerse a un sensato agnosticismo, que mientras se encuentra lejos de todo ateísmo teórico -siempre dogmático, incluso al ser elaborado con los instrumentos conceptuales más sofisticados-, no arriesga al pensamiento en presuntuosa afirmaciones “objetivas” sobre la realidad, la razón, la fe y la relación entre ambas, en una palabra, sobre la verdad?
Indudablemente, el pensamiento hoy predominante -y se lo ha visto incluso en las no pocas críticas hechas a la encíclica Fides et ratio por los partidarios del trabajo, veladas tras una sincera satisfacción por el relanzamiento de la filosofía que provocó Juan Pablo II con la publicación de su Encíclica[5]- tiende a asumir la perspectiva del fin del cristianismo, suministrando una interpretación de la postmodernidad como liquidación de la “victoria” de Jesucristo sobre el mal y la muerte[6]. Como lo sugiere Fides et ratio, los motivos de esta opción son complejos y están íntimamente vinculados con la historia de la relación entre filosofía y teología a partir de la época moderna[7], lo cual no impide que, en definitiva, se desemboque en la convicción de la ineficacia histórica de la victoria de Jesucristo. Por otro parte, en el ámbito mismo de la reflexión exegético-teológica, al dogma de la Resurrección del Nazareno en su mismo cuerpo -prueba decisiva de Su operar eficazmente en la historia a través del testimonio sacramental de los creyentes- con frecuencia se le pone hoy en día sordina[8].
Para responder a esta objeción radical, no es conveniente elegir el atajo de quienes consideran el llamado pensamiento débil como más conforme con la proposición del acontecimiento de Jesucristo[9]. En todo caso, Fides et ratio objeta abiertamente esa vía[10]. En efecto, Jesucristo no es un Dios para tapar agujeros, en cuanto no es en sí mismo -si bien no de modo formal-negativo, pero no sustantivamente-positivo-respuesta a las interrogantes no resueltas por el hombre ni objeto de su deseo de realización (felicidad). Tampoco el hombre, en cuanto ser libre, es propiamente hablando un producto de Dios a partir de la nada. Cuando la reflexión adopta este camino, no logra evitar aquellas aporías mediante las cuales se ha criticado, no sin razón, un pensamiento considerado “demasiado fuerte”, en el cual se confunde la ineludible necesidad de pasar del “fenómeno al fundamento”[11] con la pretensión naturalista de pensar que la verdad -a partir de su nivel elemental de adequatio intellectus et rei- conduzca a considerar la realidad como un objeto al alcance inmediato de la razón y por consiguiente inmediatamente deducible de la misma como un simple predicado[12].
Fides et ratio, dentro de los límites objetivos de una conciencia clara de la naturaleza diferente del “discurso” del magisterio respecto al del filósofo y del teólogo, recuerda a propósito que “la Iglesia no propone una filosofía propia ni canoniza una filosofía en particular con menoscabo de otras”[13], llegando a afirmar que el hecho de señalar a Santo Tomás como guía para los estudios teológicos no significa “tomar posiciones sobre cuestiones propiamente filosóficas, ni imponer la adhesión a tesis particulares”[14]. Así, cuando habla de la necesidad de “una filosofía de alcance auténticamente metafísico”[15], Juan Pablo II precisa que con esto no pretende optar por “una escuela específica o una corriente histórica particular[16]”, sino más bien afirmar que “el hombre es capaz de llegar a una visión unitaria y orgánica del saber”[17], fundada “en la capacidad del hombre de llegar al conocimiento de la verdad”[18]. La irrenunciable instancia de la verdad es propuesta con claridad, y con ella la “capacidad de la persona, como sujeto libre e inteligente de conocer a Dios, la verdad, el bien”[19]; pero se reconoce a la libre reflexión la prerrogativa de encontrar el camino para alcanzar el objetivo. Así, el Magisterio emprende, una vez más, la preciosa labor crítica de señalar, en forma negativa, las actitudes filosóficas que perjudican esta libertad, en cuanto cierran arbitrariamente la posibilidad de elaborar el imprescindible “paso, tan necesario como urgente, del fenómeno al fundamento”[20] (la instancia de la verdad). De ello se desprende la crítica sintética, pero eficaz, a los “ismos” -eclecticismo[21], historicismo[22], cientificismo[23], pragmatismo[24], nihilismo[25], a los que no son ajenos el racionalismo y el fideísmo[26]- manifestando la preocupación no ciertamente de imponer al pensamiento tesis capacidad de verdad propia del hombre. Ya la parte crítica de Fides et ratio se revela así compatible con la conquista más significativa de la modernidad-contemporaneidad: la afirmación de la instrascendibilidad de la diferencia ontológica. Sin tratar las categorías de “verdad”, “fundamento” y “ontología” como sinónimos, esta afirmación -que bien interpretada garantiza la diferencia teológica inscrita en la misma naturaleza creatural del hombre- ha sido asumida con precisión, también por la teología contemporánea más perspicaz. En oposición a Heidegger, que ve en la diferencia ontológica la “cosa” del pensamiento, manteniéndolo así en una oscilación indefinida entre el ser y el ente, es posible -con un método adecuado y al margen de la tendencia “débil” de ciertas corrientes postmodernas- llegar a un pensamiento sobre la verdad[27].
Pero también la parte poietica de la Encíclica abre el camino a la labor positiva del filósofo y el teólogo, con miras a la rigurosa elaboración del paso del fenómeno al fundamento. En efecto, se lee en Fides et ratio: “La reflexión filosófica puede contribuir mucho a clarificar la relación entre verdad y vida, entre acontecimiento y verdad doctrinal y, sobre todo, la relación entre verdad trascendente y lenguaje humanamente inteligible”[28]. Tampoco faltan señales positivas de valorización de determinadas instancias propias de la filosofía contemporánea (como la lingüística, la praxis, el discurso científico) en la medida en que no renuncian a la verdad[29]. En otra parte se subraya la importancia de la dimensión ética (vinculada con el ejercicio concreto de la libertad humana) en la búsqueda del fundamento mismo[30]. Esto confirma el hecho de que la estructura originaria de la verdad, en su integralidad humana y cristiana, exige un reconocimiento que es imposible sin una decisión.
Sin más, la Encíclica de Juan Pablo II, junto con actualizar la gran tradición del magisterio, abre un nuevo punto de partida para la reflexión acerca de la relación entre filosofía y verdad revelada y acerca de las relaciones supeditadas a ella (fe-razón, filosofía-teología). Confirma esta convicción, aun cuando sea en forma extrínseca, la acogida extraordinariamente positiva que ha tenido la Encíclica en el mundo mismo de los no creyentes, incluso entre quienes han estimado necesario tomar distancia respecto de algunas de sus afirmaciones. Este nuevo punto de partida ha sido posible precisamente por la capacidad, documentada a lo largo de la historia de la Iglesia en las intervenciones más significativas del magisterio[31], de llevar a cabo un ressourcement en las fuentes originarias de la traditio catholica, ante todo, recurriendo a la Sagrada Escritura. Lejos de querer poner límites, fijando así de alguna manera un término a la indagación, con Fides et ratio Juan Pablo II ha liberado el terreno para la auténtica investigación filosófico-teológica. La Encíclica Fides et Ratio no representa un fin, sino un comienzo.
En esta óptica, quisiéramos abordar sintéticamente tres temas centrales de la Encíclica, en los cuales el Papa, impregnado especialmente del carisma filosófico propio de Karol Wojtyla, ha concentrado eficazmente su franca y afligida invitación a una recuperación sapiencial de la actividad de pensar[32], tarea que es siempre de carácter tanto filosófico como religioso[33], y que, por consiguiente, en el ámbito cristiano, se confía a los filósofos y teólogos y -¿por qué no?- a los hombres de ciencia[34].
Una vez identificados los términos críticos y poieticos con los cuales Fides et Ratio propone una adecuada relación entre fe y razón (2), quisiéramos decir algo sobre necesidad e historia en la Revelación cristiana (3), para terminar con consideraciones sintéticas sobre la relación entre Jesucristo y el hombre en la búsqueda de la verdad (4).
2. Razón y fe: superar el extrinsecismo
Una de las características propias de nuestra época, que el Papa señala con frecuencia a lo largo de la Encíclica[35], es una especie de retirada de la razón con el fin de cumplir “funciones meramente instrumentales”[36]. Esta orientación es indicadora de las “transformaciones culturales” que han conducido al “ofuscamiento de la auténtica dignidad de la razón”[37], marcada por una “crisis de sentido”[38].
Para comprender este último desarrollo de la evolución de la filosofía occidental, es preciso enfocar el “drama de la separación entre la fe y la razón”[39], emblemático de la época marcada por el colapso de la síntesis medieval[40]. Con una afirmación sintética, Juan Pablo II nos ofrece la posibilidad de captar el núcleo originario de semejante drama en la baja Edad cuando afirma: “Debido al excesivo espíritu racionalista de algunos pensadores, se radicalizaron las posturas, llegándose de hecho a una filosofía separada y absolutamente autónoma respecto a los contenidos de la fe. Entre las consecuencias de esta separación está el recelo cada vez mayor hacia la razón misma. Algunos comenzaron a profesar una desconfianza general, escéptica y agnóstica, bien para reservar mayor espacio a la fe, o bien para desacreditar cualquier referencia racional posible a la misma. En resumen, lo que el pensamiento patrístico y medieval había concebido y realizado como unidad profunda, generadora de un conocimiento capaz de llegar a las formas más altas de la especulación, fue destruido de hecho por los sistemas que asumieron la posición de un conocimiento racional separado de la fe o alternativo a ella”[41].
La Encíclica describe luego, en una breve síntesis, el desarrollo histórico de este proceso[42]. En este punto es de interés abordar el núcleo -por así decir- teórico del problema, que abarca todo el arco de la modernidad para llegar a la llamada, con un término no pacífico, “postmodernidad”[43]. Fe y razón se conciben como dos realidades mutuamente extrínsecas, cuando no se presentan en competencia o directamente en abierta oposición[44].
El presupuesto dogmático y acrítico que se encuentra en la base de semejante concepción parte por considerar absoluta la razón, porque al mismo tiempo está separada y es totalizadora[45]. En nombre de la claridad y distinción de la “idea”, la razón es ante todo separada del acto articulado con el cual la conciencia “intenciona” lo real. En segundo lugar, a esta razón separada y concebida como medida solar de lo real se le atribuye una fuerza totalizadora. Se concibe como el horizonte acabado de todo conocimiento.
Se puede, entonces, comprender bien cómo la fe se considera en sí misma “fuera” del ámbito racional y, por consiguiente, incapaz de un conocimiento adecuado. Y esta lógica no cambia con la sustitución de las distintas formas de la relación razón-fe. La fe puede presentarse ora como a-racional, es decir, como otra cosa en relación con la razón, ora como supra-racional y por lo tanto más allá de la razón humana, ora directamente como ir-racional y, por consiguiente, contradictoria en sí misma con la razón. En cualquier caso, se llegará necesariamente a la conclusión de que se trata de una realidad extrínseca por su propia naturaleza.
Semejante dogmatismo acrítico en la forma de concebir la razón, acogido ampliamente, aunque a menudo en forma inconsciente, por la práctica eclesiástica y el pensamiento teológico, relega la fe a un carácter puramente superadditum. Si un hombre desea vivir de acuerdo a la razón, deberá prescindir de esta dimensión “sobreañadida”.
Son evidentes las consecuencias de tal planteamiento en la teología: la visión extrínseca de la relación razón-fe encierra a los teólogos en una especie de “reserva”, marginándolos, en lo substancial, de una relación fecunda con la filosofía[46]. Tampoco podrá evitar este estado de cosas una apologética lógicamente rigurosa que procure justificar racionalmente el carácter suprarracional de la fe, desde el momento que en la relación dialéctica con el interlocutor ha asumido esta lógica, dejándose determinar por ella incluso en los aspectos metodológicos vinculados, precisamente, con la concepción de la razón y de la fe y de su mutua relación.
El discurso teológico se vuelve estructuralmente carente de homogeneidad en relación con el discurso propiamente racional. Por consiguiente, será necesario transcribir sus contenidos religiosos en términos de la "sola razón". Así, resulta imposible hablar de “razón teológica” -como lo hace en cambio Fides et ratio[47]-del mismo modo como será muy difícil evitar un grave divorcio entre la filosofía y la teología”[48].
Fides et ratio percibe claramente la consecuencia paradójica de este proceso de absolutización de la razón moderna en el “recelo cada vez mayor hacia la razón misma”[49]. Me referí en otro lugar al iluminismo insatisfecho para aludir precisamente a este resultado histórico de la modernidad[50]. En efecto, al identificar la evidencia de una razón separada y absoluta con toda la evidencia, la modernidad ha pretendido demasiado de la razón, y decepcionada ante el resultado de esta violencia ejercida sobre la verdad, terminó por desconfiar de las propias capacidades efectivas de la razón[51]. El final de la parábola moderna es un debilitamiento tal de la razón que ha conducido al pensamiento occidental a agotarse en un problematicismo de índole cada vez más nihilista[52].
¿Cómo dar respuesta al drama de la separación de la fe y la razón? El Magisterio no pretende “indicar a los teólogos determinadas metodologías”[53], sino instarlos a asumir en profundidad, en su labor teológica, las exigencias provenientes de la Revelación, entre las cuales se encuentra la recuperación del fundamento de la verdad. Es lo que Fides et ratio denomina “la dimensión metafísica de la realidad”[54]… “Sólo deseo afirmar -dice el Papa- que la realidad y la verdad trascienden lo fáctico y lo empírico, y reivindicar la capacidad que el hombre tiene de conocer esta dimensión trascendente y metafísica de manera verdadera y cierta, aunque imperfecta y analógica”[55]. No faltan preciosas sugerencias invitando a revisar el realismo clásico, asumiendo los significativos aportes modernos a los temas de la antropología[56] y de la historia[57], sin renunciar a la “necesidad”. Fides et ratio abre en cierto modo el camino para la elaboración de una ontología antropológica[58], capaz de considerar el carácter de evento histórico propio de la verdad que incluye intrínsecamente la libertad (factual)[59].
Para llevar a cabo semejante tarea, será necesario superar el pernicioso extrinsecismo entre la fe y la razón. Ya no deberán enfocarse en una competencia extrínseca, sino como dos dimensiones provenientes de la misma energía cognoscitiva, respetando plenamente el elemento gratuito propio de la fe cristiana. En particular, será preciso mostrar cómo la fe, sin confundirse con la razón, representa el fundamento crítico, y cómo la razón teológica[60] se construye con fisonomía autónoma en relación con la razón filosófica sin disminuir por esto el intercambio necesario entre filosofía y teología. Tal vez la alusión ya sugerida por Scheeben[61] a la analogía nupcial -en cuanto permite mantener la diferencia sin destruir la unidad- podría iluminar de mejor manera también la relación fe-razón. Esta analogía puede encontrar su plena legitimación en el magisterio original de Juan Pablo II -y antes en el pensador Karol Wojtyla- sobre el hombre y la mujer[62].
Además de reformular las categorías de razón y fe, Fides et ratio anima a filósofos y teólogos a redefinir nociones decisivas tales como verdad, evento, Revelación, necesidad, historia y libertad en la perspectiva unitaria de la “dimensión metafísica” que permite el paso “del fenómeno al fundamento”.
3. La verdad como evento
En estricta coherencia con el replanteamiento, en clave de unidad dual[63], de la relación fe-razón como condición implícita de la necesidad “de reflexionar sobre la verdad”[64] y ante la exigencia de la evolución histórica del pensamiento a partir de la modernidad, Fides et ratio acomete la tarea de la indagación sobre la verdad. Y no lo hace partiendo de un terreno por así decir “neutral”, como si fuera necesario abrir para la vedad un espacio intermedio inexistente entre la indagación filosófica y la teológica. La Encíclica, en cambio, reivindica para la fe el carácter cognoscitivo[65], para el intellectus fidei[66] el del saber y para la teología el carácter de ciencia crítica y sistemática[67]. Así se plantea claramente la naturaleza de la “razón teológica”. En segundo lugar, ésta se visualiza en significativo diálogo con la razón filosófica en cuanto está ligada con la raíz misma del pensamiento[68]. La Encíclica cita a San Agustín: “Todo el que cree, piensa; piensa creyendo y cree pensando… Porque la fe, si lo que se cree no se piensa, es nula[69]”. En suma, la descripción, hecha con especial acuciosidad, de los diferentes estados de la filosofía[70] en sí misma y en relación con la teología, prepara el terreno en el cual Fides et ratio elabora su profundización del concepto de verdad, refiriéndose directamente a la constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II.
Es conocido el progreso que, en continuidad con la encíclica Dei Filuis propuso el documento conciliar[71]: además del carácter universal de la verdad[72], se reconoció su importancia para la salvación y su carácter histórico[73]. En la base de la concepción de la verdad de Dei Verbum, se encuentra la consideración del misterio de Jesucristo[74]. El cardenal De Lubac describe esto con precisión al afirmar que la encíclica Dei Verbum sustituye una “idea abstracta de la verdad por la idea de una verdad tan concreta como sea posible, es decir, la idea de la verdad personal, que aparece en la historia y desde el seno mismo de la historia es capaz de sostener toda la historia; la idea de esta verdad en persona que es Jesús de Nazaret, plenitud de la Revelación”[75].
La categoría de evento es fundamental para comprender mejor el desarrollo propuesto por Fides et ratio a la concepción de verdad propia de Dei Verbum. Si no nos equivocamos, esta categoría aparece nueve veces en el texto magisterial[76], y se reconoce ante todo su carácter central para la Revelación cristiana[77]. Ella se presenta, en efecto, como teológicamente adecuada para identificar el hecho de Jesucristo, plenitud de la revelación[78], en su triple valor de acontecimiento histórico[79], de salvación[80] y universal[81]. Antes de describir brevemente la naturaleza del evento-verdad que es Jesucristo, mediante una rápida revisión de estas tres propiedades, es conveniente señalar el valor filosófico de la categoría de evento. Esto confirmará, entre otras cosas, cómo Fides et ratio, superando el extrinsecismo fe-razón y sin perder de vista la necesaria distinción y la autonomía propia de las dos dimensiones, invita a buscar una concepción integral de la verdad. La misma Encíclica invita además a esta profundización cuando afirma: “La encarnación del Hijo de Dios permite ver realizada la síntesis definitiva que la mente humana, partiendo de sí misma, ni tan siquiera hubiera podido imaginar: el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre. La verdad expresada en la Revelación de Cristo no puede encerrarse en un restringido ámbito territorial y cultural, sino que se abre a todo hombre y mujer que quiera acogerla como palabra definitivamente válida para dar sentido a la existencia”[82]. Si Jesucristo, como se ha dicho con agudeza[83], es la respuesta que antecede a la pregunta constitutiva del enigma del hombre lanzado al ser, es posible comprender la profunda correspondencia existente entre la realidad (el ser) en su estado natural y Cristo como plenitud de la realidad[84], y esto sin eliminar ni siquiera una coma a la absoluta gratuidad del evento de Cristo, que jamás es deducible.
El ser no es aprehendido en forma inmediata por el concepto humano. Esto no significa que el acto de conciencia que intenciona lo real no alcance lo real en sí mismo; únicamente da cuenta de su complejidad. La forma originaria del saber no es de tipo conceptual, sino una intuición de carácter simbólico en el sentido kantiano (antepredicativa). Cuando interviene el concepto (intelección predicativa), siempre va precedido por un saber, en sí mismo no reflejo, pero que hace posible la reflexión. No es posible superar esta dialéctica recurriendo a un concepto superior capaz de adecuar su objeto. El juicio comprende su objeto a través de un objeto distinto que por lo tanto funciona como signo. Inmediato es únicamente este objeto distinto que anticipa al originario[85]. Se comprende por qué el fundamento es evento (e-venio) que se da y muestra sólo donándose, haciendo, al mismo tiempo, existir al “sujeto”[86]. El ser se da así en el signo (signo real, en cierto sentido, sacramental[87]) y pone inmediatamente en juego al sujeto, dando consistencia a su libertad irreducible a todo a priori de tipo racional (una teoría que lo justifique) o “trascendental” (autoposición de la subjetividad). Así, razón y voluntad/libertad están originariamente implicados en el conocimiento porque el ser se muestra sólo donándose. Juicio y justicia son por lo tanto una endíadis para decir “verdad” y la fe se revela como la forma crítica radical de la razón, que justifica el carácter insostenible de cualquier extrinsecismo entre ambas. Cuando surge por gracia, la fe cristiana revela el sentido profundo de la verdad como evento: en realidad indica que para ir al fundamento (Trinidad) que llama libremente, es preciso decidirse al seguimiento del evento que realiza históricamente la evidencia (simbólica) del fundamento mismo: Jesucristo. Se manifiesta así la correspondencia profunda -jamás exigible a la razón- entre la naturaleza de realidad y la Revelación y, por consiguiente, entre la razón misma y la fe como base de un saber crítico de la fe (teología). La afirmación de Colosenses- “La realidad en cambio es Cristo”[88]- o la perspectiva de Corintios[89]-o la perspectiva de Corintios –“Dios todo en todos”- lejos de despojar a lo real de su consistencia propia, revelan toda su positividad. Contra todo fideísmo, pero también contra la pretensión racionalista[90]-retorno constante de Scilla y Cariddi en la historia del cristianismo- el evento-verdad hace valer toda su fuerza. Una ontología del signo real salva hasta el fondo al realismo clásico, reconociendo al mismo tiempo a la libertad finita el poder-deber dramático que le es propio: decidirse por el fundamento que la instituye como tal, es decir, como libertad efectivamente libre. Esto es inmediatamente exigido por el “conocer”, precisamente, porque el ser se muestra en cuanto donado. Las aporías vinculadas con la necesidad y la historicidad o aquellas que son producto de la pretensión de deducir la diferencia ontológica, pueden encontrar solución sin caer en derivaciones problematicistas o relativistas, que impiden al hombre alcanzar el terreno sólido de la cosa en sí.
No corresponde aquí, obviamente, preguntarse si Fides et ratio autoriza semejante fundamentación del concepto de verdad. ¡no es su objetivo! Un tal intento debe apoyarse solamente en su capacidad de exhibir rigurosamente sus razones. ¡La Encíclica no pareciera excluir esto! En todo caso, formulada esta hipótesis (¡sólo eso es posible!), conviene ahora ilustrar brevemente lo dicho por la Encíclica sobre Jesucristo como evento, mediante una breve descripción de las características que le atribuye Fides et ratio.
La categoría evento pone en primer plano la importancia de la historia (espacio y tiempo). Los números 11 y 12 de Fides et ratio abordan con particular vigor este dato. Para la reflexión cristiana, la historia constituye un factor fundamental por dos motivos.
En primer lugar, si la verdad es, en último término, identificable con un hecho histórico, este evento posee un carácter definitivo. Es el caso del acontecimiento de Jesucristo[91]. En realidad, en el misterio de Jesús de Nazareth, la verdad se ofreció al hombre de una vez y para siempre: no es posible esperar una revelación ulterior. Toda búsqueda de la verdad está objetivamente destinada a una comparación con el evento histórico de Jesucristo[92]; sólo en el Misterio pascual de Cristo es posible conocer la verdad en plenitud[93]. Por otra parte, es en la historia donde este evento permanece y va al encuentro de todos los hombres de todos los tiempos: la categoría de evento indica un hecho que comienza en el pasado y llega hasta hoy, haciéndose presente aquí y ahora[94]. La Encíclica propone, implícitamente, la contemporaneidad del evento cuando habla del ofrecimiento que Jesucristo, que es la Verdad, hace de Sí mismo al hombre en términos de encuentro[95]: sólo es posible encontrarse con una realidad si está de algún modo presente. La reflexión teológica es llamada a profundizar sobre la naturaleza de esta doble historicidad característica del evento (ocurrido en el pasado y al mismo tiempo presente). El texto magisterial nos ofrece al respecto dos preciosas sugerencias: ante todo, cuando enuncia el tema significativo de la “lógica de la encarnación”[96], para luego hablar, en segundo lugar, del “horizonte sacramental de la revelación”[97].
El carácter histórico del evento arroja mayor luz sobre su naturaleza universal. En oposición a la objeción de Lessing[98], la Encíclica puede señalar con vigor la posibilidad de que esta verdad, ocurrida en la historia, constituya la Verdad concreta universal: “el misterio de la Encarnación será siempre el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo”[99]. Poniéndonos en guardia frente al peligro del historicismo[100], la Encíclica indica el camino real para superar la perniciosa objeción de Lessing, que todavía siembra el escepticismo entre los mismos cristianos. La consideración de la verdad como evento, a la cual nos referimos anteriormente, puede proporcionar otros motivos para mostrar el carácter rigurosamente pertinente de esta respuesta.
El tercer carácter del evento que plantea la Encíclica es el valor salvífico de la verdad que acontece en la historia. Afirmar que Jesucristo, la verdad en persona, es contemporáneo de todos los hombres de todos los tiempos, significa señalar su carácter de salvador. La permanente búsqueda de sentido, es decir, de respuesta a las preguntas fundamentales, que caracteriza al hombre como ser que busca la verdad[101], se plantea al comienzo de Fides et ratio: “… cuanto más conoce la realidad y el mundo… le resulta más urgente el interrogante sobre el sentido de las cosas y sobre su propia existencia”[102]. La respuesta a la interrogante sobre el sentido constituye la única garantía de una vida vivida humanamente[103] y por consiguiente, cuando el hombre la encuentra por gracia, encuentra la salvación. La verdad como evento que -como se ha dicho- “instituye” la libertad, encuentra en Jesucristo, por gracia de la Revelación, su nombre realizado: Él es la comunicación misericordiosa de los Tres que son el Único originario Amor[104].
En este punto podría presentarse una dificultad (sobre todo si consideramos lo ocurrido en la teología después del Concilio Vaticano II). ¿Se corre el riesgo, al presentar la verdad revelada como “evento”, de debilitar la necesidad de recurrir a rigurosas formulaciones dogmáticas? ¿No ha conducido la crítica al intelectualismo, al conceptualismo y al doctrinarismo, implícita en las tesis de la verdad como evento, a un grave debilitamiento de la referencia a la formulación dogmática de las mismas verdades de fe? La respuesta de Fides et ratio es clara: “…la Verdad divina, ‘como se nos propone en las Escrituras interpretadas según la sana doctrina de la Iglesia’, goza de una inteligibilidad propia con tanta coherencia lógica que se propone como un saber auténtico”[105]. Por consiguiente, no es en absoluto lícita una posición por así decir “anti-intelectualista” que niegue la necesidad de “expresiones conceptuales, formuladas de modo crítico y comunicables universalmente”[106], cuyo ejemplo eminente es la formulación dogmática[107]. Por lo tanto, no se puede poner en duda “la perenne validez del lenguaje conceptual usado en las definiciones conciliares”[108].
A las afirmaciones inequívocas con las cuales la Encíclica quiere, entre otras cosas, marcar la continuidad con el Magisterio anterior, sobre todo con Dei Filius[109], será suficiente añadir aquí una simple nota. El recorrido teórico sugerido no niega el valor del lenguaje predicativo y sólo pide respetar su necesaria articulación a partir de la intelección (¡siempre se trata de intelección!) antepredicativa. Así, en esta óptica -en la cual razón, voluntad, fe y libertad entran simultáneamente en juego- surge con vigor el carácter cognoscitivo de la fe, así como el carácter eminentemente crítico de la razón teológica.
Es oportuno citar al respeto una expresión precisa de la Encíclica: “Siendo obra de la razón crítica a la luz de la fe, el trabajo teológico presupone y exige en toda su indagación una razón educada y formada conceptual y argumentativamente”. Es función de la razón teológica exhibir las razones propias de la fe. Es el médium quo; la teología elabora el conocimiento precrítico de la fe en conocimiento sistemático y crítico. Por consiguiente, la scientia fidei[110] constituye el saber sistemático y crítico de la fe, construido mediante la razón teológica[111].
4. Gesto sacramental y acto de libertad
“En Jesucristo, que es la Verdad, la fe reconoce la llamada última dirigida a la humanidad para que pueda llevar a cabo lo que experimenta como deseo y nostalgia”[112]. En este pasaje, en que la Encíclica retoma temas que aparecen muchas veces a lo largo de todo el texto, está concentrado el drama constitutivo del hombre. Las preguntas imposibles de suprimir, que constituyen el tejido de su “corazón”[113], expresan el deseo de realización que el hombre, en cuanto capax Dei, tiene en su interior sin poder darse por sí mismo una respuesta satisfactoria. Por este motivo, el deseo adquiere rasgos de nostalgia, no sólo de “algo” perdido (la Encíclica dedica breves, pero significativas alusiones al tema del pecado y su peso, que hace fatigosa la búsqueda de la verdad[114]), sino más que nada de “alguien” en quien confiar como fuente de “conocimiento verdadero y coherente[115]” en la cual “está guardada la respuesta satisfactoria para cada pregunta aún no resuelta”[116].
De este modo se revela que hacerse cargo del drama del hombre es el objetivo de toda la Encíclica que, en cuanto expresión amorosa del Magisterio petrino, no puede prescindir de hacer explícita la naturaleza salvadora de la verdad. Así, abordando un tema específico e incluso técnico, como es el de la fe y la razón, vinculado con el tema de la verdad, la enseñanza de Juan Pablo II viene al encuentro de la pregunta central de la contienda sobre lo humanum que marca el debate contemporáneo[117].
La vigorosa invitación a superar todo extrinsecismo entre fe y razón, así como la preocupación por captar la verdad en su articulada naturaleza universal, histórica y salvífica, muestran indirectamente lo que para Fides et ratio es el verdadero rostro del hombre, como misterio de gracia y libertad. Me limitaré aquí a enunciar, a modo de conclusión, casi como un índice, algunos rasgos relevantes.
El primer rasgo implicado en la antropología de Fides et ratio tiene un sello estrictamente woytiliano y hace eco en forma muy especial a Redemptor hominis[118]. Tal vez pueda resumirse en la siguiente afirmación: “¿Dónde podría el hombre buscar la respuesta a las cuestiones dramáticas como el dolor, el sufrimiento de los inocentes y la muerte, si no en la luz que brota del misterio de la pasión, muerte y resurrección de Cristo?”[199]. La pregunta iba precedida por una cita de la afirmación central de Gaudium et spes (“Con esta revelación se ofrece al hombre la verdad última sobre la propia vida y el destino de la historia”)[120], acompañada de esta significativa glosa: “Fuera de esta perspectiva, el misterio de la existencia personal resulta un enigma insoluble”[121]. Enigma y drama son dos categorías totalmente distintas, pero íntimamente vinculadas, empleadas por el Santo Padre para penetrar en el misterio del hombre. Cuando toma conciencia de sí mismo, el hombre advierte que existe, pero que no tiene en sí mismo el propio fundamento. ¿Cómo no ver aquí el enigma en todo su sentido? Así, es inevitable que este enigma marque la vida de todos los días, que trae consigo “La urgencia de algunas preguntas esenciales y a la vez abriga en su interior al menos un atisbo de las correspondientes respuestas”[122]. ¡He aquí cómo se perfila la naturaleza dramática de la existencia humana! ¿Hay una respuesta satisfactoria al enigma? Y si ésta se propone, ¿qué ocurre con el drama del hombre? ¿Permanece o se disuelve? ¿Cuáles son las consecuencias de una u otra hipótesis?
En el ámbito de estas preguntas, siempre vinculadas con el tema de la verdad y de su conocimiento (a través de la fe y la razón), la Encíclica indica el segundo rasgo de una adecuada antropología: la reafirmación de su naturaleza cristocéntrica, en la estela de los famosos pasajes 14 y 22 de Gaudium et spes[123], que reaparecen en todos los documentos centrales de Juan Pablo II.
Jesucristo mismo entra en escena como protagonista, como el hombre en sentido propio y total. De esto da testimonio la narración evangélica: Él se propone a los suyos como plenitud de lo humano, provocando la libertad en la fe, conocimiento confiado y conmovido, que anima en los corazones el seguimiento[124]. Cristo se ofrece por consiguiente como el camino hacia el fundamento de la verdad en el momento mismo en que revela su rostro. Él, crucificado y resucitado, lleva a cabo una perfecta correspondencia (analogía) entre la Trinidad (fundamento) y la libertad finita. En el “propter nos homines”, es decir, “en el ofrecimiento total de sí mismo en su verdadero cuerpo, sacramento de su persona singular”[125], Jesús manifiesta la realización efectiva de la libertad creada, cuya naturaleza consiste en ser para otro. En la realidad de la libertad finita se manifiesta la naturaleza enigmática del hombre. En realidad, su libertad, siempre determinada históricamente, es indeducible y -si bien se sabe que está destinada a ser para otro- requiere un evento de libertad / verdad para consumarse. El acontecimiento de Cristo resuelve, por gracia, el enigma del hombre proponiéndose como el camino[126].
Y aquí se abre el espacio para el tercer rasgo distintivo de la antropología desarrollada por Fides et ratio: “Solamente en este horizonte de la verdad, (el hombre) comprenderá la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo”[127]. Tal vez se puede comentar este pasaje final de la Encíclica, que retoma el tema aludido otras veces de la relación verdad-libertad[128], recurriendo a una famosa y simple expresión de von Balthasar: Jesucristo resuelve el enigma del hombre, pero no decide previamente su drama[129]. Evitando el riesgo de cosificar la verdad, lo cual mortificará inexorablemente la gran dignidad de la libertad humana, pero también evitando la tentación[130] de dejar la libertad en manos de sí misma negándole el acceso al fundamento de la verdad, Fides et ratio abre equilibradamente una sólida vía: “ver” (fe) en la sustitución vicaria de Cristo el ofrecimiento al hombre de una libertad realmente liberada. ¿Cómo? En la mediación sacramental (expresión supremamente objetiva del médium intrínseco que es la Iglesia), en la cual Jesucristo concentra, el Jueves Santo, el memorial de Su pasión, cruz y Resurrección, se da objetivamente al hombre la posibilidad de consumar un acto de libre correspondencia con el fundamento de la verdad (trinitario).
Se comprende muy bien por qué la Encíclica introduce el tema “del horizonte sacramental de la Revelación” y en particular del signo eucarístico[131], llegando incluso a hablar de “lógica de la encarnación”. En realidad, sólo así se ve cómo el enigma humano se resuelve en Cristo, conservándose al mismo tiempo el carácter inevitablemente dramático de la libertad, como emblema de la totalidad del hombre y como expresión de su insuprimible anhelo del fundamento de la verdad.
La antropología adecuada proclama de este modo, sin poder exigirla, la demanda del evento cristológico como manifestación trinitaria. Esto a su vez señala en la eclesiología, manifiesta en el sacramento (como núcleo de la traditio catholica y por consiguiente referido objetivamente a las escrituras interpretadas auténticamente por el Magisterio), el camino que puede recorrer efectivamente la libertad. Acontecimiento eclesial -como lo entiende la lógica de la encarnación, es decir, como trama existencial de circunstancias y relaciones cuya forma, en sentido propio, es al Eucaristía- y acto de la libertad humana -siempre determinado históricamente y por lo tanto inalienable en sí mismo y por sí mismo, dispuesto a la obediencia de la fe [132]- describen la elevada dignidad del hombre. Se muestra entonces cómo, en la óptica cristiana, cada fibra de lo humano exalta en grado sumo la insuprimible búsqueda de la verdad. Por este motivo, Fides et ratio es un nuevo comienzo, que confía en la capacidad del hombre -de su razón y libertad- de llegar al fundamento de la verdad.