¿Por qué la vida tiene valor y es inviolable? La vida del hombre tiene valor, si tiene valor el hombre.  La controversia actual sobre la vida no es sino un capítulo de la controversia mayor sobre el hombre, sobre aquello en lo que se apoya su dignidad.  Gran parte de la cultura moderna pretende salvar al hombre alejándolo de Dios y, para ello, trata de establecer una contraposición de principio entre la realización del hombre y la fe.  Sin embargo, el misterio de la vida se sitúa dentro del misterio de la relación con el otro y con el Creador.  El desprecio por la vida es un desprecio por el hombre y, en lo concreto, la vida prevé una concepción, un nacimiento, un desarrollo en el tiempo y el paso por la muerte.  El que pretende manipular uno solo de estos pasos, manipula al hombre.  De este modo se manipula la relación constitutiva del hombre con Dios, y en esta pretensión está incluida una muerte aún peor que aquella que se inflige a otra vida: la muerte de la autoconciencia, de la clara comprensión de sí mismo.

Why is life meaningful and sacred? Man’s life has significance, if man is significant.  The present controversy about  life is nothing but a chapter in the greater debate man, about the origin of his dignity.  A great part of modern culture pretends to save man by distancing him from God, and in so doing, tries to establish a counter position of principle between man’s realization and his faith.  Nevertheless, the mystery of life falls within the mystery of the relationship with one another ant with the Creator.  Contempt of life is contempt of man and, specifically, life contemplates conception, birth, development and death.  Whoever pretends to manipulate one of these steps, manipulates man.  Thus the intrinsic relationship between man and God is manipulated, and such pretence, includes a death far worse than that which is inflicted upon another life: the death of self-awareness, the clear understanding of oneself.

¿Por qué la vida tiene valor y es inviolable? La vida del hombre tiene valor, si tiene valor el hombre.  Si el hombre pierde la percepción existencial del valor infinito de su persona, en ese mismo instante su vida pierde el sentido.  Se vuelve insensata.  De nada vale, en ese caso, la fuga a un vitalismo que pretenda disimular la irremediable pérdida de fondo.  Todo vitalismo que olvide la dignidad del hombre se precipita, tarde o temprano, en un naturalismo o en un esteticismo que son sólo formas latentes de afirmaciones de la nada.  Como la sombra de un sueño que huye (Shakespeare).  Desde esta perspectiva, la vida se vuelve como lo repetía uno de los maestros de la filosofía contemporánea, Martín Heidegger, “ser para la muerte”.

Por consiguiente, la controversia actual sobre la vida no es sino un capítulo de la controversia mayor sobre el hombre.  ¿Quién es el hombre? ¿Quién soy yo? ¿Por qué el yo, por qué el hombre tiene un valor irresistible?

1. Fundamento de la dignidad del hombre y, por tanto, del valor de su vida

¿En qué se debe apoyar la dignidad del hombre y, por tanto, la dignidad de la vida misma del hombre?  Gran parte de la cultura moderna pretende salvar al hombre alejándolo de Dios y, para ello, trata de establecer una contraposición de principio entre la realización del hombre y la fe (J. P. Sartre), o de seguir defendiendo al hombre prescindiendo de la fe (Heidegger).  Este intento ya ha dado pruebas abundantes de fracaso, y el resultado es que hoy ya nadie hable de humanismo.  En realidad, como escribió Juan Pablo II en la Evangelium vitae, “a la rebelión del hombre contra Dios… se añade la lucha mortal del hombre contra el hombre” (n. 8) y, antes, del hombre contra sí mismo.  Como decía el Cardenal De Lubac, el hombre puede organizar, sin duda alguna, una tierra sin Dios, pero sin Dios él no puede, a fin de cuentas, sino organizarla contra el hombre.  Si el otro hombre no es de Dios, no es “propiedad” de Dios, puedo hacer de él lo que quiero.  Pero si el otro es propiedad de Dios, tengo que respetar esa pertenencia divina.  Y si la pertenencia a Dios, como criatura, es una prerrogativa del hombre, yo también soy propiedad de Dios y, por tanto, estoy unido al otro con un vínculo substancial.  El sentido de la dignidad de mí mismo, de mi persona y de mi vida, está vinculado estrechamente al sentido de la dignidad del otro, pero ninguno de los dos vale si el hombre, como afirma Sartre en su conferencia “El existencialismo es un humanismo”, es “uno que debe llegar a ser sí mismo de la nada.  Por este camino, el hombre y su vida pronto se vuelven una pasión inútil”.

Así, al abandono de la presencia de Dios no ha seguido la exaltación del hombre y de su existencia, sino, por el contrario, el desprecio de sí mismo y la pérdida del criterio de la relación social con el otro.  “¿Qué clase de vida es la nuestra, si no tenéis una vida en común?”, pregunta el poeta (T.S. Eliot); pero ¿cómo es posible una vida en común si esa comunión no es ya principio de nuestro ser, si la relación con el otro y con la vida del otro no es para nosotros coesencial y connatural?  Una vida solitaria y transcurrida en una mala soledad no es, desde luego, la aspiración del hombre, e incluso un escritor contemporáneo hablaba de la superación de este estado como problema central de la vida misma.

2. Contradicciones de la sociedad en la concepción de la vida

La encíclica Evangelium vitae aborda el cuadro de conjunto de todas estas temáticas y representa, por tanto, un documento extraordinario en la actual controversia sobre el hombre.  Llega incluso (por la concepción no solipsística de la persona humana y de la vida del hombre) a formular un penetrante juicio social y una poderosa crítica del pensamiento y de las evidencias socialmente dominantes, en momentos en que gran parte de las voces se elevan en el Occidente únicamente para defender los privilegios y el bienestar material adquirido y amenazado por otros “mundos”.

En realidad, la Evangelium vitae capta un aspecto inédito de los atentados contra la vida humana, que se multiplican sobre todo cuando es débil e indefensa, en su comienzo (nn.58-63), y cuando termina (nn. 64-67).  Esta es la dimensión social de su realización.  De hecho, estas prácticas contra la vida tienden a ser reivindicadas, a nivel de la opinión pública, como derechos de la libertad individual; se llevan y buscan una legitimación en las normas jurídicas de los estados, separando radicalmente la ley civil de la ley moral (cf. N. 68-77).

Con esto se introduce algo explosivo en la convivencia democrática.  En el centro de la convivencia social reglamentada por la ley ya no se encuentra el reconocimiento de los derechos originales e indispensables, válidos para todos y cada uno, partiendo del derecho más fundamental: el derecho a la vida.  Alejada de las bases morales, la democracia corre el peligro de volverse un pretexto para hacer prevalecer el derecho de los más fuertes contra los más débiles.

La “cultura de la muerte”, que amenaza al hombre y su civilización, se desarrolla allí donde la vida humana deja de ser un valor sagrado e inviolable y se transforma en un bien de consumo que se valora según su utilidad o su goce.  Así, “la calidad de la vida” se vuelve un criterio materialista.  El sufrimiento es inútil, el sacrificio por los demás es injustificado, el niño que crece en el seno materno es un peso que se puede eliminar sin remordimientos.

En esta encíclica, Juan Pablo II reveló la división interna que aqueja a una sociedad que, por un lado afirma la inviolabilidad de los derechos humanos y luego se declara favorable a la manipulación del evento que constituye el fundamento de todo derecho real y posible: la vida.

El Papa analizó también la esquizofrenia de la que padece el Occidente en otra de sus manifestaciones macroscópicas: la división entre la afirmación de la necesidad de una moralidad “publica”, por un lado, y la de una supuesta indiferencia de la inmoralidad “privada”, por el otro (cf. Nn. 69,101).  Aquí también se manifiesta, de otra forma, lo ilusorio que es creer que se puede resolver la relación entre la moral y la política sin resolver aquella que existe entre el sentido del Misterio (religioso) y la moral, entre la fe y la moral.  Es errónea la convicción de que es posible mantener vivos los valores que entraron en la historia de Europa con el cristianismo, si se separan de una referencia concreta a Cristo.  Los efectos devastadores de ese “experimento” son presentados con sumo realismo por el Santo Padre.  Entre ellos, la pérdida: a) del correcto y sano sentido de sí mismos; b) del significado del propio cuerpo; c) de la propia sexualidad; d) de la propia vida; e) de la experiencia del sufrimiento; f) del significado de la muerte.

3. El hombre, camino de la Iglesia

Ante este envilecimiento de la dignidad del hombre, en los distintos campos de su existencia, el Papa reafirma que “el hombre es el camino de la Iglesia”, puesto que el Hijo de Dios se hizo hombre y eligió la humanidad como vida propia.  La Iglesia lleva en sí misma la afirmación concreta de la dignidad del hombre, de todo el hombre y de todos los hombres.

Como exclamó Pablo VI al terminar el Concilio Vaticano II: “Vosotros, humanistas modernos, que renunciáis a la trascendencia de las cosas supremas, reconoced nuestro nuevo humanismo; nosotros también, más que todos, somos estudiosos del hombre” (7. Dic. 1965).

El cristiano halla en Jesucristo al hombre plenamente “realizado” según el designio del Padre.  Dios, en Jesucristo, otorga al hombre el don de la más elevada soberanía, la vocación más elevada y el reconocimiento más completo.  Por eso los cristianos lo proclaman Señor de toda la creación, resplandeciente con la gloria de Dios, capaz de relacionarse con Él, llamado a participar desde ahora de la misma vida de Dios.  El que haya tenido la gracia del encuentro con Cristo es un humanista convencido, porque vive ya, desde ahora, una relación nueva entre los cristianos y con todos.  ¿Quién es hoy, de hecho capaz de rescatar al hombre en el punto de su máxima caída?  Este es el motivo por el cual existe la preocupación desinteresada por los inmigrados de todas las regiones de la tierra, por los drogadictos, los enfermos de sida, que incluso las propias familias de origen rechazan, por los hombres de todas las razas y edades que se han hundido hasta lo más profundo, que han llegado “hasta el extremo”.  La acogida y el abrazo al ser humano encuentra en la escena que se desarrolla junto a la cruz de Cristo un fundamento completo.  Jesús dice a la Madre: “Mujer, he aquí a tu Hijo”, y agrega, volviéndose hacia Juan: “He aquí a tu madre”.  El evangelista termina: “Y el discípulo la acogió en su casa”.  Nace un nuevo parentesco, más fuerte duque el de la carne y la sangre.  En él se manifiesta, a quien lo quiera ver, un rayo luminoso de la Resurrección y de la victoria de Cristo, de Cristo Redentor del hombre. Él dijo de sí mismo: “Yo soy la vida”.

Con esta encíclica, Juan Pablo II reafirma el anuncio: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han tocado nuestras manos acerca de la palabra de la vida (…) lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros (…) para que vuestro gozo sea completo” (1 Jn 1, 1-3).  Por medio de este anuncio, proclamado en todos los ambientes de la existencia humana (cf. N. 4), se difunde el Evangelio de la vida y con nuestra existencia cambiada se renueva el asombro ante el hombre: “¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano para que de él te cuides? Lo hiciste inferior a un dios, coronándolo de gloria y esplendor” (Sal 8). De esta gloria del hombre nada queda excluido de su vida y de su ser.  Muchos menos su corporeidad y su sexualidad.  Precisamente, en la corporeidad sexuada se revela de modo singular su ser para otro y en ello también su ser a imagen y semejanza de Dios (cf. N. 43).

4. A manera de conclusión

El misterio de la vida se sitúa, pues, dentro del misterio de la relación con el otro y con Dios.  Nadie puede ser plenamente sí mismo si no lo es en la verdad de la relación con los otros y con el Otro.  El principio de la verdad de sí mismo es de comunión e implica una responsabilidad original ante el rostro y la vida del otro.  Sólo si aprendo a decir “tú”, puedo decir “yo”, hasta el fondo, soy libre (Emmanuel Lévinas y Olivier Clément están entre aquellos que, en la segunda mitad del siglo XX, subrayaron este llamamiento radical por el cual se afirma que el hombre es para el hombre.  Maximiliano María Kolbe, la Madre Teresa y muchos otros han dado una credibilidad histórica y de experiencia a esas afirmaciones antropológicas fundamentales).  Pero la calidad del amor al hombre se puede calcular según el modo en que se considera y se trata la propia vida, puesto que, como lo afirmaba ya Santo Tomás de Aquino, “para los vivientes, el ser es el vivir”. 

El desprecio por la vida es un desprecio por el hombre y, en lo concreto, la vida prevé una concepción, un nacimiento, un desarrollo en el tiempo y el paso por la muerte.  El que pretende manipular uno solo de estos pasos, con eso mismo manipula al hombre.  Pero esto significa hacerse propietarios de aquello para lo cual hemos sido constituidos sólo administradores y, por tanto es ir contra nuestra naturaleza de seres cuya vida es un don de Otro y cuya mayor dignidad es dada por la apertura a Él.  Manipular la vida es pretender manipular la relación constitutiva del hombre con Dios, y en esta pretensión está incluida una muerte aún peor que aquella que se inflige a otra vida: la muerte de la autoconciencia, de la clara comprensión de sí mismo.

Sólo tres días antes de haber sido blanco de la pistola calibre 9 de Agca, en la Plaza de San Pedro, Juan Pablo II recordaba esta verdad diciendo “el servicio al hombre se manifiesta no sólo en el hecho de que defendemos la vida del niño al nacer (o del moribundo).  Se manifiesta, contemporáneamente, en el hecho de que defendemos las conciencias humanas.  Defendemos la rectitud de la conciencia humana para que llame bien al bien y mal al mal, para que ella viva en la verdad.  Para que el hombre viva en la verdad, para que la sociedad viva en la verdad” (Regina Coeli, 10 de mayo de 1981).

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