Si pensamos una realidad, no nos quedamos presos en ella, en su figura más a mano, como si se tratara de un mero objeto; nuestra atención se dirige hacia todas las realidades que en tal realidad confluyen. He aquí un trozo de pan. Si fuera un mero objeto, producto de un proceso fabril, ¿tendría tal poder simbólico? Evidentemente no.
La idea de “creatividad” goza hoy de reconocido prestigio y general aceptación. Se intenta fomentar la creatividad en la empresa, en la investigación, en el arte, en la vida cotidiana… Se proclama una y otra vez la necesidad de educar a niños y jóvenes para la creatividad. Nada más acertado. Pero, ¿se sabe con precisión lo que implica la actividad creadora, qué exigencias plantea, cuál es su articulación interna?
Suele entenderse por actividad creadora aquella que da origen a una realidad nueva y sobresaliente. En este sentido es calificada de creativa la actividad de un gran artista, un buen poeta, un político genial… Esta calificación es, sin duda, justa. Pero debemos precisar dos puntos: 1) ¿cómo se articula esa experiencia creativa?, ¿brota de la nada?, ¿se da a solas? o, por el contrario, ¿es dual, dialógica?, ¿basta unirse con cualquier realidad para realizar una acción creativa?: 2) ¿puede darse una actividad rigurosamente creativa en la vida diaria más sencilla?, ¿en qué condiciones?
Si contestamos adecuadamente a estas cuestiones, estaremos en disposición de ampliar insospechadamente nuestras posibilidades de desarrollo personal y revalorizar la vida cotidiana. Veámoslo sucintamente.
La creatividad y el encuentro
Creatividad significa recibir activamente posibilidades fecundas en orden a dar origen a algo nuevo que encierra un valor. La creatividad es dual, dialógica. Implica la apertura del sujeto creador a realidades que son distintas de él, y en principio distantes, externas, extrañas, ajenas, pero que pueden llegar a serle íntimas, sin dejar de ser distintas. ¿Cómo puede darse esa unión íntima con realidades distintas? Aquí entra en juego el pensamiento filosófico. Empezamos a vislumbrar que para comprender a fondo qué es la experiencia creativa se requiere pensar con rigor. Más adelante descubriremos que pensar con rigor y vivir creativamente se implican, se exigen y fecundan mutuamente [1].
En primer lugar debemos estudiar los diversos modos de unidad que puede fundar el ser humano con las realidades de su entorno. Me uno a la mesa, levanto la mano y ¿qué queda? Nada. No ha habido creatividad alguna. El modo de unión que he fundado ha sido muy pobre. De igual le toco a un piano por fuera, admiro la sedosidad de su material, disfruto de su calidad expresiva, pero, una vez que termino la experiencia me quedo a solas con el mero recuerdo de la impresión sentida. En cambio, si sé tocar el piano, levanto la consola, introduzco mis dedos entre las teclas y empiezo a interpretar una obra. Fundo, así, un modo de unidad muy elevada con el piano, como instrumento, con la partitura, con la obra, con su autor, su estilo y su época. He sido creativo.
Esta forma de creatividad es posible porque he sabido recibir activamente las posibilidades de recrear en el teclado las formas musicales que me son ofrecidas por la partitura. La partitura me ofrece tales posibilidades porque es más que un objeto. Presenta las condiciones de los objetos, pero no se reduce a objeto. Tampoco es un sujeto, en sentido riguroso, pero sí es un centro de iniciativa. Constituye, por tanto, un “campo de realidad”, un “ámbito”. El descubrimiento de los ámbitos nos va a permitir fundar sólidamente la comprensión de la creatividad y de los valores. Es una investigación en verdad apasionante.
Un objeto es una realidad delimitable, mensurable, asible, pesable, situable en el tiempo y en el espacio. Un ámbito de realidad no presenta estas condiciones, pero no por ello es menos real. Una persona puede ser fácilmente medible con una cinta métrica, pero lo que ella abarca no queda delimitado por estas dimensiones. Veo por primera vez a una persona y capto el perfil de su figura y lo que abarca en cuanto realidad corpórea. Al mismo tiempo me hago cargo de que su alcance personal no se reduce a lo que estoy viendo en este momento. Esta persona abarca cierto campo en muchos aspectos: el afectivo, el estético, el ético, el profesional, el religioso… Es un centro de iniciativa que puede ofrecer posibilidades de un tipo o de otro y recibir las que les son ofrecidas. Viene a ser, por tanto, un campo de realidad, un ámbito. Lo mismo puede decirse de un barco y del mar. Por una parte presentan las condiciones de los objetos: son asibles, delimitables, situables… pero, además de eso, ofrecen diversas posibilidades, sobre todo las de pescar y navegar. En el momento de la botadura, la madrina corta la cinta simbólica, arroja la botella de champán contra el casco del barco, al tiempo que suenan las sirenas y los obreros retiran los sacos terreros. Entonces, la inmensa mole comienza a deslizarse hacia el mar. Inmediatamente se produce un choque, por cuanto ambos, mar y barco, tienen un aspecto objetivo. Pero, además de choque, ha tenido lugar aquí un encuentro, es decir, un entreveramiento de ámbitos [2].
Este entreveramiento da lugar a una experiencia reversible [3]. Es éste un concepto extraordinariamente fecundo, por cuanto la vida humana auténtica es un tejido de experiencias reversibles: el poeta configura el lenguaje, y el lenguaje nutre al poeta; el jugador modela el juego, y el juego inspira al jugador, le ofrece posibilidades en orden a fundar jugadas con sentido; el hombre forma comunidades, y las comunidades impulsan la vida del hombre; el intérprete configura la obra musical, y la obra configura al intérprete. Son experiencias reversibles, de dos direcciones, sumamente fecundas. La unidad que se funda en ellas es de calidad elevadísima. Si interpreto al órgano un coral de Bach, prodigio de paz y hondura, puedo unirme al autor, a su estilo y a su época de forma más íntima y fecunda que al auxiliar que roza mi hombro cada vez que pasa las hojas de la partitura.
Heidegger afirmó en cierta ocasión que quien habla propiamente no es el hombre; es el lenguaje a través del hombre. En su línea, H.G. Gadamer indica que en rigor no es el hombre el que juega, sino el juego a través del hombre. A mi entender, ambos autores reducen estas experiencias reversibles a experiencias lineales. Hombre y lenguaje, jugador y juego colaboran por igual en la fundación de un campo de juego, de una relación de encuentro [4].
El encuentro no es mera vecindad, fruto de la anulación de la distancias. Ni es tampoco mero choque, producto de la colisión de dos objetos. Es, sencilla y profundamente, un entreveramiento de dos ámbitos, dos realidades que son centro de iniciativa. Es muy importante notar que los objetos, por valiosos que sean, no pueden nunca encontrarse. Su vecindad es mera yuxtaposición. Un objeto puedo manejarla y dominarlo, pero no puedo encontrarme con él, ni tampoco con un ámbito reducido a objeto. De ahí la gravedad de la manipulación, que tiende a reducir el rango de los distintos seres.
El encuentro, en sus diversas formas, plantea al hombre, para darse, la adopción de una serie de actitudes vinculadas entre sí. Todas arrancan de la actitud de generosidad. De ésta se deriva la apertura de espíritu, la disponibilidad, la veracidad, la voluntad de estar a la escucha, la “simpatía” (capacidad de vibrar con el otro), la fidelidad, la lealtad, la paciencia, la magnanimidad, la sencillez…
Estas condiciones o exigencias de la creatividad, de la capacidad creadora de auténticas relaciones de encuentro, se denominan virtudes. Para los latinos, las “virtudes” eran capacidades en orden al logro de algo importante. Hombre virtuoso es el que modela su personalidad de tal forma que le es posible, e incluso fácil, fundar modos valiosos de unidad. Hombre vicioso es el que se configura de tal suerte que apenas acierta a crear tales modos de unidad. Si las virtudes se derivan de la actitud de generosidad, los vicios tienen su origen en la actitud de egoísmo.
Debemos cultivar las virtudes por una razón muy profunda y radical: ellas son las que deciden que tratemos a las demás realidades como ámbitos y no sólo como objetos, y con ello fundemos relaciones de auténtico encuentro.
Cuando tiendo a tratar las realidades como objetos, me despeño por el proceso de vértigo. Si las trato como ámbitos, me oriento hacia el proceso de éxtasis. Es decisivo conocer a fondo ambos procesos porque el de vértigo anula la creatividad al máximo, y el de éxtasis la fomenta [5].
Los procesos de vértigo y éxtasis
Si soy egoísta, polarizo en torno a mí todos los seres del entorno, los satelizo, los tomo como medios para mis fines. Cuando tropiece con una realidad que me ofrece grandes posibilidades de satisfacción individual, me dejaré sin duda seducir por ella es decir, intentaré dominarla y ponerla a mi servicio. Cuando esté a punto de conseguirlo, sentiré euforia, exaltación interior pensaré que estoy alcanzando una plenificación rápida y conmovedora. Esa euforia primera se traduce inmediatamente en una devastadora decepción, ya que dicha realidad (pensemos, por ejemplo, en una persona especialmente atractiva para mí) puedo dominarla y reducirla a objeto, pero, al hacerlo, me condeno a no poder encontrarme con ella. Hoy nos dicen la Biología y la Antropología más cualificadas que el hombre es un “ser de encuentro” [6], un ser que comienza a vivir propiamente como persona, se desarrolla y perfecciona como tal al crear toda suerte de encuentros. Al tomar conciencia de que no me estoy encontrando con la persona dominada, siento decepción y tristeza. En vez de orientarme hacia mi plenitud, me estoy vaciando de cuanto necesito para ser plenamente hombre. Al asomarme a este vacío interior siento vértigo espiritual, es decir: angustia. La angustia, cuando es irreversible porque soy incapaz de cambiar la actitud inicial de egoísmo, degenera pronto en desesperación: la conciencia amarga de haberme cerrado todas las puertas hacia la plenitud personal. Esta amargura me lanza hacia la destrucción, la mía o la de otros, la física o la moral. (Me refiero en este proceso de vértigo a las personas que, en perfecto estado de salud, optan por dominar lo que enardece sus instintos. En ningún modo aludo a quienes, por sufrir una enfermedad psíquica, se hallan sometidos a procesos depresivos, con sus correspondientes riesgos).
El vértigo es un proceso espiritual que al principio no pide nada, sino que se deje uno llevar de pulsiones instintivas. Lo promete todo y lo quita todo al final.
Veamos ahora la otra parte del díptico: la experiencia de éxtasis o creatividad. Si soy generoso, reconozco que también los demás son centros de iniciativa como yo. Por eso los respeto en lo que son y en lo que están llamados a ser. Este respeto se traduce en colaboración. Al colaborar, me encuentro con ellos. Cuando tomo conciencia de encontrarme y estar consiguientemente desarrollándome como persona, siento alegría. La alegría florece en entusiasmo cuando el encuentro es muy valioso. Si interpreto al piano una obra genial de Mozart, me entusiasmo porque asumo activamente unas posibilidades creativas tan valiosas que me veo elevado a lo mejor de mí mismo, como músico y como persona. Esta elevación es lo propio del éxtasis, que implica una salida de sí, pero no para perderse (como sucede en el vértigo) sino para alcanzar una alta cota de realización. El entusiasmo me conduce a la felicidad interior. Me siento verdaderamente feliz cuando estoy bordeando mi plenitud como persona. La felicidad se traduce en paz, amparo, júbilo festivo…
Los procesos de vértigo y éxtasis son opuestos entre sí por su origen, su desarrollo y sus consecuencias. El vértigo, primeramente, amengua la capacidad de encuentro y, en medida correlativa, el poder creativo, ya que toda forma de creatividad se da a través de algún modo de encuentro. Segundo, ciega paulatinamente la sensibilidad para los valores más altos. Tercero, dificulta la creación de modos elevados de unidad. Por el contrario, el éxtasis fomenta el encuentro y la creatividad; aviva la sensibilidad para los grandes valores; dispone al hombre para alcanzar las formas más valiosas de unidad.
La creatividad convierte los dilemas en contrastes
El proceso de éxtasis crea formas diversas de encuentro. Cada encuentro constituye un campo de juego, y en éste se supera felizmente la escisión entre el aquí y el allí, el dentro y el fuera, lo anterior y lo exterior, lo cerradamente mío y lo crispadamente tuyo. La creatividad convierte los dilemas en contrastes. No hace falta, por tanto, escoger dilemáticamente entre el aquí y el allí, el dentro y el fuera, lo interior y lo exterior. En un canto polifónico, ejemplo modélico de campo de juego creador, no puede decirse que la voz de bajo está aquí al fondo de la partitura y la soprano allá arriba, y que la una se halla fuera de la otra… Todas las voces son distintas, independientes y autónomas, y, al mismo tiempo, actúan en perfecta solidaridad, y el fruto de la misma es ese maravilloso fruto de la creatividad humana que es la armonía musical [7]. Este alto logro del hombre sólo es posible cuando se acierta a interpretar ciertos dilemas como contrastes.
Advertir esta fecundidad de la creatividad en orden a entender el sentido de los esquemas mentales es decisivo para tener madurez, porque la vida humana es vertebrada por tales esquemas. Si no comprendemos su sentido en cada instante, no podemos orientar debidamente la vida. Comprender como dilemas los esquemas que no son sino contrastes desgarra la vida del espíritu y ciega de raíz la fuente de la creatividad [8].
Si se da por supuesto, por ejemplo, que el esquema “libertad-norma” es un dilema, se agota la vida creadora en su raíz, porque somos creativos en cuanto asumimos como una voz interior realidades distintas de nosotros (y en principio distantes, externas y extrañas) que encauzan y regulan nuestra actividad. Esto queda nítidamente de manifiesto en una obra musical que el intérprete quiere volver a crear. La obra lo impulsa, lo orienta, lo configura, encauza su dinamismo, y, al hacerlo, le confiere libertad para ser creativo. A solas, nadie, ni la persona más dotada, puede realizar una actividad creadora. Beethoven indicó que cuando salía al campo las ideas musicales lo asaltaban y todo su trabajo consistía en asumirlas, seleccionarlas y articularlas. Se trataba de una actividad reversible, receptivo-activa [9].
Concepción relacional de la realidad
Al entender los esquemas mentales antedichos como contrastes, estamos en disposición de dar a los conceptos libertad para vivir su vida, interrelacionarse, cargarse de sentido, adquirir todo su alcance y riqueza. Si pensamos una realidad, no nos quedamos presos en ella, en su figura más a mano, como si se tratara de un mero objeto; nuestra atención se dirige hacia todas las realidades que en tal realidad confluyen. He aquí un trozo de pan. ¿Es un mero objeto? Lo parece, porque presenta las condiciones de los objetos. Pero veámoslo genéticamente, es decir, sigamos su proceso de elaboración. El pan se elabora con frutos del campo, por ejemplo, el trigo. El grano de trigo no es producido por el campesino; es fruto de una confluencia múltiple, armónica y fecunda, de realidades. El campesino recibió de sus mayores, como un don, el arte de laborar la tierra y unas semillas. Deposita éstas confiadamente en la madre tierra, y espera. Espera a que se produzca la confluencia benéfica de diversos elementos: las semillas, la tierra, las sustancias nutritivas de ésta, la lluvia, el viento, el sol que dora las mieses. Un sencillo grano de trigo es el fruto de un “encuentro”. De ahí su poder simbólico, ya que se presta perfectamente para simbolizar el vínculo afectivo entre un anfitrión y su huésped, al que invita a compartir en su casa el pan de amistad. El padre de familia parte el pan, lo reparte y lo comparte como signo de amistad, porque ya el pan de por sí es el fruto de un encuentro múltiple. Si fuera un mero objeto, producto de un proceso fabril, ¿tendría tal poder simbólico? Evidentemente no.
Hay una profusa tendencia actualmente a considerar todas las realidades como objetos y utilizar constantemente los verbos tener y hacer. Por eso la relación interhumana suele pensarse con el esquema “yo-ello”. Martín Buber, F. Ebner y los demás pensadores dialógicos subrayaron enérgicamente la necesidad de sustituir este esquema por el esquema “yo-tú”, el único adaptado a la relación entre personas [10]. A mi entender, se trata de una precisión acertada, pero este esquema debe ser complementado con el esquema “yo-ámbito”, pues buen número de realidades que integran el entorno humano no son ni objetos ni personas, sino ámbitos de realidad.
La propensión a tomar todas las realidades como objetos que pueden ser hechos y son, en consecuencia, disponibles viene inspirada por la tendencia a dominar, poseer y disfrutar. A su vez, esta tendencia arranca del hecho de tomar como ideal en la vida el servirse a sí mismo, cerrarse en sí, considerar como una meta la exaltación del propio yo. Al cambiar este ideal por el ideal de la unidad, la solidaridad, el encuentro, se adopta una actitud de flexibilidad en el pensar, y se tiende a ver cada realidad no como un objeto dominable sino como un ámbito capaz de iniciativa, de ofrecer posibilidades y recibir las que se le ofrezcan. Es una realidad capaz de encuentro.
Al orientarse hacia este ideal, se gana una visión nueva, más amplia y rica, de cuanto constituye nuestro entorno humano. Este deja de estar constituido por una serie de objetos para estar tejido por una trama de ámbitos.
Este ideal creativo nos lleva a pensar con rigor, que no significa sólo proceder con lógica, precisión y coherencia; implica hacer justicia a la realidad, penetrar en ella, captar todo su alcance. Cuando se piensa con rigor, las realidades adquieren una especial vibración, porque aparecen más bien como nudos de relaciones que como objetos aislados.
Con frecuencia se ha dicho, para marcar su independencia respecto al sujeto creador, que una obra de arte y un poema son un objeto. Ciertamente, un poema y una obra de arte se independizan de quien los ha credo y viven una vida propia en relación con todo aquel que tenga sensibilidad suficiente para re-crearlos de nuevo. Pero esta independencia no indica que sean meros objetos. Son ámbitos. Aprenda un poema de memoria. La memoria, bien entendida, es una facultad creativa, no un recurso de mero almacenaje. Re-cordar es volver a pasar algo por el corazón, traerlo de nuevo a la existencia en una perspectiva distinta. Aprenda el poema, modélelo una y otra vez, cambie el ritmo y los acentos para adecuarlos a su verdadero sentido, no sólo a su significado, y verá que, al cabo de poco tiempo, tiene la impresión de que el poema le brota del interior, que es suyo, que, sin dejar de ser distinto de usted, se le ha vuelto íntimo. Intimidad no indica que una persona se pierda en la otra, como parecen sugerir los grandes poetas Antonio y Manuel Machado, cuando dicen, respectivamente, que “los hombres debieran quererse como masas”, y “yo quisiera convertirme en líquido y verterme en la venas de mi amada”. Si uno se fusiona con la persona amada, deja de quererla, porque el amor exige ser distinto, mas no distante. Intimidad indica que dos personas se hallan en un mismo campo de juego, en el cual se da la aparente paradoja de que lo distinto se torna íntimo sin dejar de ser distinto.
La creatividad y la cultura
Según la Academia Francesa, “la creatividad es la palabra clave de la cultura actual”. Nada más cierto, a condición de que entendamos la actividad creadora en toda su profundidad y su alcance. Según hemos dicho, la creatividad consiste en asumir activamente posibilidades para actuar con pleno sentido. Tales posibilidades son los valores. Cuando los negros emigrantes del Alto Volta musitaban una melodía con una flauta casera mientras caminaban sobre una tierra resquebrajada hacia un porvenir incierto, estaban alimentando su vida interior con una forma de actividad creativa. Esa creatividad les elevaba el ánimo. La sencilla melodía y el rústico instrumento les ofrecían un elenco de posibilidades que ellos asumían activamente, las hacían suyas, y en su interior brotaba un impulso que les hacía sentir que vivían, que se movían en un plano espiritual, superior al meramente vegetativo.
Numerosas obras culturales (sobre todo literarias y cinematográficas) destacan la necesidad de la actividad creativa, entendida de esta forma radical. La vida espiritual de Gregorio Samsa, protagonista de La metamorfosis, de F. Kafka, pendía de la ilusión que le producía el ayudar a su hermana a perfeccionar en el Conservatorio sus conocimientos de violín. La afición de la hermana a la música y los pequeños ahorros que él tenía le ofrecían posibilidades en orden a realizar una acción fecunda. El las asumía en su vida, y ésta adquiría a sus ojos un sentido, una razón de ser, una finalidad noble. Esta finalidad revertía, en forma de ideal, sobre cada uno de los momentos de su vida y los impulsaba, por menesterosa que fura su situación. Cuando la hermana declara que “eso” que hay en la habitación contigua ya no es “Gregorio” sino que es un “bicho”, Gregorio Samsa desaparece de la escena, se volatiliza, deja de existir como ser personal, porque deja de recibir la posibilidad de llevar a cabo la acción que daba sentido a sus ahorros, a su trabajo, a su vida entera.
“Un solo ser os falta y todo queda despoblado”. Este verso del gran Lamartine destaca con acierto que lo que dota a nuestra vida de sentido es la existencia del ser o los seres que nos ofrecen posibilidades para vivir creativamente. Se ciega esa fuente y todo se vuelve anodino. Nada me importa que a mi alrededor pululen millones de seres de todo orden si a mí no me facilitan posibilidades para realizar un juego creador. Falta el encuentro, y las realidades circundantes dejan de existir para uno en el aspecto lúdico, es decir, en cuanto a la creación de ámbitos. Por eso, el anularse la posibilidad de encuentro, todo se torna oscuro, pues no hay a la vista vía alguna de realización personal. “Es de día cuando estamos juntos. Es de noche cuando nos separamos”, decía bellamente el ciego a su lazarillo Marianela, en la obra homónima de Pérez Galdós [11].
Grabémoslo bien. La creatividad es fuente de luz y va unida al encuentro. Para conocer los seres valiosos no basta verlos, oírlos, tocarlos; hay que encontrarse con ellos. El sentido de un poema, por ejemplo, lo vamos iluminando a medida que lo vamos re-creando. El tempo de una obra musical lo descubrimos al hilo de la interpretación misma, que es un juego creador, una experiencia reversible, un encuentro. Vemos ahora ya con claridad que pensar con rigor y vivir de forma creativa se exigen mutuamente, se potencian y enriquecen entre sí.
La creatividad nos permite orientar certeramente la vida
Cuando pensamos con rigor y vivimos creativamente, tendemos a ver las realidades en todo su alcance: no como objetos cerrados en sí mismos, sino como “nudos de relaciones”. Una obra literaria, por ejemplo, la consideramos como fruto del encuentro del autor con ciertas realidades, no como el mero producto de su esfuerzo. Todo encuentro auténtico es un proceso creativo, y se rige por leyes muy distintas de las que encauzan los procesos productivos. En éstos manda la causa eficiente sobre la causa material, la formal y la final. En aquéllos, nadie manda sobre nadie. Todos se configuran mutuamente en una actitud de respeto y colaboración. El intérprete no domina la obra, o viceversa. Ambos se configuran entre sí. El intérprete configura perfectamente la obra cuando se deja configurar del todo por ella.
Lo que más nos une a los seres humanos es la colaboración promocionante. Tal colaboración, insistamos en ello, se da entre ámbitos, no entre objetos. De ahí que la clave para interpretar fielmente los fenómenos más importantes de la vida humana sea elevarnos al nivel de los ámbitos, aspectos de la realidad que se dan integrados con los objetos, pero no se reducen a ellos.
Para moverse en nivel de ámbitos y no de objetos se requiere optar por el ideal de la unidad. No tender a ese ideal sino al del dominio y la posesión lleva a la subversión de valores. Esta subversión es la mayor revolución que está aconteciendo en el momento actual, una revolución tan solapada como disolvente. El ideal de la posesión orienta hacia el vértigo, que enceguece para los valores más altos. Por el contrario, el ideal de la unidad y generosidad aviva la sensibilidad para tales valores, en cuya cima se halla, como clave de bóveda, la unidad, el amor bien entendido. Al entrar en el campo de imantación de este valor, se gana una energía creadora insospechada. En un campo de refugiados de la última guerra mundial, apareció un día un hombre corpulento, vestido de blanco, que venía a aportar ayuda en nombre de un Dios que es amor. Entre los macilentos internos del campo se hallaba una niña de diez años, que actualmente se consagra en la India como religiosa al servicio de los más pobres. La historia de su vocación la narró ella con estas palabras: “Hasta ese día yo nunca había oído hablar del amor. A mi alrededor se apiñaban la miseria y el odio. Al ver el gesto de generosidad de quien consagraba la vida a ayudar a desconocidos, que hasta poco antes habían sido sus mortales enemigos, vislumbré que había allí un valor muy grande. Y decidí consagrarme a realizarlo en mi existencia”. El descubrimiento de un valor eximio no abre un horizonte definitivo en la vida y nos llama a responder positivamente. Esa respuesta decide nuestra vocación.
La creatividad configura un nuevo Humanismo
Nada más importante hoy día que analizar a fondo lo que es e implica la creatividad humana, ya que existe en el hombre occidental desde comienzos de siglo un afán tenaz por moverse en el plano de la vida infracreadora, infrarresponsable [12]. Este alejamiento de la vida espiritual -que es la vida de encuentro- lleva a pensar con frecuencia que la paz, el amparo y la serenidad sólo puede obtenerlos el hombre en el plano de la vida animal y vegetal. Recordemos el caso del gran pintor alemán Franz Marc, quien se negó a pintar el rostro humano y se redujo a legarnos bellísimas imágenes del mundo animal y vegetal por la convicción de que en el hombre sólo se encuentra la falsedad, mientras en el animal y vegetal florece la veracidad. Ciertamente, el espíritu humano puede alejar al hombre del entorno y enfrentarlo con él hasta el caso extremo de provocar hecatombes bélicas. Pero eso no debe llevarnos a la vana ilusión de que la autenticidad de la vida humana puede lograrse abdicando del privilegio de ser creativo. La enemistad expresa o larvada contra el espíritu constituye una posición contraria a la verdadera creatividad. Insta al hombre a no cultivar los valores más altos.
Estamos actualmente en un momento de encrucijada. Desde el final de la Primera Guerra Mundial se clama en Europa, y en general en todo Occidente, por un cambio de ideal. El ideal del dominio y la posesión debe ceder el puesto al ideal de la ayuda y la solidaridad. Cuando recibió en Amsterdam el premio Erasmo al mejor humanista europeo, Romano Guardini, un pensador de frontera, un lúcido vigía cultural, advirtió con énfasis que a lo largo de la Edad Moderna, Europa supo crear una cultura del dominio, y su tarea actual consiste en crear una cultura del servicio. Este cambio de ideal no lo ha realizado todavía la sociedad de Occidente. De no hacerlo, seguiremos encontrándonos en una situación inestable, temiblemente ambigua, ya que el ideal que impulsó a la llamada Edad Moderna -y halló una expresión neta en el llamado “mito del eterno progreso”- hizo quiebra trágicamente en los dos conflictos mundiales. Hoy la sociedad sigue viviendo de un ideal en el que ya no podemos creer. De ahí la tan decantada apatía de las jóvenes generaciones.
Urge abrirse de nuevo a los grandes valores mediante la orientación de la vida hacia el ideal auténtico del ser humano, que es la fundación de los modos más altos de unidad. A esta tarea se consagra la Escuela de Pensamiento y Creatividad, que estoy promocionando desde hace unos años. En el primer curso de la misma (El arte de pensar con rigor y vivir de forma creativa, 25 sesiones en video y un libro-guía) intento poner las bases de una vida auténticamente creadora, abierta a los grandes valores y fundadora de unidad y de cultura, y, consiguientemente, superadora del nihilismo y del absurdo. La actitud nihilista nos hace ilusos. La actitud creativa nos permite vivir ilusionados.
Formar en la creatividad y en los valores no es tarea fácil; requiere todo un aprendizaje, ya que implica un proceso de maduración. La creatividad y los valores no pueden “enseñarse” como una materia más de la enseñanza. Se trata de otro tipo de enseñanza, que consiste en adentrar a las gentes en el campo de imantación de los valores. El resto lo hacen los valores mismos, que son quienes se hacen valer.
Esta labor, lenta y fecunda, se realiza a través de las sesiones de dicho curso, que tiene un carácter interactivo. Quienes lo sigan animosamente ganarán una capacidad especial para colaborar en la configuración de una época verdaderamente postmoderna, caracterizada por un nuevo Humanismo, el Humanismo de la unidad y la solidaridad. A esta nobilísima labor podemos y debemos todos contribuir, ya que, según se colige de lo dicho, la capacidad creadora no es sólo privilegio de las personalidades geniales; puede muy bien ser desarrollada por toda persona que se esfuerce en abrirse a los valores, asumirlos activamente y realizarlos en su vida.
El gran científico y humanista Albert Einstein nos legó esta observación sobrecogedora: “La fuerza desencadenada del átomo lo ha transformado todo, excepto únicamente nuestra forma de pensar. Por eso caminamos hacia una catástrofe sin igual”. A lo largo de este artículo espero haber dejado en claro un punto decisivo: nuestra forma de pensar se cambiará de manera fecunda si optamos por el ideal de la unidad. En ese caso, en lugar de despeñarnos hacia una catástrofe, configuraremos un Humanismo en el que valga la pena vivir y morir.