¿Es posible dar desinteresadamente? El misterio de la misericordia, tanto humana como divina.

© Humanitas 91, año XXIV, 2019, págs. 12 - 31.

Tal el hombre asegura, por error o malicia;
mas yo, que te he gustado, como un vino, Señor,
mientras los otros siguen llamándote Justicia,
¡no te llamaré nunca otra cosa que Amor!

―Gabriela Mistral, “Interrogaciones”

But mercy is above this sceptered sway. It is enthroned in the hearts of kings;
it is an attribute to God Himself; and earthly power doth then show
likest God’s when mercy seasons justice.

―William Shakespeare, “El mercader de Venecia”


El misterio de la misericordia

No es ninguna novedad que el amor se encuentra en el centro de la experiencia cristiana. Es la palabra más apropiada del lenguaje humano para describir a Dios. “Dios es amor”, dice el evangelista Juan, lo repite san Pablo, y el mandamiento nuevo de Jesús de Nazaret es “ámense los unos a los otros, como yo los he amado”. San Felipe Neri llamaba a Jesucristo con el nombre de Amor, y “loco de amor” lo llamaba santa María Magdalena de Pazzi en un arrebato extático. La vida misma de Jesús es recibida por los cristianos como un testimonio continuo del amor sobreabundante de Dios.

Entre todas las manifestaciones del amor, la misericordia tiene un lugar de privilegio. Santa Faustina se refiere a ella como “el atributo más grande de Dios” [1]. También es descrita por el Papa Francisco como “el acto definitivo y supremo” de Dios y como “la vía que une a Dios y el hombre” [2]. Y añade que “todo en [Dios] habla de misericordia [y] nada en Él está exento de compasión” [3]. Ya en el Antiguo Testamento Dios se revelaba a Moisés como “clemente y misericordioso”, expresión muchas veces repetida, especialmente en los salmos [4]. La misericordia, en rigor, no es un acto diferenciado del amor. Es el modo y el ámbito en que se manifiesta el amor [5], especialmente cuando quien ama se conmueve por el sufrimiento, la injusticia o la pobreza. Es el amor que se dirige al que está amenazado en el núcleo mismo de su existencia o dignidad [6]: al que tiene hambre, al enfermo, al que está preso o desnudo, al pobre; y también al que yerra, al que está triste, o al que necesita nuestro consejo, paciencia u oración. Y, especialmente en el caso de la misericordia divina, al que se duele del mal cometido. Cuando el amor se despliega sobre encuentros de esta naturaleza, hablamos de relaciones de misericordia.

Don y reciprocidad en las ciencias sociales

Benedicto XVI sugiere en más de un documento la necesidad de moldear nuestras relaciones sociales según una lógica del don o de la gratuidad [7]. ¿En qué consiste una lógica del don? ¿Es la misericordia un tipo de vínculo que pueda entenderse adecuadamente a partir del concepto de don, es decir, regalo?

A Marcel Mauss le debemos la teoría del don más influyente en ciencias sociales [8]. En ella presenta el regalo como un hecho social que establece relaciones recíprocas entre quien da y quien recibe [9]. El hallazgo central de Mauss es que, tras su apariencia de gratuidad, los dones o regalos en realidad se insertan en vínculos organizados por obligaciones recíprocas. Aunque un regalo siempre se presenta como gratuito, como algo que se brinda con generosidad sin esperar nada a cambio, en esto, dice, “solo hay ficción, formalismo y mentira social” [10], pues “en el fondo, detrás de él hay obligación e interés económico” [11]. Mauss señala que el regalo enaltece al donante y empequeñece al donatario, de modo que este último, pese a toda apariencia y construcción discursiva, queda en deuda respecto de su benefactor y obligado a retribuirle. En ciertos contextos los regalos constituyen incluso sobornos y actos ilícitos, porque la sociedad “sabe” ―las expectativas sociales indican― que los regalos presionan, amarran, es decir, obligan a devolver. No hacerlo es una afrenta, un incumplimiento del deber moral, que desprestigia a quien se encontraba implícitamente en deuda y cuyo honor se ve empañado por su mezquindad. Por eso, cuando dice Mauss que los regalos forjan relaciones de reciprocidad lo que está señalando es esta estructura en que los dones se insertan: las obligaciones de dar, de recibir y de retribuir, que constituyen un círculo de intercambios en que donante y donatario quedan vinculados por tiempo indefinido, igualados en su estatus solo por el arte de la retribución proporcionada.

En la teoría de la reciprocidad de Mauss la gratuidad es solo aparente y la proporción es fundamental. El don es “en apariencia libre y gratuito y, sin embargo, forzado e interesado” [12]. Quienes intercambian dones, dice Mauss, lo hacen obligados por la deuda que el regalo produce, es decir, por el desequilibrio de estatus que cualquier don acarrea. El contra-don iguala en el largo plazo la relación que cada don desequilibra en el corto. La retribución, por ende, debe ser proporcional a la magnitud de la deuda en que se encontraba aquel que retribuye. Un regalo demasiado valioso no puede ser aceptado, a menos que quien lo reciba esté dispuesto al tipo de vínculo que ese don refleja y reproduce. El deber retributivo es proporcional al don recibido, buscando que la relación entre aquellos a quienes el don enlaza continúe fundada en la igualdad jerárquica.

Este acto aparentemente irracional de desprenderse de un bien sin adquirir ninguno a cambio hallaría dos justificaciones posibles: se da para recibir, es decir, esperando una retribución; o se da porque se ha recibido, es decir, retribuyendo. Aquí se aprecia el carácter interesado del don en la teoría de Mauss: el don siempre busca o bien endeudar al donatario, o bien saldar una deuda previamente contraída con él.

Mauss no es el único autor que cree en la imposibilidad de otorgar dones genuinamente desinteresados. Es una idea compartida por otros teóricos del don que edifican sobre el supuesto maussiano de que el don comporta inevitables expectativas de devolución [13]. El estado de la discusión en las ciencias sociales da buenos motivos para preguntarse si existe la posibilidad siquiera de dones liberados de los elementos del intercambio y el comercio, como se preguntan algunos autores [14]. Toda esta descripción del don presenta un desafío considerable al cristianismo, que enseña a dar sin esperar recompensa, es decir, generosamente, y hace de esa instrucción un imperativo central de su ética. ¿Son acaso imposibles los dones generosos? ¿Qué aporta la misericordia a esta reflexión?

Vínculos de misericordia y dones desproporcionados

Mauss nos entrega un hallazgo poderoso. Los dones muchas veces, tal vez habitualmente, operan como un intercambio, y hay mucho material etnográfico que respalda la existencia de dones estructurados de este modo, como ocurre con las institucionalidades del potlatch entre los nativos americanos o del circuito kula en la Melanesia, analizadas en detalle por el propio Mauss. Sin embargo, el don de la misericordia no opera así; dos aspectos de ella no quedan satisfechos por las categorías maussianas: la desproporcionalidad de los dones de misericordia, por una parte; y el desinterés que es inherente a la misericordia, por la otra. Y aunque el de Mauss es un estudio acerca del intercambio en sociedades primitivas, él mismo cree que dichos hallazgos revelan un mecanismo que sigue operando en nuestras sociedades de modo constante y subyacente [15].

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"Bodas de Caná" de Duccio de Buoninsegna.

Lo que se argumenta aquí se acerca más a autores que creen que el don sí es posible, como Jean Luc Marion [16] y, más aún, Russell Belk, quien si bien admite la posibilidad de que en todos (o casi todos) los dones persistan expectativas de gratificación por parte del donante, ello no desmiente que los dones conserven un componente verdaderamente generoso, desinteresado y gratuito en un nivel relevante; es decir, no desmiente la posibilidad de que el don esté fundado en el amor y sea, por medio del amor, removido del contexto del intercambio [17].

La parábola del samaritano que se conmueve al ver al hombre herido tendido a la orilla del camino opera como modelo del don de misericordia. El samaritano misericordioso se detiene, atiende las heridas de un desconocido, lo lleva a la posada y paga por él, prometiendo al hospedero encargarse de cualquier gasto adicional en que su protegido incurra. Esta parábola tensiona la lógica de la reciprocidad en un doble sentido. Primero, porque el depositario del don es un pobre, alguien que ha sido despojado de todo y de quien no puede esperarse que vaya a retribuir recíprocamente jamás. Segundo, porque además de pobre, es un extranjero (de Judea, no de Samaria), uno de quien el samaritano no puede presumir que haya recibido nunca nada, ni tan siquiera que sus antepasados lo hayan hecho de los suyos. ¿Dónde está la reciprocidad acá, si no hay retribución a la vista?

Este acto podría ser descrito como una forma “compleja” [18] de la reciprocidad, en que quien da espera que Dios retribuya con la salvación el don que no puede retribuir el pobre. La estructura del Sermón de la Montaña ―felices los misericordiosos, porque hallarán misericordia― podría favorecer una lectura de este tipo. También grandes autores cristianos reflexionan de un modo que hace tentador entender la misericordia como una forma compleja de reciprocidad. Por ejemplo, san Juan Crisóstomo dice que, dado que el pobre no tiene nada, ni crédito, ni prenda, ni caución, Cristo media entre el rico y el pobre: al pobre se ofrece como aval y al rico como prenda. ¿Este no puede devolverte? Préstame, pues, a mí. Y cuando el Hijo del Hombre esté sentado en su Gloria, verás cómo el deudor divino paga magníficamente su deuda [19]. Esta bella meditación es una entre muchas que podrían conducirnos a entender la misericordia como sumergida también en la dinámica de los intercambios recíprocos.

Ahora bien, la “extensión por complejidad” de la lógica maussiana del don enfrenta un problema que no se resuelve satisfactoriamente con la apelación a una “reciprocidad compleja”. Se trata del hecho de que la retribución ofrecida por Dios no guarda ninguna proporción, ni siquiera remota, con el don humano. Alguien le ofrece comida al hambriento, o vestido al que está desnudo, o una visita al que está preso, y Dios le retribuye con el contra-don absolutamente dispar de la Salvación eterna; la felicidad y el gozo completos y eternos. La sola idea de un gozo completo y eterno hace temblar el concepto de reciprocidad y desnuda la pequeñez de los actos humanos, aun los más generosos. La expresión “yo te retribuiré cien veces más” no pasa de ser una metáfora, porque allí donde el premio es infinito todo mérito deviene trivial. La desproporción de los premios divinos queda manifiesta en la parábola de los trabajadores de la viña: el dueño les paga generosamente, pero no en proporción a lo trabajado, lo que es desconcertante para los criterios humanos de justicia. La pregunta, pues, permanece: ¿cuál es la reciprocidad en estos vínculos?

No hay reciprocidad en la misericordia. Si por reciprocidad entendemos con Mauss un intercambio proporcionado que construye relaciones simétricas en el plano del prestigio social, entonces la misericordia forja vínculos de otro tipo. El don de la misericordia debe entenderse como un exceso, injustificable desde un horizonte mundano, y respecto del cual la iniciativa corre de parte de Dios. Parafraseando a Francisco, podemos decir que Dios “primerea” ―se anticipa, toma la iniciativa― en el exceso y que la forma primera de la misericordia es llevada a cabo por Dios mismo. ¿En qué consiste esta misericordia divina? Usando una expresión algo imprecisa, puede decirse que Dios exagera en la misericordia. Conmovido ante la fragilidad humana, ofrece dones de tal magnitud que ni siquiera pueden ser gozados plenamente. Este es en buena medida el misterio en que quiero indagar: cuál es la lógica implicada en un don cuyo calibre es tal que incluso excede la capacidad del destinatario de recibirlo o aprovecharlo.

Varios episodios de la vida de Jesús ilustran esta intuición. El culmen de los excesos de la misericordia es la Pasión y muerte en Cruz. San Alfonso María de Ligorio predicaba que una sola gota de sangre de Cristo o una súplica al Padre bastaban para redimirnos, retomando así una enseñanza presente en varios lugares, incluyendo el himno medieval Adoro te devote, atribuido a santo Tomás de Aquino. Pero quiso Dios hacerlo de otro modo, dice san Alfonso, porque “lo que bastaba para redimirnos, no bastaba para manifestarnos el amor extraordinario que nos tenía” [20]. Los judíos celebraban en su Pascua la liberación de Egipto, el testimonio vivo que tenían de que Dios había sido misericordioso con ellos. Pero la resignificación de la Pascua que hace Jesús es abismal. Cuando los cristianos celebran en su Semana Santa que Dios ha sido misericordioso con ellos, la imagen de Cristo despedazado en la Cruz manifiesta un involucramiento en el amor que excede infinitamente aquella del Mar Rojo abriéndose.

San Alfonso indica que el hecho de que brotara también agua de la herida de la lanza es un signo de que Cristo derramó hasta la última gota de su sangre, como anunció que haría [21]. Este es, teológicamente hablando, el exceso definitivo de la misericordia divina: el desmesurado precio que pagó Jesús por nuestra liberación, “pues, para demostrarnos lo mucho que nos amaba, [quiso] no solo derramar parte de su sangre preciosa, sino toda ella entre tormentos inauditos” [22]. El derroche de misericordia de esta escena es exagerado hasta el límite de lo desagradable a los sentidos. Ni siquiera es proporcionado según el modo en que los clásicos entendían la belleza. La muerte de Cristo pudo ser bella, artística, como lo eran las muertes de los héroes en Oriente y en Occidente, o como lo fueron las muertes de Sócrates, de Cleopatra o de Julio César, conservando siempre un aspecto noble y digno. Jesús, en cambio, muere destrozado, disfrazado a la fuerza como rey satírico, bañado de sangre y con las heridas expuestas. Es una muerte sin siquiera proporción estética, sino solo proporcional a la infinita prodigalidad del amor que la inspiraba.

Menos dramáticos, aunque tal vez igualmente sorprendentes, son los sucesos de la multiplicación de los panes. No solo por el hecho milagroso del alimento acrecentado, sino por un asunto de apariencia anecdótica, pero en absoluto irrelevante: que comieron todos hasta saciarse y con lo que sobró se llenaron hasta siete canastas en una ocasión y doce en otra. ¿Por qué ese exceso? ¿Por qué ofrecerle a esa multitud hasta doce canastas más de alimento que el que podía ser gozado por ella? Podemos estar seguros de que no es un hecho trivial, porque tiempo después Jesús se lo recuerda a sus discípulos: “¿no recordáis cuántas canastas recogisteis?”, y ellos responden: “doce” [23]. Es llamativo que la enseñanza en cuyo marco Jesús hace este recordatorio de las canastas sobrantes presente el pan como metáfora: ¿no se dan cuenta de que no se trata del pan?, les pregunta. En efecto, podríamos decir, no son panes lo que está sobrando en ese episodio. Cuando Dios se conmueve por el hambre de sus seguidores ―“Me da pena esta multitud” [24]―, su misericordia sobreabunda inconmensurablemente por sobre la necesidad de ellos. El signo visible en aquel episodio es el pan. Pero es el amor mismo lo que estaba derramándose en exceso; la misericordia misma, que no solo colma la necesidad humana, sino que la rebalsa abrumadoramente.

Otro acontecimiento ilustrativo de este exceso es el episodio de la pesca milagrosa en el lago de Genesaret. Tras toda la noche intentándolo, los pescadores, entre ellos Simón Pedro, no habían pescado nada. No es un cataclismo, pero es el drama profundamente humano del trabajo infértil y la pobreza. Jesús se conmueve y los ayuda sin que nadie se lo pida, lo que tiene sentido: ¿qué iban a pedirle? Pero Jesús “primerea” y se hace cargo. Los insta a arrojar las redes de nuevo y llegan a pescar tantos peces que no caben en la barca de Simón. Incluso trayendo la nave de otro de los pescadores, “llenaron tanto las dos barcas, que casi se hundían” [25]. Es tal la magnitud de la pesca y el prodigio, que el evangelista no nos dice que los pescadores hayan reaccionado con alegría, sino con temor. Y tanto, que en ese momento Pedro llega a pedirle a Jesús que se aleje, pese a que este episodio acabe siendo el comienzo del camino que lo llevará a ser el primero entre los apóstoles.

Podría uno preguntarse nuevamente cuál es el sentido de estos excesos. ¡Está a punto de hundirles las barcas a los pescadores! ¿Para qué tantos peces, tantos más que los que son humanamente aprovechables? Desde luego, cabe pensar aquí lo mismo que en el caso de las doce canastas: así como allí no se trataba del pan, acá tampoco se trata de los peces. Tampoco se trataba del vino en las bodas de Caná, pero en el exceso de su amor, no fue un vino ordinario el que ofreció Jesús, sino «el mejor vino», reservado para el final. Dios, que revela en Cristo su auténtico rostro, no otorga dones equitativos a lo que recibe: como observaba san Pedro Crisólogo, Jesús obsequió el mejor vino por agua corriente, y hasta hoy, si se le ofrece vino corriente, sigue obsequiando su Sangre derramada.

Estos excesos de la misericordia no encuentran respuesta alguna en el mundo. Aquello que intuitivamente llamamos don, que implica dar sin esperar nada a cambio, se materializa verdaderamente en las relaciones de misericordia, pues ellas proceden de un acto de donación amorosa que, siendo excesiva, no puede nunca ser propiamente retribuida. En este sentido, es un don sin proporcionalidad ni expectativa de pago, y por ende es el acto supremo del alma libre, una negación de sí y afirmación radical del otro, especialmente cuando ese otro no puede retribuir. En este sentido, la misericordia es un tipo de vínculo que, mirado con los ojos del mundo, se basa en un fundamento vacío. El hecho de que no pida nada a cambio (nada que en justicia pueda constituir un pago) es simultáneamente su aspecto decisivo ―dado que un acto de amor no pide nada es que podemos considerarlo misericordioso― y la razón por la que debe entenderse como don, en un sentido más fuerte que el descrito por Mauss y sus sucesores. E incluso si la misericordia no logra evitar ciertas retribuciones del donatario, como la manifestación de algún gesto de gratitud, “el don siempre es más grande”, dice san Juan Pablo II, y agrega: “Y es hermoso que sea así. Es hermoso que un hombre nunca pueda decir que ha respondido plenamente al don” [26].

San Dimas y el encuentro entre el infinito y la nada

La misericordia, forma definitiva del amor de Dios, es, pues, un don excesivo y generoso. Contrario a la lógica maussiana, es un don verdaderamente gratuito, pues no alberga ninguna expectativa de reciprocidad, porque de hecho es imposible saldar proporcionadamente tal desmesura. En este sentido, como han señalado muchos místicos ―no solo de la tradición cristiana―, es tal la sobreabundancia de Dios que se nos aparece a nosotros como una infinitud. Sin embargo, quiero radicalizar esta idea, completándola con otra: frente a esta sobreabundancia de la misericordia, quien la recibe como don está en situación de completo despojo. Dado que lo propio de la misericordia es la desproporción, ella no espera que el objeto de su amor tenga nada que ofrecer. La misericordia, en este sentido, es un encuentro entre el infinito de quien la ofrece y la nada de quien la acepta.

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"Crucifixión" de Duccio di Buoninsegna

Entendida así, un caso que constituye un arquetipo de la misericordia ―y, por extensión, de la experiencia cristiana en general― es el de san Dimas, el buen ladrón. De san Dimas sabemos muy poco; en rigor, ni siquiera su nombre [27]. Pese a que en los otros tres evangelios se consigna la presencia de los dos ladrones flanqueando a Cristo, solo se puntualiza esta interacción sobrecogedora que es el encuentro entre Jesús y Dimas en el Evangelio según san Lucas, aquel que precisamente ha sido llamado “el Evangelio de la misericordia” [28]. Allí se nos narra que uno de los ladrones insulta a Jesús y lo desafía. El otro, en cambio, le reprocha esta actitud a su compañero y dirige a Jesús una sola frase, oración perfecta de la que podrían sacarse mil lecciones: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas a establecer tu Reino” [29]. La respuesta de Jesús ilustra vívidamente este obrar desmesurado de Dios: el criminal confeso es canonizado en vida por Dios mismo, se le promete el Paraíso para esa misma tarde y hace su ingreso en la Gloria divina como el primer santo de la Iglesia de Cristo.

¿Cómo puede interpretarse esa respuesta de Jesús? De nadie dice Jesús algo semejante en ninguno de los cuatro evangelios. ¿No es sorprendente un honor tan alto como fundar el Paraíso junto con Jesucristo para un hombre cuyo único mérito aparente es haberle dirigido a Jesús un “acuérdate de mí”? Hay una meditación sobre san Dimas del sacerdote Diego de Jesús [30], en que se hace una iluminadora comparación entre el buen ladrón y el publicano Zaqueo. A diferencia de Zaqueo, señala el autor, Dimas no puede prometerle a Jesús que va a devolver lo robado. Está allá arriba crucificado, en la ribera de la muerte ―temporal― que se avecina. No tiene nada y dirige su súplica a Jesús así, con las manos vacías, desde esa nada y ese baldío: Jesús, acuérdate de mí. Todas las joyas del Cielo son la respuesta del Nazareno, quien arroja sobre el santo moribundo todo aquello que latía en las cestas repletas de pan y en las barcas colmadas de peces.

Este encuentro exhibe el misterio profundo de la misericordia. San Dimas es el último entre los hombres ―¿a quién aprecia el mundo menos que a un criminal?― y fue tal vez el primero, literalmente, en entrar al Cielo. No puede pagar nada que Jesús le pida, porque lo aguarda su muerte; es decir, si recibe el don solicitado, no podrá retribuir. Aunque desconocemos cuáles y cuántos fueron, incluso sabemos que él mismo creía estar recibiendo un justo castigo por sus crímenes. Pero a Dios nada de ese historial oscuro parece importarle mucho. Escucha la tímida y en cierto modo atrevida solicitud de Dimas, y responde como un huracán de gracias sobreabundantes. La misericordia rebasa abismalmente la lógica proporcionada de la justicia. Se erige sobre la justicia, la supone y la excede con creces.

Ciñéndome a la expresión de Benedicto XVI según la cual el cristianismo consiste sobre todo en un encuentro personal con Jesucristo [31], diría que tal encuentro tiene la forma arquetípica del de san Dimas. En cierto modo, todo aquel que se encuentra con Cristo se descubre a sí mismo en esa posición de total indigencia en que se descubrieron en su momento el ciego Bartimeo, el centurión romano cuyo servidor estaba enfermo, Lázaro en el fondo del sepulcro y Dimas colgado de su propio madero. A Dios no hay apenas nada que ofrecerle, con la notable excepción, convertida en carisma por santa Faustina Kowalska, de un corazón abierto a su misericordia.

Esta apertura de corazón, que en lenguaje teológico se diría “apertura a la gracia”, puede ser descrita también como el gesto desproporcionadamente fructífero de pedir misericordia, que es de hecho lo que Dimas hace. Es un gesto que reconoce la propia desnudez o, dicho en forma exacta, la propia miseria. Aunque este término tenga hoy connotaciones equívocas, la misericordia se deposita sobre la miseria y la requiere. La infinitud se compadece de la nada, y tiende un puente que las conecta. El vínculo de la misericordia exige a quien la ofrece que rebaje su corazón hacia el lugar donde habita la miseria y la abrace en un acto de anonadamiento. Por su parte, exige al “misericordiado” que se deje abrazar, lo que implica un acto de profunda sencillez, de reconocimiento humilde de la propia carencia. Nada fácil, porque habitualmente “la miseria del hombre es también su pecado” [32].

Santa Faustina, el apóstol de la divina misericordia, expresa en su diario este encuentro entre la misericordia y la miseria como la unión entre dos abismos. La mística se ve a sí misma como un abismo de miseria y contempla a Dios como un abismo de misericordia. ¿Qué podría vincular estos dos abismos? Precisamente, el amor que se expresa en la misericordia tiene el potencial de tender el puente o, en palabras de Faustina, allanar el abismo: “Yo, un abismo de miseria, una vorágine de miseria, pero Tú, oh Dios, que eres un abismo inconcebible de misericordia, absórbeme como el ardor del sol absorbe una gota de rocío. Tu mirada amorosa allana todo abismo” [33]. Esta imagen expresa cabalmente la razón por la cual san Dimas puede considerarse un arquetipo de la misericordia. Él, el criminal crucificado a la diestra de Cristo, se encuentra en un abismo de miseria: la nada. Jesús, el Señor del universo que derrama su Sangre por los pecadores, es el abismo de misericordia: la infinitud. La mirada amorosa del carpintero se encuentra con la súplica humilde del ladrón, y el resultado es la salvación de un alma, “principio y fundamento” de la vida cristiana, al decir de san Ignacio de Loyola [34].

No es irrelevante destacar que lo que hay frente al exceso de la misericordia es un baldío, porque la humildad del misericordiado, ese “hacerse humus” o, mejor, reconocerse a sí mismo como humus ―barro―, es una condición del arrepentimiento que hace posible el encuentro. La misericordia ha de ser aceptada libremente, o sus bienes pueden derramarse en el desierto. La clausura a la gracia es una posibilidad permanente. Por sobreabundantes, excesivos y desproporcionados que sean los dones de la misericordia, ellos no penetrarán a un corazón cerrado. La propia santa Faustina sugiere esto cuando dice que “el arrepentimiento sincero transforma inmediatamente a un alma” [35], e ilustra el principio precisamente con la oración del santo crucificado a la derecha de Jesús: “Acuérdate de mí cuando estés en el Paraíso”. Es decir, la misericordia es posible, pero requiere de la libre colaboración de la miseria, o el don puede devenir incluso en un gesto de violencia; ni Dios otorga sus gracias a quien las rechaza ni puede el ser humano otorgar un genuino don de misericordia a quien no lo quiere, sin que el acto mismo se tienda a desnaturalizar en paternalismo agobiante y molesto.

Todo el diario de santa Faustina está cruzado por la idea de que un corazón arrepentido es lo único que necesita la misericordia para perdonar cualquier pecado humano. El “hoy mismo” que le dirige Jesús a Dimas ilustra la radicalidad de esta cuestión. Lo eterno se anonada para encontrarse con lo efímero, y si nos descubre dispuestos, nos puede arrebatar hacia su infinitud en ese instante. Todos los crímenes de nuestro buen ladrón son expiados en el momento en que la misericordia de Dios se cruza en su camino, del mismo modo en que toda una noche de oscuridad infructuosa se diluye con un solo acto de obediencia a la instrucción amorosa de Cristo: echen las redes nuevamente.

La misericordia como don difusivo

Dios da el primer paso en la misericordia. Sin embargo, así como Dios comienza, la persona humana está llamada a proseguir. En este sentido, ese exceso en el amor no es privativo de lo eterno, sino que es un acto al alcance de la persona humana. Y hay un sinnúmero de actos concretos llevados a cabo a lo largo y ancho del mundo en las calles, cárceles, hospitales, hogares de acogida, leprosarios, escuelas, misiones y programas de caridad que dan testimonio de que los seres humanos, pese a toda opacidad y limitaciones, son capaces de misericordia, afirmación en conflicto con cualquier sistema normativo que crea que la justicia es insuperable como conducta ética. Autores que creen que no hay nada superior a la justicia, creen que algo así como la misericordia es un acto humanamente inalcanzable [36].

La instrucción de ser misericordiosos es un imperativo ético central para los cristianos. Se trata de una “llamada vibrante” [37]. Francisco recuerda que la misericordia no es solo el obrar del Padre, sino también el criterio para saber quiénes son sus verdaderos hijos [38]. Dicho escatológicamente, seremos juzgados en la misericordia. Me viste hambriento y me diste de comer; preso, y me visitaste… San Juan Pablo II también recuerda esto: Cristo revela la misericordia de Dios y al mismo tiempo exige a los hombres que dejen guiar su vida por el amor y la misericordia [39]. En este sentido la misericordia es vinculante, nos ata los unos a los otros, operando como una cadena de desproporciones. Por un lado, a quienes actúen misericordiosamente se les ha prometido la misericordia divina: “Felices los misericordiosos, porque encontrarán misericordia”; quienes den recibirán. Pero también recibir misericordia mueve a ejercerla. Quienes experimentan el encuentro de Dimas no solo se ven reconfortados. También reciben el mandato apremiante de comunicar el don recibido y un íntimo impulso a compadecerse por los demás. He aquí el carácter difusivo del bien, sobre el que se detuvieron largamente los filósofos medievales: la misericordia llama a la misericordia; quienes reciben gratuitamente están llamados a dar gratuitamente.

La misericordia, y por tanto el cristianismo, son éticamente exigentes con las personas. La Ética a Nicómaco de Aristóteles o las Analectas de Confucio, por mencionar dos grandes sistemas éticos producidos por la humanidad desde fuera del cristianismo, presentan normas que exigen a la persona actuar justamente. Pero la exigencia cristiana va más allá de la justicia. La misericordia no hace de la moral cristiana una ética más permisiva que aquellas, sino al contrario: es más demandante. Por supuesto, también hay que obrar con justicia, como recuerda la noción de justicia social, tan presente en las grandes encíclicas sociales de los siglos XIX al XXI. Pero este es un saber para el cual no sería necesario el cristianismo, en cuanto apenas representa alguna novedad respecto de cualquier buen sistema ético secular.

La novedad cristiana está en la misericordia y no en la justicia; en dar con una mano sin que la otra lo sepa. Dicho en lenguaje teológico, su singularidad está en la ley de la gracia y no en la ley natural. La misericordia, siendo un acto más radical que la justicia, vincula de modos más exigentes que ella. Como dice la carta a los Corintios, el cristianismo es una locura [40]; exige un salto mortale, dirá Jacobi. “Dar hasta que duela” reza aquella sentencia atribuida alternativamente a san Alberto Hurtado y santa Teresa de Calcuta. No son conductas mundanamente sensatas. Jesús, inmediatamente antes de decir “Sean misericordiosos, como el Padre de ustedes es misericordioso” [41], llama a sus discípulos a hacer el bien no solo sin esperar nada a cambio, sino incluso dirigirlo hacia los enemigos [42]. Y cuán en serio iba esta instrucción ―escandalosa para los judíos, necia para los gentiles― se observa en la conmovedora oración que dirige al Padre desde la cruz, cuando pide el perdón para sus verdugos, cuestión que repetirá san Esteban culminando su propio martirio [43]. Este es un acto absolutamente de otro tipo que la enseñanza ateniense de dar a cada uno lo propio, lo que le corresponde por naturaleza, lo meramente justo.

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Detalle "Bodas de Caná" de Duccio di Buoninsegna

En suma, encontrarse genuinamente con Cristo empuja a practicar la misericordia. Por eso, cabe señalar que, de Dimas, en rigor, sabemos una cosa más: a diferencia del “mal ladrón”, que se burlaba del Cristo sufriente, él se compadeció. Es notable que en la precaria situación en que se encontraba, en la antesala de la muerte, haya empleado sus últimos alientos de vida terrenal para reprender a su compañero y dirigir al Jesús crucificado esa oración que es, al mismo tiempo que una petición, una abierta profesión de fe. En medio de burlas y vejaciones, la petición de Dimas es uno de los mayores gestos de apoyo que recibe el Nazareno, que oye de pronto una frase que le reconoce tanto su majestad sobrenatural como el inminente triunfo de su empresa mesiánica. No es que Jesús necesitara ningún apoyo del mundo; su misión ya estaba a punto de consumarse, le dirigieran o no palabras de aliento. Pero la misericordia, como se aprecia en los excesos del pan multiplicado, de los peces recogidos, del vino transformado o de la Sangre derramada, opera con independencia de cualquier criterio de utilidad humanamente apreciable. La obra de misericordia primaria es consolar al que está triste, no solucionar sus problemas. Dimas simplemente se compadeció del hombre crucificado a su izquierda y le ofreció esas siete u ocho palabras que son simultáneamente la plegaria que eleva el necesitado y el consuelo que ofrece el misericordioso. ¿Es, pues, posible la misericordia humana?, nos hemos preguntado. Al menos lo fue para Dimas, lo fue para Esteban, lo es para todos quienes, conmovidos por el dolor humano, dan sin esperar un pago equivalente.

Por cierto, este impulso comunicativo de la misericordia no es privativo de ella. Lo mismo puede decirse de muchos otros bienes en que el beneficiario de ayer se ve gradualmente transformado en el benefactor de mañana. Sin embargo, en el caso de la misericordia es especialmente importante esta potencia movilizadora porque quien está en situación de miseria muchas veces apenas puede moverse. La misericordia es “incisiva” [44], no puede quedarse quieta, sale al encuentro de la persona amada como una necesidad interior. El “padre misericordioso” de la parábola sale al encuentro del hijo pródigo “cuando todavía estaba lejos” [45], sin esperar ruego alguno. Es una marca de la misericordia que quien toma la iniciativa, generalmente, no es el necesitado: es María quien se conmueve primero en las bodas de Caná, son los discípulos quienes se conmueven porque la muchedumbre no tiene qué comer, y es Jesús quien motu proprio actúa en favor de la pesca. Francisco ha sido enfático en que los cristianos deben ser activos en el amor, salir de sus encierros y comodidades, y acercarse a las periferias. En esas afueras hay necesitados, tanto del alimento material como del espiritual; personas que han caído a la orilla del camino, como aquel hombre que iba de Jerusalén a Jericó, y que ya no tienen cómo pagar la posada ni comprar alimento. El don de la misericordia resuena una vez más: denles ustedes de comer. 


Notas

[1] Santa Faustina Kowalska, Diario. La Divina Misericordia en mi alma, n.301.
[2] Misericordiae Vultus, n.2. En adelante, MV.
[3] MV, n.8.
[4] Ver Ex 34,6, o los salmos (cfr. Sal86, Sal103, Sal145). El hecho de que en algunas versiones la palabra misericors de la Vulgata latina haya sido traducida al español como bondadoso no hace más que corroborar la centralidad de la misericordia, identificable con la bondad misma de Dios.
[5] Dives in Misericordia, n.3. En adelante, DIM.
[6] DIM, n.2.
[7] Ver especialmente Caritas in Veritate nn.34-42, aunque la idea está anticipada en Deus Caritas Est.
[8] Sobre el peso de esta influencia, dice Moore: “¿podríamos decir que el pensamiento del siglo X X en general está asediado por el espectro de El Don, el espectro, o espectros, del Ensayo sobre el don de Marcel Mauss?” (Moore, Gerald, Politics of the Gift: Exchanges in Poststructuralism, Edinburgh University Press, 2011, p. 4. Traducción mía).
[9] Mauss, Marcel, Ensayo sobre el don, [1925].
[10] Cfr. Mauss, op. cit., p. 71.
[11] Cfr. Mauss, op. cit.
[12] Cfr. Mauss, op. cit.
[13] Ver Carrier, James, “Gifts, Commodities, and Social Relations: A Maussian View of Exchange”, en Sociological Forum, Vol. 6, No. 1, 1991 (pp. 119-136) y Panoff, Michel, “Marcel Mauss’ The Gift Revisited”, en Man, New Series, Vol. 5, No. 1, 1970 (pp. 60-70). También Lévi-Strauss, Claude, Introduction to the work of Marcel Mauss. Routledge, 1987. Lévi- Strauss enfatiza el carácter socialmente obligatorio y, por tanto, no generoso de los dones. Y Bourdieu, Pierre, Esquema de una teoría de la práctica, 1972. Él remarca que todo don está contaminado por la lógica del intercambio económico. Derrida, observando lo mismo, radicaliza la conclusión: niega que los regalos existan, porque el inevitable reclamo de restitución los disuelve como tales, pues “para que haya don no debe haber reciprocidad” (Derrida, Jacques, Dar el tiempo. Paidós, 1995 [1992]).
[14] Ver Alvis, Jason, Marion and Derrida on The Gift and Desire: Debating the Generosity of Things.
[15] Cfr. Mauss, p. 72.
[16] Ver especialmente Marion, Jean-Luc, Siendo dado, 2008, Síntesis.
[17] Belk, Russell, “The Perfect Gift”, en Gift-Giving: A Research Anthology, p. 60.
[18] Reciprocidad compleja, como la que describe Lévi-Strauss en Las formas elementales del parentesco, es aquella en que la retribución no se dirige inmediatamente a aquel de quien se recibió, sino hacia un tercero generalizado. Cualquier gesto hacia alguien con la expectativa de que otro (o todos los otros) tengan un gesto equivalente hacia mí vale como ejemplo. En este caso, dar al pobre para recibir de Dios ha sido entendido de este modo (ver, por ejemplo, el modo en que Belk entiende la relación entre el pueblo judío y Yahwé: “The Perfect Gift” en Gift-Giving: A Research Anthology, pp. 59-60).
[19] San Juan Crisóstomo, On Reptenance and Almsgiving, Homilía VII, n.25, traducción propia.
[20] San Alfonso remite esta frase —Quod sufficiebat redemptioni, non sufficiebat amori— a san Juan Crisóstomo “u otro escritor antiguo”. Véase “Sermones abreviados para todas las dominicas del año”, Sermón IV (para la dominica cuarta de Adviento), pp. 72-3.
[21] San Alfonso señala que la palabra effundetur con que culmina su anuncio del cáliz de sangre durante la Cena —Hic est enim sanguis meus novi testamenti qui pro multis effundetur— es indicativa de que Jesús se preparaba para derramar “toda su sangre hasta la última gota” (ibíd.., 73). En efecto, la voz effundo puede denotar un derramamiento total, que agota aquello que se derrama (ver, por ejemplo, Lewis, C. T. & Short, C., A Latin Dictionary, s.v. effundo). 
[22] Ídem.
[23] Tanto en Mt 16,9 como en Mc 8,19 se recoge este recordatorio de Jesús a sus discípulos acerca de los trozos sobrantes de la multiplicación.
[24] Mt 15,32.
[25] Lc 5,7.
[26] San Juan Pablo II, Don y misterio.
[27] El martirologio romano venera al “santo ladrón” el día 25 de marzo, sin darle nombre. No obstante, en los textos apócrifos “Evangelio de Nicodemo” y “Libro de Santiago” se le atribuye el nombre Dimas, que ha sido recogido por numerosas fuentes posteriores. En este artículo me pliego a esta tradición y lo trato por ese nombre.
[28] DIM, n.3.
[29] Lc 23,42.
[30] La meditación se encuentra publicada en el sitio web Adveniat Regnum Tuum con el título “El Rey del madero y su escudero”.
[31] Deus Caritas Est, n.1.
[32] MV, n.4.
[33] Cfr. Santa Faustina, n.334.
[34] San Ignacio de Loyola, Ejercicios Espirituales, n.23.
[35] Cfr. Santa Faustina, n.388.
[36] Ver, por ejemplo, la conjunción que hay en Derrida entre Dar el Tiempo —donde señala el carácter imposible de la generosidad— y Fuerza de ley —donde declara el carácter insuperable de la justicia—.
[37] DIM, n.2.
[38] MV, n.9.
[39] DIM, n.3 (en cursivas en el original).
[40] 1Cor, 1.
[41] Lc 6,36.
[42] Lc 6,35.
[43] Hch 7,60.
[44] DIM, n.4.
[45] Lc 15,20.

* Foto de portada: Extracto de la "Aparición de Cristo en el lago Tiberíades" de Duccio di Buoninsegna. Todas las imágenes que ilustran este artículo son parte del libro de Giovanna Ragionieri, Duccio. Catálogo completo de pinturas. Ediciones Akal S.A., Madrid, 1992 (1989).


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