La introducción del capítulo de Gaudium et spes sobre el progreso cultural y su sentido, se destaca la cultura como dimensión esencial y por lo tanto universal del ser humano. Es obra del hombre, pero de tal magnitud y trascendencia que por ella, y sólo por ella, el hombre se humaniza.
En las últimas cuatro décadas se ha desarrollado en la Iglesia una amplia y profunda reflexión sobre el significado de la cultura y sobre su vinculación con el mensaje cristiano y con la misión eclesial. Este proceso siguió los pasos de los debates conciliares en torno al célebre Esquema 13, del cual resultó la constitución pastoral Gaudium et spes. El capítulo dedicado en ese documento al fomento del progreso cultural (el segundo de la segunda parte) asume una noción actualizada de cultura, en la que se advierten algunos acentos de la moderna antropología cultural y una nueva comprensión de los conceptos tradicionales de paidéia y de humanitas.
Aunque en el texto conciliar no se habla todavía expresamente de evangelización de la cultura ni de inculturación del Evangelio, el análisis de las múltiples conexiones entre el mensaje de salvación y las diversas formas de cultura prepara el curso posterior de la reflexión teológica y pastoral sobre esa temática. Durante la gran asamblea ecuménica se tomó conciencia de los problemas de la evangelización en los países de misión, en los que se ponían de manifiesto las dificultades de adaptación del mensaje cristiano y de su vivencia eclesial a las culturas locales. Tuvo también decisiva importancia la crisis desatada en los países de antigua cristiandad, en los que resultaba ya indisimulable la brecha abierta entre la fe y la cultura, especialmente a causa de una radicalización de las fracturas producidas al inicio de la modernidad y la difusión de una cosmovisión que se presentaba, cada vez más abiertamente, como alternativa a la visión cristiana del mundo, del hombre y de la historia.
En los tres párrafos que constituyen la introducción del capítulo de Gaudium et spes sobre el progreso cultural y su sentido, se destaca la cultura como dimensión esencial y por lo tanto universal del ser humano. Es obra del hombre, pero de tal magnitud y trascendencia que por ella, y sólo por ella, el hombre se humaniza. No se trata de algo accesorio, sino de algo que distingue al hombre de los animales y de las cosas del mundo, una dimensión característica de su ser. El hombre accede a un nivel propia y plenamente humano humanizando la naturaleza, la suya y la del mundo circundante, con el que se halla en continuidad por su condición corpórea, y sobre el cual deja su impronta mientras desarrolla sus virtualidades subjetivas.
El texto asume el concepto de cultura en un sentido de amplísima generalidad: la cultura comprende el desarrollo y perfeccionamiento de las facultades del espíritu y del cuerpo; el conocimiento y el trabajo por los cuales se procura someter la tierra; la humanización de la vida social que se verifica mediante el progreso de las costumbres e instituciones. Se incluyen asimismo las obras en las cuales se plasman las grandes experiencias espirituales, y que transmitidas a las generaciones sucesivas se conservan a través del tiempo: descubrimientos científicos, valores estéticos, intuiciones filosóficas, morales y religiosas.
Al mencionar la diversidad de estilos de vida y la existencia de diferentes escalas de valores, Gaudium et spes reconoce también un sentido sociológico y etnológico de cultura con su carga de historicidad; en este sentido -señala el texto- se habla de la pluralidad de culturas. No falta, sin embargo, una interpretación teológica del fenómeno de la cultura humana y la afirmación de un sentido último del mismo: que el hombre pueda, en virtud del progreso cultural, elevarse con mayor facilidad al culto y a la contemplación del Creador y con el impulso de la gracia disponerse a reconocer a Cristo, verbo de Dios. El encuentro entre el mensaje de salvación y el mundo de los hombres se verifica en un medio de vida que es la cultura. Tal encuentro es un acontecimiento histórico en el que se concreta la misión evangelizadora de la Iglesia.
Basándose en el antecedente conciliar, Pablo VI en Evangelii nuntiandi consagra la noción de evangelización de la cultura. Lo que importa -señala- es evangelizar… la cultura y las culturas del hombre. Tres descripciones ofrece el pontífice del proceso de evangelización así concebido: 1) llevar la Buena Nueva a todos los ambientes de la humanidad y, con su influjo, transformar desde dentro, renovar la misma humanidad. 2) convertir al mismo tiempo la conciencia personal y colectiva de los hombres, la actividad en la que ellos están comprometidos, su vida y ambiente concretos. 3) alcanzar y transformar con la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en contraste con la palabra de Dios y con el designio de salvación. Esta última expresión alude a la ruptura entre Evangelio y cultura que, según Pablo VI, es el drama de nuestro tiempo. Lo era en 1975, como lo fue también en otras épocas -así lo señala el Papa- y continúa siéndolo en el presente. La referencia dramática trae reminiscencias históricas de los grandes lances misioneros de la Iglesia y deja entrever las dificultades de semejante obra y los rasgos misteriosos de todo proceso de conversión, sobre todo de una conversión colectiva de la humanidad, de la ecúmene de los pueblos, tal como está connotada en el mandato y envío del Señor a los apóstoles.
El Documento de Puebla, inspirándose en Gaudium et spes y, más directamente, en Evangelii nuntiandi, aplica a la situación entonces presente de américa Latina y a las razonables previsiones de evolución futura de los fenómenos culturales, el concepto de evangelización de la cultura. Así, la IIIª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano asume la evangelización de la cultura como una opción pastoral.
La noción de cultura expresada en las conclusiones de aquella asamblea entró a formar parte definitivamente del discurso pastoral: el modo particular como, en un pueblo, los hombres cultivan su relación con la naturaleza, entre sí mismos y con Dios, es decir, el estilo de vida de los diversos pueblos. La referencia a la diversidad llevará a la consideración de una pluralidad de culturas. Importa destacar que la cultura entraña una totalidad vital que incluye valores y desvalores y que se expresa en la lengua, las costumbres, instituciones y estructuras sociales. En cuanto tiene su fundamento en la actividad creativa del hombre, la cultura posee un dinamismo de transformación en el que desempeña un papel fundamental la experiencia histórica y las peripecias propias de todo proceso de transmisión.
El Documento de Puebla ofrece también criterios de discernimiento en orden a la evangelización de la cultura. a partir de una atenta observación del movimiento general de la cultura y de sus expresiones vigentes, se puede descubrir el efecto que los procesos de cambio, muchas veces acelerados y radicales, producen sobre el sustrato tradicional, que en el caso de américa Latina está marcado desde sus orígenes por la presencia cristiana.
La acción evangelizadora de la Iglesia se ejerce en el reconocimiento de los auténticos valores culturales y en el empeño por su consolidación y fortalecimiento, tanto como en la denuncia y purificación de los desvalores que revelan la presencia del pecado, porque la crítica de las idolatrías es el reverso del anuncio del reino de Dios. Si lo esencial de la cultura es cómo se afirma o niega la vinculación religiosa con Dios, el encierro en la inmanencia conlleva el germen de una progresiva deshumanización de la cultura. Recojamos esta expresión sintética del Documento de Puebla: por la evangelización, la Iglesia busca que las culturas sean renovadas, elevadas y perfeccionadas por la presencia activa del Resucitado, centro de la historia, y de su Espíritu.
Entre la IIIª y la IVª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano se desarrolló un intenso trabajo de investigación y de valoración crítica de diversas experiencias pastorales. Merecen destacarse especialmente los intentos de elaboración de una teología de la cultura y, en el enfoque de las relaciones entre Evangelio y cultura, un desplazamiento de acentos: de la evangelización de la cultura a la inculturación del Evangelio. Se trata de dos dimensiones o aspectos de la misma misión eclesial. El magisterio de Juan Pablo II ha ofrecido al respecto una luminosa orientación, sobre todo a partir de la encíclica Slavorum apostoli.
El discurso inaugural del Papa en la Conferencia de Santo Domingo sirvió de inspiración a las conclusiones de aquella reunión, convocada para celebrar el quinto centenario de la evangelización de américa y realizada en un contexto de discusiones en las que no faltó una fuerte carga ideológica. Me detengo en la sección del discurso pontificio que lleva por título Cultura cristiana.
Anunciar a Cristo en todas las culturas -afirma Juan Pablo II- es la preocupación central de la Iglesia y objeto de su misión. Resuena en esta proposición el eco de las palabras de envío de Jesús a sus discípulos, al final del Evangelio según San mateo: mathetéusate pánta ta ethne, hagan discípulos a todos los pueblos, que puede interpretarse así: inculturen el Evangelio en todos los pueblos, cristianicen todas las culturas. Porque si bien la fe cristiana no se identifica con ninguna cultura, está llamada a inspirarlas a todas, a transformarlas desde dentro para enriquecerlas con los valores cristianos. El discernimiento evangélico de las culturas es el paso inicial en todo proceso de inculturación, que permite identificar los valores dominantes, las actitudes y comportamientos colectivos. Esfuerzo y tacto, dice el Papa, se requieren para que el mensaje de Jesús vaya transformando los diversos núcleos culturales ejerciendo un influjo de purificación que haga posible el afianzamiento de una cultura cristiana. Esfuerzo y tacto; fortaleza y prudencia, para renovar, ampliar y unificar los valores históricos y los del presente, de manera que se pueda responder a las exigencias que se plantean a la Iglesia en el cumplimiento de su misión evangelizadora. En un ejercicio sintético de discernimiento, Juan Pablo II constata una crisis cultural de proporciones insospechadas que consiste en una fractura entre los valores evangélicos y las culturas modernas. Sobre el sustrato cultural de américa Latina, en el que perduran valores positivos que son fruto de la evangelización, se han introducido concepciones engañosas e inaceptables; racionalismo y subjetivismo que vacían la ética natural y justifican los peores atentados contra la dignidad y la vida de la persona humana y pretenden fundar el orden moral sobre el consenso social, sin referencia a la naturaleza de la persona y de sus actos. En la base de estas posiciones, el ofuscamiento de la dimensión trascendente del hombre, es decir, la exclusión de Dios.
Es precisamente frente al complejo fenómeno de la modernidad que el gran pontífice proponía dar vida a una alternativa cultural plenamente cristiana. Y refiriéndose al diálogo entre fe y ciencia, que es preciso renovar con empeño, le fija como fin la creación de un humanismo cristiano. La expresión cultura cristiana ha sido objeto de fuertes discusiones y no faltan autores de nota que se resistan a aceptarla. La frecuencia de su uso ha ido disminuyendo. De hecho, no se encuentra “ad litteram” en el Documento de Aparecida. Apunto esta etapa en la evolución del lenguaje sobre evangelización de la cultura e inculturación del Evangelio, aunque considero que la legitimidad y el sentido de la expresión cultura cristiana son inatacables.
Las conclusiones de la IVª Conferencia General de Santo Domingo retoman las expresiones del discurso inaugural. Es posible hablar de una cultura cristiana cuando el sentir común de la vida de un pueblo ha sido penetrado interiormente por el Evangelio. La evangelización de la cultura se manifiesta en el proceso de inculturación. En el texto de Santo Domingo la interpretación teológica de la inculturación es propuesta en referencia a una triple analogía; se la comprende a la luz de los tres grandes misterios de la salvación: Encarnación, pascua y pentecostés. La sola referencia a la Encarnación es insuficiente; el fermento del Evangelio trabaja hondamente en la entraña de la cultura y provoca en ella transformaciones decisivas. El proceso de inculturación, en su momento central, muestra que la relación entre la fe cristiana y las culturas humanas es en cierto modo dialéctica. Lo que no pasa por Cristo no podrá quedar redimido, y ese paso implica la cruz: la purificación evangélica de una cultura asegura su resurrección. El misterio de pentecostés expresa la plenitud y la universalidad que son el término del proceso de inculturación; el Espíritu hace posible a todos entender en su propia lengua las maravillas de Dios, por lo cual se puede afirmar la posibilidad de diversas, de muchas culturas que merezcan el apelativo de cristiana. una última observación sobre Santo Domingo: el texto afirma que de la condición bautismal brota el compromiso de procurar que la fe, plenamente anunciada, pensada y vivida, llegue a hacerse cultura. Un anticipo del acento peculiar de Aparecida.
El tema de la Vª Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida describe a los cristianos de nuestro continente como discípulos y misioneros de Jesucristo, que han de empeñarse intensamente para que nuestros pueblos tengan vida en él. Esa es la vocación cristiana, que se concreta en el encuentro personal y comunitario con el Señor. Aquella descripción encierra el ideal que debe verificarse en la existencia de cada bautizado, miembro de la Iglesia. Discípulos–misioneros, discípulos y misioneros; dos aspectos de suyo inseparables, ligados por él y característicamente católico, ideal que vale para cada persona bautizada y para cada comunidad cristiana. Vale también para los Centros Culturales Católicos en cuanto lugares, ámbitos, comunidades de discípulos misioneros para la evangelización de la cultura en este momento de la vida de la Iglesia y de nuestros pueblos. La nueva Evangelización es, precisamente, evangelización de la cultura, o como decía Juan Pablo II, la evangelización de la cultura es centro, medio y objetivo de la Nueva Evangelización.
Los Centros Culturales Católicos, en cuanto comunidades cristianas, eclesiales, están llamados a perfilar cada vez más nítidamente una identidad discipular y misionera, según la índole propia de cada uno, ya que tienen objetivos y especializaciones tan variadas. El discipulado se refiere siempre al seguimiento de Cristo, a la asimilación de su mensaje, al cultivo de la cosmovisión que tiene su fuente en la fe y en los fundamentos teológicos y filosóficos de la doctrina católica. La misionalidad supone el dinamismo propio de la cultura, implica la adopción de un método dialógico como instrumento de evangelización e inculturación, pero también el amor a la verdad y el arrojo apostólico necesarios para ofrecer en el contexto cultural de hoy el anuncio de la buena nueva, que no siempre es bien recibida. El Documento de Aparecida afirma: con la alegría de la fe, somos misioneros para proclamar el Evangelio de Jesucristo y, en Él, la buena nueva de la dignidad humana, de la vida, de la familia, del trabajo, de la ciencia y de la solidaridad con la creación (103). Este propósito, esta decisión, que la Iglesia requiere hoy de todos sus hijos, tienen que ser asumidos por nuestros centros culturales de un modo orgánico e institucional.
Podemos esbozar una comparación entre el proceso de difusión del Evangelio y de su inculturación en la antigüedad pagana y los problemas que se suscitan actualmente en el contexto cultural de la modernidad o posmodernidad. Fundamentalmente, asoma una diferencia capital entre ambos momentos históricos. El mundo del paganismo antiguo, aunque afectado ya por síntomas de agotamiento, constituía un organismo cultural plenamente configurado, y conservaba la expectativa de algo nuevo, la apertura a una posible plenitud; sobre un terreno preparado por los gérmenes del verbo, en un alma naturaliter christiana pudo abrirse paso la gracia del Evangelio. El mundo moderno, en cambio, parece haber dejado el cristianismo a sus espaldas; aun cuando varias de las conquistas de las cuales se jacta hunden sus raíces en el suelo cristiano, ha constituido una cosmovisión alternativa, ajena u hostil a la verdad de la fe y a su configuración cultural. El estallido de las grandes síntesis filosóficas y el fracaso de las ideologías dejan como herencia la confusión, el desconcierto y la tentación del nihilismo.
En el caso peculiar de américa Latina, la primera evangelización no encontró un modelo o estructura cultural, en el sentido en que lo define la moderna antropología; por eso la tarea misional se verificó incluyendo la transferencia de la cultura propia de la Europa católica. Sin embargo, ésta conoció una nueva aclimatación, y del encuentro con las proto-culturas aborígenes y sus aportes resultó un mestizaje cultural que determinó la identidad de los pueblos latinoamericanos. Sobre ese sustrato se ejerció luego el influjo de la modernidad, desde la ilustración hasta el reciente impacto de una cultura global en trance de consolidación. Volviendo a la analogía con los primeros siglos de difusión del cristianismo, podemos afirmar que la misión evangelizadora de la Iglesia debe desarrollarse ahora en el contexto cultural de una especie de paganismo poscristiano. Esta perspectiva adquiere una extensión universal, pero caracteriza también la situación de américa Latina, aunque se puedan reconocer rasgos peculiares que matizan los desafíos de la nueva evangelización en nuestro continente.
El término nueva evangelización fue acuñado por Juan Pablo II en referencia a la primera evangelización de américa, que debía ser continuada, completada, renovada de acuerdo a las nuevas condiciones, necesidades y exigencias de nuestros pueblos. Luego el concepto fue transferido al caso de los países descristianizados de Europa, hondamente trabajados por la cultura de la modernidad durante varios siglos. Finalmente, la expresión se universalizó, de modo que en la actualidad designa por excelencia la evangelización de la cultura; un proceso correlativo y contemporáneo al proceso de gestación de una cultura global. El Documento de Aparecida presenta a la Iglesia como creadora y animadora de cultura (478). Con la inculturación de la fe ella se enriquece incorporando nuevas expresiones y valores, en busca de una catolicidad cultural (una expresión que puede considerarse equivalente a cultura cristiana) (479); la misma fe deberá engendrar modelos culturalmente alternativos para la sociedad actual (480). En el diálogo y la confrontación entre el patrimonio cultural en el que subsiste la herencia cristiana y la cultura vigente de impostación global habrá que cultivar dos actitudes: la empatía para intentar una adecuada comprensión de los fenómenos culturales y la crítica para descubrir las limitaciones y errores. El magisterio de Benedicto XVI ofrece luces abundantes para abordar la tarea de la nueva evangelización desde los Centros Culturales Católicos.
En su reciente encíclica Caritas in veritate, el Santo padre advierte sobre las consecuencias de un eclecticismo cultural, asumido de manera acrítica, en virtud del cual las culturas aparecen como sustancialmente equivalentes e intercambiables; esta postura conduce al relativismo e incurre en el peligro de rebajar la cultura y homologar los comportamientos y estilos de vida. Señala también el Papa que el eclecticismo y el bajo nivel cultural coinciden en separar la cultura de la naturaleza humana. Así, las culturas ya no saben encontrar su lugar en una naturaleza que las trasciende, terminando por reducir al hombre a mero dato cultural. Cuando esto ocurre, la humanidad corre nuevos riesgos de sometimiento y manipulación (CIV, 26). La cuestión antropológica se ubica hoy en el centro de la problemática cultural; es incluso la nueva definición que asume la cuestión social. Lo que está en juego es, nuevamente, la verdad del hombre, la verdad sobre el hombre.
Me detengo intencionadamente en un punto que considero capital: la teoría constructivista del conocimiento humano, que se ha impuesto en la pedagogía y en las ciencias sociales. El objeto del conocimiento no es ya el saber, la realidad, que posee una inteligibilidad intrínseca, que por su transparencia puede revelarse a la luz de la inteligencia humana, sino el resultado de un proceso de construcción, de organización, de múltiples enlaces. El conocimiento es una producción que expresa el poder del sujeto, no la percepción intelectual de la realidad tal como ella es en sí. En este planteo no cabe la pregunta por la verdad. En el proceso del conocer se van creando estructuras de representación, modelos de la realidad, interpretaciones provisorias e igualmente válidas: no hay verdades objetivas, sino sólo experiencias. Al relativismo gnoseológico le sigue un relativismo ético: no existen valores objetivos y universales fundados en el ser y en la naturaleza humana. En esta línea de pensamiento, que se configura como una ideología, no se admite el dato, el don de una naturaleza de la persona y de sus actos; todo es producción del hombre, que no se reconoce como criatura ni puede reconocer al mundo como creación de Dios.
Estas posturas manifiestan el eclipse de la metafísica que se ha verificado en el desarrollo del pensamiento occidental, al menos en sus expresiones más significativas, las que han impregnado la cultura de los últimos siglos. De allí la importancia de la diaconía de la verdad ejercida por el magisterio eclesial en sus intervenciones históricas en materia filosófica, y recientemente por las enseñanzas de Juan Pablo II y Benedicto XVI, de un modo particular la reiterada afirmación del valor de la razón humana y de su capacidad para conocer la verdad. La recuperación de la metafísica es imprescindible para que la filosofía pueda ejercer su mediación en la inculturación del cristianismo. En la encíclica Fides et ratio se recuerda y se promueve la vocación sapiencial de la filosofía, su índole de saber propio y riguroso, para que pueda proyectarse en un vuelo auténticamente metafísico a la búsqueda del fundamento. El concepto de apertura, aplicado por Juan Pablo II a la filosofía, expresa una especie de disponibilidad del pensamiento filosófico por la cual éste constituye para el hombre una vía hacia la trascendencia y un ámbito en el que puede insertarse el acto de fe.
El Documento de Aparecida (479) destaca la emergencia de la subjetividad como una importante conquista de la humanidad, que invita a presentar a la persona humana como el centro de toda la vida social y cultural (480). Pero es preciso advertir también que la concepción del hombre aparece frecuentemente fragmentada en las perspectivas parciales que ofrecen las así llamadas ciencias humanas, enfocadas con criterios reduccionistas que ofuscan la auténtica verdad antropológica. Debemos aceptar intelectualmente el desafío que significa la afirmación de la centralidad del hombre en la cultura contemporánea, pero para otorgarle su verdadero sentido. La tarea que se impone emprender consiste en fundar la persona en el ser y descubrir el ser en la persona. A partir de los datos valiosos que proporcionan las ciencias del hombre, por ejemplo, sobre la percepción y la experiencia, lo imaginario y el inconsciente, la intersubjetividad y el fenómeno de la acción, y a través de una rigurosa indagación sobre los actos que trascienden la estructura empírica del sujeto, se puede llegar al ser del yo singular, a la profundidad de la persona. Más aún, descubriendo la finitud del yo personal como ser por participación, el hombre puede encaminarse a la captación del fundamento absoluto, el ser por esencia que subsiste por sí mismo, que ha impreso en la creatura humana su imagen y semejanza. La posibilidad de este trascendimiento analógico, de la observación empírica a la verdad antropológica y de ésta a la teología filosófica, debe proponerse como horizonte del diálogo entre las ciencias y la fe que es preciso asumir como una prioridad pastoral. Los obispos reunidos en Aparecida dedicaron un breve parágrafo a esta cuestión: Aprovechando las experiencias de los Centros de Fe y Cultura o Centros Culturales Católicos, trataremos de crear o dinamizar los grupos de diálogo entre la Iglesia y los formadores de opinión de los diversos campos. Convocamos a nuestras Universidades Católicas para que sean cada vez más lugar de producción e irradiación del diálogo entre fe y razón y del pensamiento católico (498).
Una posibilidad semejante de diálogo para la inculturación del cristianismo se abre en el campo de las ciencias sociales y de la interpretación histórica de la aspiración humana al progreso y al desarrollo integral. En la encíclica Spe salvi, Benedicto XVI nos ofrece una reflexión crítica sobre las peripecias de la moderna filosofía del progreso, que ha reemplazado la esperanza bíblica del reino de Dios por la esperanza del reino del hombre y ha intentado movilizar todas las energías humanas en la consecución de un objetivo: crear un mundo mejor. De hecho, tal esperanza terrestre resultó una utopía irrealizable; su concreción política ha producido horrores inéditos, sacrificando a varias generaciones y enajenando la libertad de los pueblos. Estas dolorosas experiencias históricas, debidas a las diversas aplicaciones de la ideología progresista, muestran a dónde puede llegar el hombre cuando renuncia a la gran esperanza que sustenta las legítimas esperanzas humanas. En el mismo orden de cosas, la realización de la justicia en la sociedad, que es el objeto y la medida intrínseca de toda política, requiere una purificación de la razón que la fe puede aportar abriendo la inteligencia y la voluntad a las exigencias del bien. El Santo padre, en Deus caritas est habla reiteradamente de la fuerza purificadora de la fe que se ejerce sobre la razón política, sobre el lógos social, para liberarla del peligro de la ceguera ética, de manera que lo que es justo pueda ser reconocido y puesto en práctica. En este punto, afirma el Papa, se sitúa la doctrina social católica (DCE, 28). En la misma perspectiva, la reciente encíclica Caritas in veritate, presenta la caridad en la verdad como la principal fuerza impulsora del auténtico desarrollo de cada persona y de toda la humanidad (CIV, 1).
El Documento de Aparecida, al centrar la reflexión en la figura de los discípulos-misioneros, aporta a la problemática de la nueva evangelización un aliento religioso singular, que concreta en la situación de américa Latina el principio pastoral de la primacía de la gracia y la pedagogía de la santidad propuesto en Novo millennio ineunte como criterio que ha de guiar el camino de la Iglesia. Además, se hace eco del magisterio de Benedicto XVI, que nos invita a valorar debidamente la adoración, la referencia a Dios como vía de acceso a la auténtica realidad. Sólo quien reconoce a Dios conoce la realidad y puede responder a ella de modo adecuado y realmente humano, ha dicho el Papa en su discurso inaugural de la va Conferencia. El valor político, cultural, de la adoración puede verificarse plenamente cuando la actitud religiosa asume con coherencia el principio del amor y de la verdad. En el contexto cultural contemporáneo no faltan actitudes religiosas que aíslan al hombre en la búsqueda del bienestar individual y de la gratificación psicológica, sincretismos variados y formas de religión inmanente, con rasgos panteístas y supersticiosos que también apartan al hombre de la realidad (cf. CIV, 55). La religión representa el alma de una cultura digna del hombre. En el centro del proceso de evangelización de la cultura o de inculturación del Evangelio se sitúa el problema –el misterio– de la conversión y por lo tanto del anuncio de Jesucristo, Camino, verdad y vida, ya que sólo en él hay palabras de vida eterna. A partir del encuentro con Jesucristo vivo, como lo demuestra la experiencia de los siglos y en diversos ciclos históricos, los cristianos han expresado su fe en un estilo de cultura peculiar, que puede ser recreado como una alternativa nueva también en nuestro tiempo.
Me permito una indicación conclusiva, que vale como una exhortación. ¿Qué disposición espiritual, qué talante, qué virtud tendrían que asumir hoy los discípulos-misioneros empeñados en hacer presente el Evangelio en la cultura de nuestros pueblos? Lo diré con un término bíblico que no se deja traducir fácilmente en un solo vocablo: parresía. Es éste un concepto capital del nuevo testamento para comprender la misión de la Iglesia y del cristiano. Como que procede de pan-resía connota la libertad total para hablar, no tanto en sentido objetivo, porque lo permiten las condiciones externas o la autorización de las leyes, sino más bien en sentido subjetivo, es decir, una libertad que procede de la constancia de ánimo y de la firme persuasión de la verdad. La parresía ante los hombres es la actitud apostólica por excelencia en el cumplimiento de la misión de predicar y de implantar la Iglesia. Es la libertad espontánea de hablar por la que no se teme decir algo claramente (lo opuesto a callar por timidez o a hablar crípticamente) y no se vacila en amonestar, si es preciso, con toda franqueza.
Pero la parresía inspira también nuestra relación con Dios. o mejor dicho, un nuevo género de parresía surge de la condición cristiana, porque hemos sido redimidos por Cristo, reconciliados y adoptados por Dios, y podemos apoyarnos en la promesa de que nuestras oraciones serán escuchadas. Es la confianza gozosa y filial por la cual nos atrevemos a acercarnos al padre y a invocarlo con este nombre en nuestras súplicas.
A la parresía de la fe debe corresponder la audacia de la razón; con esta frase cierra Juan Pablo II el capítulo IV de Fides et ratio. Es decir, a la libre y confiada afirmación de la verdad, debe corresponder la osadía conquistadora de la inteligencia. La parresía de la fe debe inspirar también, en nuestros pueblos, la creación de una nueva cultura, plenamente humana, y por eso, cristiana.