* El presente texto corresponde en lo fundamental a la exposición del autor con ocasión del coloquio “Un nuevo humanismo para el tercer milenio”, organizado por el Consejo Pontificio de Cultura y la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, y que tuvo lugar en la sede de la UNESCO, en París el 6 de mayo de 1999.
Puestos ya en la inminencia de otro cambio de siglo que es también el término de un milenio y alba de uno nuevo, los hombres de nuestro tiempo se enfrentan a muchos interrogantes. La fuerza simbólica de estas conmemoraciones lleva ineludiblemente a tal camino, aun cuando la vorágine de nuestro tiempo no haga propicia esa meditación básica y esencial del ser plenamente hombre, y a fortiori de todo humanismo, y que discurre acerca de quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.
Siglo XX: humanismo y deshumanización
La imagen lacerada que dejan muchos de los escenarios de este siglo -presente, a pesar de todo, en una memoria histórica que en nuestra época tiende a desvanecerse en el inmediatismo- impulsa, por su parte, a quienes reflexionan sobre estas materias, a una percepción crítica, en la que el humanismo y su futuro se plantea necesariamente como un contrapunto respecto de una deshumanización que oscurece importantes rasgos de la modernidad.
Ya antes de la mitad de este siglo que acaba, advertía el pensador ítalo-germano Romano Guardini, que el hombre moderno, consciente o inconscientemente, se había forjado un universo compuesto de elementos naturales e ideales, de realidades y normas impersonales, en el cual lo propiamente personal quedaba relegado sólo a la poesía. Entre tanto, el ser humano, reclamaba Guardini, exige y espera una determinación personal [1].
Transcurridas cinco décadas, este deambular en el fenómeno, lejos del fundamento de las cosas, ha tendido sin embargo a hacerse crónico. La capacidad de emprender un vuelo metafísico, apto a trascender lo meramente fáctico o empírico para llegar, en la búsqueda de la verdad, a algo absoluto y fundamental, constituye sin duda un desafío pendiente y crucial para la cultura humanística en este fin de siglo [2].
Por el camino presente corremos el serio riesgo de precipitarnos en ilusiones de alto costo. Podría incluso parecer a algunos que la reflexión sobre la cuestión de nuestra identidad y su vinculación con una tradición en orden a discernir el futuro está superada y que, por otra parte, estamos simplemente aboliendo la enfermedad o eliminando el envejecimiento, y con ello, las preguntas esenciales que estas realidades plantean al hombre desde siempre.
Mientras tanto, y en forma concomitante, se ha pasado de un optimismo racionalista, que veía en la historia un avance victorioso de la razón, a una crisis de confianza en ella, como si ésta no pudiese ya aspirar a certezas sólidas en cuestiones últimas, como si el hombre debiera ya acostumbrarse a vivir en una perspectiva de carencia de sentido, caracterizada por lo provisional y fugaz [3]. Se vive la vanificación de las realidades más sagradas. La palabra "ateísmo", así, que sugería, no hace muchas décadas, una decisión personal de rechazo a Dios, una toma de posición deliberada, ha pasado a ser reemplazada por la "increencia", término que evoca la confusión y la indiferencia en lugar de una decisión clara.
En esta perspectiva, en la que casi sólo se valida lo fáctico, mientras la ciencia se prepara a dominar todos los aspectos de la existencia humana a través del progreso tecnológico, la cuestión sobre el sentido de la vida es considerada como algo que pertenece al campo de lo irracional o de lo imaginario, y los valores son relegados a meros productos de la emotividad [4].
Por tal senda, sin un anclaje cognoscitivo seguro, que apunte a lo que la filosofía, desde los griegos, llamara el ser, la luz natural de la mente, dudando de sí misma, termina necesariamente fragmentándose. La proliferación de saberes tendencialmente anárquicos, característicos de la fragmentación, ha observado Vittorio Possenti, "es una tentación propia de la cultura contenporánea, que conlleva un quiebre inevitable de la visión global. Este proceso se remonta en el tiempo y no se requiere mucha imaginación para darse cuenta del gran esfuerzo que será necesario para corregirlo" [5]. Hemos perdido la gran ventaja de la unidad intelectual de una civilización, con efectos que se hacen palpables en cuanto a la carencia de unidad interior que padece el hombre en esta alba del tercer milenio.
Las consecuencias de este estado presente del humanismo en el ámbito de la polis y de las realidades de orden público, son notables. La pérdida de fundamentos alcanza así también a la democracia, afirmándose cada vez más un concepto de la misma que no contempla referencias al plano axiológico y a categorías por lo tanto inmutables. Alexis de Tocqueville señalaba, hace siglo y medio, que la democracia sólo puede subsistir si antes ella va precedida de un determinado ethos. Es por lo demás un hecho que las primeras democracias modernas -la americana y la inglesa- nacieron basadas en una conformidad procedente de valores de la fe cristiana, protestante, que no eran discutibles por el sistema. Hoy, en cambio, la admisibilidad de un determinado comportamiento se decide por el voto de la mayoría, debiendo subordinarse a ésta las grandes decisiones morales del hombre.
Es sin duda preocupante constatar que la democracia de nuestros días se asienta sobre n cuerpo social en buena medida falto de consistencia, donde los individuos viven desarraigados de un patrimonio común de valores, de un tejido de referencias que la experiencia histórica se haya ido encargando de cuajar. Mientras este individuo aislado se hace muchas veces la ilusión de que razona independientemente, en realidad es presa de modelos ideales, traídos y llevados por la propaganda. El mismo Tocqueville se preguntaba por las garantías contra esa sutil tiranía que puede convivir con las formalidades democráticas, y se respondía que había que buscarlas en las "circunstancias y costumbres, antes que en las leyes". Dicho de otra forma, el esqueleto jurídico e institucional de la democracia ha de estar habitado por una experiencia verdaderamente humana, vale decir, por un consenso profundo. Consenso que nada tiene que ver, por supuesto, con aquel otro que a menudo se esgrime y que nace del poder económico que ejercen los medios de comunicación, para inducir situaciones que contrarían los verdaderos postulados axiológicos de una sociedad [6].
Atendiendo el lenguaje de esa fuerza expresiva y premonitoria que es el arte, faceta esencial del humanismo -cuya percepción inmediata y sensible puede manifestar realidades de las cuales se tomará conciencia en un sistema intelectual una o dos generaciones después- impresiona hoy releer lo que escribía el pintor Auguste Renoir en 1911, anunciando ya entonces que el "racionalismo había matado el arte"[7].
Precisamente la escuela impresionista, a la que perteneció Renoir , se nos presenta, en cuanto al sentido que sigue nuestra reflexión, como un punto de cambio significativo. Hasta entonces, todo arte liberado de las cargas del oficialismo, buscó sobre todo celebrar los esplendores físicos y morales del mundo. Hecha excepción de figuras como un Bosch o un Goya, que merecen análisis aparte, "el arte parecía asignarse como función celebrar el placer que la vista puede obtener del espectáculo que le ofrece el mundo" -nos dirá desde su cátedra del College de France ese gran historiador y analista que fue René Huyghe-, "su intento apuntaba a llevar a la más alta expresión de armonía las formas y los colores que conforman las apariencias. Y con claridad, desde Grecia, la búsqueda de la belleza constituía su objetivo primordial" [8].
Sin perjuicio de cuán válida es la búsqueda de nuevas y genuinas expresiones de arte -y sin pretender discutir el valor de la obra de arte en sí misma- no puede dejar de atenderse al hecho sintomático de que después del impresionismo, y alzándose como una excepción en la historia universal del arte, la cultura del siglo presente ha traducido su tensión entre el humanismo y la deshumanización a través de una inclinación trágica, expresada en imágenes frecuentemente obsesivas [9]. Todo sucede, ha observado con razón cierta crítica, como si un movimiento voluntario hubiese vaciado repentinamente al arte de aquel contenido humano, emocional, religioso e histórico que lo envolvía y que constituía su fundamento e interés. Y hechas las debidas excepciones, las grandes preguntas esenciales sobre la existencia humana que motivaban al creador, han venido finalmente a ser suplantadas por la lógica pedestre y brutal de consumo.
J.F. Lyotard, autor al que no se podría clasificar de conservador ni de tradicionalista, ha sido precisamente uno de los tantos en señalar que esta privilegiada expresión del humanismo que es el arte, se ha convertido hoy "en un producto de consumo difundido, en algo que podemos llamar la estetización en masa de la vida, una cultura del narcisismo". Cercanos a él, Octavio Paz y Mario Vargas Llosa, han lamentado la desacralización del oficio literario, de la literatura y su transformación en mero producto industrial [10].
El hombre y la cultura
Si hemos tomado suficiente conciencia de la tensión desarrollada entre humanismo y deshumanización como tema de nuestro tiempo, si nuestra preocupación de hoy estriba en remontar el camino hacia un humanismo pleno, imperioso sería volcarse con atención a la relación que debe prevalecer entre el hombre y la cultura. La cultura humanista se ha apoyado desde siempre en premisas inclaudicables respecto del hombre. Para Kant, el imperativo práctico categórico fundamental quiere que el otro sea tratado como un fin en sí y no como un medio. Cinco siglos antes, Santo Tomás de Aquino [11] enseñaba que Dios creó al hombre para el bien del mismo hombre, bien que como sabemos, es Dios mismo.
En este tránsito de un milenio a otro, a vista de las luces y sombras de nuestro estado actual en cuanto humanidad, ¡cómo no recordar las inolvidables palabras pronunciadas por S.S. Juan Pablo II en 1980, en París, en el Areópago universal que es la sede de la Unesco!:
"El hombre que, en el mundo visible, es el único sujeto óntico de la cultura, es de este modo su único objeto y su término (...) No podemos imaginar una cultura sin subjetividad humana y sin causalidad humana; en el terreno cultural el hombre es siempre el hecho primigenio: es el hecho primordial y fundamental de la cultura. Y esto lo es el hombre siempre en su totalidad: en el conjunto íntegro de su subjetividad espiritual y material (...) Pensando en todas las culturas deseo decir en alta voz, aquí, en Paris, en la sede de la Unesco, con respeto y admiración: ¡He aquí al hombre!".
Antropología para un humanismo pleno
"El hombre es el hecho primero... el hecho primordial y fundamental de la cultura", "su único objeto y su término", pero este sentido y consistencia no se hallará, entre tanto, sino en la medida en que el hombre se encuentre con otros seres de su misma condición y juntos se abran a Aquel que es la razón de la existencia.
Esbocemos a este respecto algunas consideraciones antropológicas que nos dictan la memoria de los siglos y que arrancan fundamentalmente de la observación de la remota lucha del hombre por ser hombre, o en otras palabras, de la ya milenaria tensión entre humanismo y deshumanización.
No haría falta, intuyo, detenernos a citar ejemplos provenientes de la literatura, la filosofía, el arte o la teología para avalar en profundidad nuestras observaciones. El punto neurálgico central en todo humanismo parece ser, indiscutiblemente, el amor. Resulta posible incluso avizorar -a través de ese mismo legado humanístico que nos entregan los siglos- una virginidad esponsalicia en la capacidad y necesidad de amor que lleva el hombre en sí. Percibimos rápidamente, ene efecto, que mientras todo lo creado es dado al hombre, en el mundo sólo el hombre es dado a sí mismo. Y ya que se posee a sí mismo, es también el hombre el único ser que puede darse; más aún, si quiere ser él mismo, el hombre es impelido a darse. Es en este darse, por su parte, que reside precisamente el amor.
Se siguen de aquí, en lo que podríamos llamar tradición humanista, otros dos puntos, también neurálgicos, que se enlazan haciendo un todo con el amor. Son ellos la libertad y la dignidad.
En esa virginidad de todo ser humano, que para ser tal debe darse a los demás, se descubre la subjetividad de la persona, el ser sujeto y su tensión hacia la libertad. Porque puede por sí mismo darse, el hombre es libre. La dignidad, a su vez, será el resultado de la relación del sujeto libre con la verdad, del vivir en torno a ella y en constante camino hacia ella. En el pensamiento clásico griego, será el habitar de la persona en el "ethos" -con eta y sin épsilon, en este caso- entendido así como casa, morada, patria, en el sentido profundo del horizonte de sentido, de fundamento de los valores para los que se vive.
Desde luego que el amor, la libertad y la dignidad no se conciben, como está claro, sin la comunión de personas en la amistad, en la familia, en la nación entendida como familia de las familias. Si en la soledad, todo termina en el abandono -marco de la deshumanización-, hay una derrota del hombre, el amor, la libertad y la dignidad excluyen radicalmente la soledad.
Acudiendo a las raíces hebreas y griegas que confluyen en la tradición humanista que heredan principalmente Europa y América, habría aquí que poner de relieve, que lo dicho sobre estos tres fundamentos antropológicos descansa -como posteriormente también el humanismo cristiano- en una fundamental apertura al ser, que podemos bien resumir en el verbo escuchar.
Ya en el comportamiento tanto de Sócrates como de Abraham nos sorprende algo notable en tal dirección ha observado Possenti- que permite establecer una secreta afinidad entre ambos personajes:
"Es la obediencia a una voz que a ellos se dirige, que al escucharla de aorigen a consecuencias sumamente importantes. Dispuesto a obedecer la voz de la conciencia y a no desobedecer las leyes de la polis, Sócrates permanece en la prisión de Atenas y enfrenta la muerte. Para obedecer a la voz de Dios, Abraham hace abandono de su tierra natal. Uno permanece y el otro se va: uno se queda en la cárcel y el otro sale de su país. Uno va al encuentro de la muerte y el otro hacia lo desconocido.
Ambos llevaron algo consigo y dejaron asimismo algo atrás: Sócrates dejó el deseo de seguir viviendo y se llevó la esperanza de la inmortalidad; Abraham, dispuesto a sacrificar a Isaac, dejó atrás las pautas del sentido común y adoptó para sí la fe: fe pura y absoluta, que lo distingue de Sócrates, a quien no se le pide nada parecido con el sacrificio de Isaac. Sin embargo, ambas tienen en común el haber escuchado una voz interna y haber obedecido. Es la voz que llama a todos los hombres y habla en ellos. Ni Sócrates ni Abraham criticaron ni rechazaron el llamado que recibieron: en la sumisión, procuraron comprender, lejos del orgullo de un pensamiento centrado en sí mismo, que aleja todo cuanto no corresponde con sus medidas.
En actos culminantes de su existencia, el representante de la filosofía y el caballero de la fe consideraron imposible sustraerse a la obediencia de una voz. Escucharon y obedecieron" [12].
No otra que ésta parece ser, por lo demás, la disposición que encontramos en el origen de las grandes culturas humanistas, que expandieron de forma insospechada la inteligencia humana, dando soporte al desarrollo primero interior y luego exterior del hombre[13]. Es frecuente la percepción en el sentido de que tal origen, en sintonía con la escucha, es de naturaleza mística. Y no es forzado afirmar, me parece, que la propia cultura europea nace precisamente de estas dos místicas que representan Abraham y Sócrates: la hebraica, ligada a una revelación, y la griega, natural y fuertemente profética. ¿Qué son, si no, los clamores de la tragedia griega, a través de las palabras de Esquilo, Sófocles y Eurípides?
Siglos más adelante, en el atardecer del imperio romano ya decadente, surgirá de sus ruinas un nuevo orden alumbrado por el Evangelio de Jesucristo. En su origen, un joven patricio romano, Benito de Nursia -nombrado el 24 de octubre de 1964 patrono de Europa por Pablo VI-, escribe su Regula Monachorum. Esta primera matriz civilizadora del Medioevo confirma, una vez más, lo que está al comienzo de las grandes empresas humanistas, por medio de la propia palabra con que se inicia dicha Regla: "Escucha".
El desarrollo del tiempo pondrá siempre en juego la fidelidad con esa luz primigenia, y será de nuevo en el arte donde apreciaremos esas tensiones. Me complace a este propósito recordar la hidalga personalidad de ese genuino místico y humanista a quien los franceses leyeron por más de treinta años diariamente en la primera página de Le Figaro y a quien los hombres de cultura de esta gran nación dieron su reconocimiento, haciéndolo miembro de la Academia Francesa. Me refiero a André Frossard -figura largamente respetada y querida también en Chile-, en cuyas reflexiones y preferencias entre el románico y el gótico, dos estilos tan arraigados en su tierra, se debatían, según sus originales observaciones, las tensiones entre la apertura virginal al ser y a la verdad, y la independencia de la razón, en los complicados tiempos que establecen el tránsito de la alta a la baja Edad Media.
Me pregunto, por fin, si las premoniciones de ese otro gran francés que fuera André Malraux, a respecto del milenio cuya alba asoma, no querían reafirmar exactamente lo mismo. Malraux, aunque agnóstico, predijo, como se sabe, en términos cuyo tono categórico no se puede desconocer, que "el siglo próximo será místico, o no será".
¿Qué apreciaba con su lucidez natural, aunque no sobrenatural, la penetrante inteligencia de Malraux? ¿Acaso veía ya la definitiva confusión que habían introducido diversos sistemas filosóficos, alejando al hombre de nuestro tiempo del gozo de insertarse en la verdad, para realizarse plenamente al amparo de la Sabiduría, convenciéndolo en cambio de que es dueño absoluto de sí y que puede decidir en forma autónoma sobre su propio destino y su futuro, confiando sólo en él mismo y en sus propias fuerzas? [14] ¿Observaba, quizá, el consecuente agotamiento de la metafísica, incapaz ya de escuchar al ser, transformada por tanto en ideología, que haciendo abandono de su primado en el saber, se ponía, en el marco de la cultura pragmática, al servicio de conocimientos técnicos como los de la ingeniería genética? ¿Intuía, tal vez, las crisis que en el plano de la ecología o de instituciones fundamentales como la familia, se producirían en una sociedad que descree de la verdad, y que no escucha ni obedece lo que esta verdad le dice a través del agua, el bosque, el aire o por fin el hombre?
No podemos con exactitud saber cuánto de esto barruntaba Malraux al hacer su célebre y profético aserto. Sí, entre tanto, a partir del diagnóstico más cercano en el tiempo que nos legara otra preclara inteligencia, esta vez alumbrada por la fe _Hans Urs von Balthasar-, podemos intuir, por su semejanza con la realidad, la proximidad de nuestros días con esa dramática disyuntiva de Malraux, que contrapone el despertar místico nada menos que al no ser: "Siempre que se corta la relación entre la naturaleza y la gracia -diría Von Balthasar- la totalidad del ser mundano cae bajo el dominio del 'conocimiento', y las fuentes y fuerzas del amor inmanentes en el mundo son subyugadas y finalmente sofocadas por la ciencia, la tecnología y la cibernética. El resultado es un mundo sin mujeres, sin niños, sin reverencia por el amor, en pobreza y humillación, un mundo en el que el poder y el margen de ganancia son los únicos criterios, donde el desinteresado, el inservible, el que no tiene un fin determinado es despreciado, perseguido y al final exterminado, un mundo donde el arte mismo es forzado a vestir el manto de la técnica" [15].
Desde la hondura asombrosa de una existencia forjada en el dolor e impregnada de gozo y de sentido, en esas "Confesiones" que exhuman esta atmósfera en cada una de sus páginas, San Agustín de Hipona nos cuenta en el libro cuarto de las mismas, que a la muerte de su amigo, "se convirtió él para sí mismo en una gran pregunta" ("Et factus sum mihi ipsi magna questio"). A la luz de la persona amada, San Agustín también comenzó a morir en él, y queriéndolo o no, se convierte en pregunta crucial: "¿Cuál es el sentido de mi vida?".
En la civilización pragmática que describen las palabras de Von Balthasar, donde el criterio de "calidad de vida", interpretada según cánones de eficiencia económica, consumismo, belleza y goce de la vida física, posterga o anula las dimensiones más profundas, relacionales, espirituales y religiosas de la existencia, puede olvidarse, como sucede hoy en Occidente, la pregunta sobre el sentido, o puede construirse ideológicamente una respuesta, como en el pasado lo intentara por ejemplo el comunismo. San Agustín, en cambio, no puede construir la respuesta, porque él no construye tampoco la pregunta. Se convirtió en ella, fue transfigurado por ella. Y cuando el hombre se convierte en pregunta sobre el sentido, sólo puede esperar la respuesta, no puede construirla. El dolor y la muerte -preteridos u ocultados por la cultura de la modernidad- son, vemos aquí, un espacio que impele al espíritu a escuchar y conduce a la salvación [16].
Para nosotros, hombres de nuestro tiempo -donde la "producción" de la vida a través de la clonación, y de la muerte a través de la eutanasia, van casi pareciendo situaciones normales-, puede resultar difícil de entender el valor de esa espera y del don, como factores sustanciales de una cultura. Difícil quizá, incluso, nos será asumir el símil que a este respecto ofrece -como escuela de milenaria sabiduría natural- el oficio de la agri-cultura, que a pesar de los avances de la técnica sigue obligando al trabajador de la tierra a esperar lo fundamental como un don.
Y sin embargo están marcados, a partir de este deslinde, los caminos que pueden llevar al humanismo pleno o a la deshumanización.
Con todo, podrá tal vez ayudarnos en nuestra oscuridad, como recuerda Stanislav Grygiel, lo que Platón nos enseña sobre el hombre que espera, en cuanto figura que establece un vínculo entre la vida presente y la otra orilla, que construye un puente hacia ella. Es la imagen del pontí-fice. Figura ajena, por cierto, al espectáculo, al protagonismo y al triunfalismo que domina en el ámbito de lo que hoy se proclama como "producciones culturales", más que adolecen de cualquier sentido ponti-fical.
Es éste el esfuerzo, intuimos, que en el espacio de la cultura, y no de la mera producción, tendrán que emprender también el ejercicio de la política y la conducción de la economía para tornarse humanos, esto es, enriquecidos de un humanismo de cuya falencia hoy evidentemente adolecen. Si la política y la economía quieren ayudar al hombre a ser él mismo, deben también obedecer y escuchar la verdad presente en el hombre. Han de edificar el puente hacia la verdad, ser ponti-ficales y no sólo una fase del simple "operar". Han de transfigurarse en la cultura, realidad que no puede alcanzarse mediante la mera construcción de sistemas, que constituirían otras fases de la "producción", sino que a través del actuar de hombres transfigurados, hombres que sean, como decíamos, verdaderamente amantes, dignos y libres.
La recuperación del horizonte que conduciría a un humanismo pleno radica, pues, no en los sistemas, sino que en el corazón del hombre mismo. Y el problema central del hombre es su conversión o transfiguración, que es condición de la cultura; no el "cómo hacer".
Trátase aquí, pienso, de una cuestión de envergadura y me atrevo a afirmar que alcanza a todas las estructuras que conforman nuestros "sistemas", incluso al ámbito pastoral de las diferentes iglesias. Mirando el contexto poítico-cultural de las naciones iberoamericanas, territorio sujeto a menudo a la experimentación foránea de "sistemas" en los más variados ámbitos, me permito decir que no creo sean ajenas a estas razones las causas del fracaso experimentado en este espacio por las así llamadas "teologías de la praxis", en particular aquella teología de la liberación que tomó su inspiración del marxismo.
La escucha, la espera, el establecer puentes, que asimilamos con una actitud ponti-fical, supone por último un horizonte, que es por cierto una ventana escatológica, que se confronta, por su parte, con el secularismo dominante [17].
En la cuestión del horizonte radica, entre tanto, nuestra posibilidad de comprensión y de transformación. Sin horizonte domina el caos, decían los griegos, la "no comprensión"; se produce el orden, se transforma el caos en cosmos, cuando se une el cielo con la tierra. Y es en el punto de unión entre el cielo y la tierra que nace el horizonte.
Si por arbitrio humano fijáramos el horizonte más acá de aquel punto de unión, muchas cosas escaparían a nuestro entendimiento y la comprensión de la realidad se subjetivizaría por completo. Dependiendo de un movimiento hacia delante o de uno hacia atrás, de uno a la derecha o de uno a la izquierda, el "horizonte" cambiaría enteramente, con lo que nos encontraríamos en una situación de relatividad frente a la verdad de las cosas, de la cual surge como natural consecuencia la indiferencia ante la verdad. Sólo cuando el horizonte no depende del sujeto sino de la unión del cielo con la tierra, es posible una comprensión certera del mundo. En tal circunstancia el punto de vista para la comprensión y ubicación de las cosas no lo da mi posición, sino la del horizonte. Es desde los griegos que sabemos, por lo tanto, que sin horizonte toda "comprensión" no será más que una producción subjetiva, que no dependerá de la verdad, sino del punto de vista donde me haya situado [18].
Decíamos que en el origen de toda gran cultura, identificable con cierto humanismo, encontramos una fuerza mística. En el nacimiento de la cultura griega podemos ya ver estas formas, que comprenden también el universo de su mitología, mas cuya tensión escatológica ordena y clarifica la comprensión del macro y del micro cosmos (el universo y el hombre), en términos tales que significó un excepcional despertar del logos humano, un progreso de la razón como no lo había habido antes, especie de preparatio evangelica, si tomamos en consideración lo que sucedería apenas cinco siglos después en el mundo con el nacimiento de Jesucristo, el Verbo encarnado.
Hoy, dos mil quinientos años después, al observar, en el plano humanístico, los despojos de un maremoto que avasalló a muy antiguas culturas con un progreso carente de sentido, nos puede entre tanto consolar el actual generalizado presentir de una inmensa esperanza o ansia religiosa en el mundo. Es posible, en dicho contexto, que el largo exilio de la metafísica, más aún, el anuncio de su muerte, no venga a ser al fin y al cabo más que un momento pasajero, "una puesta a prueba de la razón por sí misma... un escalón en la experiencia total del ser" [19].
Medios para alcanzar un humanismo pleno
Si la cultura que conduce al humanismo reside fundamentalmente en un desear y en un obrar que es amar, conocer, hacer justicia y hacer paz, el principio esencial e irrenunciable de nuestro actuar debería ser, desde luego -y en concordancia con todo lo anterior-, el primado del hombre sobre las cosas y el resguardo de su inalienable dignidad.
El hombre -nos dice San Ambrosio- es la "culminación y casi el compendio del universo y la suprema belleza de toda la creación" [20]. "Creyentes y no creyentes", señala el Concilio Vaticano II "están generalmente de acuerdo en este punto: todos los bienes de la tuierra deben ordenarse en función del hombre, centro y cima de todos ellos". Y agrega: "Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que, por virtud de su inteligencia, se superior al universo material" [21].
Pero este hombre, "hecho primordial y fundamental de la cultura", como veíamos antes, no es solo, sino que es un ser para otros, y su dignidad, libertad y capacidad de amar se alcanzan en la medida que éste se encuentre con seres de la misma condición -en comunión de personas, de amistad, de familia, de nación- y juntos se abran a Aquel que es la razón de la existencia. Imagen superior de esa capacidad relacional es la que ofrece la familia, en el amor entre un hombre y una mujer y los hijos que son su fruto, tesoro de humanidad que no hace más que reflejar de modo velado el misterio íntimo de un Creador que no es soledad, sino familia, y que lleva en sí mismo la paternidad, la filiación y la esencia de la familia, que es el amor [22].
En un contexto cultural de difundido liberalismo político, social y económico, donde se hacen apreciable espacio voces que defienden la teoría del "Estado mínimo", no debe claudicarse en cuanto a la muchas veces necesaria intervención de la autoridad para salvaguarda del hombre, no sólo en lo que respecta a sus requerimientos elementales, provenientes de su concreta dimensión de vida individual, sino que también de aquellos que arrancan de su dimensión de vida asociativa y principalmente familiar. Ello debe producirse, no obstante, velando cuidadosamente por preservar el principio de subsidiariedad, cuestión de absoluta relevancia para el funcionamiento de una democracia sustancial. Es justo aquí rendir homenaje a la clarificadora e incansable labor de la Santa Sede -a través de la Academia pro Vitae y el Consejo Pontificio para la Familia- en su defensa de la dignidad del hombre desde el nacimiento hasta su muerte, y en su resguardo de un amor humano perseverante y volcado a los frutos del mismo, que son los hijos, como es propio de la naturaleza de un ser libre y capaz por tanto de compromiso. Las afirmaciones de principios y las iniciativas llevadas a cabo por la Santa Sede en todo el mundo, a través de estas dos instancias, no podrían estar ausentes en una reflexión que apunta a revelar un humanismo pleno.
El segundo criterio a ser sostenido en orden a encaminar resultados, debería ser la laicidad del Estado, entendida como genuina independencia e imparcialidad del mismo. El Estado es de veras laico cuando no impone a nadie una particular concepción filosófica, teológica o cultural, y cuando -respetando siempre el orden natural- no identifica oficialmente su ordenamiento jurídico con las prescripciones de una determinada ideología.
El estado moderno no puede ser "confesional" en ningún sentido: ni en sentido religioso (católico, judío o musulmán, por ejemplo); ni en sentido científico o materialista; ni en sentido laicista, si por laicismo se entiende -como frecuentemente se verifica- una particular concepción, de inspiración inmanentista o iluminista, que rechaza los valores trascendentes y los quiere confinados en el secreto de los corazones.
Obviamente que, según este criterio que proponemos, no podrán existir "religiones de Estado". ¿Querrá esto tal vez decir que sea posible y razonable impugnar o quizá ignorar el hecho de que el catolicismo es la religión histórica tanto de Chile como de la nación francesa, por ejemplo, así como de varias otras naciones de Europa, y desde luego de toda América Latina, y que esta realidad constituye, en cada caso, una fuente primordial de la respectiva identidad nacional?
El alcance de esta realidad —como señaló con lucidez Pierre Emmanuel [23]— y su conexión con la educación y la cultura, es de extrema importancia, y no debería dejar de plantearse y reflexionarse a su respecto en un foro universal como es, por ejemplo, la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura.
En consonancia con todo ello, tanto un miembro de las Organizaciones Internacionales como todo hombre de fe cristiana en general no podrían dejar de estar atentos frente a esa gran tentación contemporánea de transformar la verdad religiosa cristiana en una teoría ética junto a otras teorías éticas, con alcance y valor meramente privados. Es evidente, por ejemplo, la tentativa de la teoría política relativista en el sentido de hacer aceptar al catolicismo un estatuto privado, cuestión letal para su identidad. El catolicismo es público por definición. La humanitas christiana no es confesional, pero sí es universal, pues apela a todos los hombres y habla de la totalidad del hombre, sin existir dimensión alguna del mismo sobre la cual no pueda adoptar una posición.
A la pregunta anterior respondemos entonces que siendo efectivo que el catolicismo es la religión histórica de muchas naciones, entre ellas Francia y Chile, constituye en cada caso un referente primordial de la respectiva identidad. Si bien no deba entendérsele como “forma” oficial, estamos frente a un factor cuya dimensión de realidad supera cualquier tópico ideológico y es precisamente en esa condición que debe ser asumido de manera ineludible por la educación y la cultura, con toda la densidad y proyección que el hecho tiene.
La tendencia globalizadora que invade al mundo a través de infinidad de situaciones nuevas nos proporciona una tercera consideración práctica. La nueva Europa, como la nueva América —y lo mismo se habría de decir de otras regiones del mundo— nacerán sin duda bajo la impronta de impulsos funcionales de naturaleza prevalentemente económica. Pero estas unidades regionales compuestas de naciones, que antes que tales son culturas, subsistirán y progresarán en el tiempo solo si a su “cuerpo” de reglamentaciones, tablas, organismos directivos, iniciativas monetarias, estructuras políticas les es dada un “alma”: vale decir, un patrimonio de principios incontestablemente reconocidos y de raíz común. El discernimiento acerca de la naturaleza de los mismos nos retrotrae a la primera parte de esta reflexión, donde abordáramos los presupuestos antropológicos de un humanismo para el tercer milenio.
A pesar de su perspectiva compleja y crítica, hemos escuchado al filósofo alemán, muerto hace treinta años, Karl Jaspers, afirmar que Jesucristo sigue siendo el más decisivo entre los hombres decisivos de la historia [24]. Saber qué inspira esta declaración del filósofo contemporáneo nos llevaría entre tanto a un horizonte infinito en su riqueza, pero probablemente inagotable en una sola exposición. De esa misma inabarcable infinitud para los ojos del hombre nos hablan también las palabras con que termina el evangelio de San Juan: “Muchas otras cosas hizo Jesús, que, si se escribiesen una por una, creo que este mundo no podría contener los libros” [25].
A la espera de qué hará hoy, en este decisivo tránsito histórico, ese mismo Cristo cuyo mensaje “abre un horizonte infinito y proporciona una energía incomparable, luz para la inteligencia, fuerza para la voluntad y amor para el corazón” [26], llegamos a la consideración práctica final y que dice relación con lo que sería dable aguardar de quienes saben que la fe en Él no es un simple valor cultural entre otros [27].
Serán ellos seres tanto más útiles a la causa de un humanismo pleno cuanto más vivan dentro de sí e irradien, con gozosa simplicidad, la luz de la certeza que Dios les revelara y que torna la existencia humana rica de sentido.
Al relativismo escéptico, que todo lo vanifica y diseca, aportarán la fuerza intrínseca de una verdad salvadora y la pasión por su búsqueda incansable.
Al eclipse de la razón responderán con la inteligencia iluminada por la fe, capaz de distinguir la autenticidad del ser de la mera ideología y del sofisma, el dato real de la apariencia. Demostrarán así que se puede todavía —y se debe— distinguir lo verdadero de lo falso, el bien del mal, aquello que es conforme de aquello que es contrario a la naturaleza no manipulable del hombre.
Frente al absurdo que significa un caminar terreno que concluye en la nada, harán brillar la esperanza racional y hermosa de un destino de vida sin fin.
En el campo más específicamente ético y de costumbres, harán presente con su influencia ante la comunidad de los pueblos, tantas veces confundida y fatigada, las antiguas verdades existenciales enseñadas por el Evangelio sobre la institución del matrimonio, la realidad fundamental de la familia, el principio de la sacralidad e intangibilidad de la vida humana inocente.
Después de un largo período histórico marcado por cierta doctrina ética del deber, de origen kantiano, y que criticó con dureza la moral orientada hacia la felicidad, oscureciendo en la mente de muchos el diseño amoroso del Creador, harán presente la justa recuperación de una visión moral centrada, a la vez que en el ejercicio de la virtud, en la bienaventuranza.
Buscarán de este modo devolver a los hombres de nuestro tiempo el gusto por la búsqueda de la belleza, del bien y de la verdad, así como el gusto por el Evangelio, para desarrollar una sana antropología y una verdadera inteligencia de la fe, que la humanidad necesita y añora.
Si a través de todo esto arribamos a un humanismo pleno, podremos por fin estar ciertos y agradecidos de que lo acontecido no es obra de hombres, sino de Dios.
Notas
[1] R. Guardini, Der Herr, Werkbund Verlag, München.
[2] Juan Pablo II, Fides et ratio, n. 83.
[3] Fides et ratio, 91.
[4] Fides et ratio, 88.
[5] V. Possenti, “Fe y Razón”, Humanitas 14 (julio-octubre 1999).
[6] J. Antúnez, “En Occidente después del Muro: Sombras y Esperanzas”, Humanitas 1 (enero-marzo 1996).
[7] A. Renoir, Lettre a Mottez, como prólogo a V. Mottez, Le livre de I’art de Cennino Cennini, 1911, en J. Plazaola, Historia y sentido del arte cristiano, BAC, Madrid, 1996.
[8] R. Huyghe, Les signes du temps et l’art moderne, Flammarion, Paris,1985
[9] R. Huyghe, “La noche llama a la aurora”, entrevista con Jaime Antúnez, en Crónica de las Ideas. Para comprender un fin de siglo, Andrés Bello, Santiago, 1988.
[10] J. Antúnez, “En Occidente después del Muro: sombras y esperanzas”, Humanitas 1 (enero-marzo 1996).
[11] Santo Tomás de Aquino, Summa contra gentiles, 111, 112.
[12] V. Possenti. “Fe y Razón” en Cuaderno Humanitas n°14, julio-octubre 1999.
[13] Esta apertura de la inteligencia a través de la fe y de la razón o, en otras palabras, de la obediencia y la escucha, encuentra una acabada contrafigura en la siguiente explicación de la no-inteligencia o estupidez: “La estupidez es un vicio porque pertenece no a la inteligencia sino a la voluntad, o como diría Santo Tomás, es un hábito del corazón (…) es una de las consecuencias de la caída del hombre. Ser estúpido es ser sordo y ciego en relación al ser y a Aquel que lo da; es rehusar el conocimiento de la realidad, el verla, el hacerle justicia”. John M. Oesterreicher, en Edith Stein, philosophe juive devant le Christ (Ad Solem, con prefacio de Jacques Maritain), recuerda con esas pa-labras el tratado De la stupidité (De la estupidez) de Annie Grauss.
[14] Fides et ratio, 107.
[15] En J. F. Cardenal Stafford, “La vocación del artista”, Humanitas 15 (julio-octubre 1999).
[16] S. Grygiel, “La acuciante pregunta acerca del sentido”, entrevista de Jaime Antúnez A., en En busca del rumbo perdido, Ediciones Universidad Católica de Chile, Santiago, 1998.
[17] La resistencia al secularismo ha tendido muchas veces a confundirse con expresiones de clericalismo, de muy diverso orden. No debiera haber lugar a tal confusión, siendo que también cabe —como se ha señalado aquí a propósito de ciertas “teologías de la praxis”— la posibilidad de un secularismo clerical.
[18] S. Grygiel, “Antropología para un Occidente postmoderno”, entrevista de Jaime Antúnez A., en Humanitas 31 (junio-septiembre 2003).
[19] Cfr. voz ‘Cultura y Religión’, en P. Emmanuel, Diccionario de las religiones, Herder, 1997.
[20] San Ambrosio, Exameron IX, 75.
[21] Gaudium et spes, n. 12 y 15.
[22] Cfr. P. Cardenal Poupard, Diccionario de las religiones, Herder, 1997, voz “Antropología cristiana de Juan Pablo II”.
[23] “En el mundo moderno, occidental u occidentalizado —señala Pierre Emmanuel— el hecho religioso no está integrado en el vasto dominio de la cultura (…) En general, la religión se considera como un conjunto de fenómenos sociales que afectan a grupos sociales concretos, pero, de alguna manera, independientes del funcionamiento propio de la sociedad (…) Las sociedades seculares, constituidas al margen de toda perspectiva religiosa del mundo o liberadas de ella, se resisten a aceptar, dentro del espíritu religioso, el lugar secundario o derivado que, en la jerarquía de los valores humanos, les corresponde (...) Resulta significativo observar que en ningún sitio (o en casi ninguno, agregaríamos nosotros) —excepción hecha del estudio sumario de ciertas mitologías— se ha establecido dentro de la educación secundaria una enseñan-za sistemática de las grandes religiones universales, tan estrechamente vinculadas sin embargo a la historia de los pueblos y de las civilizaciones”. Y concluye Emmanuel: “El retorno a lo religioso, por simple desesperación ante el absurdo y el sin sentido del pensamiento predominante o por la convicción íntima de su insuficiencia radical para definir la naturaleza y la finalidad del hombre pleno, puede ocasionar una revolución espiritual capaz de afectar a la dirección que desde hace siglos, y más especialmente desde el comienzo del siglo presente, ha seguido todo el proceso histórico. Pues el ateísmo de principio, inscrito, abiertamente o no, en la política, convertido por usurpación progresiva en el elemento integrador y regulador de toda actividad humana hasta en el menor detalle, resistirá con todas sus fuerzas a la revisión de su derecho exclusivo a ‘normalizar’ el pensamiento en la educación, la vida social y la cultura. Existen numerosos ejemplos de los procedimientos de una Inquisición inversa, que funciona en el aparato del Estado, con la intención no solo de arrinconar la religión, sino también de petrificar temática y estéticamente la cultura. Tal vez el surgimiento, en todas partes del mundo, de un funcionariado cultural vinculado directamente al poder entre dentro de esta lógica, incluso en los países que se proclaman libres, donde dicho poder no posee aún un programa, aunque ya se ha depositado la simiente”. Cfr. Voz “Cultura y religión”, en P. Emmanuel, Diccionario de las religiones, op. cit.
[24] En Juan Pablo II, Discurso a los artistas en Munich (19-XI-80).
[25] Juan 21, 25.
[26] Juan Pablo II, Discurso sobre una nueva cultura cristiana (14-I-99).
[27] Seguimos, en lo fundamental, el itinerario trazado por el cardenal Giacomo Biffi, Arzobispo de Bolonia, al recibir el “Premio San Benito” (19-V-98).
Sobre el autor
Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Navarra, España. Profesor e investigador de la Pontificia Universidad Católica de Chile. Miembro de Número de la Academia de Ciencias Sociales, Políticas y Morales del Instituto de Chile.
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