"Yahvé Dios llamó al hombre y le dijo: «¿Dónde estás?»” (Gn 3:9).
Desde el momento en que se apartó de su diálogo con Dios, el hombre parece haber sido devorado, desapareciendo en algún lugar dentro del mundo de la naturaleza, o –lo que es peor– perdiéndose en el mundo de los objetos. Y es incapaz de encontrarse a sí mismo. La voz que lo llama desde las profundidades de su conciencia está sofocada por el ruido ensordecedor de sus acciones y el clamor de sus deslumbrantes logros. Por más desasosiego que produzca, esta voz no consigue provocar un regreso al hogar desde el país de la disimilitud (regio dissimilitudinis) donde el hombre está vagando [1]. ¿Cuánto tiempo se ha estado escondiendo? ¿Por qué se ha estado escondiendo? Pero, sobre todo, ¿dónde se está escondiendo?
1. La biotecnología y el mundo “posthumano”
Parece adecuado comenzar la búsqueda del hombre a partir de la interrogante crucial planteada con nuevo carácter radical por el progreso científico. La era de la biotecnología ha comenzado, otorgando al hombre cada vez más poder no sólo para mejorar su salud, sino también para modificar sus propias facultades naturales. Ahora le permite ir “más allá de la terapia”, manipulando también su estructura genética de tal manera que pueda cumplir su deseo de “mejores hijos, habilidad superior, cuerpos más jóvenes y bellos, mentes más agudas y disposiciones de carácter más felices” [2]. En la búsqueda de la felicidad, la biotecnología considera la condición corporal puramente como materia prima susceptible de configurarse a gusto.
Pero después de ser reducido en su propia identidad a materia prima de experimentos inusuales [3], el hombre está enfrentando una perturbadora pregunta: ¿quién se hará cargo de semejante proceso, es decir, quién servirá en definitiva de árbitro en el juego? ¿Quién está haciendo la experimentación y con qué se está experimentando? Se hace una experimentación impersonal con “cosas” susceptibles de manipulación: tanto el sujeto como el objeto de la experimentación se pierden ante la imposición de una ley que parece sobrecoger a ambos con su implacable urgencia. Parafraseando a C. S. Lewis, deberíamos preguntarnos si lo que a primera vista parece ser el dominio de la naturaleza por el hombre no resulta paradójicamente ser todo lo contrario, es decir, el dominio del hombre mismo por la naturaleza, a falta de una mano debidamente informada para guiar la acción [4]. Al hacer al hombre ocultarse ante Dios, el progreso científico ha hecho ocultarse al hombre ante sí mismo, y ahora corre el riesgo de perderlo totalmente de vista, pasándolo por alto como si fuera un momento transitorio en un proceso necesario de la naturaleza, que evoluciona ciegamente, desprovista en lo sucesivo de objetivos humanos a los cuales aspirar.
Ante la perspectiva de un “mundo posthumano”, que podría terminar volviéndose contra el hombre mismo, la única defensa, en opinión de muchos, parecería ser volver a una definición de los derechos naturales basada en la dignidad humana [5]. Sin embargo, es precisamente aquí donde vemos más claramente expuesta la aporía de la situación en la cual nos encontramos. El tema de los derechos humanos siempre implica cierta antropología y alguna concepción de la naturaleza humana [6]. Una definición de este carácter, basada en las ciencias humanas, la genética o el medio ambiente, no garantiza en modo alguno un marco de referencia en condiciones de guiar la biotecnología. Además, cualquier forma de conocimiento, fuera del puramente científico o pragmático y de cálculo, es desterrado de la esfera pública. Por consiguiente, la cuestión de un conocimiento de la naturaleza humana en condiciones de dar cuenta de las poderosas intervenciones del hombre sobre sí mismo parecería ser tanto imperativa como imposible, al menos desde el punto de vista científico. Es además sumamente urgente, no sólo en materia de teoría, sino también y necesariamente en materia de práctica en la vida y en las opciones inevitables que ésta trae consigo a nivel tanto social como personal.
El daño inherente de las actividades de la ciencia moderna y la civilización construida a partir de la misma fue percibido y descrito por los Padres del Concilio Vaticano Segundo, quienes, en Gaudium et spes, después de reconocer la autonomía legítima de los asuntos terrenales, advirtieron contra una concepción de esos asuntos totalmente carente de referencia al Creador, ya que “la criatura sin el Creador desaparece … Más aún, por el olvido de Dios la propia criatura queda oscurecida” (n. 36) [7]. En esa misma línea y con aún mayor alarma, Juan Pablo II continuó esta reflexión en la encíclica Evangelium vitae, afirmando que “cuando se pierde el sentido de Dios, también el sentido del hombre queda amenazado y contaminado”, porque en definitiva el hombre ya no puede reconocer su carácter peculiar respecto a las demás criaturas vivas, y encerrado en el restringido horizonte de su materialidad, se reduce de este modo a “una cosa” totalmente dominable y manipulable (n. 22).
Si el eclipse de Dios Creador en el horizonte de la civilización moderna es de carácter central en el eclipse del hombre, esta reflexión propone explorar las dos áreas de razonamiento en las cuales se ha excluido deliberadamente toda referencia a Dios –la ciencia y la moralidad pública– y buscar los motivos de semejante delimitación así como la explicación de su exigencia posiblemente permanente de racionalismo a la luz de la aporía anteriormente señalada.
2. Racionalismo científico y creencia religiosa
En los albores de la ciencia moderna, Galileo Galilei, una de sus figuras más emblemáticas, propuso una tesis destinada a evitar el conflicto entre la nueva astronomía copernicana y la Sagrada Escritura.
Abordaban dos temas totalmente distintos: la primera se ocupaba de materias basadas en hechos y la segunda de la salvación de los hombres. En una carta a Christine de Lorraine, en 1615, Galileo escribía:
“Me gustaría decir aquí lo que comprendí de un personaje de muy alto rango eclesiástico, y es que el propósito del Espíritu Santo es enseñarnos cómo podemos irnos al cielo y no cómo es el cielo” [8]. Ésta es la tesis de la gran divisoria entre las esferas científica y religiosa, mediante la cual Galileo, quien además de ser un científico eminente, era también un hombre profundamente religioso, propuso evitar el conflicto. Las esferas de competencia ciertamente están separadas y son autónomas, y recurren a diversos métodos, criterios y fuentes. Si bien en otras ocasiones Galileo prefirió hablar sobre la armonía y la convergencia entre el libro de la naturaleza, investigado por las ciencias, y el de la Sagrada Escritura, en definitiva creía que las únicas conclusiones convincentes en cuanto a los temas del mundo eran aquellas de carácter científico [9].
Es fácil comprender la posición del gran científico florentino al respecto: le preocupa defender la autonomía del razonamiento científico en relación con cualquier intromisión indebida por parte de la fe. La ciencia debía estar en libertad de proceder por cuenta propia aun cuando las Escrituras estuviesen en conflicto con uno o más puntos en particular. Aquí tiene carácter central la convicción implícita según la cual el único conocimiento auténtico es científico, mientras la fe es más bien cuestión de creencias. Por consiguiente, la unidad del conocimiento se divide en conocimiento público, de carácter objetivo, por una parte, y creencias privadas, de carácter subjetivo, por otra.
Sin embargo, el conflicto latente estalla cuando consideramos el estrecho vínculo existente entre la ciencia moderna y la tecnología. El conocimiento de la ciencia moderna está efectivamente al servicio del poder de la tecnología, que tiende a intervenir en el mundo con el fin de modificarlo y por consiguiente se ve también obligada a exigir libertad ante la religión. Los límites que la religión quisiera imponer se consideran puramente expresiones de creencias subjetivas, carentes de todo valor objetivo digno de defenderse públicamente. La novedad de la ciencia moderna es que ya no se concibe a sí misma como un hecho cognoscitivo, un fin en sí mismo, sino más bien se inserta en la historia del hombre para proceder como guía y dirigir la tarea de transformar y humanizar tanto al hombre como al mundo. Esto significa que la ciencia moderna se propone por una parte ser un proyecto para la humanización del hombre y el mundo y por otra crear los instrumentos adecuados para este proyecto (la tecnología) [10].
Sin embargo, como señaló con perspicacia Martin Heidegger, el pensamiento tecnológico, siendo tan sólido y eficaz para descubrir medios, no es en absoluto neutral: implica una visión muy clara de la realidad y un concepto correlativo de la libertad humana [11].
La dimensión técnica o instrumental de la razón, que produce medios eficaces, ha superado la dimensión filosófica o sapiencial, que busca descubrir fines. No sólo la creencia religiosa, sino también todo tipo de conocimiento fuera del científico, son marginados y desterrados del ámbito de aquello que se considera verificable y de aceptación universal. Para que prevalezca este tipo de razonamiento unilateral, es preciso en primer lugar negar la idea de la existencia de una verdad de la creación y el deber de respetarla. Si se cumple esta condición, entonces todo pasa a ser susceptible de manipulación sin límites, excepto aquello que se calcule en beneficio propio. Si el nacimiento del mundo no depende de un acto creativo de Dios, si no es expresión de su sagaz designio, cuyos fines deben descubrirse y respetarse, sino más bien cuestión de azar, entonces todo podría ser distinto de lo que es y susceptible de manipularse a gusto.
El principal desafío ético de nuestros tiempos, como decía Hans Jonas, está constituido por dos factores convergentes: la degradación metafísica del hombre a causa de la ciencia moderna y el enorme crecimiento de su poder debido a la tecnología [12]. El conocimiento técnico de la vida humana no sólo ha prevalecido por sobre la sabiduría, dejando de ser guiado por ésta, sino además pretende sustituir completamente todo sentido residual del misterio, reduciendo así los momentos decisivos y delicados de la vida a actos técnicos.
Jonas dice lo siguiente:
“Bajo su mirada (es decir, de la ciencia), la naturaleza de las cosas, reducida a átomos y causas sin objetivo alguno, quedó despojada de todo rastro de dignidad. Sin embargo, lo que no inspira respeto puede ser sometido y liberado de su propia individualidad cósmica, convirtiéndose todo en objeto de uso ilimitado. Si nada hay definitivo en la naturaleza y ninguna estructura de sus productos está al servicio de un objetivo, entonces está permitido hacer lo que uno quiera con ella sin violar por eso su integridad, ya que no hay integridad que violar en una naturaleza concebida exclusivamente en términos de las ciencias naturales: una naturaleza que no es creada ni creativa. Si la naturaleza es puramente un objeto y en ningún sentido un sujeto, no expresa voluntad creativa alguna, por lo cual el hombre viene a ser el único sujeto y la única voluntad. Por lo tanto, el mundo, inicialmente objeto de conocimiento del hombre, ahora se convierte en mayor medida en objeto de su voluntad, que es obviamente el deseo de dominar. Semejante voluntad, tan pronto como su poder incrementado ha sobrepasado su necesidad, se convierte en deseo, pura y simplemente, un deseo sin límites” [13].
Si la realidad fuese desprovista de un significado intrínseco otorgado por el Creador, se reduciría rápidamente a mero material susceptible de manipulación mediante las instrucciones de la conciencia creativa del hombre. En tal caso, el racionalismo práctico perdería toda referencia posible a un contenido anterior, convirtiéndose en cambio en creador de significado.
Después de esta observación, resulta ahora necesario examinar críticamente el método implícito en las ciencias, un método de carácter “analítico”: procede literalmente rompiendo los vínculos que unen las cosas, reduciendo así lo que es total y unitario a partes fácilmente controladas y dominadas, como las diversas piezas de una máquina, una simple “res extensa” que debe dividirse. Toda afirmación posible de Dios en este sistema, como observa David L. Schindler [14], puede a lo sumo provenir de una fuente extrínseca, sin influencia directa en el desarrollo mecánico de los hechos que conciernen al mundo. El Dios que tal vez podría reconocerse es un Dios relojero, autor de un mecanismo que una vez iniciado es autosuficiente, un Dios que podría con la misma facilidad estar muerto.
La tendencia filosófica del “deconstruccionismo” ha llevado esta deducción a sus consecuencias extremas, anunciando el fin del “logocentrismo”, que fue una vez característico del pensamiento occidental. Haciendo eco a Nietzsche, el filósofo francés Jacques Derrida señala que la idea de significado trascendental está intrínsecamente vinculada con la noción de un Logos eterno que impregna todo el universo. En otras palabras, la idea de un mundo con significación e inteligibilidad presupone a Dios. Empleando sus términos, “el signo y la divinidad tienen el mismo lugar y momento de nacimiento. La edad del signo es esencialmente teológica” [15]. Por este motivo, si Dios desaparece del horizonte del pensamiento humano, los presupuestos mismos de un conocimiento objetivo de la realidad se ven amenazados.
En este caso, se ve afectada entonces la plausibilidad básica de la ciencia misma. Limitar la “razón” a todo cuanto puede demostrarse o calcularse no sólo introduce un sinnúmero de consecuencias negativas a nivel práctico, sino que es también intrínsecamente contradictorio. La racionalidad del universo no puede explicarse razonablemente sobre la base de una irracionalidad última. Sólo el hecho de reflexionar en el desarrollo de las ciencias implica una sinergia entre la formulación de hipótesis matemáticas y su verificación mediante pruebas, lo cual nos remite nuevamente a un Logos original como condición de la posibilidad misma de semejante correspondencia. De este modo, también el proyecto de la ciencia moderna nos plantea nuevamente la idea de un Logos Creador como “la mejor hipótesis”, y por consiguiente el contexto cristiano como el humus donde nació y pudo desarrollarse esta idea16. Llegamos así a una conclusión inicial: en aras de su propia autopreservación, el racionalismo científico también necesita reconocer una racionalidad más amplia y fundamental abierta al misterio de un Logos del Creador. Además, su método y sus aplicaciones deben estar sujetos a un permanente control crítico, que sólo surgirá de un conocimiento más sintético de la realidad en armonía con el Logos original.
3. La hipótesis “impía” de Huig de Groot
Pasemos ahora a la segunda dimensión racionalista intencionalmente desprovista de toda referencia a Dios en la modernidad: la moralidad pública. Aquí encontramos un experimento típicamente europeo, iniciado a mediados del siglo XVII en “el país donde se pone el sol”, pero que arroja su sombra sobre la totalidad del Occidente y sigue haciéndolo a nivel global en la actualidad. Me refiero a la propuesta del abogado y teólogo holandés Huig de Groot (conocido como Hugo Grocio) en su tratado De Iure belli ac pacis, para fundamentar la ley natural, que es la base de la vida social, “etiamsi daremus, quod sine summo scelere dari nequit, non esse Deum aut non curari ab eo negotia humana” [17]. Es decir, la vida social debe basarse en normas que emanan de derechos establecidos por la razón autónoma y son válidas incluso bajo el supuesto, que el mismo Grocio define como “impío”, de que Dios no existe o no está preocupado de los asuntos de los hombres. Era puramente una hipótesis, no se afirmaba; por el contrario, era explícitamente rechazada por Grocio. Sin embargo, era significativa, ya que proponía una exclusión metodológica de la religión como fundamento de la vida pública.
Como señalaba Wolfhart Pannenberg, esa propuesta debía comprenderse en el contexto de las divisiones y las guerras de religión que afligieron a Europa entre la segunda mitad del siglo XVI y la primera mitad del siguiente [18]. Ante la fragmentación del universo cristiano y la imposibilidad evidente de fundamentar la coexistencia social sobre una base religiosa común, los humanistas de los tiempos modernos recurrieron a la razón como fuente adecuada de certezas morales de carácter universal, susceptible de ser compartida por la totalidad de la sociedad. La religión aparecía como la fuente de división y guerra, mientras únicamente un racionalismo que se mantuviera alejado de la religión podía garantizar la paz y la coexistencia entre los pueblos.
Sin embargo, a partir de esta fundamentación racional, comenzó el proceso de secularización tendiente a excluir totalmente a Dios de la conciencia pública, relegándolo a la esfera privada. “Dios, si existe, nada tiene que ver con esto”, fue la fórmula acuñada por Cornelio Fabro para describir el principio básico de esta mentalidad, no necesariamente atea, pero al menos deísta, si no agnóstica [19]. Dios nada tiene que ver con la vida cotidiana de los hombres, sus opciones sociales o sus intereses y asuntos. Expulsado del tumulto de la vida en la tierra y la configuración de las comunidades humanas, Dios deja de ser interesante, se vuelve inservible y podría ser incluso perjudicial, como un opio que opaca los sentidos y nos distrae de nuestras responsabilidades históricas de transformar el mundo en algo mejor.
El vuelco hacia la razón independiente como fundamento del orden público sirve también para desligar al individuo de la tradición y la comunidad a la cual pertenecía y donde encontraba el significado y el alimento de las certezas morales básicas para su vida privada y social. De este modo el individuo, aislado de sus relaciones y desprovisto de sus antecedentes históricos y culturales, se siente perdido, “fuera de su elemento” (el un-heimlich de Freud y Heidegger [20]), como si ya no tuviese hogar y nada fuese realmente familiar para él (heimlich). Sin raíces reconocidas en una tradición histórica, la identidad moral sólo puede ser formal y es por tanto incapaz de formar y motivar a un sujeto hacia el bien común de la sociedad [21].
Con todo, surge otro factor agravante de la crisis ética de la modernidad.En un contexto antimetafísico y reduccionista, como encontramos, por ejemplo, con el unilateralismo científico, que limita lo racional a aquello que puede someterse a prueba y verificarse, las certezas morales básicas son despojadas de su objetivo y su valor cognoscitivo, relegándose a la esfera de las emociones o las decisiones subjetivas. Pareciéndole poco práctico basar la moralidad en una definición universal y objetiva del bien, el portavoz moderno de la ética concibe la moralidad como un problema de justicia en relación con el vecino y de determinación del contexto adecuado en el cual buscar las normas para la colaboración social [22].
Por consiguiente, el racionalismo práctico se reduce a un cálculo cuidadoso de los pros y los contras de un determinado curso de acción (proporcionalismo) o busca criterios de procedimiento para garantizar la igualdad formal de oportunidades entre quienes participan en un debate público hipotético en aras de una decisión justa (procedimentalismo). En ambos casos, es evidente el carácter inadecuado del enfoque como medio de dar cuenta de la experiencia moral con todos sus factores. Es igualmente evidente la pérdida concomitante de la dimensión original del conocimiento moral, que no implica un cálculo del curso de acción más ventajoso ni un sondeo de la opinión mayoritaria, sino más bien la diferencia irreductible entre el bien y el mal, que desafía incondicionalmente a la conciencia como condición de la verdad del sujeto que obra [23]. “Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida?” (Mt 16:26). Considerar puramente normas formales en la definición de justicia es poner en peligro los derechos de quienes constituyen una minoría, carecen de voz o no tienen una forma de hacer escuchar su voz.
En sus comienzos, la modernidad no pretendía modificar el contenido de la moralidad cristiana, sino puramente independizarlo de toda referencia a la fe, basándolo únicamente en la razón. En realidad, la historia ha mostrado que es un error pensar que podemos prescindir de una visión religiosa de la realidad sin perder al mismo tiempo algo sumamente necesario a lo cual no desearíamos renunciar [24]. Al margen de la revelación cristiana y de su fundamentación en Dios, los valores morales cristianos pierden gradualmente su certeza hasta el punto en que llega a ser imposible sostenerlos en semejante contexto radicalmente secularizado.
Así ocurre con el concepto de “dignidad” del ser humano, que sostiene todos los “derechos humanos” que caracterizan el lenguaje moderno de la ética pública [25]. La idea de dignidad humana es muy anterior a la de los derechos humanos: indica una simple condición de carácter intuitivo, algo indefinible. De acuerdo con el conocido argumento kantiano, una “cosa” tiene un precio porque siempre puede sustituirse por otra, mientras una “persona” posee dignidad precisamente porque, siendo un sujeto moral único e irrepetible, jamás podrá ser sustituida [26]. La noción de dignidad implica algo sagrado propio de la persona humana, algo no abierto a manipulación, algo que no puede reducirse a “cosa” utilizable por su dueño [27]. A pesar de ser sumamente frágil y estar expuesta a numerosas amenazas, la vida de una persona humana posee no obstante una dignidad inviolable en relación con la libertad de los demás. Ciertamente, Horkheimer y Adorno muestran haber comprendido muy bien esto cuando escriben que el único argumento contra el homicidio es de carácter religioso [28]. Por este motivo, Robert Spaemann está en lo cierto al afirmar que “el ateísmo elimina el fundamento de la idea de dignidad humana y por consiguiente, en teoría, también la posibilidad de afirmar ser una civilización” [29].
La civilización judeocristiana contribuyó indudablemente al argumento en favor de la dignidad del ser humano como persona única e irrepetible al referirse a la relación única en la cual cada uno se encuentra con el Dios que lo llama por su nombre. Ciertamente, el pensamiento griego, que con Platón logró analizar tan maravillosamente la grandeza del espíritu humano en su apertura a la verdad, no tuvo dificultad moral para permitir dar muerte a los niños recién nacidos “defectuosos” [30]. La peculiar dignidad de cada persona, por encima de la naturaleza y también del pueblo al cual pertenece, se manifiesta claramente al revelar la cristiandad que cada ser humano está llamado a la comunión con Dios en la vida eterna. Cuando, por el contrario, esta luz se oscurece o rechaza, también se opaca inevitablemente la percepción de la dignidad inviolable de toda persona humana desde su concepción hasta su fin natural. Si el ser humano no es sino una realización de carácter específico, que muy bien podría sustituirse por otra instancia de la misma naturaleza, si es puramente un ejemplar de una especie, en ese caso la naturaleza y la especie tienen más valor que el individuo, y éste puede y debe subordinarse y posiblemente también sacrificarse por el bien común.
Al llegar a término esta segunda parte de nuestra reflexión, podemos agregar una conclusión. Cuando la vida moral de nuestras sociedades occidentales se permite ser independiente de toda referencia a Dios y abandona deliberadamente sus raíces cristianas, será testigo del apagamiento de los signos ligados a aquellos principios que deben encaminar nuestras acciones al bien común.
En semejante contexto relativista, la afirmación de derechos humanos despoja a esas acciones de toda base adecuada. Dicha afirmación inevitablemente se degrada, transformándose en una exigencia de respeto por las reglas formales, lo cual en último término sólo protege a los fuertes y a quienes están en condiciones de hacer escuchar sus voces.
4. La propuesta de Pascal y el camino de Benedicto
El progreso científico y la exigencia de derechos humanos son logros de la civilización humana. Nadie podría negar su valor ni considerar seriamente su renuncia. Surgieron del contexto de una civilización que reconoció la racionalidad intrínseca de lo real y la dignidad específica del ser humano, considerando que la base de estas dos condiciones es la idea de un Dios Creador. Por otra parte, el cientificismo y el individualismo, que constituyen el contexto de la ulterior secularización, niegan el fundamento mismo de estos logros, corriendo así el riesgo de volverlos en contra del hombre. Ahora bien, si se niega la existencia de un Logos, Creador del ser y el bien, los argumentos de la ciencia y la ética terminan siendo contradictorios en sí mismos. Además, a la luz de semejante negación y ante los nuevos desafíos del presente, la práctica queda despojada de toda guía adecuada y corre el riesgo de volverse contra el hombre mismo.
Habiendo logrado esta reducción radical del hombre a mero producto de la naturaleza, que como tal no es auténticamente libre y está sujeto lógicamente al mismo tratamiento que cualquier otro animal, este concepto conduce a una inversión de su propio punto de partida. La afirmación de la centralidad del hombre y de la libertad se transforma en una disolución de lo específicamente humano en el proceso de los fenómenos naturales [31]. Este tipo de cultura representa una ruptura radical y profunda no sólo con la cristiandad, sino también con las grandes tradiciones religiosas y morales de la humanidad en general.
Después de examinar cómo el eclipse del sentido de Dios implica el correspondiente eclipse del hombre, ha llegado el momento de buscar ciertos pasos positivos a seguir en el camino hacia adelante. Considerando la situación que acabamos de describir, ¿dónde podemos entonces buscar un posible diálogo entre el racionalismo moderno y el conocimiento de la fe? Obviamente, sería ilusorio pensar que podemos volver a la vieja alianza anterior a Galileo de un cuerpo de conocimientos total y armonioso. “Ha perdido el paraíso aquel que ha comido del árbol del conocimiento” [32]. Sin embargo, es más necesario que nunca establecer una correlación con el fin de ampliar el horizonte de racionalidad y así poder insertar el pensamiento científico y la reflexión moral en el contexto de una comprensión del hombre que todavía deje cierto espacio para la referencia a Dios y la posibilidad de su revelación.
Aquí podemos permitirnos ser guiados por las indicaciones ofrecidas en primer lugar por el teólogo Cardenal Joseph Ratzinger y luego por el Papa Benedicto XVI, quien se refiere a una sugerencia hecha por el gran Blaise Pascal a sus amigos no creyentes [33]: la invitación de Pascal era “siempre esforzarse por vivir y conducir sus vidas veluti si Deus daretur, como si hubiese un Dios” [34]. Como vemos, de este modo la hipótesis de Grocio, de comienzos de la modernidad, se invierte, y precisamente sobre la base de una manera de pensar propia de la modernidad y con el propósito de mantener abierto el camino al misterio mediante una verdadera práctica. En este sentido, el Papa Benedicto nos ha aconsejado “ensanchar los espacios de nuestra racionalidad, volver a abrirla a las grandes cuestiones de la verdad y del bien, conjugar entre sí la teología, la filosofía y las ciencias, respetando plenamente sus métodos propios y su recíproca autonomía, pero siendo también conscientes de su unidad intrínseca” [35]. El primer aspecto importante implícito en esta sugerencia tiene relación con la superación de una concepción estrecha de la razón, que generalmente asociamos con los métodos y requerimientos de la ciencia empírica. La razón no es una medida para imponer a las cosas con el fin de manipularlas y arrancar sus secretos, sino más bien una apertura a la realidad con todos sus elementos. Y por cuanto la realidad se manifiesta en una multiplicidad de dimensiones, la razón deberá expresarse mediante numerosos enfoques y métodos distintos con el fin de captarla sin introducirla por la fuerza en el unilateralismo de un método único, que puede ser eficaz para “cantidades mensurables”, pero no permite comprender lo que está más allá de lo visible.
La restricción del “conocimiento” a lo que puede probarse empíricamente ha redundado en una concepción mecanicista y materialista del mundo, que lo hace presa fácil de ser manipulada a gusto por el hombre. El reconocimiento de las deslumbrantes perspectivas de la tecnología ha sido acompañado, sin embargo, en los últimos tiempos, por una percepción más aguda de los riesgos propios de semejante concepto en términos de destrucción ecológica del planeta y de arbitrarias y perturbadoras manipulaciones por parte de poderes anónimos y no controlados. Hemos tomado conciencia de ciertas dimensiones de la realidad descuidadas e insuficientemente conocidas: el mundo no es puramente un material para uso indiscriminado. Contiene en sí mismo un “logos”, que es preciso reconocer y respetar. El racionalismo de la ciencia está comenzando a buscar un modelo de conocimiento más amplio en condiciones de estar en armonía con los significados escritos por el Logos del Creador en las criaturas.
La cristiandad ofrece a la razón humana la revelación de que el Logos es también Ágape, amor comunicado y entregado a las criaturas. La visión de la realidad que adopta la hipótesis de la creación implica la idea de un significado inmanente en la realidad materializada. Hasta lo más profundo de su ser, cada criatura está constituida por su relación con el Creador, que no se encuentra por consiguiente fuera de la criatura a modo de relojero ausente. La creación se manifiesta como un don en mutuo intercambio de amor, por medio del cual el Dador imprime su sello en el ser mismo de la criatura y permanece íntimamente presente [36]. Por consiguiente, el significado de cada criatura sólo puede comprenderse en su relación ya establecida con el Creador, en una progresión lógica que nunca es puramente la afirmación de la identidad separada de otras criaturas, sino que se expresa a sí misma como amor en la diferencia irreductible entre el yo y el otro [37].
Esto se manifiesta sobre todo en el mundo de las personas y en referencia a Jesucristo. Su ser, segunda Persona de la Santísima Trinidad, una relación existente con el Padre en el Espíritu Santo, no debe entenderse como excepción ontológica, sino más bien como clave que nos permite comprender la naturaleza misma del hombre. Es la relación que efectivamente revela el significado más profundo de lo que quiere decir ser una persona [38]. Hay por consiguiente en todo ser humano un llamado innato a constituir una comunión de personas a imagen de la Santísima Trinidad.
Siguiendo esta línea de pensamiento, es posible percibir cómo la racionalidad moral de la vida pública se asegura de mejor manera mediante la hipótesis del reconocimiento de Dios. La insistencia en el derecho a la libertad del individuo, típica de la modernidad, carece de fundamento adecuado si se pierde la certeza de la dignidad irreductible de cada persona en particular. Además, la sociedad corre riesgo de disolución si está ausente un concepto del bien común. La aceptación de la propuesta del Papa Benedicto abre caminos hacia una solución vinculada con los dos lados del desafío actual.
En relación con la primera interrogante sobre el fundamento de los derechos humanos, a primera vista podría parecer arcaico y contraproducente proponer respeto por la dignidad humana en todo momento y lugar, en contraste con la lógica cuantitativa y oportunista dirigida a organizar científicamente el bienestar subjetivo del mayor número posible de individuos. Sin embargo, para evitar que el ser humano en particular sea considerado puramente instancia de una especie, la cual podría tal vez sacrificarse a partir de un cálculo oportunista de pros y contras, la exigencia de respeto absoluto e incondicional debe basarse en lo que es absoluto e incondicional, es decir, la iniciativa de Dios, que desea para cada persona su propio bien y al mismo tiempo la llama a una comunión con Él en la eternidad.
En segundo lugar, está llegando a ser cada vez más claro que necesitamos redescubrir el sentido del bien común en nuestras sociedades de tal manera que los ciudadanos puedan sentirse parte de la vida social. Mucho más que de una justicia puramente formal, que defiende el derecho del individuo a la libertad poniendo límites a la interferencia de los demás y el Estado, se trata de reconocer que el verdadero bien de cada persona en particular sólo es posible dentro de la vida en común [39]. En Gorgias, de Platón, Sócrates señala que el bien común no es sólo producto de un arreglo de intereses que dura mientras exista un equilibrio de fuerzas, sino algo propio del interés específico de todo hombre razonable: “cuando el bien sale a la luz, es común para todos” [40]. Esta salida a la luz del bien común es obra del “Logos”, que prevalece por encima del antagonismo de la diversidad de intereses individuales mediante la visión superior de la comunión de las personas. Sin embargo, para que esto ocurra, el “otro”, con sus derechos individuales, no sólo debe ser un límite que debo respetar ni un objeto definido únicamente en relación con mi subjetividad. Tiene que haber amor, es decir, esa actitud que permite a una persona reconocer la realidad del otro como algo en sí mismo digno de afirmación [41]. El hecho de que el hombre no tenga precio, pero sí posea una dignidad, significa en definitiva que su existencia, como manifestación de lo Absoluto, es buena en sí misma y digna de ser amada. Por consiguiente, también en el fundamento más profundo del bien común encontramos la aceptación de una autoridad, que es la base del valor intrínseco de todo ser humano y la bondad de la relación recíproca.
Conclusión
En respuesta a la voz que nunca deja de buscar al hombre: “¿Dónde estás, Adán?”, la Virgen María otorga plenamente su fiat al ángel: “¡Heme aquí!” (Lc 1:38). Su respuesta de total buena voluntad ante algo que sobrepasa la razón es en sí misma enteramente razonable. María sabe que más allá de lo que se puede ver y medir con nuestros sentidos y la razón, el Dios de nuestros Padres es fiel y confiable. Por lo tanto, ella abre la mente y el corazón, su vida misma, para acoger a un “Logos” mayor, que es asimismo el amor.
La referencia a María no es puramente una indicación de devoción. Nos invita a comprender la dimensión estructural de la razón humana, que preserva su integridad al enfrentarse con el misterio: la apertura voluntaria que ofrece espacio para una racionalidad mayor que la nuestra. Si la hipótesis de Grocio fue causa del eclipse del hombre, entonces la propuesta de Benedicto de invertirla y pensar y vivir “como si Dios existiera” podría permitir al hombre volver a encontrarse a sí mismo.
Notas:
[1] Al respecto, sírvase consultar la inspiradora meditación de Stanislaw Grygiel, “Errantes revoca. Essai sur l’auto conscience, sur le péché et la réconciliation”, Anthropos (ahora Anthropotes) 1, Nº 1 (1985) : 13-29. Ver también el estudio clásico de Etienne Gilson, «Regio dissimilitudinis de Platon à saint Bernard de Clairvaux”, Medieval Studies 9 (1947): 108-130.
[2] Ver L. Kass, Beyond Therapy. Biotechnology and the Pursuit of Happiness. A Report by the President’s Council on Bioethics (New York: Regan Books/Harper Collins, 2003), 274-310.
[3] Ver M. Jongen, “Der Mensch ist sein eigenes Experiment”, en Die Zeit, 9 de agosto de 2001, 31.
[4] Ver C. S. Lewis, The Abolition of Man (New York: Macmillan, 1965), 72-80.
[5] En relación con esto: F. Fukuyama, Our Posthuman Future. Consequen-ces of the Biotechnology Revolution (New York. Farrar, Straus & Giroux, 2002), 237.
[6] Ver A. M. Rouco Varela, Los fundamentos de los derechos humanos: una cuestión urgente (Madrid: Ed. San Pablo, 2001).
[7] Las reflexiones de Henri de Lubac sobre el tema –Le drame de l’humanisme athée (París: Spes, 1945)- fueron proféticas y muy probablemente inspiraron a los Padres conciliares. Como traducción al inglés, ver The Drama of Atheist Humanism (San Francisco: Ignatius Press, 1995).
[8] Citado en Marcello Pera, “Introduzione. Una proposta da accettare”, en Joseph Ratzinger, L’Europa di Benedetto nella crisi delle culture (Siena: Cantagalli, 2005), 8-9.
[9] Ver la carta de Galileo a Benedicto Castelli del 21 de diciembre de 1631, citada por Pera, en op. cit., 7.
[10] Ver Bernard Lonergan, Collection (New York: Herder & Herder, 1967), 259. Obviamente, no están en discusión los beneficios otorgados a la humanidad por el progreso científico. El problema aquí planteado es que un proyecto de semejante amplitud ya no puede aceptarse sin reservas como humanizador en sí mismo.
[11] Ver Martin Heidegger, “Die Frage nach der Technik”, en Vorträge und Aufsätze (Pfullingen, 1954), 29-31.
[12] Ver Hans Jonas, Dalla fede antica all’uomo tecnologico (Bologna: Il Mulino, 1991), 262; Eng., Philosophical Essays: From Ancient Creed To Technological Man (Englewood Cliffs, N.J.: Prentice-Hall, 1974).
[13] Ver op. cit., 262-263.
[14] Ver D. L. Schindler, Heart of the World, Center of the Church. Communio Ecclesiology, Liberalism and Liberation (Grand Rapids, Mich.; William B. Eerdmans Publishing Company; Edinburgh: T&T Clark, 1996), 189-202.
[15] Jacques Derrida, Of Grammatology (Baltimore: Johns Hopkins University Press, 1976), 14, citado por D. L. Schindler, Heart of the World, 191.
[16] Ver Ratzinger, L’Europa di Benedetto, 103-124.
[17] Hugo Grotius, De Iure belli ac pacis, Prolegomena §11 (1646). No obstante el hecho de que el origen de la doctrina de Grocio es dudoso, se encuentran expresiones análogas en ockhamistas como Gregorio da Rimini (c. 1290-1380) y Gabriel Biel (1410-1495), pero también en Gabriel Vásquez (1551-1604).
[18] Ver Wolfhart Pannenberg, Ethik und Ekklesiologie. Gesammelte Aufsätze (Göttingen: Vandenhoeck & Ruprecht, 1977), 55-69.
[19] Ver Luigi Giussani, Il senso di Dio e l’uomo moderno (Milán: Rizzoli, 1994), 95-99, que cita esta expresión de C. Fabro, Introduzione all’ateismo moderno (Roma: Studium, 1964).
[20] Ver G. Berto, Freud, Heidegger, lo spalesamento (Milán: Bompiani, 2002).
[21] Al respecto, es penosamente necesario dar como ejemplo el hecho de que no se hace mención alguna de las raíces cristianas de Europa en el preámbulo de la Constitución Europea, suscrita en Roma con fecha 29 de octubre de 2004. Ver Livio Melina y Daniel Granada, eds., Limiti alla responsabilità? Amore e giustizia (Roma: Lateran University Press, 2005).
[23] Ver J. J. Pérez-Soba, “La experiencia moral”, en L. Melina, J. Noriega y J. J. Pérez-Soba, Una luz para el obrar. Experiencia moral, caridad y acción cristiana (Madrid: Palabra, 2006), 29-48.
[24] Ver los lúcidos argumentos planteados por Romano Guardini, Das Ende der Neuzeit. Ein Versuch zur Orientierung (Munich: Katholische Akademie in Bayern, 1984).
[25] Ver Robert Spaemann, “Über den Begriff der Menschenwürde”, en Genzen. Zur ethischen Dimension des Handelns (Stuttgart: Klett-Cotta, 2001), 107-122.
[26] Ver Immanuel Kant, Fondazione della metafisica dei costumi (Roma: Laterza, 1997), 103 (traducción al italiano de Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (1785); traducción al inglés, The Fundamental Principles of the Metaphysic of Morals, traducción de Thomas Abbott (Mineola, N.Y.: Dover Publications, 2005).
[27] Ver Robert Spaemann, Personen. Versuche über den Unterschied zwischen “etwas” und “jemand” (Stuttgart: Klett-Cotta, 1996).
[28] Ver Martin Horkheimer y Theodor Adorno, Dialektik der Aufklärung (Frankfurt am M.: Suhrkamp, 1942).
[29] Spaemann, “Über den Begriff der Menschenwürde”.
[30] Platón, La República, V, 460, IXc
[31] Ver Benedicto XVI, “Discurso a los Participantes en la IV Asamblea eclesial nacional italiana” (Verona, 19 de octubre de 2006).
[32] Así dice Pera. Ver “Introduzione. Una proposta da accettare”, 20.
[33] Ver Blaise Pascal, Pensées, ed. Brunschvicg, 230-241.
[34] Joseph Ratzinger “La crisi delle culture” (Subiaco, 1º de abril de 2005), en L’Europa di Benedetto, 62-63.
[35] Benedicto XVI, “Discurso a los Participantes en la IV Asamblea eclesial nacional italiana”. El Papa también hizo esta invitación en su famoso “Discurso en la Universidad de Ratisbona”, 12 de septiembre de 2006.
[36] Ver Kenneth L. Schmitz, The Gift: Creation (Milwaukee: Marquette University Press, 1982).
[37] Ver D. L. Schindler, Heart of the World, 196-199.
[38] Ver Joseph Ratzinger, “Zum Person- ZZum Personenverständnis in der Theologie”, en Dogma und Verkündigung (E. Wewel Verlag, 1973).
[39] Ver Alasdair MacIntyre, Dependent Rational Animals. Why Human Beings Need the Virtues (Chicago: Open Court, 1999): capítulo 9, 97-116.
[40] Platón, Gorgias, 505e.
[41] Ver Benedicto XVI, Deus caritas est, n. 6; ver también J. Noriega, “The Spark of Sentiment and the Fullness of Love”, en The Way of Love. Reflections on Pope Benedict XVI’s Encyclical Deus Caritas Est, ec. Livio Melina y Carl. A. Anderson (San Francisco: Ignatius Press, 2006), 287-299.
Sobre el autor
Nacido en Adria, Italia, el 18 de agosto de 1952, es sacerdote de la Iglesia Católica desde 1980 y teólogo. Actualmente es presidente del Pontificio Consejo Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia y profesor de Teología Moral en esta misma institución. Completó sus estudios de Filosofía en la Universidad de Padua en 1975. En 1982 obtuvo una licenciatura en Teología Moral en la Pontificia Universidad Gregoriana de Roma y en octubre de 1985 obtuvo el doctorado en Teología en la Pontificia Universidad Lateranense con la disertación “Ratio practica, scientia moralis e prudentia. Linee di riflessione sul Commento di San Tommaso all’Etica Nicomachea”, dirigida por Carlo Caffarra. Entre 1984 y 1991 fue asistente de estudios de la Sesión Doctrinal de la Congregación para la Doctrina de la Fe bajo la dirección, entonces, del cardenal Joseph Ratzinger. En 1991 comenzó su trabajo como profesor de Teología Moral Fundamental en el Pontificio Instituto Juan Pablo II para Estudios sobre el Matrimonio y la Familia. En el año 2006 el Papa Benedicto XVI lo nombró Presidente de dicho Instituto, cargo que se le renovó en el año 2010. Desde el año 2007 ha sido miembro ordinario de la Pontificia Academia de Teología. Es director científico de la revista “Anthropotes”, y miembro del consejo de “Communio”. Es especialista en temas de Teología y Bioética.
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