A 30 años del discurso de S.S.Juan Pablo II acerca de la cultura en la sede de la UNESCO

 El 2 de junio de 1980 Juan Pablo II fue a la sede de la UNESCO en París, para pronunciar uno de sus más importantes y memorables discursos sobre la cultura humana. Poco después, creó el Pontificio Consejo de Cultura para encargarle el cuidado pastoral de ella y promover el diálogo de la Iglesia con todas las culturas.

La preocupación pastoral de la Iglesia por la cultura en la época actual viene, en verdad, del Concilio Vaticano II y se expresa en su Constitución Pastoral Gaudium et spes, la que le dedica un entero capítulo. Conocido es el lema que propuso para resumir todo el itinerario cristiano en el ámbito de la cultura y que ha sido recogido en numerosas oportunidades en el magisterio pontificio posterior: “procurar hacer cada vez más humana la vida humana”. Con ello se quiere decir que la vida humana no sólo es un don, individualmente asumido y aceptado, sino también una vocación a la comunión entre personas y pueblos y que, como enseñó posteriormente Pablo VI en Populorum progressio y retomó Benedicto XVI en Caritas in veritate, el auténtico desarrollo y el progreso de la humanidad no sólo implica su bienestar material, sino también y más esencialmente, su desarrollo espiritual en solidaridad y caridad.

El Concilio tenía a la vista ciertamente, como contexto, la destrucción de los países europeos producida por la segunda guerra mundial, el reacomodo de la geopolítica internacional a los lineamientos de la guerra fría, la esperanzada creación de un orden jurídico mundial a través de la organización de las Naciones Unidas y el proceso de descolonización producido con posterioridad en vastas regiones del planeta, todo lo cual hacía indispensable el inicio de un nuevo diálogo que, por una parte, tuviese en cuenta la dignidad inviolable del ser humano y, por otra, respetara y fomentara el legítimo esfuerzo de muchos pueblos por recuperar la originalidad de su historia y de sus tradiciones ahí donde habían sido olvidadas o sometidas a los imperativos ideológicos de las potencias dominantes.

Hacer más humana la vida humana era, de este modo, un itinerario de reconstrucción y de reconciliación a escala mundial, que la Iglesia quería servir con especial solicitud. Su fe en la encarnación del Hijo de Dios, que hizo suya la condición humana, la llevó a proclamar con gran fuerza que “el misterio del hombre sólo se esclarece a luz del misterio del Verbo encarnado” como señaló la frase de la Gaudium et spes (n.22) que Juan Pablo II no se cansó de repetir. Y en ese mismo acápite de la Constitución se sugiere que el Espíritu Santo, aunque de un modo misterioso, suscita frutos de santidad también entre los no creyentes. “Puesto que Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es efectivamente tan sólo una, es decir, la vocación divina, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma sólo por Dios conocida, lleguen a asociarse a este misterio pascual”.

Por ello, puede considerarse, usando la expresión patrística, que en todas las culturas existen semillas del Verbo, que muestran al ser humano como imagen y semejanza de su Creador. Así, la consideración de la cultura tiene como centro al hombre mismo, su dignidad, su vocación y misterio. Lo recuerda Juan Pablo II en la parte primera de su mensaje a la UNESCO. Afirma ahí que “la dimensión fundamental [de la convivencia humana] es el hombre, el hombre integralmente considerado, el hombre que vive al mismo tiempo en la esfera de los valores materiales y en la de los espirituales. El respeto de los derechos inalienables de la persona humana es el fundamento de todo” (citando su propio discurso a la ONU de octubre de 1979) (n.4). La necesidad de este respeto nace del ser humano mismo, “de la dignidad de su inteligencia, de su voluntad y de su corazón” (ibíd.). Esta dignidad es la premisa de toda cultura.

Por esta razón, es interesante destacar que el Papa Wojtyla nunca consideró en su reflexión antropológica que la dignidad humana tuviese que justificarse o deducirse de otros argumentos que no fuese la existencia misma del hombre, consciente de ella desde su inteligencia, su voluntad y su corazón. Pensaba, evidentemente, que el ser humano podía alienarse, que el pecado podía obnubilar la recta conciencia de sí mismo, y que en el trágico siglo XX ello había efectivamente ocurrido. Pero para fundar o volver a reconocer su dignidad herida, el ser humano tenía solamente que ser fiel al itinerario de su propia conversión. Esto queda hermosamente reflejado en el momento más emocionante y conmovedor de su discurso en la UNESCO, cuando recordando las palabras de Pilatos, proclama simplemente: “Ecce homo”. Sin proponérselo intencionalmente, Pilatos había pronunciado en ese momento la más profunda verdad sobre el hombre.

Los párrafos siguientes del discurso están dedicados a explicar esta verdad en su íntima e indestructible relación con la cultura. Se apoya para ello en la afirmación de Santo Tomás de Aquino: Genus humanum arte et ratione vivit (n.6). «La significación esencial de la cultura consiste, según estas palabras de Santo Tomás de Aquino, en el hecho de ser una característica de la vida humana como tal. El hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura... La cultura es un modo específico del ‘existir’ y del ‘ser’ del hombre. El hombre vive siempre según su cultura que le es propia, y que, a su vez, crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana» (ibíd.). Así como nadie elige de quién nacer, ni qué familia tener, tampoco elige la cultura, que pasa a ser para él como el don que lo acoge, el conjunto de las relaciones personales y sociales que le ayudarán a conformarse en la comunidad que tales relaciones hacen posible. Como enseña el filósofo Zubiri, la dinámica de la persona no es la de la formación, sino de la conformación, puesto que antes que la persona pueda tener conciencia de su originalidad y de la responsabilidad única que ello implica, otros han venido primero a acogerlo y a ofrecerle su mundo como algo humanamente digno para habitar. Con razón muchos pensadores hablan también de la cultura como una “segunda naturaleza”, puesto que determina para el hombre, como dice el Papa, su modo específico de existir y de ser.

Este modo de inserción del ser humano en la realidad, le invita a comprender que en la cultura se juega antes el “ser” que el “tener”, prioridad que tantas veces se ha visto alterada en la sociedad del bienestar, del consumo y de la opulencia. Dice el Papa: «El hombre, que en el mundo visible, es el único sujeto óntico de la cultura, es también su único objeto y su término. La cultura es aquello a través de lo cual el hombre ‘es’ más, accede más al ‘ser’... La experiencia de las diversas épocas, sin excluir la presente, demuestra que se piensa en la cultura y se habla de ella principalmente en relación con la naturaleza del hombre, y luego solamente de manera secundaria e indirecta en relación con el mundo de sus productos» (n.7).

Esta afirmación me recuerda una entrevista hecha al filósofo polaco y discípulo de Karol Wojtyla, Stanislaw Grygiel, aparecida en esta Revista (cf. Humanitas N°31, invierno 2003), en que interpretando el pensamiento del Papa contraponía cultura y “productura”. Señalaba: “La cultura reside en el deseo, en el obrar, es decir, en el amar, en el conocer, en el hacer justicia, hacer la paz, en el obrar pacíficamente. Esta es la cultura. Si reducimos nuestra vida sólo a hacer anteojos, libros, zapatos, a producir cosas, no vivimos en la cultura, sino en la ‘productura’. Se puede ser un gran productor sin ser un cultivador. En este sentido, se puede ser civilizado sin cultura, incluso en contra de la cultura. Yo veo cómo la ‘productura’, esta civilización técnica vinculada al tener, se ha reducido a sí misma, se ha encerrado en su propia inmanencia, y automáticamente es anticultura, porque es contraria al amor, la libertad, la dignidad, la justicia y la paz”.

Esta visión tergiversada de la civilización técnica sobre la cultura termina por afectar la imagen que el ser humano tiene sobre sí mismo, poniendo en primer plano los valores de la eficiencia, del rendimiento y de la productividad por encima de la dignidad, del amor y de la libertad. Por ello, continúa el discurso de Juan Pablo II: «Este hombre, que se expresa en y por la cultura y es objeto de ella, es único, completo e indivisible... Según esto, no se le puede considerar únicamente como resultante de todas las condiciones concretas de su existencia, como resultante -por no citar más que un ejemplo- de las relaciones de producción que prevalecen en una época determinada... No se puede pensar una cultura sin subjetividad humana y sin causalidad humana; sino que en el campo de la cultura, el hombre es siempre el hecho primero... y lo es en su totalidad: en el conjunto integral de su subjetividad espiritual y material...” (n.8). En otros documentos de su magisterio se hace residir precisamente en esta subjetividad humana y en la causalidad humana el fundamento de la soberanía y de la libertad de los hombres y de sus culturas. Al mismo tiempo, y como consecuencia, el ser humano está llamado a asumir la responsabilidad ante sí mismo y ante los demás por sus actos soberanos y por las consecuencias de ellos en la conciencia de la dignidad de las personas. En la antropología de Wojtyla, el hombre fue siempre pensado desde sus actos, siendo el pensar uno de ellos, pero que no agota ni su subjetividad ni la explicación de su causalidad. El amor, en cambio, resume de modo más integral la conciencia de la dignidad que el hombre adquiere por su actuar libre. De ahí que pueda calificar a la cultura, en el mismo párrafo antes citado, como un “sistema auténticamente humano, síntesis espléndida del espíritu y del cuerpo”.

El Pontífice continúa su discurso hablando de “la relación orgánica y constitutiva que existe entre la religión, en general, y el cristianismo en particular, por una parte, y la cultura, por otra» (n.9), la que se manifiesta en las más diversas expresiones específicas, como la educación y el arte, por ejemplo, sin olvidar tampoco la religiosidad popular de la gente sencilla, que hace de ella un componente esencial de su identidad cultural. Pone como ejemplo a Europa misma, desde el Atlántico hasta los Urales, cuya historia sería imposible de entender sin el sustrato de su experiencia religiosa. Proclama su “admiración ante la riqueza creadora del espíritu humano, ante sus esfuerzos incesantes por conocer y afirmar la identidad del hombre: de ese hombre que está siempre presente en todas las formas particulares de la cultura» (ibíd.).

Y concluye esta explicación de los fundamentos antropológicos de la cultura con uno de los párrafos más notables de su enseñanza acerca del sentido de la encarnación y de sus consecuencias acerca de la dignidad humana. Dice el Papa: «Al hablar… ante vuestra Organización... pienso sobre todo en la vinculación fundamental del Evangelio, es decir, del mensaje de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad misma. Este vínculo es efectivamente creador de cultura en su fundamento mismo. Para crear la cultura hay que considerar íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, como sujeto portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que reivindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee. El conjunto de las afirmaciones que se refieren al hombre pertenece a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia» (n.10).

Esta afirmación del ser humano como “sujeto portador de la trascendencia de la persona” me parece de una precisión y de una belleza incomparable. Por una parte, recuerda que el concepto de persona se aplicó antes a Cristo y a la Santísima Trinidad que al ser humano, y sin embargo, este último ha sido convertido por la encarnación del Verbo en ícono de la Trinidad. Hablar de personas es hablar de Dios mismo, del misterio de la comunión que une a sus personas en una misma naturaleza y dignidad. Aplicar al ser humano el calificativo de persona es, entonces, hablar de su participación en la vocación cristológica, de llegar a ser “hijos en el Hijo”, como define también Gaudium et spes, agregando que “cuando Cristo nuestro Señor ruega al Padre que todos sean «uno»... como nosotros también somos «uno» (Jn 17,21-22), descubre horizontes superiores a la razón humana, porque insinúa una cierta semejanza entre la unión de las personas divinas y la unión de los hijos de Dios en la verdad y en la caridad” (n.24). Esta misma enseñanza que Juan Pablo II aplica a la relación del ser humano con su cultura, la aplicó también al misterio nupcial, dando una impresionante fuerza de renovación a la antropología teológica referida a la persona, al matrimonio y a la familia.

En la segunda parte de su discurso ante la UNESCO, el Papa saca las consecuencias de estas afirmaciones antropológicas esenciales, las que enumero brevemente a continuación, en el mismo orden que aparecen:

a) La educación: La primera y esencial tarea de toda cultura es la educación. «La educación consiste, en efecto, en que el hombre llegue a ser cada vez más hombre... Para ello es necesario que el hombre sepa ‘ser más’ no sólo ‘con los otros’, sino también ‘para los otros’... Lo más importante es siempre el hombre y su autoridad moral que proviene de la verdad de sus principios y de la conformidad de sus actos con sus principios» (n.11).

b) La familia: «No hay duda de que el hecho cultural primero y fundamental es el hombre espiritualmente maduro, es decir, el hombre plenamente educado, el hombre capaz de educarse a sí mismo y de educar a los otros... ¿Qué hacer para que la educación del hombre se realice sobre todo en la familia?» (n.12). La autoridad moral necesaria para educar la tienen fundamentalmente los padres.

c) La alienación y manipulación del hombre: «En el conjunto del proceso educativo, de la educación escolar particularmente, ¿no ha tenido lugar un desplazamiento unilateral hacia la instrucción en el sentido estricto del término?... Esto lleva consigo una verdadera alienación de la educación: en lugar de obrar en favor de lo que el hombre debe ‘ser’, la educación actúa únicamente en favor de lo que el hombre puede crecer en el aspecto del ‘tener’, de la ‘posesión’. La siguiente etapa de esta alienación es habituar al hombre, privándole de su propia subjetividad, a ser objeto de múltiples manipulaciones» (n.13). La más importante es enseñar a la manipulación de sí mismo. Estos peligros amenazan sobre todo a las sociedades técnicamente desarrolladas. Existe una creciente falta de confianza en la significación del hecho de ser hombre. A cambio se establecen «imperativos» falsos, como la primacía del comportamiento de moda, de lo subjetivo y del éxito inmediato.

d) La nación: «La nación... es la gran comunidad de los hombres que están unidos por diversos vínculos, pero sobre todo, precisamente, por la cultura. La nación existe ‘por’ y ‘para’ la cultura, y así es ella gran educadora de los hombres para que puedan ‘ser más’ en la comunidad» (n.14). Aludiendo al ejemplo de Polonia, que sobrevivió gracias a su cultura, añade: «Lo que digo aquí respecto al derecho de la nación a fundamentar su cultura y su porvenir, no es el eco de ningún nacionalismo, sino que se trata de un elemento estable de la experiencia humana... Existe una soberanía fundamental de la sociedad que se manifiesta en la cultura de la nación. Se trata de la soberanía por la que, al mismo tiempo, el hombre es supremamente soberano» (ibíd.). Esta es una condición para superar los restos del colonialismo.

e) Los medios de comunicación social: Deben ser expresión de la soberanía de la nación y no instrumentos de dominación de los agentes del poder político y financiero. Deben servir a la construcción de una vida más humana.

f) La instrucción del pueblo y superación del analfabetismo: La popularización de la instrucción es necesaria para disponer y administrar los medios que se poseen, para bien propio y para el bien común. Evita también las luchas sanguinarias por el poder.

g) Derecho de los católicos a una educación católica: La Iglesia a lo largo de los siglos ha fundado escuelas y universidades. La Iglesia reivindica «el derecho que toda familia tiene de educar a sus hijos en escuelas que correspondan a su propia visión del mundo, y en particular el estricto derecho de los padres creyentes a no ver a sus hijos, en las escuelas, sometidos a programas inspirados por el ateísmo. Ese es en efecto uno de los derechos fundamentales del hombre y de la familia» (n.18).

h) El cultivo de la ciencia: La vocación del hombre al conocimiento es el vínculo constitutivo de la humanidad con la verdad, que se hace realidad cotidianamente en las instituciones de educación, particularmente las universidades (n. 19). Después de rendir homenaje a los científicos, el Papa agrega que «mucho debe preocuparnos todo lo que está en contradicción con los principios del desinterés y de la objetividad, todo lo que haría de la ciencia un instrumento para conseguir objetivos que nada tienen que ver con ella» (n.20). «El futuro del hombre y del mundo está amenazado, radicalmente amenazado... porque los maravillosos resultados de sus investigaciones y de sus descubrimientos, sobre todo en el campo de las ciencias de la naturaleza, han sido y continúan siendo explotados -en perjuicio del imperativo ético- para fines que nada tienen que ver con las exigencias de la ciencia... Mientras que la ciencia está llamada a estar al servicio de la vida del hombre, se constata demasiadas veces, sin embargo, que está sometida a fines que son destructivos de la verdadera dignidad del hombre y de la vida humana» (n.21). El discurso da como ejemplos: la manipulación genética, las experimentaciones biológicas, las armas químicas, bacteriológicas y nucleares. «La causa del hombre será servida si la ciencia se alía con la conciencia» (n.22).

Como conclusión, el Papa realiza tres afirmaciones que resumen los argumentos expuestos y al mismo tiempo expresan una visión y una tarea de futuro: «¡El futuro del hombre depende de la cultura! ¡La paz del mundo depende de la primacía del Espíritu! ¡El porvenir pacífico de la humanidad depende del amor!» (n.56).

Muchos de los elementos presentes en este discurso fueron desarrollados más extensamente en otros documentos del fecundo magisterio de Juan Pablo II. El valor de ellos en este documento está vinculado, por una parte, con el hecho de ser un documento temprano de su pontificado, que anunciaría el derrotero futuro. Personalmente, sin embargo, me conmueve su pasión por el hombre, en sus específicas circunstancias históricas y sociales. “Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡únicamente por él mismo!” y por ello, hay que amar todas las relaciones que lo constituyen en su ser: la cultura, la familia, la escuela, la nación, el trabajo. A diferencia de la visión instrumental que suele predominar hoy día sobre todas estas realidades, el discurso de París nos recuerda que todas ellas participan del ser del hombre y de la posibilidad de realizar su vocación de persona.


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