La religiones pueden encontrarse entre sí únicamente sondeando más profundamente la verdad, y no renunciando a la misma.

¿Es la religión teísta, dogmática y jerárquicamente organizada necesariamente intolerante? ¿Hace al creyente la fe en una verdad formulada dogmáticamente incapaz de dialogar? ¿Es la renuncia a la verdad una condición necesaria de la capacidad para la paz? Las religiones pueden encontrarse entre sí únicamente sondeando más profundamente en la verdad, y no renunciando a la misma. El escepticismo no une. Tampoco lo hace el pragmatismo puro. [**]

En el año 1453, inmediatamente después de la conquista de Constantinopla, el Cardenal Nicolás de Cusa escribió un libro notable, titulado De pace fidei. El imperio en proceso de desintegración estaba agitado por controversias religiosas. El Cardenal mismo había participado en la tentativa (en definitiva sin éxito) por reagrupar las Iglesias de Oriente y Occidente, y el Islam estaba nuevamente en el horizonte de la Cristiandad Occidental. De Cusa aprendió de los acontecimientos de su época que la paz religiosa y la paz mundial se encuentran íntimamente vinculadas. Su respuesta a este problema fue una especie de utopía, la cual no obstante le parecía constituir un verdadero aporte a la causa de la paz. "Cristo, el juez del universo, cita a un concilio celestial, porque el escándalo de la pluralidad religiosa en la tierra ha llegado a ser intolerable" [1]. En este concilio, el divino Logos guía a diecisiete representantes de las diversas naciones y religiones con el fin de comprender de qué manera puede darse respuesta a las preocupaciones de todas las religiones en la Iglesia representada por Pedro" [2]. "En cada una de las enseñanzas de los sabios -dice Cristo-, no se encuentra una fe diferente, sino una y la misma creencia en todas ellas". "Dios, como Creador, es trino y uno; como infinito, no es trino ni uno ni cosa alguna que pueda decirse, ya que los nombres atribuidos a Dios provienen de criaturas, mientras Él mismo es inefable y exaltado por encima de todo cuanto pueda nombrarse y proclamarse" [3].

1. Del ecumenismo cristiano al diálogo interreligioso

Con posterioridad a la época del cusiano, este concilio celestial ideal ha descendido a la tierra, y por cuanto la voz del Logos sólo puede escucharse fragmentariamente, ha llegado inevitablemente a ser algo mucho más complicado. El siglo XIX presenció el desarrollo gradual del movimiento ecuménico, cuyo ímpetu original provenía de la experiencia de las iglesias protestantes en las misiones. Al descubrir que su testimonio en el mundo pagano se veía gravemente obstaculizado por su división en diversas confesiones, estas iglesias comprendieron que la unidad eclesial era una condición sine qua non de la misión. En este sentido, el ecumenismo debe su nacimiento a la emergencia del protestantismo en el escenario mundial a partir del seno de la cristiandad [4]. Para afirmar la universalidad de su mensaje, los cristianos no podían seguir contradiciéndose unos a otros ni aparecer como miembros de grupos separados de una totalidad mayor cuyas peculiaridades y diferencias tenían su raíz puramente en la historia del mundo occidental. Posteriormente, el impulso existente detrás del movimiento ecuménico se extendió gradualmente a la cristiandad como un todo. Los ortodoxos fueron los primeros en asociarse con el movimiento, si bien inicialmente su participación fue cuidadosamente delimitada. Las primeras tentativas de los católicos surgieron en grupos individuales de países especialmente afectados por la división de las iglesias. Esta situación persistió hasta que el Concilio Vaticano Segundo abrió de par en par las puertas de la Iglesia a la búsqueda de la unidad entre todos los cristianos. Como hemos visto, el encuentro con el mundo no cristiano inicialmente sólo operó como catalizador para la búsqueda de la unidad cristiana. En todo caso, sólo era cuestión de tiempo para que los cristianos comenzaran a apreciar los valores distintivos de las religiones del mundo. Después de todo, los cristianos no estaban predicando el Evangelio a personas sin religión, carentes del conocimiento de Dios. Llegó a ser cada vez más difícil desconocer que el Evangelio se predicaba a un mundo profundamente impregnado de creencias religiosas, que influían hasta en los más mínimos detalles de la vida cotidiana, tanto así que la religiosidad del mundo no cristiano estaba destinada a avergonzar a una fe cristiana que acá y allá parecía deteriorada. Con el paso del tiempo, los cristianos advirtieron lo inadecuado que era describir a los representantes de otras religiones simplemente como paganos o en términos puramente negativos como no cristianos. Era necesario familiarizarse con los valores distintivos de las otras religiones. Inevitablemente, los cristianos comenzaron a preguntarse si tenían derecho a destruir simplemente el mundo de las otras religiones o si no era posible o incluso imperativo comprender a las otras religiones desde adentro e integrar su legado en la cristiandad. De este modo, el ecumenismo pasó a expandirse al diálogo interreligioso [5].

Ciertamente, el objeto de este diálogo no era simplemente repetir los conocimientos eruditos de religiones comparadas del siglo XIX y comienzos del XX, que a partir de alturas dominadas por el punto de vista liberal racionalista, había juzgado a las religiones con la seguridad en sí misma propia de la razón ilustrada. Actualmente existe amplio consenso en el sentido de que semejante punto de vista es una imposibilidad, y que para comprender la religión es necesario experimentarla desde adentro, y por cierto únicamente esa experiencia, inevitablemente particular y ligada a un punto de partida histórico claro, puede mostrar el camino hacia la mutua comprensión y por consiguiente hacia una profundización y purificación de la religión.

2. La unidad en la diversidad

Este desarrollo nos ha hecho ser cautos en materia de juicios definitivos. Sin embargo, nos seguimos preguntando con urgencia si existe unidad en toda esta diversidad. Hoy debatimos sobre el ecumenismo interreligioso teniendo como telón de fondo un mundo que junto con estar en progresivo acercamiento, convirtiéndose cada vez más en un teatro único de la historia, se ve agitado por las guerras, despedazado por tensiones crecientes entre ricos y pobres y radicalmente amenazado por el uso indebido del poder tecnológico del hombre en el planeta. Esta triple amenaza ha dado origen a un nuevo canon de valores éticos, y podríamos resumir en tres palabras la principal tarea moral de la humanidad en este período de la historia: paz, justicia e integridad de la creación. Aun cuando no son idénticas, la religión y la moralidad están inseparablemente vinculadas. Por consiguiente, evidentemente, en una época en que la humanidad ha adquirido la capacidad de destruirse tanto a sí misma como al planeta en que vive, las religiones tienen una responsabilidad común dirigida a superar esta tentación. El nuevo canon de valores sirve de piedra de toque, especialmente de las religiones. Hay una tendencia creciente a considerar que dicho canon define la tarea común de las mismas y por tanto constituye la fórmula para unirlas. Hans Küng habló por muchos al lanzar el eslogan "No puede haber paz en el mundo sin paz entre las religiones", declarando así que la paz religiosa, es decir, el ecumenismo interreligioso, constituye el deber obligado de todas las comunidades religiosas [6].

Con todo, la pregunta que surge ahora es la siguiente: ¿cómo se puede hacer esto? Dada la diversidad de religiones y los antagonismos entre quienes suelen encolerizarse, incluso en nuestros días, ¿cómo podemos encontrarnos unos con otros? ¿Qué tipo de unidad, si la hay, puede existir? ¿Qué norma podemos emplear, al menos para buscar esta unidad? Siendo tan difícil distinguir patrones en medio de la desconcertante variedad de religiones, podemos hacer una primera distinción entre religiones tribales y universales. Ciertamente, las religiones tribales tienen ciertos patrones básicos en común, que a su vez convergen en diversas formas con las tendencias principales de las religiones universales. Existe por consiguiente un perpetuo intercambio entre los dos tipos de religiones. Aun cuando en este momento no podemos explicarlo detalladamente, este intercambio efectivamente justifica que planteemos en primer lugar el problema del ecumenismo interreligioso en términos de las religiones universales. Si nos atenemos a la investigación más reciente, podemos distinguir dos tipos básicos principales en las religiones universales propiamente tales. J. A. Cuttat ha propuesto los términos "interioridad y trascendencia" para describir estos dos tipos [7]. Haciendo un contraste entre su centro concreto y su acto religioso central, yo las llamaría, de manera algo simplista, ciertamente, religiones místicas y teístas, respectivamente. Si este diagnóstico es correcto, en ese caso el ecumenismo interreligioso puede adoptar una de dos estrategias: procurar asimilar el tipo teísta dentro del místico, lo cual implica considerar a este último como una categoría más amplia, lo suficientemente amplia como para acomodar el modelo teísta, o seguir el curso opuesto. Con todo, en el escenario actual ha aparecido una tercera alternativa, que yo denominaría pragmática. Desde este punto de vista, las religiones deberían desistir de sus interminables disputas en torno a la verdad y percatarse de que su verdadera esencia, su verdadera meta intrínseca es la ortopraxis, una opción cuyo contexto parece ser bastante definido a la luz de los desafíos de la actualidad. En definitiva, la ortopraxis podría consistir únicamente en servir a la causa de la paz, la justicia y la integridad de la creación. Las religiones podrían conservar todas sus fórmulas, formas y ritos, pero apuntarían hacia esta praxis correcta: "Por sus frutos los conoceréis". De este modo, todas podrían conservar sus costumbres, toda disputa llegaría a ser superflua, y no obstante todas serían una en el camino requerido por el desafío del momento.

3. Grandeza y limitaciones de las religiones místicas

A continuación, me gustaría examinar muy brevemente los tres enfoques que acabamos de mencionar. En cuanto al enfoque teísta, desearía reflexionar de manera especial, como corresponde en esta ocasión, sobre la relación entre el monoteísmo judío y cristiano. Con todo, en honor a la brevedad, debo prescindir de la tercera de las grandes religiones monoteístas, el Islam. En una época en que hemos aprendido a dudar del carácter cognoscible de lo trascendente, y más aún, en que tememos que las afirmaciones de la verdad sobre la trascendencia puedan conducir a la intolerancia, pareciera que el futuro pertenece a la religión mística. Sólo ésta parece tomar en serio la prohibición de imágenes, mientras Panikkar, por ejemplo, considera la insistencia de Israel en un Dios personal, al cual conoce por su nombre, en último término como una forma de iconolatría, a pesar de la ausencia de imágenes de Dios [8]. En contraste, la religión mística no afirma en absoluto conocer lo divino; la religión ya no se define en términos de contenido positivo, ni por tanto en términos de instituciones sagradas. La religión se reduce enteramente a la experiencia mística, con lo cual también se descarta cualquier choque a priori con la razón científica. El New Age es la proclamación, por decirlo así, de la era de la religión mística. La racionalidad de este tipo de religión depende de su suspensión de afirmaciones epistemológicas. En otras palabras, dicha religión es esencialmente tolerante, aun cuando proporciona al hombre la liberación de las limitaciones de su ser que el mismo necesita para poder vivir y resistir su finitud.

Si éste fuese el enfoque correcto, el ecumenismo habría adoptado la forma de un acuerdo universal consistente en reducir las proposiciones positivas (es decir, proposiciones que apuntan a afirmaciones sobre la verdad substantiva) y las estructuras sagradas a mera funcionalidad. Esta reducción no implicaría, con todo, el mero abandono de las formas hasta ahora existentes de teísmo. Pareciera existir más bien un consenso cada vez mayor en el sentido de que ambas formas de visualizar lo divino pueden considerarse compatibles y en definitiva sinónimos. Desde este punto de vista, es fundamentalmente irrelevante si concebimos lo divino como personal o no personal. El Dios que habla y las profundidades silenciosas del ser son en último término -se dice- sólo dos maneras distintas de concebir la inefable realidad que se encuentra más allá de todos los conceptos. El imperativo central de Israel -"Escucha, oh, Israel, el Señor, tu Dios, es el único Dios"-, cuya sustancia es todavía constitutiva también de la cristiandad y el Islam, pierde sus contornos. Desde este punto de vista, no tiene importancia en definitiva la distinción entre someterse al Dios que habla o sumirse en las profundidades silenciosas del ser. La adoración exigida por el Dios de Israel y el vaciamiento de la conciencia en una aceptación olvidada de sí misma de la disolución en la infinitud pueden estimarse básicamente como variantes de una y la misma actitud frente a lo infinito.

Al parecer, entonces, hemos encontrado la solución más satisfactoria para nuestro problema. Por una parte, las religiones pueden seguir existiendo en su forma actual; por otra, reconocen la relatividad de todas las formas externas. Se percatan de que comparten tanto una búsqueda común de la profundidad del ser como el medio para alcanzarla: una interioridad en la cual el hombre se trasciende a sí mismo para tomar contacto con lo inefable, de donde regresa a la vida cotidiana consolado y fortalecido.

Indudablemente, ciertos rasgos de este enfoque pueden contribuir a dar profundidad a las religiones teístas. Después de todo, el misticismo y su teología nunca han estado totalmente al margen del enfoque teísta [9]. Las religiones teístas siempre han enseñado que en definitiva todo cuanto decimos sobre lo inefable es apenas una reflexión alejada de ello y que siempre es más diferente que parecido a aquello que podemos imaginar y concebir [10]. En este sentido, la adoración siempre está vinculada con la interioridad y la interioridad con la autotrascendencia.

No obstante, no puede haber identificación de ambos enfoques ni pueden reducirse finalmente a la forma mística, ya que semejante reducción implica que el mundo de los sentidos se margina de nuestra relación con lo divino. Por consiguiente, resulta imposible hablar de creación. Si el cosmos ya no se concibe como creación, nada tiene que ver con Dios. Lo mismo es necesariamente verdadero en cuanto a la historia. Dios ya no interviene en el mundo, que en sentido estricto pasa a ser sin Dios, vacío de Dios. La religión pierde su poder de constituir una comunión de mente y voluntad, convirtiéndose en cambio en un asunto de terapia individual, por así decir. La salvación está fuera del mundo y no obtenemos guía alguna para nuestra acción en el mismo más allá del grado de fortaleza que podamos adquirir por retirarnos con cierta frecuencia dentro de la dimensión espiritual. Con todo, esta dimensión como tal carece de un mensaje definible para nosotros. Por lo tanto, quedamos abandonados a nuestros propios recursos cuando nos comprometemos con la actividad del mundo.

De hecho, los esfuerzos contemporáneos por revisar la ética asumen fácilmente una concepción en cierto modo de esta naturaleza, y también la teología moral ha comenzado a avenirse con esta presuposición. Sin embargo, esto redunda en que la ética viene a ser algo construido por nosotros. El ethos pierde su carácter obligatorio y obedece, con mayor o menor renuencia, a nuestros intereses. Tal vez este punto muestra con mayor claridad que el modelo teísta, si bien tiene más en común con lo místico de lo que uno podría suponer inicialmente, con todo no puede reducirse a ello, ya que el reconocimiento de la voluntad de Dios constituye un componente esencial de la fe en el Dios único. La adoración a Dios no es puramente una absorción, sino que nos restituye nuestra propia identidad personal. En medio de la vida diaria, establece en nosotros una exigencia, requiriendo de todos los poderes de nuestra inteligencia, nuestra sensibilidad y nuestra voluntad. La fe en Dios no puede salir adelante sin la verdad, que debe tener un contenido especificable.

4. El modelo pragmático

¿No ocurre entonces que el modelo pragmático recién mencionado por nosotros es una solución que se eleva a la altura tanto de los desafíos del mundo moderno como de las realidades de la religiones? No se requiere mucha argucia para advertir la falsedad de esta inferencia. Ciertamente, el compromiso con la paz, la justicia y la integridad de la creación es de máxima importancia, y no cabe duda alguna de que la religión debería ofrecer un mayor estímulo para este compromiso. Sin embargo, las religiones no poseen un conocimiento a priori de aquello que sirve aquí y ahora para la paz; de cómo construir la justicia social dentro de los estados y entre ellos; de cómo preservar de mejor manera la integridad de la creación y cultivarla responsablemente en nombre del Creador. Estos asuntos deben resolverse detalladamente mediante la razón, proceso que siempre incluye el libre debate entre diversas opiniones y el respeto a los distintos enfoques. Cada vez que un moralismo motivado religiosamente esquiva este pluralismo a menudo irreducible, declarando que una forma es la única correcta, entonces la religión se desvía hacia una dictadura ideológica, cuya pasión totalitaria no construye la paz, sino que la destruye. El hombre convierte a Dios en sirviente de sus propias metas, degradando así tanto a Dios como a sí mismo. J. A. Cuttat tenía estas palabras muy sabias que decir sobre esto hace ya cuarenta años: "Una cosa es esforzarse por hacer mejor y más feliz la humanidad uniendo las religiones; otra es implorar con los corazones ardientes por la unión de todos los hombres en el amor a un mismo Dios. Y lo primero es quizás la tentación más sutil ideada por el demonio para llevar lo segundo a la ruina" [11]. Demás está decir que el negarse a transformar la religión en moralismo político no invalida el hecho de que la educación por la paz, la justicia y la integridad de la creación es una de las tareas esenciales de la fe cristiana y todas las religiones, o que la máxima "por sus frutos los conoceréis" puede aplicarse debidamente al cumplimiento de dicha tarea.

5. Judaísmo y cristiandad

Volvamos al enfoque teísta y sus perspectivas en el "concilio de las religiones". Como sabemos, el teísmo aparece históricamente en tres formas principales: el judaísmo, la cristiandad y el Islam. Debemos explorar por consiguiente la posibilidad de conciliar los tres grandes monoteísmos antes de intentar llevarlos a un diálogo con el enfoque místico. Como ya he señalado, me limitaré aquí a la primera separación dentro del mundo monoteísta, la división entre el judaísmo y la cristiandad. Abordar esta división es también fundamental para la relación de ambas religiones con el Islam. Está demás decir que sólo puedo tratar de hacer un esbozo muy modesto en relación con este tema de vasto alcance. Me gustaría proponer dos ideas.

El observador común probablemente consideraría obvia la siguiente enunciación: la Biblia hebrea, el "Antiguo Testamento" une a judíos y cristianos, mientras la fe en Jesucristo como Hijo de Dios y Redentor los divide. No es difícil ver, con todo, que este tipo de distinción entre lo que une y lo que divide es superficial. Así, el hecho primordial es que a través de Cristo la Biblia de Israel llegó a los no judíos y se convirtió en su Biblia. No hay retórica teológica vacía cuando la Epístola a los Efesios dice que Cristo ha roto el muro entre los judíos y las demás religiones del mundo convirtiéndolas en una sola. Es más bien un dato empírico, aun cuando lo empírico no capte todo el contenido de la afirmación teológica. Ciertamente, en el encuentro con Jesús de Nazaret, el Dios de Israel se convirtió en el Dios de los Gentiles. De hecho, a través de él se ha cumplido la promesa de que las naciones rezarían al Dios de Israel como el Dios único, de que la "montaña del Señor" se elevaría por encima de todas las demás montañas. Aun cuando Israel no pueda unirse a los cristianos en ver a Jesús como el Hijo de Dios, no es del todo imposible para Israel reconocerlo como el servidor de Dios que trae la luz de su Dios a las naciones. Lo contrario también es verdad: aun cuando los cristianos desean que algún día Israel pueda reconocer a Cristo como el Hijo de Dios y con eso pueda cerrarse la fisura que todavía los divide, deben reconocer el decreto de Dios, que obviamente encomendó a Israel una misión distintiva en la "época de los Gentiles". Los Padres definen esta misión de la siguiente manera: los judíos deben seguir siendo los primeros propietarios de la Sagrada Escritura con respecto a nosotros para así establecer un testimonio ante el mundo.

¿Pero cuál es el tenor de este testimonio? Esto nos lleva a la segunda línea de reflexión que me gustaría proponer. Me parece que podríamos decir que dos cosas son esenciales para la fe de Israel. La primera es la Tora, el compromiso con la voluntad de Dios y por tanto el establecimiento de su dominio, su reino, en este mundo. La segunda es la perspectiva de esperanza, la expectativa del Mesías: la expectativa, ciertamente, la certeza de que Dios mismo entrará en esta historia y creará la justicia, a la cual nosotros sólo podemos aproximarnos de manera muy imperfecta. Así, las tres dimensiones del tiempo se conectan: la obediencia a la voluntad de Dios está vinculada con una palabra ya dicha que ahora existe en la historia y en cada nuevo momento debe volver a hacerse presente en la obediencia. Esta obediencia, que hace presente parte de la justicia de Dios en el tiempo, está orientada hacia un futuro en el cual Dios agrupará los fragmentos del tiempo y los acomodará como un todo dentro de su justicia.

La cristiandad no descarta esta configuración básica. La trinidad de fe, esperanza y amor corresponde en cierto sentido con las tres dimensiones del tiempo: la obediencia de la fe toma la palabra proveniente de la eternidad y dicha en la historia y la transforma en amor, en presencia, y de este modo abre la puerta a la esperanza. Es característico de la fe cristiana el hecho de que las tres dimensiones están contenidas y sostenidas en la figura de Cristo, quien además las introduce en la eternidad. En él, el tiempo y la eternidad existen juntos, y se establece un puente en el abismo infinito entre Dios y el hombre, por cuanto Cristo es aquel que vino a nosotros sin dejar por eso de estar con el Padre: está presente en la comunidad creyente, y con todo al mismo tiempo sigue siendo aquel que está viniendo. La Iglesia también espera al Mesías, ya lo conoce, pero él todavía tiene que revelar su gloria. La obediencia y la promesa pertenecen también conjuntamente a la fe cristiana. Para los cristianos, Cristo es el Sinaí presente, la Tora viviente que despliega sus obligaciones ante nosotros, que ciegamente nos ordena, pero al hacerlo nos lleva al amplio espacio del amor y sus inagotables posibilidades. De este modo Cristo garantiza la esperanza en el Dios que no permite a la historia hundirse en un pasado carente de significado, sino más bien lo sostiene y lo lleva a su meta. Asimismo se desprende de esto que la figura de Cristo simultáneamente une y divide a Israel y la Iglesia: no está dentro de nuestras facultades superar esta división, pero nos mantiene unidos en el camino hacia lo que está viniendo, y por este motivo no debe convertirse en una enemistad.

6. La fe cristiana y las religiones místicas

Llegamos así a la interrogante que hasta ahora hemos postergado. Es una pregunta vinculada de manera sumamente concreta con el lugar de la cristiandad en el diálogo de las religiones: ¿es la religión teísta, dogmática y jerárquicamente organizada necesariamente intolerante? ¿Hace al creyente la fe en una verdad formulada dogmáticamente incapaz de dialogar? ¿Es la renuncia a la verdad una condición necesaria de la capacidad para la paz?

Me gustaría tratar de responder esta pregunta en dos pasos. Ante todo, debemos recordar que la fe cristiana incluye una dimensión mística. El nuevo encuentro con las religiones asiáticas será significativo para los cristianos precisamente en la medida en que les recuerde este aspecto de su fe y suavice cualquier endurecimiento unilateral del carácter positivo de la cristiandad. Aquí debemos enfrentar una objeción: ¿no son la doctrina de la Trinidad y la fe en la Encarnación tan radicalmente positivas que ponen literalmente a Dios a nuestro alcance, ciertamente, nuestro alcance conceptual? ¿No queda el misterio de Dios atrapado en formas fijas y en una figura históricamente susceptible de ubicar en una fecha?

En este punto nos convendría recordar la controversia entre Gregorio de Nisa y Eunomio. Eunomio, de hecho, afirmó que debido a la revelación Dios podía captarse enteramente en conceptos. En contraste, Gregorio interpreta la teología trinitaria y la cristología como teología mística, como una invitación a un camino infinito hacia el Dios siempre infinitamente más grande [12]. En realidad, la teología trinitaria es apofática, ya que anula el concepto simple de persona derivado de la experiencia humana, y junto con afirmar el divino Logos, al mismo tiempo preserva el silencio mayor del cual proviene el Logos y al cual éste nos refiere. Podrían mostrarse cosas análogas en cuanto a la Encarnación. Sí, Dios se vuelve enteramente concreto, se convierte en algo que podemos captar en la historia. Se vuelve corporal para los hombres. Con todo, este mismo Dios que se ha vuelto tangible es totalmente misterioso. Su humillación elegida por él mismo, su "kenosis" es una nueva forma, por así decir, de la nube de misterio en la cual se oculta y al mismo tiempo se muestra [13]. Porque ¿qué paradoja podría ser más grande que el hecho mismo de que Dios sea vulnerable y se le pueda dar muerte? La Palabra que es siempre el Cristo encarnado y crucificado trasciende inconmensurablemente todas las palabras humanas. Por consiguiente, la kenosis de Dios es en sí misma el lugar donde las religiones pueden entrar en contacto sin afirmaciones arrogantes de dominación. El Sócrates platónico subraya la conexión entre verdad y vulnerabilidad, verdad y pobreza, especialmente en la Apología y el Critón. Sócrates es creíble porque al tomar la parte "del dios" no obtiene rango ni posesión, sino, por el contrario, es arrojado a la pobreza y finalmente al rol del acusado [14]. La pobreza es la forma verdaderamente divina en que aparece la verdad: en su pobreza puede exigir obediencia sin enajenación.

7. Tesis finales

Queda una pregunta final: ¿qué significa todo esto concretamente? ¿Qué aporte al diálogo interreligioso se puede esperar de semejante concepción de la cristiandad? ¿Nos lleva el modelo teísta y de la encarnación en alguna medida más allá que el místico y el pragmático? Ahora, permítanme partir diciendo francamente que quienquiera apueste que el diálogo interreligioso redundará en la unificación de las religiones está encaminado a la decepción. Semejante unificación es difícilmente posible en nuestra época histórica y tal vez ni siquiera sea deseable. ¿Qué podemos entonces esperar? Me gustaría señalar tres puntos:

1. Las religiones pueden encontrarse entre sí únicamente ahondando más profundamente en la verdad y no renunciando a la misma. El escepticismo no une, ni tampoco lo hace el pragmatismo puro. Ambos son simplemente una apertura para las ideologías, que luego se introducen con mayor seguridad en sí mismas. La renuncia a la verdad y la convicción no eleva al hombre; si lo expone en cambio al cálculo de utilidad y al despojo de su grandeza. Lo que se requiere, sin embargo, es reverencia ante la creencia del otro, junto con la buena voluntad para buscar la verdad en lo que me parece ajeno, una verdad que me incumbe y puede corregirme y guiarme hacia adelante. Lo que se requiere es la buena voluntad para mirar detrás de lo que parece extraño con el fin de encontrar la realidad más profunda que oculta. También debo estar dispuesto a permitir que mi estrecha comprensión de la verdad sea descubierta abiertamente, a aprender más sobre mis propias creencias al comprender al otro, y de este modo dejarme conducir hacia adelante en el camino a Dios, que es más grande, con la certeza de que nunca poseo enteramente la verdad sobre Dios y siempre soy un aprendiz ante la misma, un peregrino cuyo camino hacia ella nunca se encuentra en un final.

2. Aun cuando siempre debemos buscar lo positivo en el otro, la unión implica que el otro debe ayudarme a encontrar la verdad, y no podemos ni debemos hacer caso omiso de la crítica. La religión contiene, por así decir, la perla preciosa de la verdad, pero también está ocultándola permanentemente, corriendo siempre el riesgo de no comprender su propia esencia. La religión puede enfermar y convertirse en un fenómeno destructivo. Puede y debe guiar la verdad, pero también puede despojar al hombre de la misma. La crítica de la religión del Antiguo Testamento de ninguna manera ha llegado a ser superflua en nuestros días. Puede ser relativamente fácil para nosotros criticar la religión de los demás; pero también debemos estar dispuestos a aceptar la crítica dirigida a nosotros, a nuestra propia religión. Karl Barth distinguió entre religión y fe en la cristiandad. Se equivocó al querer separarlas enteramente, considerando únicamente la fe como positiva y la religión como negativa. La fe sin religión es irreal. La religión es parte de la fe, y por su propia naturaleza la cristiandad debe vivir como una religión. Con todo, Barth tenía razón en el sentido que la religión de los cristianos puede enfermar y convertirse en superstición. En otras palabras, visualizó correctamente que la religión concreta en la cual los cristianos viven su fe debe ser incesantemente purificada por la fe. Ésta es una verdad que se muestra a sí misma en la fe y al mismo tiempo revela nuevamente su misterio y su infinitud en el diálogo.

3. ¿Significa esto que la actividad misionera debe cesar y ser sustituida por un diálogo en el cual no hablemos de la verdad, sino que nos ayudemos unos a otros a ser mejores cristianos, judíos, musulmanes, hindúes y budistas? Mi respuesta es no, porque ésta sería una forma más de total falta de creencia. Con el pretexto de estimular lo mejor en el otro, dejaríamos de tomarnos en serio tanto a nosotros mismos como al otro, y terminaríamos renunciando a la verdad. La respuesta -creo- es que la misión y el diálogo ya no deben ser antítesis, sino penetrar cada uno en el otro [15]. El diálogo no es conversación al azar, sino algo dirigido a la persuasión, a descubrir la verdad. De lo contrario es inútil. A la inversa, los futuros misioneros no pueden seguir presuponiendo que les corresponde decir a quienes hasta ahora han carecido de todo conocimiento de Dios en qué deben creer. Esta situación puede efectivamente ocurrir y tal vez sucederá con frecuencia cada vez mayor en un mundo que está volviéndose ateo en muchos lugares; pero en las religiones encontramos personas que han escuchado hablar de Dios en su religión y procuran vivir en relación con él. Por consiguiente, la prédica debe convertirse en un hecho dialogístico. No estamos diciendo algo totalmente desconocido para el otro, sino descubriendo la profundidad oculta de aquello con lo cual él ya está en contacto en su propia creencia. Y a la inversa, el predicador no es puramente un dador, sino también un receptor. En este sentido, lo expresado por Nicolás de Cusa como un deseo y una esperanza en su visión del concilio celestial debería ocurrir en el diálogo interreligioso. Debería llegar a ser cada vez más un escuchar el Logos, que nos muestra la unidad en medio de nuestras divisiones y contradicciones.

Traducido de Communio: International Catholic Review 25 (Spring 1998).

Notas:

[*] Nota del autor: “Este texto fue elaborado para una sesión de la Académie des sciences morales et politiques (París). El rabino Sztejnberg, que había sugerido el tema, lo abordó desde la perspectiva judía. Es en función de esta circunstancia que se ha de comprender la gran amplitud de la temática abordada, los puntos específicos que se acentúan, bien como los propios límites del presente trabajo”. 
[**] Nota del editor: Sobre este mismo tema es recomendable la lectura del libro –que incluye como capítulo IV el presente texto- L’Unique Alliance de Dieu et le pluralisme des religions. Editions Parole et Silence, Les Plans sur Bex, 1999.
[1] H.U. von Balthasar, Glabhaft ist nur Liebe (Einsiedeln, 1963), 10.
[2] R. Haubst, “Nikolaus v. Kues“ in: LthK2 VIII, col 988-991, cita en col. 990.
[3] De pace fidei 7, 11, 16, 20, 62 (Op. Omnia VII. Hamburg, 1959), citado en Balthasar, Glaubhaft ist nur Liebe, 10f.
[4] Cf. R. Rouse/St. Ch Neill, Geschichte der ökumenischen bewegung 1517-1948, vol. 2 (Göttingen, 1957), 58; H.J. Urban, H. Wagner, eds., Handbuch der Ökumenik, vol 2 (Paderborn, 1986).
[5] Cf. K. Reiser, Ökumene im Übergang: Paradigmenwechsel in der ökumenischen Bewegung? (Munich, 1989).
[6] Sobre los problemas con el “ethos planetario” al cual Küng alude en este contexto, ver R. Spaemann, “Weltethos als Projekt”, en Merkur. Deutsche Zeitschrift für europäisches Denken (570/571), 893-904.
[7] J.A. Cuttat, “Expérience chretienne et spiritualité orientale”, en La mystique et les mystiques (París, 1965); id., Begegnung der Religionen (Einsiedeln, 1965); ver, sobre la totalidad del tema del diálogo interreligioso, H. Bürkle, Der Mensch auf der Suche nach Gott – die Frage der Religionen, Amateca III (Paderborn, 1996). También es útil O. Lacombe, L’elan spirituel de l’hindouisme (París, 1986).
[8] R. Panikkar, La Trinidad y la experiencia religiosa (Barcelona, 1986).
[9] Cf. L. Bouyer, Mysterion: Du mystère à la mystique (París, 1986).
[10] Es así como lo expresa el cuarto Concilio Lateranense (1217): “quia inter creatorem et creaturam non potest similitudo notari, qui inter eos maior sit dissimilitudo notanda” (por cuanto es imposible reconocer puramente similitud entre el Creador y la criatura sin tener que reconocer una disimilitud aún mayor entre ellos) (DS 806).
[11] J.A. Cuttat, Begegnung der Religionen, 84.
[12] Ver más recientemente F. Dunzi, Braut und Bräutigam: Die Auslegung des Canticum durch Gregor von Nyssa (Tübingen, 1993); L.Bouyer, Mysterion, 225 ss.; es todavía importante hoy día Présence et pensée: Essai sur la Philosophie Religieuse de Grégoire de Nysse, de H.U. von Balthasar (París, 1942).
[13] Cf. B. Stubenrauch,: Dialogisches Dogma: Der christleiche Auftrag zur interreligiösen Begegnung (Freiburg, 1995), especialmente 84-96.
[14] Cf., por ejemplo, Apología 31c: Y por cierto creo poder dar suficiente testimonio del hecho que digo la verdad, y ese testimonio es mi pobreza.
[15] Para una adecuada comprensión de la misión, es importante H. Bürkle, Missionstheologie (Stuttgart, 1979); P. Beyerhaus, Er sandte sein Wort. Theologie der christichen Mission, I: Die Bibel in der Mission (Wuppertal, 1996). Hay importantes observaciones en R. Spaemann, “Ist eine nicht-missionarische Praxis universalistischer Religionen möglich?“, en Theorie und Praxis. Festschrift N. Lobkowicz zum 65. Geburstag (Berlín, 1996), 41-48.

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En el marco del encuentro “Democracia y paz: retos, iniciativas y propuestas desde Perú, Chile y Colombia”, el catedrático italiano reflexiona sobre algunos de los desafíos que existen hoy para la democracia y la paz, abordando el fenómeno de la rehabilitación de la guerra como herramienta de resolución de conflictos, el desmoronamiento de los vínculos colectivos y las nuevas imbricaciones entre populismo y fundamentalismo religioso.
Ni la toma de la ciudad de Mosul el 10 de junio de 2014, ni la posterior proclamación del califato pocos días después, el 29 del mismo mes, hicieron prever lo que todavía restaba por ocurrir el 6 de agosto. El horror de lo vivido marcó la historia de una de las comunidades cristianas más antiguas del mundo, que poco a poco regresa a Qaraqosh.
Hace quince años, el Papa Benedicto XVI publicó una de las encíclicas sociales más importantes de la historia de la Doctrina Social de la Iglesia. Para quienes dirigen empresas, la trascendencia de Caritas in veritate ha sido enorme. Así lo constata el presidente de USEC, Unión Social de Empresarios Cristianos, Chile, quien expone en este ensayo las ideas económicas y empresariales ahí presentes.
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