El Catecismo ofrece una visión orgánica de la totalidad de la fe que es hermosa.
Quien busque en el Catecismo un nuevo sistema teológico o nuevas hipótesis sorprendentes, quedará frustrado. Tal tipo de actualidad no ha sido preocupación del Catecismo. Éste ofrece, en cambio, sacándola de la Escritura y de la riqueza conjunta de la tradición en sus múltiples formas, así como inspirándose en el Concilio Vaticano II, una visión orgánica de la totalidad de la fe católica, que es hermosa precisamente como totalidad, con una belleza en la que refulge el esplendor de la verdad.
El Catecismo de la Iglesia católica, que el Papa Juan Pablo II entregó a la cristiandad el 22 de octubre de 1992 con la Constitución Apostólica Fidei De-positum («Depósito de la fe»), salía al encuentro, por un lado, de un anhelo, que estaba vivo en todas las partes de la Iglesia; pero, por otro, se topó con un muro de escepticismo, más aún, de rechazo en sectores del mundo intelectual católico occidental. Después del giro epocal del Concilio Vaticano II, los instrumentos catequísticos utilizados hasta entonces parecían insuficientes y ya no a la altura de la conciencia de fe, como se había expresado en el Concilio.
Así tuvo lugar el inicio de una múltiple experimentación, análogamente a lo que entonces sucedía en la liturgia. A pesar de todas las cosas valiosas que se podían encontrar en las diversas publicaciones, faltaba, sin embargo, una visión de conjunto. Parecía que había llegado a ser problemático comprender qué cosas eran todavía válidas después del gran giro conciliar. Por esto, pastores y fieles esperaban un nuevo texto de referencia según el cual fuera posible orientar la catequesis y en el cual volviera a ser visible la síntesis de la doctrina católica según las líneas trazadas por el Concilio. Una parte de los teólogos y de los especialistas de la catequesis era contraria a ello por el deseo comprensible del intelectual de poder experimentar lo más posible en un espacio libre. La certeza de fe parecía en contraste con la libertad y la apertura. De la reflexión que está siempre en progreso. Sin embargo, la fe no es ante todo un material de experimentos intelectuales, sino el fundamento sólido –la hipóstasis, dice la Carta a los Hebreos (11.1)–, sobre el cual podamos vivir y morir. Y como la ciencia no se ve impedida por las certezas alcanzadas, más aún, las certezas alcanzadas son la condición de su progreso, así también las certezas que nos da la fe abren horizontes siempre nuevos, mientras el dar vueltas continuamente sobre sí misma de la reflexión experimental termina por causar aburrimiento.
En esta situación hubo, por una parte, un gran agradecimiento por el Catecismo, en cuya preparación habían colaborado todos los componentes de la Iglesia, obispos, sacerdotes y laicos; por la otra, también un rechazo hostil, que encon-traba siempre nuevos motivos. Fueron criticadas las supuestas modalidades centralísticas de la preparación, lo cual simplemente con toda evidencia va contra la verdad histórica. El contenido mismo fue etiquetado como estático, dogmático y «preconciliar». El Catecismo, se decía, no habría tenido concien-cia del desarrollo teológico, en particular exegético del último siglo; no sería ecuménico; no sería dialógico, sino apodíctico-afirmativo. Por eso no se podría hablar de una actualidad doctrinal –no entonces, hace diez años, y naturalmente mucho menos hoy–.
Valores y límites de un Catecismo
¿Qué pensar de tales opiniones? Para colocarlas en su luz adecuada y entablar un diálogo con sus exponentes –en la medida en que ellos estén dispuestos a hacerlo–, ante todo se debe reflexionar sobre la naturaleza de un catecismo y sobre su género literario específico. El catecismo no es un libro de teología, sino un texto de la fe, o sea, de la doctrina de la fe. Esta diferencia fundamental con frecuencia no siempre se tiene suficientemente en cuenta en la conciencia teológica actual. La teología no inventa en un itinerario de reflexión intelectual lo que puede creer o no creer; en tal caso la fe cristiana sería totalmente producto de nuestro pensamiento y no sería algo diverso de la filosofía de la religión. La teología, si tiene una precisa visión de sí, es más bien el esfuerzo por comprender el don de una verdad que la precede. El Catecismo cita a este propósito la conocida frase de San Agustín, en la cual se sintetiza clásicamente la esencia del compromiso teológico: «Creo para comprender y comprendo para mejor creer» (158; Sermo 43, 7,9).
Pertenece constitutivamente a la teología la relación entre el dato que nos es ofrecido por Dios en la fe de la Iglesia, y nuestro esfuerzo por apropiarnos de este dato en la comprensión racional. El objetivo del Catecismo es precisamente presentar este dato que nos precede, la formulación doctrinal de la fe que se ha desarrollado en la Iglesia; es un anuncio de la fe y no una teología, aunque naturalmente forma parte de una presentación adecuada de la doctrina de fe de la Iglesia, una reflexión que busca comprender y, en este sentido, la fe se abre a la comprensión y a la teología. Asimismo no queda eliminada la diferencia entre anuncio, o sea, testimonio, por una parte, y reflexión teológica, por la otra.
Así podemos ahora esbozar también el género literario del Catecismo, que de-riva de su cometido. Su forma literaria fundamentalmente no es la discusión, la «quaestio disputata», como expresión clásica del trabajo teológico. Su forma literaria es más bien el testimonio, el anuncio que nace de la certeza interna de la fe. También aquí hay que precisar algunos puntos: también el testimonio se dirige al otro y, por tanto, hace referencia a su horizonte de comprensión; también el testimonio lleva en sí la referencia inteligente de la palabra acogida, pero sigue siendo no obstante diversa del lenguaje de la razón que busca en modo científico. En el caso del Catecismo de la Iglesia Católica, hay que añadir todavía un factor más: los destinatarios de este libro, del cual depende toda forma ulterior de mediación, son muchos y variados. El Papa menciona en el punto cuarto de la citada Constitución Apostólica la lista de los destinatarios, a quienes está dedicado el libro: los pastores y los fieles, entre los cuales se entienden en particular los miembros de la Iglesia empeñados en la catequesis; luego, «todos los fieles», por lo mismo también el ámbito ecuménico, y finalmente –así dice el Papa– este libro «es ofrecido a todo hombre que nos pida razón de la esperanza que hay en nosotros (1P 3, 15) y que quiera conocer lo que cree la Iglesia Católica».
Si se tiene presente que de este modo se dirige no sólo a niveles muy diversos de preparación, sino a todos los continentes y a situaciones culturales muy diferentes, es evidente que este libro no puede constituir la última etapa de un camino de mediaciones, sino que ha de contar con ulteriores mediaciones más próximas a las diversas situaciones. Si llegara a ser más directamente «dialógico» para un determinado ambiente –por ejemplo, para intelectuales occidentales– y adoptase su estilo, lo único que lograría sería llegar a ser más inaccesible para todos los demás. Por esto, su estilo debía por así decir colocarse muy por encima de contextos culturales concretos y tratar de dirigirse a los hombres como tales, dejando, sin embargo, las posteriores mediaciones culturales a las iglesias locales respectivas. El hecho de que el Catecismo haya sido acogido positivamente en regiones y ambientes sociales del todo diversos, muestra que el esfuerzo por hacerse comprender por encima de las diversidades de preparación yde cultura ha sido un logro sorprendentemente bueno. En efecto, si esto no fuera posible, la unidad de la Iglesia, la unidad de la fe, la unidad de la humanidad sería una ficción. Pero, ¿qué decir –prescindiendo de estos problemas formales– de la actualidad doctrinal de los contenidos del Catecismo? Si se quisiera responder en modo apropiado, se deberían recorrer uno después de otro cada uno de los párrafos, desde el inicio hasta el fin. Entonces se haría una gran cantidad de descubrimientos preciosos y se podría ver cuán profundamente el catecismo ha sido plasmado por las intuiciones del Concilio Vaticano II, cuánto aquél ofrezca, precisamente por su sobriedad teológico-especialística, para nuevos puntos de reflexión incluso en el trabajo teológico. Sería instructivo un examen transversal de temas diversos como, por ejemplo, el ecumenismo, la relación Israel-Igle-sia, la relación entre fe y otras religiones, fe y creación, símbolos y signos, etc. Ahora no es posible examinar todo esto. Quisiera limitarme a algunos aspectos ejemplares, que han tenido particular relieve en el debate público.
El uso de la Escritura en el Catecismo
Fueron particularmente duros los ataques al uso que el catecismo hace de la Es-critura. Dicho uso, como ya se ha dicho, no habría tenido conciencia del trabajo exegético de todo un siglo; así por ejemplo, sería tan ingenuo hasta el punto de citar pasajes del Evangelio de Juan para delinear la figura histórica de Jesús; se inspiraría en una fe literalista que se podría ya calificar como fundamentalista, etc. A este propósito y en referencia a la tarea específica del Catecismo ya indicada, se debería reflexionar muy cuidadosamente sobre el modo en que este libro debe hacer uso de la exégesis histórico-crítica. En relación a una obra que ha de presentar la fe –no hipótesis–, y que por un tiempo más bien largo ha de ser «punto de referencia segura y auténtica para la enseñanza de la doctrina católica» (así se expresa el Papa en la Constitución Apostólica, n. 4), se debería tener presente cuán rápidamente cambian las hipótesis exegéticas y cuán grande es en la realidad la disensión sobre muchas tesis incluso entre autores contemporáneos. El Catecismo, por tanto, ha dedicado uno de sus artículos –en los números 101-104 del libro– expresamente a una reflexión específica sobre el uso recto de la Escritura en el testimonio de la fe. Esta sección ha sido valorada por exégetas importantes como una síntesis metodológica muy lograda, que afronta la cuestión de la naturaleza no sólo histórica, sino propiamente teológica de la interpretación de la Escritura.
A este propósito, es necesario responder antes a la pregunta: ¿qué es propiamente la Sagrada Escritura? ¿Qué cosa hace que esta colección literaria en cierta medida heterogénea, cuyos tiempos de formación se extienden a lo largo de un milenio, sea un único libro, un único texto sagrado, que como tal es interpretado? Si se profundiza en este interrogante, emerge claramente toda la especificidad de la fe cristiana y de su concepción de la revelación. La fe cristiana tiene su especificidad ante todo en el hecho de que se refiere a eventos históricos o, mejor, a una historia coherente, que ha sucedido realmente como historia. En este sentido le es esencial la cuestión de la factualidad, de la realidad del evento y, por tanto, debe dar espacio al método histórico. Sin embargo, tales eventos históricos son significativos para la fe solamente porque es cierto que en ellos Dios mismo ha actuado de modo específico y los eventos llevan en sí algo que va más allá de su simple facticidad histórica, algo que procede de otra parte y le da un significado para todos los tiempos y para todos los hombres. Esta ‘excedencia de significado’ no debe ser separada de los hechos, no es un significado yuxtapuesto sucesivamente a ellos desde fuera, sino que está presente en el evento mismo, aunque trascendiendo, por lo demás, la pura facticidad. Precisamente en esta trascendencia inherente en el hecho mismo se encuentra la importancia de toda la historia bíblica.
Esta estructura específica de la historia bíblica se refleja en los libros bíblicos: ellos, por un lado, son expresión de la experiencia histórica de este pueblo, pero dado que la historia misma es algo más que la sola acción y pasión del pueblo, en estos libros no habla en realidad sólo el pueblo, sino aquel Dios que actúa en él y por medio de él. La figura del «autor», que es tan importante para la búsqueda histórica, está, pues, articulada en tres niveles: el autor individual, de hecho, está sostenido a su vez por el pueblo en su conjunto. Esto se revela precisamente en los constantes añadidos nuevos y en las nuevas modificaciones de los libros; aquí la crítica de las fuentes (a pesar de muchas exageraciones e hipótesis poco plausibles) nos ha regalado descubrimientos valiosos. Al final no es sólo un autor individual quien habla, sino que los textos crecen en un proceso de reflexión, de cultura, de nueva comprensión, que supera a cada autor individual. Sin embargo, precisamente en este proceso de superaciones continuas, que relativiza a todos los autores individuales, está en acto un trascendimiento más profundo: en este proceso de superaciones, de purificaciones, de crecimiento está operante el Espíritu inspirador, que en la palabra conduce los hechos y los eventos y en los eventos y en los hechos empuja nuevamente a la palabra.
Quien reflexione sobre esta realidad dramática, aquí sólo muy sumariamente aludida, del devenir de la escritura de la palabra bíblica, verá sin duda que su interpretación –incluso independientemente de interrogantes propiamente creyentes– debe ser algo extremadamente complejo. Sin embargo, quien viva en la fe de este mismo pueblo y se encuentre dentro de este proceso, al interpretar esa misma palabra bíblica deberá tener en cuenta también la última instancia, que él sabe operante en ella. Sólo entonces se puede hablar de interpretación teológica, que de hecho no elimina la histórica, sino que la amplía en una nueva dimensión.
A partir de tales presupuestos el Catecismo ha descrito la doble dimensión de una correcta exégesis bíblica, a la cual pertenecen, por una parte, los métodos típicos de la interpretación histórica; pero, por otra –si se considera esta literatura como un solo libro, más aún, un libro sagrado–, deben añadirse otras formas meto-dológicas. En los números 109 y 110 se mencionan con referencia a la Dei Verbum n. 12 las exigencias fundamentales de una exégesis histórica: prestar atención a la intención de los autores, a las condiciones de su tiempo y de su cultura, así como tener en cuenta los modos propios de su época de sentir, de hablar, de narrar en aquel tiempo (110). Pero se deben añadir además también aquellos elementos metodológicos que derivan de la comprensión de los libros como un solo libro y como el fundamento de la vida del pueblo de Dios en el Antiguo y en el Nuevo Testamento: prestar atención al contenido y a la unidad de toda la Escritura; leer la Escritura en la Tradición viva de toda la Iglesia; estar atentos a la analogía de la fe (nn. 112-114).
Querría citar al menos el hermoso texto con el cual el Catecismo presenta el signi-ficado de la unidad de la Escritura y lo ilustra con una cita de Santo Tomás: «Por muy diferentes que sean los libros que la componen, la Escritura es una en razón de la unidad del designio de Dios, del que Cristo Jesús es el centro y el corazón, abierto desde su Pascua (Cf. Lc. 24,25-27, 44-46). ‘El corazón de Cristo designa la Sagrada Escritura que hace conocer el corazón de Cristo. Este corazón estaba cerrado antes de la Pasión porque la Escritura era oscura. Pero la Escritura fue abierta después de la Pasión, porque los que en adelante tienen inteligencia de ella consideran y disciernen de qué manera deben ser interpretadas las profecías’ (Psal, 21, 11)» (n. 112).
De esta naturaleza compleja del género literario «Biblia» deriva también que no se pueda fijar el significado de cada uno de sus textos en referencia a la intención histórica del primer autor –por lo general determinado de modo hipotético–. Todos los textos se encuentran en realidad en un proceso de continuas reescrituras, en las cuales su potencial de sentido se manifiesta cada vez más y, por tanto, ningún texto pertenece simplemente a un autor histórico individual. Puesto que el texto mismo tiene un carácter procesual, no es lícito, aun a partir de su propio género literario, fijarlo en un momento histórico determinado y allí encerrarlo; en tal caso, el texto quedaría anclado en el pasado, mientras que leer la Escritura como Biblia significa precisamente que se encuentra el presente en la palabra histórica y se abre un futuro.
La doctrina del sentido múltiple de la Escritura, que ha sido desarrollada por los Padres y ha encontrado un tratamiento sistemático en la Edad Media, a partir de esta configuración particular del texto, hoy es nuevamente reconocida como científicamente adecuada. El Catecismo ilustra, por tanto, brevemente la concepción tradicional de los cuatro sentidos de la Escritura –diríamos más bien de las cuatro dimensiones del sentido del texto–. Está ante todo el así llamado sentido literal, es decir, el significado histórico-literario, que se trata de volver a proponer como expresión del momento histórico del nacimiento del texto. Está el así llamado sentido «alegórico»; desafortunadamente esta palabra desacreditada nos impide captar exactamente aquello de lo que se trata: en la palabra lejana de una determinada constelación histórica se trasluce en realidad un itinerario de la fe, que introduce este texto en el conjunto de la Biblia y más allá de aquel tiempo, lo orienta en todo tiempo a partir de Dios y hacia Dios. Está luego la dimensión moral –la palabra de Dios es siempre indicación de un camino– y, finalmente está la dimensión escatológica, la superación hacia aquello que es definitivo y el acceso al mismo; la tradición lo llama «sentido anagógico».
Esta visión dinámica de la Biblia en el contexto de la historia del pueblo de Dios, vivida y que continúa, conduce después a una ulterior adquisición muy importante sobre la esencia del cristianismo: «la fe cristiana, sin embargo, no es una ‘religión del Libro’», dice lapidariamente el Catecismo (108). Es ésta una afirmación extre-madamente importante. La fe no se refiere simplemente a un libro, que como tal sería la única y última instancia para el creyente. Al centro de la fe cristiana no se encuentra un libro, sino una persona, Jesucristo, que es él mismo la Palabra viviente de Dios y se hace conocer por así decir en las palabras de la Escritura, las cuales, a su vez, pueden ser comprendidas rectamente únicamente en la vida con Él, en la relación viviente con Él. Y puesto que en Cristo se ha edificado y se edifica la Iglesia, el pueblo de Dios, como su organismo viviente, su «cuerpo», es esencial a la relación con Él la participación en el pueblo peregrinante, que es verdadero y propio autor humano, al cual le es confi ada la Biblia como su propio tesoro, como queda dicho.
Si Cristo vivo es la verdadera norma adecuada de la interpretación de la Biblia, esto signifi ca que comprenderemos rectamente este libro sólo en la común comprensión creyente, sincrónica y diacrónica, de la Iglesia entera. Fuera de este contexto vital la Biblia es sólo una colección literaria más o menos heterogénea, no la indicación de un camino para nuestra vida. Escritura y tradición no se pueden separar. El gran teólogo de Tubinga Johann Adam Möhler ha ilustrado este vínculo necesario de modo insuperable en su obra clásica «Die Einheit in der Kirche» (‘La unidad en la Iglesia’), cuya lectura no será nunca sufi cientemente encarecida. El Catecismo subraya este vínculo, en el cual está incluida la autoridad interpretativa de la Iglesia, como la testimonia expresamente la segunda Epístola de Pedro: «Sabe ante todo esto: ninguna profecía de la Escritura puede interpretarse por cuenta propia…» (1,20).
Hemos de alegrarnos al saber que el Catecismo, con esta visión de la exégesis de la Escritura, está en concordancia con tendencias significativas de la exégesis reciente. La exégesis canónica subraya la unidad de la Biblia como principio de interpretación; la interpretación sincrónica y diacrónica son cada día más reconocidas en su igual dignidad. El vínculo esencial de Escritura y Tradición es subrayado por famosos exégetas de todas las confesiones; queda claro que una exégesis separada de la vida de la Iglesia y de sus experiencias históricas no puede ir más allá de la categoría de las hipótesis, que ha de vérselas con la superabilidad en cualquier momento de lo que es dicho en aquel instante. Hay todos los motivos para revisar el juicio apresurado sobre el carácter rudimental de la exégesis escriturística del Catecismo y para alegrarse de que el mismo lea sin complejos la Escritura como palabra presente y pueda así dejarse plasmar por la Escritura en todas sus partes como por una fuente viva.
La doctrina de los sacramentos en el Catecismo
Dejadme decir todavía algo más sobre la actualidad doctrinal de la segunda y tercera parte de nuestro libro. La novedad, totalmente determinada por el Vaticano II, de la segunda parte dedicada a los sacramentos, aparece clara ya desde su título: «La celebración del misterio cristiano». Esto significa que los sacramentos son concebidos, por una parte, en el contexto de la historia de la salvación, a partir del misterio pascual –el centro pascual de la vida y de la obra de Cristo–, como representación del misterio pascual, en el que estamos insertos nosotros. Por otra parte, signifi ca que los sacramentos son interpretados a partir de la celebración litúrgica concreta. El Catecismo con esto ha dado un paso importante en relación a la tradicional doctrina neoescolástica sacramental. Ya la teología medieval había separado notablemente la consideración teológica de los sacramentos de su realización litúrgica y, prescindiendo de ésta, había profundizado en las categorías de la institución, del signo, de la eficacia, del ministro y del destinatario, de manera que sólo cuanto se refería al signo presentaba un vínculo con la celebración litúrgica. Por otra parte, también el signo era considerado no tanto a partir de la forma litúrgica, viva y concreta, sino que era analizado según las categorías filosóficas de materia y forma. Así liturgia y teología se separaron siempre más la una de la otra; la dogmática no interpretaba la liturgia, sino sus contenidos teológicos abstractos, de tal modo que la liturgia debía aparecer casi como un conjunto de ceremonias que revestía lo esencial –la materia y la forma– y, por tanto, podría también ser substituible. A su vez la «ciencia litúrgica» (en la medida en que se podía hablar de tal ciencia) llegó a ser una enseñanza de las normas litúrgicas vigentes, acercándose así a una especie de positivismo jurídico.
El movimiento litúrgico de los años veinte trató de superar esta separación peligrosa y buscó comprender la naturaleza de los sacramentos a partir de su forma litúrgica; concebir la liturgia no sólo como un conjunto más o menos casual de ceremonias, sino como la expresión adecuada del sacramento en la celebración litúrgica, desarrollada desde su interior.
La Constitución sobre la liturgia del Vaticano II ha iluminado con nueva luz esta síntesis de un modo excelente, aunque con mucha sobriedad, y así ha propuesto tanto a la teología cuanto a la catequesis la tarea de comprender a partir de este vínculo de manera nueva y más profunda la liturgia de la Iglesia y de sus sacramentos. Desafortunadamente esta tarea no ha sido plenamente cumplida hasta ahora. La ciencia litúrgica tiende nuevamente a separarse de la dogmática y a proponerse como una especie de técnica de la celebración litúrgica. A su vez tampoco la dogmática ha tomado todavía de modo convincente la dimensión litúrgica. Un muy inoportuno celo reformador se funda en el hecho que se continúa viendo la forma litúrgica sólo como un conjunto de ceremonias que se pueden substituir arbitrariamente con otros «hallazgos». A este propósito, en el Catecismo encontramos estas áureas palabras, a partir de la profundidad de una comprensión verdaderamente litúrgica: «Por eso ningún rito sacramental puede ser modificado o manipulado a voluntad del ministro o de la comunidad. Incluso la suprema autoridad de la Iglesia no puede cambiar la liturgia a su arbitrio, sino solamente en virtud del servicio de la fe y en el respeto religioso al misterio de la liturgia» (n. 1125). El Catecismo con su tratamiento de la liturgia, que introduce y da el planteamiento a la parte sacramental, ha realizado un gran paso adelante y, por lo mismo, ha sido acogido con grandes alabanzas por liturgistas de gran autoridad, por ejemplo, por el estudioso de Tréveris, Balthasar Fischer.
Sin entrar en detalles, querría, a título de ensayo, señalar algunos aspectos de la doctrina sacramental del Catecismo, en los cuales puede aparecer de modo ejem-plar su actualidad doctrinal. El propósito de ilustrar cada uno de los sacramentos a partir de su forma celebrativa litúrgica se encontró inicialmente con la dificultad del hecho que la liturgia de la Iglesia consiste en una pluralidad de ritos; no existe, pues, una forma litúrgica unitaria para toda la Iglesia. Esto no creaba ningún problema para un catecismo que está destinado sólo a la Iglesia occidental (latina) o a una iglesia particular. Sin embargo, un catecismo que, como el nuestro, pretender ser «católico» en sentido fuerte, que está, pues, dirigido a la Iglesia en la pluralidad de sus ritos, no puede privilegiar un rito de modo exclusivo. Entonces, ¿cómo se debe proceder? El Catecismo cita ante todo el texto más antiguo de una descripción de la celebración eucarística cristiana, que Justino mártir trazó en una Apología del cristianismo dirigida al emperador pagano Antonino Pío (138-161) hacia el año 155 después de Cristo (n. 1345). De este texto fundamental de la tradición, que es anterior a la formación de los diversos ritos, podemos deducir la estructura esencial de la celebración eucarística, que ha permanecido común en todos los ritos –«Missa omnium saeculorum»–. La referencia a este texto permite así al mismo tiempo comprender mejor cada uno de los ritos y descubrir en ellos la estructura común del sacramento cristiano central, que ultimadamente se remonta al tiempo de los apóstoles y así a la institución por parte del Señor mismo. La solución encontrada aquí es indicativa para la concepción del Catecismo en su conjunto, que no podía nunca ser sólo occidental y –como gusta tanto a las iglesias orientales– tampoco sólo bizantina, sino que debía tener en cuenta toda la amplitud de la tradición. Forma parte de los aspectos más preciosos de este libro el gran número de textos de los Padres y de los testigos de la fe de todos los siglos –varones y mujeres– que han sido en él incluidos. Una visión del índice de nombres muestra que se ha dado gran espacio a los Padres de Oriente y de Occidente, pero también las voces de mujeres santas tienen una presencia considerable, de Juana de Arco o Catalina de Siena a Rosa de Lima, pasando por Teresa de Lisieux y Teresa de Ávila. Este tesoro de citas confiere por sí solo al Catecismo un valor específico tanto para la meditación personal cuanto para el ministerio de la predicación.
Otro aspecto en la teología del culto, del Catecismo, sobre el cual querría llamar la atención, está constituido por la acentuación de la dimensión pneumatológica de la liturgia. Precisamente la pneumatología –la doctrina sobre el Espíritu Santo– es un tema sobre el que se debería leer el Catecismo de modo transversal, para conocer su fisonomía particular. Es fundamental la sección sobre el Espíritu Santo en el cuadro de la interpretación de la Confesión de fe (nn. 683-747). El libro subraya ante todo el entramado denso de cristología y pneumatología, que ya aparece visible, por ejemplo, en el nombre de Mesías, Cristo, el Ungido. En efecto, «la unción» significa en la tradición patrística el ser penetrado por parte de Cristo por el Espíritu Santo, «el ungüento» vivo. Encuentro particularmente importante y útil la sección sobre los símbolos del Espíritu Santo (nn. 694-701), donde se manifiesta también un aspecto típico del Catecismo: su atención a las imágenes y a los símbolos. No se refleja solamente a partir de conceptos abstractos, sino que se ponen en primer plano precisamente los símbolos, que nos ofrecen una visión interior, muestran la transparencia del cosmos para el misterio de Dios y, al mismo tiempo, abren la relación con el mundo de las religiones. Con el acento sobre la imagen y el símbolo estamos ya nuevamente en el ámbito de la teología litúrgica, puesto que de hecho la celebración litúrgica vive esencial-mente del símbolo. El tema del Espíritu Santo retorna luego en la doctrina de la Iglesia (nn. 797-810), aquí como aspecto de una visión esencialmente trinitaria de la Iglesia. Y después lo encontramos nuevamente ampliado en la parte sobre los sacramentos (nn. 1210-166), también aquí como parte de un planteamiento trinitario de la liturgia. La visión pneumatológica de la liturgia ayuda una vez más a comprender correctamente la Escritura –obra del Espíritu Santo–: en el año litúrgico la Iglesia recorre la historia de la salvación en toda su amplitud y experimenta –leyendo la Escritura de modo espiritual, es decir, a partir del autor que la ha inspirado y la inspira, el Espíritu Santo– el hoy de esta historia. A partir de aquí –es decir, del origen de toda la Escritura como obra de un único Espíritu– llega a ser comprensible también la unidad interior del Antiguo y del Nuevo Testamento; éste es para el Catecismo también el punto para mostrar las profundas conexiones entre la liturgia judía y la cristiana (n. 1096). Entre parén-tesis, se puede observar a este propósito, que también el tema Iglesia e Israel es un tema transversal, que atraviesa toda la obra y no puede ser juzgado a partir de un único paso. Que la vigorosa acentuación de la pneumatología del catecismo nos acerque también a las Iglesias de Oriente, no hay evidentemente necesidad de ponerlo de relieve.
En fin, el Catecismo ha dedicado la atención debida también al tema del culto y la cultura. En realidad, tiene sentido hablar de inculturación sólo si la dimensión de la cultura es esencial al culto como tal. Y a su vez, un encuentro intercultural puede ser algo más que una exterioridad artificiosamente sobrepuesta, sólo si en las formas rituales desarrolladas del culto cristiano está contenido de antemano un vínculo interior con otros cultos y formas culturales. El Catecismo, por tanto, ha puesto en plena luz claramente la dimensión cósmica de la liturgia cristiana, que es esencial para la selección y explicación de sus símbolos. A este propósito se dice: «las grandes religiones de la humanidad atestiguan, a menudo de forma impresionante, este sentido cósmico y simbólico de los ritos religiosos. La liturgia de la Iglesia presupone, integra y santifica elementos de la creación y de la cultura humana confiriéndoles la dignidad de signos de la gracia, de la creación nueva en Jesucristo» (n. 1149). Desafortunadamente en algunos sectores de la Iglesia la reforma litúrgica ha sido concebida de modo unilateralmente intelectualístico –como forma de amaestramiento religioso– y además no rara vez ha sido empobrecida culturalmente de modo preocupante, sea en el símbolo de las imágenes, sea en el de la música, sea en el de la configuración del espacio litúrgico y de la celebración. Con una interpretación orientada unilateralmente hacia la comunidad, que pretendía mirar sólo a las exigencias del presente, el gran respiro cósmico de la liturgia, así como su amplitud y dinamismo han sido reducidos en diversos grados de modo preocupante. Contra tales desviaciones el Catecismo ofrece los instrumentos necesarios que precisamente espera la nueva generación.
La doctrina moral cristiana del Catecismo
Demos finalmente una mirada a la tercera parte del Catecismo, «la vida en Cristo», en la cual se trata la doctrina moral cristiana. En la elaboración del libro ésta fue ciertamente la parte más difícil, por una parte, a causa de todas las diversidades que existen acerca de los principios que estructuran la moral cristiana; por otra, a causa de los problemas tan difíciles en el ámbito de la ética política, de la ética social y de la bioética, que ante nuevos hechos están en continuo proceso evolutivo, como también en el ámbito de la antropología, puesto que el debate sobre el matrimonio y la familia, sobre ética de la sexualidad está en pleno desarrollo.
El Catecismo no pretende presentar la única forma posible de teología moral ni tampoco sólo la mejor, no era éste su cometido. Traza las líneas antropológicas y teológicas esenciales, que son constitutivas para el obrar moral del hombre. Encuentra su punto de partida en la presentación de la dignidad del hombre, que es al mismo tiempo su grandeza y, a la vez, el motivo de su compromiso moral. Indica luego como estímulo interior e instrumento de discernimiento del obrar moral el deseo del hombre de ser feliz. El impulso primordial del hombre, que ninguno puede negar y al cual en definitiva nadie se opone, es su deseo de felicidad, de una vida lograda y plena. La moral para el Catecismo, en continuidad con los Padres, en particular con Agustín, es la doctrina de la vida realizada –la ilustración, por así decir, de las reglas para la felicidad–. El libro conecta esta tendencia innata en el hombre con las bienaventuranzas de Jesús, que liberan el concepto de felicidad de todas sus banalizaciones, le dan su verdadera profundidad y hacen ver así el vínculo entre el bien absoluto, el bien en persona, Dios, y la felicidad. Después se desarrollan los componentes fundamentales del obrar moral, la libertad, el objeto y la intención del obrar, las pasiones, la conciencia, las virtudes, su falsificación en el pecado, el carácter social del ser humano así como, por fin, la relación entre ley y gracia. La teología moral cristiana nunca es simplemente ética de la ley; sin embargo, supera también el ámbito de una ética de las virtudes; la teología moral cristiana es ética dialógica, porque el obrar moral del hombre se desarrolla a partir del encuentro con Dios; por tanto, nunca es solamente un obrar propio, autárquico y autónomo, pura prestación humana, sino respuesta al don del amor y un verse así insertos en la dinámica del amor, de Dios mismo, el único que libera realmente al hombre y lo lleva a su verdadero nivel. El obrar moral, por tanto, nunca es solamente una prestación propia, ni siquiera es jamás solamente algo inoculado desde fuera. El verdadero obrar moral es totalmente don y es, a la vez, obrar totalmente nuestro: precisamente aquello que es propio se manifiesta sólo en el don del amor, y, por otra parte, el don no despoja al hombre de sí mismo, sino que lo reconduce a sí mismo.
Creo muy importante que el Catecismo haya incluido la doctrina de la justificación en el corazón de su ética, porque precisamente así llega a ser comprensible el entramado de gracia y libertad, el ser a partir del otro como verdadero ser en sí mismo y para el otro. En la discusión sobre el acuerdo acerca de la justificación entre católicos y protestantes con razón se ha puesto continuamente la cuestión sobre cómo la doctrina de la justificación pueda de nuevo llegar a ser comprensible y significativa para el hombre de hoy. Yo creo que el Catecismo con su presentación del tema en el cuadro de la cuestión antropológica del recto obrar del hombre, ha dado un gran paso para hacer posible tal comprensión nueva. Para mostrar en qué espíritu está concebido en el Catecismo el tratado sobre la justificación, querría citar a este propósito simplemente tres pasos del mismo, que a su vez retoma de la gran tradición de los Padres y de los santos. San Agustín considera que «la justificación del impío es una obra más grande que la creación del cielo y de la tierra», porque «el cielo y la tierra pasarán, mientras la salvación y la justificación de los elegidos permanecerán» (In Joh, 72,3). Piensa también que la justificación de los pecadores supera a la creación de los ángeles en la justicia porque manifiesta una misericordia mayor (n. 1194). A este propósito, he aquí otra cita de san Agustín: una oración del santo, en la cual él dice a Dios: «Si tú descansaste el día séptimo, al término de todas tus obras muy buenas, fue para decirnos por la voz de tu libro que al término de nuestras obras, «que son muy buenas» por el hecho de que eres tú quien nos las ha dado, también nosotros en el sábado de la vida eterna descansaremos en ti (Conf. 13,36,51)» (n. 2002).
Y he aquí la maravillosa frase de Santa Teresa de Lisieux: «Tras el destierro en la tierra espero gozar de ti en la Patria, pero no quiero amontonar méritos para el cielo, quiero trabajar sólo por vuestro amor… En el atardecer de esta vida compareceré ante ti con las manos vacías, Señor, porque no te pido que cuentes mis obras. Todas nuestras justicias tienen manchas a tus ojos. Por eso, quiero revestirme de tu propia Justicia y recibir de tu Amor la posesión eterna de ti mismo… (Ofr.)», (n. 2011). La sección sobre la justificación es una contribución ecuménica esencial del catecismo. Muestra también cómo no se puede lograr descu-brir suficientemente la dimensión ecuménica del libro si nos limitamos a buscar en él citas de documentos ecuménicos o si, sobre la base del índice de argumentos, se examinan las palabras recurrentes, sino sólo si se lo lee en su globalidad y así se ve cómo la búsqueda de aquello que une lo plasma en su globalidad.
El Catecismo trata la moral de contenidos sobre la base del Decálogo: el Catecismo explica el Decálogo –como es lo indicado, a partir de la Biblia– dialógicamente, es decir, en el contexto de la alianza. Subraya con Orígenes que la primera palabra del Decálogo es libertad, libertad que llega a ser evento bajo la guía de Dios: «Yo soy el Señor tu Dios, que te sacó de la tierra de Egipto, de la casa de servidumbre (Ex 20,2)» (n. 2061). Así el obrar moral aparece como «respuesta a la iniciativa de amor del Señor» (n. 2062). Con Ireneo el Decálogo es interpretado como preparación a la amistad con Dios y a la concordia con el prójimo (2063). Si así, por una parte, el Decálogo es visto totalmente en el contexto de la alianza y de la historia de la salvación, como evento de palabra y respuesta, él mismo, por otra parte, se manifiesta también al mismo tiempo como ética racional, como recuerdo de aquello que la razón en verdad es-taba en condición de percibir. Nuevamente es citado Ireneo: «Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo (Adv. Haer. 4,15,1)» (n. 2070). Este es un rasgo importante en la ética del Catecismo: hace un llamamiento a la razón y a su capacidad de comprensión. La moral desarrollada a partir del Decálogo es moral racional, que vive del sostén de la razón que Dios nos ha donado, mientras a la vez él con su palabra nos recuerda aquello que del modo más profundo está inscrito en las almas de todos nosotros.
Quizá pueda causar maravilla el papel relativamente reducido que tiene la cristología en la estructuración de la ética del Catecismo. En los manuales del tiempo preconciliar la orientación al pensamiento iusnaturalista había sido del todo predominante. El movimiento de renovación del período entre las dos guerras, en cambio, había empujado con fuerza hacia una concepción propiamente teológica de la moral y había propuesto como su principio estructural la sequela de Cristo o también simplemente el amor como lugar omnicomprensivo de todo el obrar moral. La Constitución conciliar sobre la Iglesia en el mundo contemporáneo (Gaudium et Spes) había apoyado esta toma de distancias del pensamiento puramente iusnaturalista y había subrayado la cristología, en particular el misterio pascual, como centro de una moral cristiana.
Se debería desarrollar finalmente una moral auténticamente bíblica –éste era el imperativo que se deducía del Concilio, aunque la mencionada Constitución en cada uno de los temas hace después amplio uso de formas de argumentación racional y no pretendía vincularse a una pura moral de la revelación– por el hecho mismo que se trataba de un diálogo con el mundo moderno no cristiano sobre todos los valores comunes esenciales. Si las líneas fundamentales del concilio pueden ser calificadas como un volverse a una moral interpretada de modo esencialmente bíblico, cristocéntrico, sin embargo, en el tiempo postconciliar se llevó a cabo muy pronto un trastocamiento radical: la Biblia no podría absolutamente transmitir ninguna moral «categorial», los contenidos de la moral deberían estar siempre mediados de modo puramente racional. La importancia de la Biblia se encontraría en el plano de las motivaciones, no de los contenidos. Así, desde el punto de vista del contenido, la Biblia, y con ella la cristología, desaparecía de la teología moral de manera aún más radical de cuanto no lo había sido antes. La diferencia con el tiempo preconciliar consistía en el hecho que ahora se renunciaba también a la idea del derecho natural y de la ley moral natural, que a pesar de todo había conservado siempre la fe en la creación como base de la teología moral. La atención se dirigió, en cambio, a una moral calculadora, que, en última instancia, podía tomar como criterio sólo los presumibles efectos de la acción y con ello el principio de la ponderación de los bienes se extendía al conjunto del obrar moral.
En esta difícil situación la encíclica Veritatis splendor ha aportado clarificaciones fundamentales sobre el «propium» de la moral cristiana así como sobre la adecuada relación entre fe y razón en la elaboración de las normas éticas. El Catecismo, sin pretensiones sistemáticas, ha preparado estas decisiones. El principio cristológico está presente tanto a partir del tema de la felicidad (bienaventuranzas), cuanto de la antropología, del tema de ley y gracia, y también en el decálogo, en la medida en que el concepto de alianza contiene la última concretización de la alianza en la persona de la palabra encarnada y de su nueva interpretación del decálogo. Sin embargo, el Catecismo no pretendió elaborar un sistema cerrado. En la búsqueda de una ética cristológicamente inspirada también es necesario tener presente que Cristo es el Logos encarnado, que él quiere, pues, despertar a sí misma precisamente nuestra razón. La función originaria del decálogo –recordarnos de la profundidad última de nuestra razón– no queda abolida por el encuentro con Cristo, sino sólo conducida a su madurez plena. Una ética que al escuchar la revelación quiera ser también auténticamente racional, responde precisamente así al encuentro con Cristo, que nos dona la nueva alianza.
Quien busque en el Catecismo un nuevo sistema teológico o nuevas hipótesis sorprendentes, quedará frustrado. Tal tipo de actualidad no ha sido preocupación del Catecismo. Éste ofrece, en cambio, sacándola de la Escritura y de la riqueza conjunta de la tradición en sus múltiples formas, así como inspirándose en el Concilio Vaticano II, una visión orgánica de la totalidad de la fe católica, que es hermosa precisamente como totalidad, con una belleza en la que refulge el esplendor de la verdad. La actualidad del Catecismo es la actualidad de la verdad dicha de nuevo y de nuevo pensada. Esta actualidad permanecerá como tal por encima de los murmullos de sus críticos.
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