Homenaje a Alberto Methol Ferré

Conocí a Alberto Methol en un encuentro relativo a las expectativas sobre las universidades de América Latina en la década de los ochenta, tema álgido, entonces, por las reformas universitarias emprendidas desde 1967-1968, y paralizadas, en cierto sentido, por los gobiernos militares. Tal encuentro se realizó en la ciudad de Viña del Mar en 1975. Allí me escuchó citar en mi exposición a Franz Hinkelammert y, apenas terminada, se me acercó asombrado para conocerme. Unos meses después recibí del él una copia de su artículo “¿Y ahora qué?” publicado en el último número de la revista Víspera de ese mismo año y que fue después también publicado en el N°4 de la revista Nexo. Algunas afirmaciones contenidas en ese artículo fueron un aguijón que produjeron en mí una profunda huella que jamás se ha borrado. Permítanme citar el párrafo que me removió y conmovió, aunque resulte un poco extenso.

Decía Methol: “Hace poco leía el lema de un instituto católico de investigación social, que en esencia decía: ‘Para la relación del hombre con Dios, teología. Para la relación del hombre con el hombre, sociología’. Más allá de la intención de tal lema, para los cristianos es un dualismo inaguantable. ¿Una teología divorciada de la sociología? ¿Una sociología divorciada de la teología? O sea, más claramente, la teología nada diría por sí misma del conocimiento adecuado de la sociedad. Es una agregación que lleva a la incoherencia, al cisma de la razón y la fe. Pero refleja bien una situación contemporánea. Teología y ciencias humanas no comunican entre sí, se yuxtaponen simplemente. Corren de modo paralelo, y cuando quieren vincularse no establecen lógicamente sus mediaciones, lo hacen a modo de agregación. A la verdad, si la teología no es la máxima ‘ciencia humana’, entonces se nos hace históricamente prescindible. Este separatismo de teología y ‘ciencias humanas’ es típico de nuestra época. Pero seamos claros: si Cristo no nos ilumina la historia toda del hombre, si no implica la mayor inteligencia de la historia, la más profunda ‘sociología’, entonces es mejor volver la espalda a Dios tan sobrante. La realidad, por cierto, no es ésa, aunque nuestro conocimiento esté en aguas de borraja”.

El texto describía, por un lado, el paralelismo entre las teorías acerca de la sociedad y la comprensión de la revelación cristiana, que era, por lo demás, mi propia experiencia. Pero lo que más me impresionó fue el testimonio de un intelectual católico que se atrevía a afirmar con convicción que si Cristo no implicaba la mayor inteligencia de la historia, la más profunda sociología, sería mejor volver la espalda a un Dios tan sobrante. Desde que leí esta frase, todo el anhelo de mi vida intelectual ha sido descubrir esta “inteligencia de la historia”, no sólo de la historia personal, sino de la historia social. ¿No es éste acaso el mismo testimonio que el luminoso magisterio del Papa Benedicto XVI no se cansa de dar y recordar, es decir, que la fe de la Iglesia es la fe en Cristo-Logos y que tanto la esperanza como la caridad sólo pueden entenderse correctamente desde la verdad de este Logos?

Este verdadero programa para el itinerario intelectual cristiano no es, ciertamente, nada de fácil. Como reconoce el propio texto de Methol, faltaban las mediaciones filosóficas adecuadas, tanto de parte de la teología como de parte de la sociología, de la economía y de las restantes ciencias sociales. Pero faltaba sobre todo una mirada antropológica que permitiera transitar desde el ámbito personal de la libertad y de la conciencia humana al ámbito social de la interdependencia y complementariedad de los vínculos interhumanos, sea en el plano institucional, en el plano de la acción técnica, estratégicamente motivada, o en el plano de la acción orientada por los valores de la tradición. En otras palabras, faltaba una mirada unitaria sobre el fenómeno humano y sobre su despliegue dentro de los procesos históricos.

Una primera ayuda magisterial vino a este respecto de la Evangelii nuntiandi de Pablo VI que aunque discutida por algunas corrientes eclesiales constituyó, finalmente, la base reconocida del documento final de la Conferencia de Puebla, mostrando así toda su fecundidad en el ámbito latinoamericano. Aunque en ella el tema de la cultura no está suficientemente desarrollado, la Exhortación Apostólica vinculaba directamente la evangelización de la Iglesia con las culturas de los pueblos, tanto en el sentido universal de la cultura humana, en singular, como en el sentido histórico de las culturas humanas, en plural. Esta doble vinculación venía desarrollándose también de un modo propio en América Latina por los herederos católicos de Rodó y la generación del 900, como lo mostraba la propia reflexión de Methol, pero también la teología de Lucio Gera. La autoridad de un documento pontificio permitía ahora anudar estas reflexiones con la tarea evangelizadora de la Iglesia, valorizar la propia historia del catolicismo latinoamericano, y cerrar el arco transcurrido entre el Primer Concilio Plenario Latinoamericano de fines del siglo XIX hasta esos momentos, que dominados por la hegemonía de los esfuerzos técnicos a favor del desarrollo y tensionados por las disputas ideológicas promarxistas, proliberales y proideologías de la seguridad nacional que sustentaban los gobiernos militares, amenazaban quitar a la Iglesia sus propias categorías de interpretación.

Todos conocemos la dedicación y la pasión con que Alberto Methol se involucró en las discusiones surgidas tanto a nivel eclesial como extraeclesial sobre el alcance del documento de Pablo VI y sobre su correcta recepción desde la historia y la cultura latinoamericana, todo ello orientado a trazar un camino hacia la Conferencia de Puebla. En agosto de 1976, fui invitado por el Celam a participar en ese famoso encuentro en Bogotá sobre la religiosidad popular latinoamericana. Alberto repetía después entusiasmado que en los documentos de ese encuentro se hallaba “in nuce” lo más importante de la novedad que se manifestaría después en Puebla: la afirmación de que América Latina tiene un “sustrato cultural” católico y mestizo, la valoración de la religiosidad popular como fiel expresión de ese sustrato, la piedad popular mariana característica de nuestros pueblos, la lectura y discernimiento de los acontecimientos y de las ideologías desde el ethos propio de la cultura latinoamericana, la evangelización realizada desde la comunión y la participación, el papel activo de los laicos como “constructores de la sociedad”. En suma, la fe y la cultura se elevaban a la categoría de criterio de discernimiento de la historia tanto de los pueblos latinoamericanos como de la Iglesia, pueblo de Dios en medio de las naciones.

Uno de los factores nuevos e inesperados de Puebla fue la imponente figura y magisterio de Juan Pablo II, especialmente su antropología cristológica. Poco tiempo después, en 1980, la anudaría en relación con la cultura en su memorable discurso ante la Unesco en París, dando un paso gigantesco en la clarificación del concepto de cultura al trasladarlo desde la dimensión descriptiva, aplicada a caracterizar los estilos de vida de los pueblos, a la dimensión ontológica, referida al ser mismo del hombre. Afirma en esa ocasión que “la significación esencial de la cultura consiste… en el hecho de ser una característica de la vida humana como tal. El hombre vive una vida verdaderamente humana gracias a la cultura... La cultura es un modo específico del ‘existir’ y del ‘ser’ del hombre. El hombre vive siempre según su cultura que le es propia, y que, a su vez, crea entre los hombres un lazo que les es también propio, determinando el carácter inter-humano y social de la existencia humana” (n.6). Y en el párrafo siguiente señala: “El hombre, que en el mundo visible es el único sujeto óntico de la cultura, es también su único objeto y su término. La cultura es aquello a través de lo cual el hombre ‘es’ más, accede más al ‘ser’... La experiencia de las diversas épocas, sin excluir la presente, demuestra que se piensa en la cultura y se habla de ella principalmente en relación con la naturaleza del hombre, y luego solamente de manera secundaria e indirecta en relación con el mundo de sus productos” (n.7). Y concluye el Papa su argumento señalando que “este hombre, que se expresa en y por la cultura y es objeto de ella, es único, completo e indivisible... Según esto, no se le puede considerar únicamente como resultante de todas las condiciones concretas de su existencia, como resultante –por no citar más que un ejemplo– de las relaciones de producción que prevalecen en una época determinada... No se puede pensar una cultura sin subjetividad humana y sin causalidad humana; sino que en el campo de la cultura, el hombre es siempre el hecho primero... y lo es en su totalidad: en el conjunto integral de su subjetividad espiritual y material...” (n.8).

A partir de estas afirmaciones y de sus enseñanzas posteriores las reflexiones de Methol y las de muchos amigos latinoamericanos recibieron una orientación decisiva. En el citado artículo de Víspera él había escrito que hacía falta en América Latina una “sociología de la cultura” que nunca había existido. La verdad de esa afirmación, junto a la nueva enseñanza pontificia despertaron en mí el deseo de emprender ese camino, en el que he tratado de perseverar desde entonces. No se trata de que la cultura sea también un tema al que los sociólogos le den importancia, una suerte de subespecialización dentro de la disciplina. Personalmente lo entendí desde el primer instante como un nuevo paradigma, como un modo de mirar la totalidad de la realidad histórico-social desde su humanidad misma, desde la subjetividad y la causalidad humanas, como expresa luminosamente la afirmación del Papa Wojtyla. Se trata de la observación de la totalidad y no de un fragmento, de la capacidad de síntesis unitaria que la subjetividad humana va construyendo en medio de las circunstancias históricas.

Sin embargo, para Juan Pablo II este fundamento antropológico de la cultura es también cristológico. En el discurso ya citado señala: “Al hablar… ante vuestra Organización... pienso sobre todo en la vinculación fundamental del Evangelio, es decir, del mensaje de Cristo y de la Iglesia, con el hombre en su humanidad misma. Este vínculo es efectivamente creador de cultura en su fundamento mismo. Para crear la cultura hay que considerar íntegramente, y hasta sus últimas consecuencias, al hombre como valor particular y autónomo, como sujeto portador de la trascendencia de la persona. Hay que afirmar al hombre por él mismo, y no por ningún otro motivo o razón: ¡únicamente por él mismo! Más aún, hay que amar al hombre porque es hombre, hay que reivindicar el amor por el hombre en razón de la particular dignidad que posee. El conjunto de las afirmaciones que se refieren al hombre pertenece a la sustancia misma del mensaje de Cristo y de la misión de la Iglesia” (n.10). Por ello, en el momento culminante de su discurso, resume todo lo dicho con la confesión de Pilatos: “Ecce homo”. Como enseñó incansablemente durante su pontificado, sólo Cristo revela al hombre la profundidad de su misterio, de su vocación, de su humanidad.

¿No es acaso esta misma experiencia la que está contenida en la frase de Methol que me conmovió de su artículo de Víspera en que hablaba de Cristo-Logos, la más grande inteligencia de la historia? Evidentemente, un criterio de lectura de la realidad social como éste no se aprende de una vez, sino con la experiencia de toda la vida. Como le gustaba decir también a Alberto, “Dios suele escribir derecho con líneas torcidas”. La historia humana está llena de santidad y pecado, de libertades y esclavitudes, de heroísmos y bajezas, de fidelidades y abandonos. Por ello, su manera de mirar la realidad históricosocial tenía una profunda impronta hegeliana que se descubre inmediatamente en todos sus escritos, una mirada abierta a pensar las paradojas y contradicciones, pero siempre en busca de una síntesis, de la “Aufhebung” a que conducen los dinamismos históricos y que en castellano suele traducirse como asunción, como capacidad de asumir. Desde Puebla quedó prácticamente como un lema la afirmación de San Irineo de Lyon “lo que no es asumido, no es redimido”.

Esta misma mirada aplicaba Alberto a sus debates intelectuales, a sus contradictores y adversarios. A todos trataba de comprenderlos en su propia lógica y en sus concretas circunstancias, buscando quiénes habían sido sus maestros y por qué pensaban del modo que lo hacían. No trataba de contradecir sus argumentos, sino de asumirlos, de superarlos en el contexto de una nueva y más amplia síntesis. Fue su actitud, por ejemplo, en el caso de la discusión con Gustavo Gutiérrez y su teología de la liberación. Le reprochaba que en su lógica, el pobre se transformaba en una categoría abstracta, funcional para la interpretación marxista asumida a priori, pero quedaba despojado de su religiosidad real, de su cultura y de su historia. Comprendía el interés de pensar la teología desde suelo latinoamericano. Pero en lugar de apresurarse hacia la abstracción de categorías analíticas pre-condicionadas, proponía más bien una hermenéutica de la historia desde el interior de los procesos sociales en curso, reconociendo que la fe cristiana, como decía el Papa Wojtyla, es en sí misma creadora de cultura, puesto que corresponde y satisface las exigencias de humanidad del hombre. Después de la aparición de Libertatis conscientia (1986) del Cardenal Ratzinger, solía decir que el Cardenal había salvado lo mejor de la teología de Gustavo Gutiérrez, quedando como un aporte de la teología latinoamericana a la teología universal.

He leído con mucho gusto el estupendo trabajo de análisis del pensamiento de Alberto Methol en los números de la revista Nexo, de la que fui también asiduo colaborador, realizado por Javier Restán y que ahora ha sido reeditado por la Universidad de Montevideo. Me llamó la atención, sin embargo, que Restán reprocha a Alberto un cierto equívoco en su concepción acerca de la relación entre fe y cultura, entre el catolicismo y el nacionalismo. Afirma Restán: “En última instancia, dentro del pensamiento de Alberto Methol y Lucio Gera la dualidad irreductible de lo nacional y lo católico, se resuelve, en la práctica, subsumiendo el hecho católico en el hecho nacional”. Y agrega: “El equívoco del planteamiento de Nexo, desde nuestro punto de vista, es hacer descansar la dinámica de la fe en la nación, o sea, sobre su ‘mediación’, según la terminología utilizada por Gera y Methol. En realidad muchas instancias pueden convertirse en mediación de la fe, pero es la propia fe la que debe juzgar esa mediación, y no viceversa. Es decir, que el origen del juicio, el criterio último, no puede ser la mediación, sino aquello que es “mediado”. “El resultado de esta posición de Nexo en lo que respecta a la articulación del hecho católico y el hecho nacional, es lo que podríamos llamar un “catolicismo cultural”. Una posición muy generalizada en el Cono Sur y en general en toda América Latina. Incluso podría decirse que esta es una posición compartida por numerosos responsables eclesiales latinoamericanos” (pp. 133-134).

Creo sinceramente que este comentario crítico no comprende el fondo del planteamiento de Methol. Concedo que en este proceso dialéctico de asunción de las posiciones de otros autores, pueda deslizarse algún equívoco del tipo que menciona Restán. Pero la propia expresión que él usa, “catolicismo cultural” es, a su vez, equívoca, puesto que sugiere que es un catolicismo no construido desde la fe, sino desde la costumbre, la moral o la ideología. Distinto significado tiene esta expresión, sin embargo, si se la interpreta desde las afirmaciones de Juan Pablo II ante la Unesco, en que el vínculo de Cristo y de la Iglesia con el hombre y su humanidad es en sí mismo creador de cultura. Alberto, como buen converso, lo sabía por experiencia propia y puedo dar fe de que entendía la relación del cristianismo con la historia y la cultura de Europa y de América Latina en los mismos términos planteados por el magisterio de Juan Pablo II, quien también era, por su parte, un nacionalista polaco que entendía su cultura como la respuesta adecuada de su pueblo a la vivencia de la fe.

Tal vez sea la novedad de la experiencia latinoamericana del catolicismo popular lo que necesite ser aclarado. La cultura latinoamericana fue durante mucho tiempo y quizás hasta en la actualidad mayoritariamente de tradición oral. El hecho cristiano se desarrolló como cultura a la sombra de los rituales y prácticas de devoción, de la representación de autosacramentales, de los milagros y los promesantes, del baile y el canto, antes que de las lecturas y reflexiones teológicas. La mayoría no sabía leer, ni tampoco existía el acceso a las Sagradas Escrituras, como comenzó a suceder después del Concilio Vaticano II. Aunque las oligarquías políticas tampoco han descollado por su profundidad intelectual, ciertamente con algunas grandes excepciones, como Andrés Bello, por ejemplo, con la formación de las repúblicas debieron asumir la ingente tarea de escribir códigos, leyes, reglamentos y procedimientos administrativos. Sin embargo, el ethos de los pueblos o de las naciones no se forma con escritos ni procedimientos. De ahí que la experiencia de religiosidad popular ocupara tempranamente el espacio público vivido y compartido por la población. No tal vez de manera permanente, pero con claridad en las fechas del calendario festivo de la Iglesia. La a menudo baja ortodoxia de las creencias fue compensada con una gran capacidad de acogida que se manifiesta en las familias y en las cofradías y organizaciones que sostienen el culto popular. Como en América Latina no tuvimos Reforma, ni guerras de religión, ni herejías, ni la pretensión del cuius regio eius religio, lo nacional se identificó antes con la presencia popular del espacio público que con las instituciones del Estado. Tampoco se intentó reducir la conciencia religiosa a moralismos. Se han dado, por cierto, diferencias entre los distintos países, pero lo grueso de esta misma tendencia ha sido compartida. El propio Javier Restán recuerda una afirmación mía en Nexo en que señala que las órdenes religiosas fueron los sujetos portadores más emblemáticos de nuestro ethos católico y barroco. Pero fueron estas mismas órdenes las que crearon las cofradías y organizaciones populares para que sostuvieran el culto y la oración mientras llegaba el turno de una próxima visita.

Ahora bien, la hermenéutica dominante de los intelectuales y políticos del siglo XIX fue la constituida sobre la distinción civilizado/bárbaro, lo que privilegiaba el modelo del intelectual letrado y ponía la cultura popular del lado de la barbarie. Nos hacía además mirar hacia Europa, porque de ella había venido la civilización. El cambio de esta distinción por la de Ariel/Calibán introducida por Rodó y sostenida por toda la generación nacionalista del 900 cambió muy radicalmente el horizonte de interpretación. La delimitación pasaba a ser ahora entre la América Latina de formación católica y el imperio norteamericano de formación protestante. Por ello Vasconcelos recupera la figura de Lucas Alamán y su frustrado intento de distinguir entre panamericanismo y latinoamericanismo a través de una frontera aduanera y comercial. Aunque esta mirada no fuese en sí misma religiosa, abría los ojos hacia la recuperación de toda la tradición popular desarrollada en el ethos barroco, llamando la atención sobre su diferencia con el ethos de quienes protagonizaron o vivieron la reforma protestante. Creo que sin la adecuada comprensión de este cambio de mirada no se entiende el intento de Methol de reconstruir el arco que va desde la generación del 900 a la Conferencia Episcopal de Puebla. Más allá de que sus protagonistas fuesen o no católicos, el hecho de cambiar la referencia europea por la norteamericana y sacar a la cultura católica popular de su encasillamiento en la barbarie abrió una posibilidad inédita de reconciliación entre el catolicismo y la tradición popular nacional que, por las razones ya indicadas, no se había podido producir en el siglo XIX.

Creo que Methol no quería afirmar nada más, pero tampoco nada menos. La figura misma de Ariel resultaba para él abstracta, ingenuamente sobrevalorada, pero establecía referencias correctas para la interpretación de los desafíos de la historia latinoamericana del siglo XX. Le escuché muchas veces explicar el paralelismo entre la experiencia cultural del catolicismo polaco que mantuvo su identidad, no obstante obedecer su estructura institucional a los intereses de las potencias invasoras, y el catolicismo popular latinoamericano que, aunque con instituciones soberanas, había sepultado el sueño de la Patria Grande y su unidad, con pequeñas repúblicas oligárquicas de escasa sustentabilidad geopolítica. El reconocimiento de la Iglesia en Puebla de la cultura y de la religiosidad popular le hacían abrigar la esperanza del resurgimiento del sueño de la Patria Grande, no porque estableciera entre la experiencia religiosa y la nacional relaciones de causa-efecto en un sentido o en otro, sino porque la América Latina sumergida por el poder volvía a ser visible para todos sus habitantes y, especialmente, para sus intelectuales.

Tal vez se haya sobrevalorado la capacidad de movilización de la conciencia religiosa popular en el contexto de una industrialización inconclusa, pero necesitada por lo mismo de la innovación tecnológica y de su adaptación al contexto latinoamericano. En cierto sentido, pasa lo mismo con las hermosas páginas que la Conferencia de Aparecida dedica a la religiosidad popular, pero que, dado el crecimiento de la secularización y de la indiferencia religiosa propone recomenzar desde Cristo con un discipulado misionero. Aunque la fuerza cultural de la caridad y del don es enorme, no se puede pensar el mundo actual de espaldas a la tecnología. Alberto lo sabía muy bien y trataba de pensar la realidad social con coherencia, reconociendo el papel de todos sus factores. Pero pensaba que el mejoramiento de la realidad geopolítica latinoamericana era condición para la producción y mayor consumo de tecnología.

En efecto, señalaba que la experiencia norteamericana primero, la soviética después y la de la unidad europea luego de la segunda guerra mundial, mostraban fehacientemente que sólo tenían viabilidad los Estados continentes. Pensaba que América Latina podría conseguirlo si Argentina se integraba con Brasil, por las dimensiones de su poder comprador y con Chile para salir al Pacífico e integrar su comercio con los países de su cuenca. Era la tesis del ABC de Perón, la que siempre tuvo como punto de referencia. Con el término de la Alianza para el Progreso, los países latinoamericanos comenzaron a hablar fuertemente de integración, creándose varias asociaciones internacionales para ello. Sin embargo, las diferencias de las políticas económicas practicadas por cada uno tornaron la integración en un ideal inviable. El paso de Alberto por el Celam en su Equipo de Reflexión Teológico Pastoral, primero, y en la Secretaría de Laicos, después, lo convenció de que el propio Celam era una agencia potente de integración por el conocimiento personalizado que permitía a los obispos de todos los países de América Latina. Creyó que la Conferencia de Puebla, al poner en el centro la común cultura y religiosidad popular, daría un gran impulso cultural a este proceso. Pero las circunstancias políticas, dominadas por los gobiernos militares en varios países no lo favorecieron. Recién la derrota militar argentina en Malvinas, abrió la puerta del retorno a la democracia y del sometimiento de la fuerza militar al poder político. Se despejó el camino para nuevos esfuerzos de integración que cristalizaron en la propuesta del Mercosur, que Methol apoyó entusiastamente desde sus inicios. Pero siempre vio esta propuesta como un camino orientado hacia la construcción latinoamericana del Estado continente. La integración no sólo debía ser económica, sino también cultural, educacional, con libre tránsito de personas. Finalmente, debía ser también una transición política.

En este punto, quisiera señalar que Alberto fue un gran filósofo católico de la política. Admiraba a Augusto Del Noce y varias veces me habló del gran impacto que había significado para él la lectura de su libro “El problema del ateísmo”, donde se analizaba críticamente la evolución de la dinámica del marxismo hacia la radicalización de los años setenta, proceso que terminó con el asesinato de Aldo Moro. Le servía para comprender el ocaso intelectual del marxismo, por una parte, como también el singular fenómeno nicaragüense de la convergencia entre la teología de la liberación y la revolución sandinista. Pero siempre pensó que la política era la instancia donde finalmente desembocaban todas las contradicciones de la sociedad para su arbitraje o resolución. No es que la síntesis no se produjese antes en el plano de la cultura, sino que en la política adquirían su efectividad y sobre ella descansaba su capacidad operativa. Pero entendía la política desde sus determinaciones históricas. En ese sentido, fue un gran historiador, como también un gran sociólogo. No podía comprender el corto plazo sin la mediación del mediano y largo plazo. Su razonamiento, como ya indiqué, y lo mismo podría decirse de Del Noce, era esencialmente dialéctico, de impronta hegeliana, que buscaba los dinamismos del despliegue de todo el fenómeno social en sus contradicciones y superaciones, pero prestando atención a las personas concretas que se transformaban en sus protagonistas. Así, tenía la gran capacidad de entender la postura de un político o de un intelectual mejor de lo que él se hubiese comprendido a sí mismo, porque lo comprendía en sus circunstancias, lograba ubicarlo dentro del dinamismo histórico que lo envolvía y lo relacionaba con otros autores y propuestas con los que estaba en sintonía o dependencia, de lo cual ellos mismos, en la mayoría de los casos, no tenían noticia. Javier Restán se dio cuenta inmediatamente de este proceder de Alberto, al notar que en la revista Nexo los artículos de otros autores solían ir precedidos de una larga nota introductoria de Methol en que situaba su pensamiento en el contexto histórico intelectual que mejor ayudaba a su comprensión.

Pienso que el horizonte más amplio con que Methol interpretaba los hechos históricos de su generación fue el horizonte abierto por el Concilio Vaticano II en su relación con la modernidad. Por una parte, la constitución Lumen gentium propone el sacerdocio universal de los fieles y estimula el papel evangelizador de los laicos en el mundo. Por otra, la constitución Gaudium et spes valora el papel de la ciencias y de la técnica, de la economía y de la política, de la familia y de la cultura, todo ello fundado en la dignidad de la persona humana y de sus derechos. Quisiera destacar a este respecto los notables párrafos de la constitución dedicados a la libertad de conciencia, los que fueron complementados con el decreto Dignitatis Humanae sobre la libertad religiosa. El conjunto de estos aspectos, a juicio de Methol, terminaba con la larga etapa en que la Iglesia había estado a la defensiva frente a la modernidad o reivindicando idealizadamente el mundo premoderno, abriendo un horizonte de diálogo con los no católicos y de aceptación de las nuevas circunstancias históricas que daría a la Iglesia nuevos impulsos y la posibilidad de nuevos liderazgos. Añoraba una Iglesia que no mirara atrás y que no se lamentara permanentemente de las ideologías modernas y de la secularización, sino que se lanzase hacia el futuro propositivamente en lo que, posteriormente, Juan Pablo II llamaría nueva evangelización.

Para una mentalidad dialéctica, como la de Methol, y siguiendo el lema de que lo que no es asumido no es redimido, la Iglesia tenía la oportunidad, desde las enseñanzas del Concilio, de asumir los cambios histórico-sociales de los últimos tres siglos, desde su propia identidad y vocación, sin desgastarse infecundamente en las querellas ideológicas que la paralizaban estérilmente. Entendía, evidentemente, que los vertiginosos cambios que habían tenido lugar en la sociedad la hubiesen paralizado. Pero ya había pasado suficiente tiempo y dos guerras mundiales como para tener la esperanza de que la Iglesia podría experimentar un resurgimiento y proyectarse al futuro como un camino abierto al reconocimiento de la dignidad de los seres humanos en las condiciones específicas de sus culturas y de sus desarrollos económico-sociales. El magisterio conciliar y pontificio había hecho su parte. Ahora faltaba que el magisterio latinoamericano lo aplicara capilarmente a las circunstancias específicas de nuestra historia. Por ello que su intención era hacer comprender la convergencia de las orientaciones universales con el catolicismo nacional popular que se había desarrollado en nuestros países. A algunos podría haberles parecido algo forzado. Pero sin esta sustancia histórica propia de nuestra cultura se habría corrido el riesgo, tantas veces experimentado, de que el magisterio universal no lograra tomar cuerpo ni encontrar un sujeto histórico concreto capaz de encarnarlo y de asumirlo. La fe en el misterio del Verbo encarnado lo impulsaba a buscar siempre estas posibilidades de encarnación. Su juicio puede haberse equivocado numerosas veces en identificar estos sujetos concretos, pero nunca desfalleció su interés y hasta su pasión por encontrar personas específicas y movimientos históricos que hiciesen posible esta encarnación.

Methol había interpretado las últimas actuaciones de Pio XII, tras la hecatombe de la segunda guerra mundial, como la premonición y el deseo del pontífice de que la Iglesia del futuro no descansaría sobre una Europa destruida, sino sobre las iglesias periféricas de ultramar. Esto fue lo que le dio una gran esperanza de que una Iglesia latinoamericana integrada por el Celam y sus reuniones episcopales continentales, permitirían que las iglesias de estas tierras fuesen asumiendo progresivamente una gravitación universal. El hecho de que Juan Pablo II llevase a muchos de sus más queridos amigos del episcopado latinoamericano a la Curia Romana, lo confirmaba en la idea de que el Concilio Vaticano II había sido el último Concilio europeo y el primero realmente ecuménico y universal. Los años posteriores mostrarían que sus esperanzas habían sido sobredimensionadas y que la Iglesia latinoamericana, pese a sus nuevas oportunidades históricas, no estaba aún a la altura de los desafíos y posibilidades que la historia le había abierto. Cualesquiera sean las razones adecuadas, lo cierto es que la cima alcanzada por la Iglesia latinoamericana en Puebla, en cuanto a la coherencia de sus proposiciones y en cuanto al impacto y movilización de la opinión pública de los países latinoamericanos no volvería a lograrse.

Una racionalidad histórica rigurosa como la de Methol no podía atribuir estos fracasos, evidentemente, a problemas de desafecciones personales. Ciertamente les concedía también su lugar en la interpretación de conjunto. Pero lo que estaba en juego era el insuficiente desarrollo de las sociedades latinoamericanas en su globalidad. Por ello, nunca separó su hermenéutica de la historia eclesiástica de su hermenéutica de la historia de la cultura, de la economía y de la política de los pueblos latinoamericanos. Había que entenderlos todos en conjunto. Siempre me impresionó que las frustraciones que experimentó por no ver realizadas sus esperanzas no se proyectaran sobre chivos expiatorios, fácilmente caricaturizables en las discusiones ideológicas de la época, sino que le dieran nuevo impulso para afinar su hermenéutica de la historia. Esta ha estado siempre llena de fracasos y de experimentos frustrados. Pero su convicción era que en la historia de los pueblos nada se pierde, sino que siempre queda una semilla de los proyectos que podrían cristalizar en un futuro. Fiel heredero de la propuesta de Ariel y del futuro de América Latina, esperó con paciencia y perseverancia que se dieran las circunstancias para que el dinamismo histórico lograra ser fecundo entre nuestros pueblos.

Como dice Chesterton, a cuya sombra se convirtió a la fe de la Iglesia, sabio es quien quiere asomar su cabeza al cielo y loco quien quiere meter el cielo en su cabeza. Comprendió mejor el oficio del profesor universitario que muchos que, desde temprano, lo ejercieron sin vocación ni convicción. Le gustaba ciertamente la polémica y la confrontación de opiniones, pero nunca quería ganar, sino más bien, plantar la semilla que, con el tiempo, daría frutos de persuasión y de creatividad. Quisiera dar testimonio de que conmigo sucedió algo semejante. Contemplando la riqueza y fecundidad de sus interpretaciones histórico-culturales, se despertó muy pronto en mí la curiosidad por descubrir el método con que construía su visión de la historia y de la sociedad. Pero el método no era distinguible de su persona. Ambos eran inconfundibles. Su pasión por entender la realidad humana en cada una de sus circunstancias sociales e históricas, era la enseñanza del maestro a quienes contemplaban con admiración sus escritos.

Creo que todos debemos aprender de Methol su agudeza para captar, precisamente, el significado de estos signos histórico-sociales y para interpretarlos en la lógica de una historia de la salvación que abarca la totalidad de las naciones y la totalidad de las actividades que las sociedades estructuran a través de sus organizaciones e instituciones. Para ello se requiere, sin embargo, el espíritu ilustrado que él encarnó: su sabiduría histórica, su sensibilidad sociológica, su síntesis filosófica y, por sobre todo, su hermenéutica teológica de la historia y de la cultura.


Nota:

[*] El presente texto corresponde en lo fundamental a la exposición realizada por el autor en la Universidad de Montevideo en el marco del Congreso en homenaje al historiador y filósofo uruguayo Alberto Methol Ferré.

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