Su visión lo empujaba a pensar que había una parte luminosa en el hombre y no solo la reducción al sinsentido de la existencia.

“Esta palabra ‘absurdo’ ha tenido mala suerte, y confieso que esto ha llegado a irritarme. Cuando yo analizaba el sentimiento del absurdo en el Mito de Sísifo, estaba buscando un método y no una doctrina. Yo practicaba la duda metódica. Buscaba hacer ‘tabla rasa’ a partir de la cual se puede comenzar a construir. Si se postula que nada tiene sentido, entonces hay que concluir que el mundo es absurdo. Pero ¿es que nada tiene sentido? Yo nunca pensé que uno pudiera quedarse en esa posición. Ya cuando escribía el Mito, estaba pensando en la révolte que escribiría después, en la que intentaría […] describir las diversas actitudes del homme révolté”. [1]


Albert Camus (1913-1960), francés de origen argelino, apareció en el escenario literario europeo en 1942 con una novela, El Extranjero, y un ensayo filosófico, El Mito de Sísifo, que tuvieron instantáneo éxito e inmediata difusión, siendo interpretadas y calificadas como “obras del absurdo”. El joven escritor se vio adscrito al grupo de intelectuales existencialistas —entre los cuales se destacaba Sartre—, que postulaban el “sinsentido” de la realidad. A ellos les convenía sumar a un escritor de tal calidad. Desde entonces, y por mucho tiempo, fueron identificados Sartre-Camus, a pesar de la evolución radicalmente opuesta de este último.

Sin duda ha de haber sido una tentación para Camus el verse aceptado por el “mundo” cultural si se “instalaba” en el “absurdo”, gozar de la fama que pertenecer al grupo le hubiera procurado. Pero no hubiese sido fiel a su visión y a su pensamiento, que lo empujaban a encarar otros aspectos significativos y valederos de la realidad. “Hay otra cosa, lo sé —la parte luminosa del hombre”. [2]

Conservamos una carta suya de 1943 dirigida a su gran amigo y maestro, Jean Grenier, en que Camus confiesa la tentación mundana y su decisión de rechazarla. Dice: “Hay algo que me impedirá siempre caer en una especie de diletantismo ‘de hecho’ y son mis orígenes” —familia pobre pero fiel, pobreza material pero espíritu receptor de las “verdaderas riquezas” de la contemplación y la amistad… Y agrega: “En todo caso, la única manera de no dejarme ‘poseer’ por el absurdo es no sacar ventaja de ello. Más vale apartarse. Y admito a veces (se lo digo vacilante habiendo reflexionado) que una de las conclusiones es el renunciamiento...”. Y recuerda al respecto “la admirable frase de Newman: Admirar las cosas de este mundo en el momento en que renunciamos a ellas”. [3]

En la carta de respuesta, Jean Grenier rescata y subraya dos veces esta frase de John Henry Newman que su discípulo le ha citado: “Me hace feliz que me diga que no hay que aprovecharse del Absurdo y de las ventajas que esta visión de las cosas puede acordar al que la admite. La frase de Newman que Ud. me cita a propósito de esto, es muy conmovedora”. [4]

“Hay un mito absurdo, no hay pensamiento absurdo” —contesta Camus, que ya en esos años finales de la guerra preparaba su novela La Peste y el ensayo El hombre rebelde.

I

En El hombre rebelde [5] Camus emprende un cuidadoso análisis del fenómeno de la rebeldía [6], criticando sus desbordes en múltiples manifestaciones devastadoras en los ámbitos de la ideología, la política y la literatura. Pero lo más importante es que propone una corrección, a primera vista recta y eficaz, en el plano de la acción y de la ética.

“¿Qué es un hombre rebelde? Un hombre que dice ‘no’. Pero si rechaza, no renuncia: es también un hombre que dice ‘sí’ desde su primer movimiento […]. Todo movimiento de rebelión invoca tácitamente un valor. [...] El rebelde quiere […] identificarse con ese bien del que ha adquirido, de pronto, conciencia, y que quiere que sea, en su persona, reconocido y saludado”. [7]

Camus ve y señala que la rebeldía o révolte es la reacción espontánea de rechazo a lo que el hombre sufre como abuso o injusticia. Observa que este rechazo —este “NO”— supone un implícito “SÍ” revelador. Revela algo incontestable, inconfundible, esencial, que atañe a todos. Camus concluye: “je me révolte donc nous sommes”. [8] No es una mera deducción, sino una constatación. Este hecho de contener una afirmación implícita de algo de lo cual el hombre no podría desprenderse sin dejar de ser, está indicando su inconfundible “naturaleza humana”, de la cual todos los individuos participan. Resulta así un patrón de medida en cuanto a su obrar y actuar; una pauta e indicador capaz de encauzar y poner “medida” y “límite” a sus acciones. “Operari sequitur esse”. Según lo que se es, se obra.

Camus ofrece este redescubrimiento de la “naturaleza humana” como una reconquista positiva, frente a las posturas que la niegan —existencialistas, idealistas, ideológicas—. Todas ellas son nihilistas en cuanto no admiten nada dado que sea definido, que tenga contornos propios, salvo en los seres artificiales proyectados por el hombre. Así pues, para él, es una reconquista positiva volver a reconocer la naturaleza humana. Lo es, sin duda, y brinda apoyo a la reflexión compartida:

“Si los hombres no pueden referirse a un valor común, reconocido en cada uno de ellos, entonces el hombre es incomprensible para el hombre”. [9]

Si no nos es posible participar de una naturaleza común, resultan inútiles las tentativas de diálogo, entendimiento, comprensión. Si cada uno se inventa a sí mismo, o si cada cual está encerrado en sí —es “huis clos[10]—, resulta imposible la sociabilidad, la política, la comprensión y el gusto por el arte y la literatura.

También se vuelve imposible intentar hacer justicia, ya que la justicia significa dar a cada uno lo que le corresponde. Y ¿cómo saber lo que corresponde a lo que no es nada definido y por lo tanto nada le corresponde? El nihilismo habla en el vacío. De modo que Camus, si llega a decir que “hay una medida del hombre y —como le dice a Jean Grenier, en carta del 9/3/43 [11]—, y por abrirse a lo razonable y lleno de sentido, y aún más: a lo que vislumbra y se le escapa a la sola razón: el enigma o el misterio.

De no haberse apartado del mero absurdo —vía muerta— evolucionando hasta admitir la evidencia de la naturaleza humana, Camus no hubiera podido escribir La Peste, en la cual se da un compartir que llega a ser solidario, solidariamente efectivo. No hubiera podido hacerse los planteos de Los Justos, que se refieren a los “límites” de su acción justiciera, ni tendría sentido la reacción de Diego, el révolté del Estado de Sitio, en favor de la verdad del hombre que era negada por una dictadura ideológica, y el efecto que produce esta reacción en los demás: al abrírseles los ojos, al verse alertados, rechazando a su vez las despóticas ataduras del régimen, y acabando con él.

A partir de un hecho observable —“Vivimos en una historia desconsagrada”—, la pregunta muy significativa que se hace Camus es: “¿Se puede, lejos de lo sagrado y sus valores, encontrar la regla de una conducta?” [12]. No está de más acotar la posición contraria de J-P. Sartre, quien afirma: “No hay naturaleza humana porque no hay Dios para concebirla”.

En L’Homme Révolté, Camus vislumbra una respuesta positiva desde la fuerte afirmación de la “naturaleza humana”. La “révolte” es positiva en cuanto revela y da la medida del obrar, siempre y cuando se esté dispuesto a “vivir y morir, si es necesario, para hacer vivir el ser que somos” [13] (p. 694), porque somos algo. El “révolté” supera el sentimiento del absurdo en cuanto quiere comprometerse a esto y a corregir el movimiento desmesurado, el exceso, sobre todo tomando conciencia de esa desmesura que está latente también en el mismo movimiento instintivo de la rebeldía; lo cual implica la exigencia y el esfuerzo constante de rectificarla en el sentido de ese valor humano que trata de desarrollar y plenificar:

“El révolté debe ser fiel al ‘sí’ que contiene, al mismo tiempo que al ‘no’ que las interpretaciones nihilistas aíslan en la rebeldía. La lógica del rebelde es querer servir a la justicia para no aumentar la injusticia de la condición, es esforzarse en hablar claro para no aumentar la mentira, y apostar por la felicidad”. [14]

Claro que esto es muy difícil. Llega a decir nuestro autor:

“Si el hombre fuera capaz de introducir por sí solo la unidad en el mundo, si pudiera hacer reinar, por su solo decreto, la sinceridad, la inocencia y la justicia, sería Dios mismo.[…] No puede pues encontrar reposo. Sabe el bien, y hace a pesar suyo el mal. El valor que lo mantiene en pie no le es dado una vez por todas, debe mantenerlo sin cesar […] encadenado al mal, se arrastra obstinadamente hacia el bien […] [15]

Como se ve, Camus es optimista, pero no cae en la ilusión. Si en La Peste, Rieux concluye que en el hombre hay “más cosas que admirar que vituperar”, pero no deja de ver que también, aun en los mejor intencionados, hay cobardías, abusos, miedos, aprovechamientos. Si Tarrou señala que, por su parte, él hace un esfuerzo constante para no añadir elementos de mal en la realidad, es porque ha descubierto que su deseo de comportarse bien se ve contrariado no desde afuera, sino desde sí mismo, por una tendencia al mal. El mal moral sale a relucir con fuerza. Así, la révolte no parece suficiente para dar la medida y poner límite.

II

“Los grandes novelistas son novelistas filósofos”, decía Camus en El Mito de Sísifo, así como “pensar es reaprender a ver, a estar atento, a dirigir la conciencia…”. Según lo cual sigue adelante su indagación y no es de extrañar la aparición de un relato tan pesimista como La Caída después del Hombre Rebelde.

La inmensa incomprensión y menosprecio de que fue objeto por parte de intelectuales que lo dejaron de lado a causa de su denuncia del nihilismo contenido en las ideologías y en el existencialismo sartriano, le dolió muchísimo a Camus, y este dolor contribuyó a su penetración del alma humana. Véase al respecto lo que el mismo Camus sugiere en la frase final de su presentación de La Caída. En esta obra señala una verdad: “Una sola verdad en todo caso —dice—: […] el dolor, y lo que él promete” [16].

¿Qué promete este dolor? Me parece que en este caso se trata de la posibilidad de abrir una ventana por donde se pueda atisbar algo más, una verdad que hasta entonces no se había tenido muy en cuenta. Mayor comprensión con respecto a la naturaleza humana — caída— y quizás una vía para purificarla y reelevarla. Es de notar que La Caída surge al mismo tiempo que Camus estudiaba con mucho cuidado el Réquiem para una monja de Faulkner, para adaptarlo en forma de tragedia y ponerlo en escena. Y al comentarlo habla del dolor como un “agujero por donde entra la luz”. [17]

Lo que no se había tenido en cuenta suficientemente es la posibilidad de expiar el mal propio y ajeno por una voluntaria entrega al sufrimiento. Camus habla dos veces de “religión del sufrimiento” con respecto al Réquiem, cuya protagonista, la negra Nancy, cómplice de asesinato de una criaturita, confiesa y se entrega en lugar de la madre culpable con intención expiatoria para ambas (y con repercusión aún más amplia en la sociedad). En una entrevista al diario Le Monde del 31 de agosto de 1956, Camus dice que la obra de Faulkner contiene una religión que “deja entrever la esperanza de una redención por el dolor y la humillación” [18]. Y para el Figaro littéraire de ese 22 de septiembre, repetía: “Es la religión del sufrimiento”, agregando: “Lo que ve Faulkner es que el sufrimiento es un agujero; y que la luz entra por ese agujero, sí” [19]. Tal aserción comporta tanto la clarificación de la conciencia ante la culpa como la revelación de la función catártica de la penitencia expiatoria.

Puede decirse que Camus valora esto no solo individualmente, para un caso aislado, sino que ve su proyección en la trama social. Es lo que se observa en La Caída, cuyo tono irónico hace difícil muchas veces discernir el alcance de cada aserción del protagonista. El propio Camus indica en su presentación la ambigüedad de su personaje. Esta presentación da pistas y al mismo tiempo despista. Nos desafía con preguntas. Y finalmente da una pauta de salida.

Recordemos brevemente la situación: De entrada el lector se ve atrapado en la red de un aparente diálogo. Un desconocido, alguien que con buenos modales interpela a otro desconocido: le ofrece sus servicios, pero, de hecho, lo obliga a convertirse en su interlocutor sin dejarlo ser. Haciendo gala de buenos modales, habla sin parar; al preguntar no espera respuesta, sino se adelanta a expresar su opinión dando por descontado que el otro piensa igual. Lo que dice de sí mismo se lo adjudica al otro e incluso proyecta sus juicios a todo el mundo. Resulta imposible desprenderse de esta red del hablador, que dice haber sido un abogado exitoso y convencido de su superioridad tanto por ocuparse de defender a víctimas sin recursos cuanto por lograrlo. Se había compuesto una autoimagen de suprema excelencia mediante la realización de actos caritativos. Pero esta imagen se le quiebra luego desde adentro y desde afuera. Al principio, se descubre a sí mismo iracundo y dependiente de la opinión ajena. Le surge una “risa” acusatoria en su interior: no eres el que te crees. Luego se le revela su cobardía al no acudir al grito de socorro de una joven suicida y desentenderse luego de este hecho. Por no poder aceptar estas fallas, y temiendo que se conozcan y lo juzguen, decide no seguir ejerciendo su profesión. Huye a un lugar donde nadie lo conoce y se adjudica el rol de “juez-penitente”, tomando al mismo tiempo el nombre de Juan Bautista Clamence, con lo cual sugiere un papel de profeta y precursor de salvación, pero agregando “comediante” en su tarjeta de presentación. Espera a sus clientes en un bar del puerto de Ámsterdam, lugar brumoso que se presta a la confusión. A estos clientes se confiesa, en una confesión confusa, ya que en todo momento se advierte su ambigüedad. ¿En dónde está la ambigüedad? En que no se arrepiente, sino que involucra a los demás en sus propias faltas. “Ud. también, ¿no?” O sea, se muestra a sí mismo como espejo del otro. Por lo tanto, lo está acusando, al otro. Esto es lo que conturba.

Camus también conturba en su presentación del personaje cuando nos interpela: “El que habla en este libro ¿hace su proceso, o el de su tiempo? ¿Es un caso particular, o el hombre de la época?” Al preguntar ¿es esto “o” lo otro?, dificulta que se vea que es esto “y” lo otro: las dos cosas. Tal artificio está también incluido en el juego genial de espejos que va oponiendo el artista a lo largo del monólogo dramático. Si este hombre “tiene el corazón moderno”, y esto quiere decir que “no soporta ser juzgado”, entonces vale tanto la “confesión” como la “acusación”. Ni el que se confiesa ni el acusado aceptan la culpa porque les duele tener que reconocer que no son inocentes. Así Camus, con su observación final sobre el “dolor”, nos orienta. A todos duele.

Camus (en HR) había señalado esta característica en los “dandys” o petimetres: no les importaba ser, sino “parecer”. Y buscaban siempre un público. Siendo escritores, sus escritos eran maneras de presentarse ante el público como líderes de los mejores programas o propuestas. Pero también Camus señalaba que esos dandys vanidosos sufrían en su interior, sintiéndose poca cosa. Y por este dolor los compadecía.

Aquí en La Caída este tipo de sufrimiento sangra por debajo de muchas declaraciones del protagonista y hace que no nos burlemos de él del todo. Al contrario. Y el que nos ofrezca “un espejo” no quiere decir entonces que solo sea para tender una emboscada y burlarse él de nosotros. Muy por el contrario, gracias a la presentación artística de monólogo dramático, en espejo, puede que ello resulte una ayuda para reconocer esa parte oscura de nosotros mismos que nos disgusta exponer, para que no la reprimamos, para que al darle cauce al dolor de reconocerla, nos alivie y purgue. Puede ser un antídoto contra la vanidad y el orgullo.

Ya en el HR, Camus moderaba esta tentación de orgullo al hacer no una propuesta de extremos de excelencia, sino un intento de conductas ajustadas a la verdad y con “modestia” [20].

En La Caída esta propuesta sale del plano teórico, abstracto, del ensayo, y penetra, por obra del arte, en el ámbito recóndito de la conciencia. Al cobrar carne y sangre, muestra su dificultad real. ¡Qué terrible es, para el que se cree impecable, escuchar de pronto esta “risa” que echa por tierra esta convicción! Lo peor es que esa “risa” no provenga de afuera, sino desde adentro. Y que se repita de tanto en tanto.

La obra muestra, o al menos sugiere, la alternativa: o bien salir del juego acusatorio cobrando conciencia del mismo en nosotros y en nuestra sociedad; o bien continuar sumidos en “el respeto humano”, el “satanismo virtuoso” de aquellos que —dice— “no creen más que en el pecado, pero nunca en la gracia” [21]. Notablemente Camus elogia a Bernanos, así como a Calderón, por tener en cuenta y aprovechar la “gracia”.

Por otra parte, si el hombre reconoce su miseria, en este reconocimiento sale a relucir su “grandeza”, lo cual Camus subraya tanto como Pascal, que dice: “El hombre es tan grande que su grandeza se muestra incluso en que se reconoce miserable”.


Notas:

[1] Entrevista con Gabriel D’Aubarède, «Les Nouvelles littéraires», 10/5/1951 (OC III).
[2] Albert Camus-Jean Grenier: Correspondance 1932-1960, Paris, Gallimard, 1981, p.100.
[3] Id, p.89.
[4] Id, p.90 y 92.
[5] L’Homme Révolté, ensayo publicado en 1951. Albert Camus : 1913-1960.
[6] OC IV, p. 70, Introduction: “Dos siglos de révolte, metafísica o histórica, se ofrecen a nuestra reflexión”.
[7] OC IV, pp. 71-72.
[8] «Yo me rebelo, luego nosotros somos».
[9] (L’Homme révolté, II -«La révolte métaphysique», en OC III, Gallimard, 2008, p.80
[10] “Hueco cerrado”: es una referencia a la obra teatral de J-P. Sartre Huis clos, traducido “A puerta cerrada”, y que expone ese punto de vista de la incomprensión a causa de la negación de una común naturaleza humana, ya que para Sartre no la hay; según él, el hombre existe y es “pura libertad”.
[11] Correspondance A. Camus - Jean Grenier, p. 89.
[12] OC IV, p.78, texto completo: “La actualidad del problema de la révolte se debe solo al hecho de que sociedades enteras han querido hoy tomar distancia con respecto a lo sacro. Nosotros vivimos en una historia desconsagrada.[…] Es nuestra realidad histórica. A menos de evadirnos de la realidad, hemos de encontrar en ella nuestros valores. ¿Se puede, lejos de lo sacro y sus valores absolutos, encontrar la regla de conducta? Tal es la pregunta planteada por la révolte”.
[13] OC IV, p. 310.
[14] OC IV, p. 305 (V. La pensée de midi).
[15] OC IV, p. 305-306 (V. La pensée de midi).
[16] AC, ed. de Roger Quilliot, Théâtre-Récits-Nouvelles, Pléiade, Gallimard, 1962: «Prière d’insérer» para La Chute, p. 2015.
[17] op.cit, T-R-N, p.1864.
[18] op.cit, T-R-N, p.1880.
[19] op.cit, T-R-N, p.1864.
[20] Fórmula coincidente con la moral clásica en la que hacer el bien es obrar según la verdad de las cosas.
[21] OC IV, p.759.

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