La cuestión de la educación sexual reviste mayor complejidad debido a que, en cuanto a los contenidos y la evaluación moral de los mismos, media, en general, un abismo de diferencia, entre la educación que brindan o hasta imponen los gobiernos, a través de los Ministerios de Educación o de Salud, según las circunstancias, y la que la Iglesia desearía, no sólo para sus fieles, sino para todos los que la reciben. La educación es expropiada de la familia.
Hoy se reconoce la importancia que reviste una auténtica educación sexual. El problema radica en la modalidad ofrecida, en los contenidos y en la manera que ha de ser tenida en cuenta la edad y el desarrollo de los niños y los adolescentes que la reciben. Además, y es otro tema que conviene afrontar, no se puede dejar de lado la pregunta: ¿A quiénes corresponde impartir tal educación: al Estado, a los educadores, a la familia? Es preciso reconocer que al respecto no hay propiamente claridad y que entre muchos padres de familia, incluso católicos, reina un cierto desconcierto, a veces sobre sus derechos y capacidad para cumplir esta tarea, y especialmente en relación con la educación sexual que se imparte en las escuelas y colegios, no siempre por ellos conocida, y en el caso de que se conozcan los métodos y contenidos, no siempre por ellos acompañada o aceptada.
La cuestión de la educación sexual reviste mayor complejidad debido a que, en cuanto a los contenidos y la evaluación moral de los mismos, media, en general, un abismo de diferencia, entre la educación que brindan o hasta imponen los gobiernos, a través de los Ministerios de Educación o de Salud, según las circunstancias, y la que la Iglesia desearía, no sólo para sus fieles, sino para todos los que la reciben. La educación es expropiada de la familia [*].
Además, no habría razón para ocultarlo, no son en muchos casos convergentes las posiciones y las exigencias que provienen del Magisterio de la Iglesia y las hipótesis que ponen en circulación algunos teólogos, por fortuna pocos. En relación con ciertas posiciones reñidas con la enseñanza de la Iglesia suele haber más aproximación con los contenidos y los métodos empleados por quienes imparten un tipo de educación sexual, más restringido a lo genial y al riesgo de enfermedades sexualmente transmitidas, en lo cual ponen el énfasis, dentro de una tónica de permisividad que impresiona, que con lo que las familias cristianas, con todo derecho, esperan y desean para sus hijos.
El Pontificio Consejo para la Familia, desde hace tiempo había sido interpelado por innumerables padres de familia, movimientos apostólicos, grupos, organizaciones, preocupados por la confusión reinante, no obstante un conjunto de esfuerzos válidos emprendidos en numerosos casos por las Conferencias Episcopales. Sin embargo, no son del todo excepcionales los casos en los cuales las mismas Conferencias Episcopales o algunos Obispos han sido sorprendidos, literalmente asaltados en su buena voluntad, cuando han visto cuál era el tipo de educación sexual que se impartía en sus propios países y Diócesis, y en algunos casos incluso manipulando de alguna manera el nombre de la Iglesia.
No siempre ha estado presente un deseo de atenta información y un sano sentido crítico cuando se han empezado a ensayar algunos textos o a poner en acción algunos criterios y en el diálogo con las mismas autoridades puede haber ocurrido que no se hayan asesorado convenientemente.
La respuesta, después de un trabajo paciente de algunos años, es el documento intitulado Sexualidad humana: Verdad y Significado, que con fecha de 8 de diciembre de 1995 ha sido publicado por nuestro Dicasterio, en un campo que le es de su clara competencia. Naturalmente este documento que ha sido muy bien recibido, en primer lugar por quienes son estudiosos de estos temas y por quienes están más comprometidos en esta materia, y en un caudal impresionante, por los padres de familia, no ha de ponerse en contradicción sino en complementariedad con otros documentos de la Santa Sede. Es una nota peculiar a nuestro documento lo que se subraya en el subtítulo: Orientaciones educativas en familia. Y esto ya muestra un derecho fundamental que le asiste a la familia, como comunidad primera responsable de la educación de los hijos, de asumir su específica responsabilidad, que no puede ser delegable plenamente, en un campo tan fundamental, que marca la existencia para toda la vida.
Conviene recordar algunos literales del Artículo 5 de la Carta de los Derechos de la Familia, de la Santa Sede (del 22 de octubre de 1983), documento que fue explícitamente solicitado por el Sínodo de la Familia (de 1980), para ver cuál es la razón por la cual el Pontificio Consejo para la Familia ha emprendido la tarea de profundizar en este campo: “Por el hecho de haber dado la vida a sus hijos, los padres tienen el derecho originario e inalienable de educarlos; por esta razón ellos deben ser reconocidos como los primeros y principales educadores de sus hijos”.
Después de subrayar que “los padres tienen el derecho de educar a sus hijos conforme a sus convicciones morales y religiosas...” (Lit. a), la enseñanza se hace más concreta en relación con la educación sexual. Transcribamos todo el literal C: #Los padres tienen el derecho de obtener que sus hijos no sean obligados a seguir cursos que no están de acuerdo con sus convicciones morales y religiosas. En particular, la educación sexual -que es un derecho básico de los padres- debe ser impartida bajo su atenta guía, tanto en casa como en los centros educativos elegidos y controlados por ellos”. Ha de quedar bien en claro que no hay oposición entre la educación sexual en los colegios, sobre lo cual la Congregación Para la Educación Católica había publicado un documento: Orientaciones Educativas sobre el amor humano (del 1 de noviembre de 1983), y el documento nuestro. La educación sexual, bien entendida, debe hacerse “bajo la atenta guía” de los padres, incluso cuando es impartida en las escuelas. En ningún caso la Iglesia puede resignarse a la expropiación del Estado o de Instituciones.
La Encíclica Evangelium vitae retorna sobre la importancia de la educación sexual. Y lo hace precisamente después de los números en que recuerda la “decisiva responsabilidad de la familia”, “determinante e insustituible” para la formación en la cultura de la vida (n. 92), y de recordar cómo tal formación se imparte por medio de la educación, en sus distintos aspectos y pasos, comenzando por la formación de la conciencia moral y el descubrimiento del vínculo constitutivo entre libertad y verdad (cfr. N. 96), puntualiza: “a la formación de la conciencia vinculada estrechamente la labor educativa, que ayuda al hombre a ser cada vez más hombre, lo introduce siempre más profundamente en la verdad, lo orienta hacia un respeto creciente por la vida, lo forma en las justas relaciones con las personas. En particular -enfatiza la Encíclica-, es necesario educar en el valor de la vida comenzando por sus mismas raíces. Es una ilusión pensar que se debe construir una verdadera cultura de la vida humana, si no se ayuda a los jóvenes a comprender y vivir la sexualidad, el amor y toda la existencia según su verdadero significado y en su íntima correlación. La sexualidad, riqueza de toda la persona, “manifiesta su significado íntimo de llevar a la persona hacia el don de sí mismo en el amor”. La banalización de la sexualidad es uno de los factores principales que están en la raíz del desprecio por la vida naciente: solo un amor verdadero sabe custodiar la vida. Por tanto, no se nos puede eximir de ofrecer sobre todo a los adolescentes y a los jóvenes la auténtica educación de la sexualidad y del amor, una educación que implica la formación de la castidad, como virtud que favorece la madurez de la persona y la capacita para respetar el significado “esponsal” del cuerpo (E.V. n. 97). Este aparte puede justificar, en amplia medida, el título de nuestro documento.
El Magisterio ha enriquecido notablemente todo lo relativo a la familia, a sus derechos. Hay tres documentos básicos, estrechamente ligados entre sí, que representan como fundamento del documento de nuestro Dicasterio sobre la Sexualidad Humana. Son la Exhortación Apostólica Familiaris consortio, La Carta a las familias (Gratissimam sane) y la Encíclica Evangelium vitae. Constituyen la columna vertebral de nuestro servicio en la Curia Romana. Naturalmente resultó muy conveniente esperar a la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, con tantas luces sobre la Familia y el tema que nos ocupa, lo mismo que la publicación de la Encíclica Veritatis splendor, porque el conjunto de esta enseñanza es fundamento de nuestro aporte, fruto además de la ayuda de expertos en la materia y del diálogo que medió para su elaboración. Por último, Sexualidad Humana (en adelante citaremos S.H.) está en plena convergencia con el reciente documento del Pontificio Consejo para la Familia, Preparación al sacramento del matrimonio. La mejor preparación para sumir las responsabilidades en la pareja, delante de Dios y de la sociedad, es precisamente todo lo que se recibe de la familia de donde se procede, es decir, la preparación remota, que implica la educación recibida, comprendidos aspectos básicos de la educación sexual, a través del ejemplo de los padres, de su recíproca entrega gozosa y responsable, así no se hubiera transmitido siempre (y en muchos casos hubiera estado incluso ausente) una educación sexual más de tipo informativo.
Después de las Conferencias Internacionales de El Cairo, sobre Población y Desarrollo, y de la de Pekín, sobre la Mujer, se comprende mejor la importancia del tema y todo lo que está en juego. En esas Conferencias, sobre todo en los textos preparatorios, abundaron los conceptos ambiguos que tienen que ver con una distorsionada educación sexual, en la que su auténtico significado ha sido sistemáticamente olvidado. En esas batallas es evidente el eclipse de todo lo que comporta la Cultura de la vida, desde sus raíces, es decir, desde la misma concepción del sexo, de las fuentes de la vida, de la verdad de su lenguaje esponsal y su relación con el amor, la familia y la misma sociedad. Los términos que se utilizaron y que se buscó a toda costa imponer, como una especie de nueva moral, o como elementos centrales de un nuevo estilo de vida, según la denuncia del Santo Padre, llevaban una carga de ambigüedad y de manipulación de un lenguaje sugerente que respondía a la realidad de ciertos contenidos. Así la “expropiación” se volvía sustitución e invasión, al procurar generar nuevas actitudes. Expresiones como “derechos sexuales”, “salud reproductiva”, “planeación familiar”, eran entendidas y usadas en un modo individualista, al margen del amor, de la responsabilidad en el matrimonio y en la familia, frecuentemente fuera del conocimiento de los padres, con una serie de elementos convergentes hacia una banalización del sexo, reducido a lo meramente genital y a los riesgos de salud, comprendido entre ellos la concepción y con los presupuestos (que no lograron todo el suceso) de introducir incluso el crimen abominable del aborto como planeación familiar o como instrumento de control demográfico.
En cierta forma podríamos decir que la “batalla de El Cairo”, fue también la batalla de la auténtica educación sexual, de sus criterios, de su significación. La “expropiación” de los derechos educativos de la familia se intentó hacer en el plano internacional. En el fondo, se daban por descontados los presupuestos, como si fueran pacíficamente compartidos, de los mitos de la sobrepoblación y expresiones como las que hemos recordado estaban al servicio del control de la población a toda costa y por todos los medios. Naturalmente partiendo desde las raíces, de una antropología subyacente, desde la cual la verdad del hombre y de la mujer y el significado de la sexualidad y de su lenguaje son ofuscados. ¿No es ésta la lucha que, por otra parte, se está dando en muchos de los países del mundo? El mismo evidente interés que dan a las campañas pone de presente la trascendencia de lo que está en juego. No es algo secundario.
Si bien hay otros muchos aspectos que son de primera importancia en el campo educativo, como la transmisión de los valores humanos y cristianos, la educación sexual representa algo fundamental, que da el tono, el rumbo y el colorido a la manera de ser hombre y mujer, y que está ligada a la dignidad de la persona humana. Es, por tanto, uno de los campos más conflictivos de una batalla antropológica, o, para emplear la expresión del Santo Padre, la del estilo de vida.
Lo fundamental es, pues, establecer los criterios de una auténtica educación sexual. Se trata de una sexualidad humana, referida a personas humanas, por lo cual no puede estar ausente una cimentación antropológica, que por una parte no la confunde o reduce a lo meramente instintivo, a pulsiones de la líbido no sometidas a una voluntad libre. Se conocen las conclusiones apresuradas de ciertos estudios que dan el paso de los comportamientos en los animales a la sexualidad humana. Se ha hablado del “hombre neuronal” (Changeaux), en un tipo de cientismo, de positivismo que se limita a definir al hombre como capacidad de sentir dolor o placer, sin establecer otras diferencias con el mundo animal. Sería muy oportuno distinguir con claridad entre necesidades e instintos. No se puede establecer una identidad entre necesidades e impulsos sexuales. Estos poseen una anatomía y una fisiología propias y poseen una finalidad de relación social, de la cual la familia es el núcleo original. Además, los instintos no pertenecen al orden biológico, sino al psíquico, o sea, no son mecánicos y automáticos, sino que son excitados por factores vitales preconscientes o conscientes (cfr. Darío Composta: “Natura e ragione”, Zurigo 1971, pp. 139, 157). Es un error de algunos “etólogos” (que estudian la ciencia de los instintos) no distinguir entre instintos animales e instintos humanos. Entre los instintos humanos sobresale la “libidine” o “concupiscencia”. La líbido es un instinto específicamente humano y no animal. Comenta este conocido autor italiano: “La líbido es genial, plástica, y siempre actual a diferencia del instinto animal que es monótono, autorregulado, no inventivo, repetitivo. Al contrario, la líbido, objeto de regulación humana, no conoce ni límites, ni estación, ni estilos estereotipados de realización”. El hombre tiene también una capacidad de violar el sentido y la verdad del sexo y, en tal sentido, Aristóteles hablaba del hombre como un “animal maldito” (en la política) y Aristófanes aludía al “éxtasis” de la gratificación, sino a la “locura” más vinculada al carácter destructivo de un sexo desorientado y desaforado.
No es tampoco el hombre una especie de máquina programable, con una especie de instalación más, por perfecta que sea. Hay, a la base, un materialismo rampante que mutila la misma capacidad de la libertad y arroja al hombre en los brazos del determinismo: el hombre no tendría defensas ni posibilidades en medio de las turbulencias sexuales, o sometido a las presiones cada vez más invasivas, que vienen de las sociedades en las que se vive. La del hombre es una sexualidad referida a la persona, que la compromete. El sexo no es como algo externo a la persona misma, concepción que conduce la banalización, pues la variedad de conductas no afectarían a la persona. La sexualidad no es algo externo sino que se refiere al núcleo íntimo de la personalidad. Es algo que progresivamente se va descubriendo en forma más completa. Ya la Exhortación Apostólica Familiaris consortio observaba: “La sexualidad caracteriza al hombre y a la mujer no sólo en el plano físico, sino también en el psicológico y espiritual, con su huella consecuente en todas sus manifestaciones” (F.C. n. 11). “La sexualidad es un elemento básico de la personalidad; un modo propio de ser, de manifestarse, de comunicarse con los otros, de sentir, expresar y vivir el amor humano” (Orientaciones Educativas sobre el amor humano, Congregación para la Educación Católica, n. 4).
Tan solo es dable ahora recordar algunos aspectos del sentido de la corporeidad, observando que el cuerpo no debe ser considerado una especie de objeto material, pues hace parte de la entera vida personal, de la manifestación del yo. Es cuerpo unido al espíritu. El hombre es espíritu encarnado y cuerpo espiritualizado, entendiendo bien la formulación, y de esta manera hace parte del entero sujeto. Es un cuerpo vivido, expresión también y vehículo para ello, de la vida interior del YO. En tal sentido, el cuerpo es encarnación del yo, por el cual se puede vivir la historia en el tiempo y en el espacio... lleva un patrimonio de dones que fija en la historia. Es básica en una ajustada visión antropológica acoger y ahondar en la concepción hylemórfica (no dualística) según la cual la persona humana está constituida por el alma y el cuerpo.
El cuerpo es humano precisamente porque es animado por un alma espiritual y de él recibe su unidad, su coordinación, su armonía. De esta unión substancial proviene la unidad de la actividad humana. Si Santo Tomás está ligado para la historia a esta fundamental e irremplazable antropología, hay una serie de aportes más recientes que, bien interpretados, representan un enriquecimiento importante. De esta manera Gabriel Marcel puede expresar que “yo soy mi cuerpo” (no solamente cuerpo, evidentemente), pues como observa “lo que es propio de mi cuerpo es no existir separadamente solo, es no poder existir solo”. El filósofo francés incursiona también en la función de mediación social del cuerpo. Se puede “estar con otros”, estar abierto a otros por la corporeidad y su lenguaje: es cuerpo es “presencia” frente a los otros, es síntesis y memorial del pasado, del presente y del futuro en relación con los otros, todo lo cual comporta el recíproco reconocimiento como persona y la posibilidad de comunión (Homo Viator). Maritain podrá expresar respecto de la unidad substancial del cuerpo y del alma, que en algunos casos ha querido ser relegada como si fuera de menor importancia: “Todo elemento del cuerpo es humano y existe como tal, en virtud de la existencia inmaterial del alma humana. Nuestro cuerpo, nuestras manos, nuestros ojos existen en virtud de la existencia de nuestra alma” (Metafísica e morale).Como oportunamente advierte Elio Sgreccia, los aportes de la filosofía contemporánea son de gran valor, siempre y cuando no se ponga en tela de juicio la estructura ontológica de la persona (Manuale de Bioética, Vol. I, Vita e Pensiero, pg. 138). Se aduce, además, como un posterior enriquecimiento, la distinción en la lengua alemana entre Körper (el cuerpo orgánico, objeto de estudio) y el Leib (cuerpo vivido, sujeto de la vida y de la relación). Por todo ello la vida física es un valor fundamental. Es también el cuerpo manifestación (epifanía), en la fuerte connotación griega, lenguaje.
Hay un lenguaje constitucional de la sexualidad, como estructura de la naturaleza y no algo “socialmente constituido”. El ser del hombre, su yo, y por tanto el cuerpo, no es una especie de “espacio flotante”, sin fijación, sin áncora, como si fuera tan sólo disponibilidad, por tanto manipulable por los demás, por la sociedad. La sexualidad es instrumento de un lenguaje de complementariedad que tiene su lugar propio en el matrimonio, por ello es manifestación, lenguaje esponsal, conyugal. Así expresaba esta verdad el Santo Padre en Kampala, Uganda, 1993: “Los gestos son como palabras que revelan lo que somos, los actos sexuales son como palabras que revelan nuestro corazón (...). Dar vuestro cuerpo a una persona es entregarse enteramente a esta persona”. Esta consideración abre los horizontes al lenguaje esponsal, conyugal.
Lo fundamental en relación con la educación sexual es integrar la sexualidad en la persona, en el amor, el amor en el matrimonio, el matrimonio en la familia, la familia en la sociedad. Romper esta cadena articulada es atentar contra la verdadera educación que es nociva al ser humano, a la sociedad y que corresponde no a una realización del amor sino a una traición. Cuando el amor verdadero es traicionado, la víctima es la misma persona.
¿Qué es, pues, educar en un auténtico sentido de la sexualidad? Recordemos, en primer lugar, que los progenitores no son meros reproductores. Habría que purificar el lenguaje, de tal manera que se hable mejor de procrear y no de multiplicarse, producir, reproducir, etc. Son padres. Son educadores para ser padres. El Santo Padre, en la Carta a las Familias, Gratissimam Sane, observa: “Este deber de la educación familiar de los padres es de tanta trascendencia que, cuando falta, difícilmente puede suplirse. Es, pues, deber de los padres, crear un ambiente de familia (...). Los padres son los primeros y principales educadores de sus hijos, y en este campo tienen una competencia fundamental: son educadores por ser padres...” (Gr.S. n.16).
Educar no es meramente informar. Abundan hoy las informaciones sexuales, de todo tipo, no siempre dosificadas y respetuosas del desarrollo evolutivo de los niños y adolescentes. Sobra advertir que las mismas informaciones que se ofrecen no deben ser sesgadas, parcializadas, de tal forma que sean vehículo de ciertos comportamientos. Como si los niños necesitaran para satisfacer sus inquietudes una especie de tratados de ginecología... Educar es formar, dar criterios, encarnar valores, afianzar principios.
Con sobrada razón observa una atenta investigadora: “Ni siquiera la información puede ser fría y aséptica transmisión de noticias, sino que debe ser portadora de un mensaje: en otras palabras, la información, además de dar respuestas biológicas, debe ofrecer respuestas éticas, o sea aclarar ulteriormente el porqué de un comportamiento más que de otro”. (María Luisa Di Pietro, Revista Identità Cattolica, p. 32).
Nuestro documento advierte acerca de dificultades de carácter ambiental y cultural, particularmente en relación con una mentalidad positivista, que provoca actitudes utilitaristas. Citemos el texto correspondiente: “El utilitarismo es una civilización basada en el producir y disfrutar, una civilización de las “cosas” y no de las “personas”, en la que las personas se usan como si fueran cosas” (Gr. S. N. 13). Y esta mentalidad la refiere expresamente a “ciertos programas de educación sexual introducidos en las escuelas, a menudo contra el parecer y las mismas protestas de muchos padres” (Ibíd.).
Nos hallamos frente a dos problemas de primera magnitud. Por eso el Papa invita, como algo necesario, a que “los padres (...) reivindiquen su propia tarea y, asociándose, donde sea necesario o conveniente, ejerzan una acción educativa fundada en los valores de la persona y del amor cristiano, tomando una clara posición sobre el utilitarismo ético”. (Gr.S. n. 16).
Hoy muchos padres temen educar, eluden esa responsabilidad, se sienten incapaces de ser educadores (y por tanto de ser verdaderamente padres). Es un temor que hoy denuncian con fuerza los especialistas. Experimentan desgano y hasta pavor de inculcar valores, principios, de corregir. Y como muy bien denuncia el profesor Tony Anatrella, incurren en la confusión de pensar que respecto de los hijos concierne utilizar la metodología usual de parte de psicólogos y psiquiatras para el tratamiento de sus pacientes, en la cual no se dirige, no se orienta, y se busca la terapia por medio de catarsis que privilegia el escuchar... Educar no es una acción terapéutica. El “counseling” no debe confundirse con el vacío de enseñar, formar, corregir. Me parece que este temor de educar, como si fuera lesionar la libertad, está bastante ligado a lo que un psicólogo, en un libro bastante difundido, califica como el síndrome de Peter Pan. El autor es Dan Kiley. El subtítulo lo dice todo: Esos hombres que han rechazado crecer (en el sentido de madurar). Han elegido ser niños, “niños maravillosos”, como responde Peter al Capitán Crochet. Evitan crecer como hombres y ese deseo lo sintetiza Peter Pan en el diálogo con la señora Darling así: “No quiero ir a la escuela para aprender cosas serias. No ha nacido aquel que me atrapará, señora, para hacer de mí un hombre. Quiero permanecer un muchacho toda la vida, para divertirme”.
Este complejo se ha extendido bastante con la complicidad, por omisión, de los padres, que se niegan a cumplir su papel de educadores, y eso tiene serias consecuencias en todos los campos, desde luego también en un vacío de verdadera educación sexual, a la que se refiere el autor en varios apartes.
Otro aspecto importante es encontrar la verdad, la profunda significación del sexo en relación con el amor. Nos hallamos en un campo fundamental de la verdad del hombre, de la antropología. Porque el sexo desligado del amor responsable, oblativo, abierto al otro en el don de sí mismo, como lo hemos recordado en ese lenguaje articulado, del cual hablaba el Santo Padre en Kampala, pierde su expresividad, su comunicación y se vuelve mentira. La verdad del sexo está unida a la verdad del hombre y ceñida a su naturaleza. No se comprende la razón de la desconfianza visceral que algunos moralistas sienten frente a la ley natural, la cual o desconocen o debilitan, mientras dan amplio cauce a la maleabilidad de la persona en la influencia, en los engranajes sociales. El hombre sería eminentemente maleable (antes recordemos aquello de “espacio flotante”, expresión de G. Lipovtsky), hasta la afirmación de Margaret Mead: “la naturaleza humana es eminentemente maleable, obedece fielmente a los impulsos que le comunica el cuerpo social...” (Moeurs et sexaulité en Océanie, Plon, 1969, p. 252). Y no se dan cuenta cabal que esa “maleabilidad”, que se vuelve negación de la naturaleza del hombre, puede conducir a modalidades de un sexo-mentira. Al respecto no es particularmente clara la posición de un autor que se expresa así: “Consideramos la pertenencia a un sexo como un hecho inmutable, una verdad eterna. (...) Sólo recientemente se ha comenzado a apreciar la complejidad de nuestro sexo biológico. Nos damos cuente que en diferentes culturas se encuentran concepciones divergentes sobre la identidad masculina y femenina”. El autor reconoce, “contra la tendencia, típica del subjetivismo moderno, de desligar al individuo de la normativa ínsita (inherente) en la naturaleza, la ética cristiana repropone constantemente el valor de la “ley natural”. Pero advierte, siguiendo de cerca de B. Häring quien sostiene que “además de la cultura, por naturaleza, hay también el ‘natural por cultura’ -(no sabe uno hasta qué tipo de planteamientos)– una contribución peculiar de la antropología cristiana hay que verla en el ámbito de la revisión de los comportamientos ligados a los estereotipos sexuales” (Corso di Morale, Diakonia, Etica della persona, Vol. II, Queriniana, pp. 71, 72). El autor del aparte dedicado a la Corporeidad es Sandro Spisanti. Esto tiene bastante que ver con el problema del "género" (del “gender”), que representaba una preocupación en la Conferencia Internacional de Pekín sobre la Mujer, por el uso ambiguo con el cual era presentado, ¿Qué significa, concretamente, ese deseo de revisar “estereotipos sexuales”?
Lo que en todo caso no aparece con claridad y con la fuerza de la Encíclica Veritatis splendor, tributaría de una antropología digna de ese nombre, es la relación entre comportamiento y verdad, dentro del lenguaje sexual. Todo parecería quedar como en el aire, de manera flotante, y como suele ocurrir en tantos manuales de Educación Sexual, las elecciones serían libres, en relación con toda clase de experiencias que favorecerían el conocimiento y hasta la maduración... Llama la atención el recurso, v.gr., a una apología, ya no tan larvada, de la homosexualidad, lo cual es recogido con alborozo por quienes aprobaron la Recomendación en el Parlamento Europeo de los derechos de las “parejas homosexuales”, que si bien -lo reconoce- no son ni pueden ser matrimonio, deben gozar, en su concepción, de los efectos civiles reconocidos al matrimonio, o en relación con la posibilidad de adoptar, contra las premisas lógicas de acuerdos internacionales. En estos casos se ve, nuevamente, la importancia decisiva de una visión auténtica antropológica, sin la cual el mismo diálogo se torna en extremo difícil, pues todo es referido a un pragmatismo carente de criterios morales. Estamos en el corazón de la sexualidad humana como verdad.
La confusión actual hace el diálogo difícil. Sin embargo, hay rastros de que ciertos criterios no están ausentes en tribus bien primitivas, en contraste con los vacíos de una “cultura” de espaldas a la naturaleza y a la ética. Y en una verdad que implica una antropología subyacente. C. Lévi-Strauss observa prácticas homosexuales en algunas tribus, pero advierte también, en relación con una de ellas, los Nambikwara, que a estas conductas les dan el nombre de “Tamindige Kihandige”, que significa amor-mentira, con lo cual, comenta un moralista, se muestran más maduros que ciertos etnólogos (v.gr. Margaret Mead) (cfr. La Famille, Des sciences à l’étique. Ed. Bayard, pp. 262-263).
En muchísimos textos hoy se defiende precisamente un amor-mentira, como si fuera una verdad, como cimentado en el vacío (que es el concepto genuino de vanidad: la inconsistencia), como algo digno del hombre, útil, como una liberación. Se olvida en tal caso la relación fundamental entre verdad y libertad. La ausencia de verdad no puede sino producir esclavitud, postración. Si hemos dado como subtítulo al documento de nuestro Dicasterio “Verdad y significado” es porque en esto radica la médula del problema y de la discusión.
Abundan interpretaciones que cubren u ofuscan la verdad, en nombre de la necesidad de recurrir a un diálogo para el cual se vaya con la idea de que no se posee un peso argumentativo, un contenido serio, una verdad. O se esfuma la verdad en la interpretación de la libre conciencia, de tal manera que no prestarse a la renuncia de criterios y de principios que no pueden ser objeto de transacción, se haga pasar como postura intransigente, dogmática. Como si la sociedad, como si las familias, no tuvieran derecho a conocer la verdad que nos llega por el Magisterio de la Iglesia o por la luz de una razón no sometida a recortes y acomodaciones.
Permitidme transcribir un texto, particularmente iluminante, sobre la materia que tratamos, del Santo Padre, y que se introduce con la denuncia de una “enfermedad mortal”, como lo es la indiferencia hacia la verdad. Ocultar la verdad es una grave enfermedad del espíritu. Señala los síntomas de esta enfermedad: “La indiferencia hacia la verdad se manifiesta, por ejemplo, en el retener que la verdad y la falsedad, en ética, sean solamente una cuestión de gustos, de decisiones personales, de condicionamientos culturales y sociales, o que sea suficiente hacer lo que pensamos, sin preocuparnos ulteriormente en saber si lo que pensamos sea verdadero o falso (...) Si una persona es indiferente, en el sentido antes dicho, a la verdad... terminará, tarde o temprano, por confundir la lealtad a la propia conciencia con la adhesión a cualquier opinión personal o a la opinión de la mayoría” (Juan Pablo II, Audiencia de 24 de agosto de 1983). Se niega la verdad y la significación de la sexualidad humana de muchas maneras. La separación drástica, llena de consecuencias negativas, es la separación del sexo del verdadero amor que ha de ser un amor responsable, generoso, capaz de verdadera donación, un amor oblativo, no egoísta, abierto a la vida. No se puede separar el amor del significado procreativo, como lo ha subrayado valerosamente la Encíclica Humanae vitae.
El lenguaje auténtico de un amor requiere que su ejercicio sea la unión estable, responsable, de la pareja en el matrimonio, base de la familia. El matrimonio, que funda la familia, consiste, según Santo Tomás, en “una unión ordenada de personas, producida por el mismo consentimiento” (S. Th. III, 45, 2; cfr. G.S., 47, 48,50), y supone el respeto de sus propiedades: unidad e indisolubilidad, propios de una verdadera comunión de amor y de vida. El consentimiento supone la estructura del matrimonio. Hay una red de fines tendientes a realizar la comunión en la íntima condivisión de la existencia, en el amor recíproco, en la procreación, en la educación de los hijos. Las notas que la Humanae vitae señalaba acerca del amor, de un amor total, exclusivo, responsable, fiel y fecundo, con el peso que cada uno de estos calificativos conlleva, le dan a la sexualidad su dimensión de dignidad y de grandeza y lo preservan de la “banalización” de tal forma que la educación de la sexualidad es una educación en el amor y del amor que implica la formación de la castidad (cfr. E.V. n. 97).
P. Ricoeur advierte oportunamente acerca de la banalización que, en su expresión, hace del sexo algo sin significación, insignificante: “el levantamiento de los entredichos sexuales ha producido un curioso efecto que la generación freudiana no había conocido, la pérdida del valor a causa de la facilidad: lo sexual vuelto próximo, disponible y reducido a una simple función biológica, se vuelve propiamente insignificante” (La maravilla, lo errático, el enigma, citado en Práxis Cristiana, vol. 2, Opción por la vida y el amor. Madrid, Ed. Paulinas, p. 275). Meyer, con razón, advierte que en ese movimiento pendular en el que se pasó del tabú, del miedo, del rigorismo, a la revolución sexual, nacen evidentes peligros: “La oleada sexual, en la medida en que suprima tabúes..., va a implantar nuevas dependencias y nuevos tabúes” (Consecuencias de la “destabuización sexual”, en “Selecciones de Teología”, 11 (1972), 359). Comenta un autor: “Los mitos actuales han rebajado el sentido de la sexualidad hasta despojarla de todo contenido humano como si fuera un simple fenómeno zoológico o una vulgar forma de entretenimiento y diversión”. El hombre sería un “mono desnudo”. Esto provoca una cultura de la muerte. Un sacerdote empeñado en la pastoral universitaria, me comentaba la dificultad que encontraba para que muchos entendieran el lenguaje de la Iglesia, pues han sido absorbidos por una permisividad que –era su expresión- les había como matado el corazón. Por fortuna hay también signos de acogida y de positiva dignificación de un sexo responsable, en un amor generoso.
Desafortunadamente la sociedad no colabora para que exista una ecología humana, para que se evite la polución de los corazones y se respire el aire puro en el cual, con sólidos principios morales, pueda educarse integralmente la niñez y la juventud. La banalización del sexo conduce a los peores efectos que la sociedad no puede ocultar. Retornando al “síndrome de Peter Pan”, bastaría considerar el caudal de conflictos que se crean respecto de la sexualidad, y del mismo papel que el sexo desempeña (cfr. op.cit., pp. 41, 42). Hay una serie de conductas, de “concesiones”, como el desprecio de la virginidad, como si fuera algo superado, que lejos de no tener repercusiones en el desarrollo de la personalidad la afectan en su núcleo vital y comprometen, en buena parte, el futuro y la misma felicidad, comenzando por la que es dable conseguir en la historia y en el tiempo. Las primeras víctimas de una verdadera educación, que se ha llamado “la abstinencia educativa”, son los mismos jóvenes, cuyas vidas pierden espesor, y es la misma sociedad, que se desgarra las vestiduras cuando ya es tarde, cuando han ayudado a provocar, con la complicidad de los medios de comunicación, una atmósfera de permisividad que prepara el desenfreno. Habría que ver todo lo que ha comportado la “revolución sexual”, provocada entre otras cosas por una mentalidad contraceptiva que ha encontrado su mayor incentivo con la revolución de la píldora, es decir de medios artificiales de contracepción (los anovulatorios), que van incrementándose y borrando las fronteras, como es sabido, entre la contracepción y el mismo aborto, como el Santo Padre lo recuerda en la Evangelium vitae (n. 13).
Se olvida la verdad del sexo cuando la sociedad se vuelve permisiva, cuando las familias son obstaculizadas en la educación de los hijos, cuando la pornografía se introduce por medio de la televisión en los hogares. En una palabra, cuando se impone un estilo de vida. Esa permisividad asume el relativismo. Me ha parecido bien interesante una reflexión al respecto, que proviene de un agnóstico, pero atento observador de la sociedad, el premio Nobel de literatura Octavio Paz: “Hoy triunfa un relativismo universal. El término es contradictorio: ningún relativismo puede ser universal sin dejar de ser relativismo. Vivimos en una contradicción lógica y moral (...). Aparte de su intrínseca debilidad filosófica es una forma atenuada y en cierto modo hipócrita del nihilismo... Una sociedad relativista que no confesa que lo es, es una sociedad envenenada por la mentira, un veneno lento pero seguro...”. Pensaría en el veneno que, bajo la forma de permisividad, se destila en ciertas formas de educación sexual. Oigamos la reflexión, al respecto, del escritor mexicano cuando habla de una “superstición ante el sexo”. “Una cara de la moralidad norteamericana (y no es limitada a esta nación) es la libertad de las costumbres (permisiveness) y la otra los aspavientos públicos ante grandes o pequeñas transgresiones sexuales de sus políticos. El puritanismo convive con el libertinaje gracias al puente de la hipocresía...”. (Octavio Paz, Itinerario, Fondo de Cultura Económica, pp. 206, 190).
No es el caso de seguir paso a paso el desarrollo de la “revolución sexual”, preconizada por Wilhem Reich, quien oponía a la regulación del instinto por la moral (que considera patológica y caótica), “la autorregulación por la economía sexual”, que consiste en el rechazo de toda norma absoluta, que es represión de la familia y de la sociedad. Al rechazar todo lo que repruebe el adulterio, la poligamia, la infidelidad, se llega a la terrible conclusión de que “el amor es un féretro cuando sobre él se funda una familia”. (cf. N. Mailler, Il prigionero del sesso, Bompiani, Milano, 1971, p. 130).
Se niega así la verdad del sexo en el matrimonio y en la familia, que era una sólida adquisición, o patrimonio cultural, fundado sobre el ser del hombre, reconocido como tal a lo largo de los siglos, con la distinción entre una relación sexual responsable, que la sociedad ha de proteger y enaltecer, en el matrimonio, cimiento de la sociedad, y el sexo aventurero, ocasional, que se inscribe en otro ámbito.
En el matrimonio, el amor, expresado en el lenguaje sexual, no es féretro sino fuente y la familia es cuna de la vida. El sociólogo Giorgio Campanini escribe: “Hay en todas las culturas dos formas fundamentales de relación entre los sexos: las pre y extra-matrimoniales, que son puestas bajo la etiqueta de lo ocasional, y aquellas que se orientan hacia la estabilidad y dan lugar a una unión que se prolonga en el tiempo. El matrimonio signa como regla el paso institucional de una relación sexual, existente o proyectada, que tiene la característica de ocasional, a una relación que tiene, en cambio, la característica de duradera en el tiempo. Y este segundo grupo de relación es el que se coloca en el área de la familia”. (Realtà e problema della famiglia contemporanea. Edizioni Paoline, Torino 1989, pp. 12-13). Lejos de la verdad reina la idolatría y el sexo no se pone al servicio del hombre y de la mujer, de la familia y de la sociedad, sino que se vuelve un ídolo que tiraniza, aunque esa forma de esclavitud, ese “proyecto de civilización”, parezca útil, pues atiende a la búsqueda de sí mismo, pero en una dimensión torcida. La idolatría sexual parte de un modelo falso, que se busca imponer: invade los espíritus en una búsqueda angustiada del placer, por los caminos de la asunción de una sexualidad inmadura, de una sexualidad infantil. Es un magnífico aporte de psiquiatra Tony Anatrella. Ya Freud abogaba por una sexualidad altruista, en la que la otra persona debía estar presente, en contra de las posturas inmaduras del egoísmo (con una cierta equivalencia al amor oblativo). Un “yo” encerrado en él mismo, o un “egoísmo entre dos”, empobrecen.
La madurez sexual se liga al deseo de acceder a la paternidad. Todo lo contrario, desde luego, de una sexualidad infantil en donde se privilegia la “pulsión” por ella misma y no se incorpora en una dimensión relacional, con sentido de responsabilidad. Permitidme la digresión: ¿Una sexualidad inmadura no nos pone ya en el camino torcido de la neurosis contraceptiva, en donde lo que cuenta es la pulsión o repitamos la expresión del psiquiatra francés: la búsqueda angustiada del placer, en donde el sexo asume las características de una especie de droga... cada vez más exigente y cada vez más frustrante? T. Anatrella ofrece este texto de Freud: “El carácter normal de la vida sexual es asegurado por la conjunción, hacia el objeto y el objetivo sexual, de dos corrientes: la de la afectividad y la de la genitalidad... Lejos de ser extraña al objetivo antiguo que era el placer, el nuevo objetivo se le parece en aquello que el máximum de placer es unido al acto final del proceso sexual: la relación con el otro. La pulsión sexual se pone ahora al servicio de la función de reproducción; viene a ser, por así decirlo, altruista (con el deseo del niño)”. (Art. Los modelos sexuales contemporáneos y las orientaciones actuales de la educación sexual. En la Revista FAMILIA ET VITA, p. 29).
Es preciso decir que la idolatría sexual tan difundida por caminos erróneos de educación sexual tiene el defecto no secundario, de situarse en niveles inferiores a las conquistas de la ciencia, si hemos de reconocer en este campo, en los términos indicados, un cierto progreso en la posición freudiana que, por otra parte, no quisiéramos exaltar propiamente.
Hay una distinción evidente entre la búsqueda, sin responsabilidad (luego sin verdadero amor), del mero placer, y un lenguaje de amor que precisamente por serlo se abre a la vida, en el hogar. No es el caso de entrar a explicar términos, a veces usados con ambigüedad. Pero conviene recordar que se usa distinguir entre amor como “eros”, distinción ya propuesta por Viktor Frankl, que consiste en probar el deseo de amar a una persona en su totalidad, comprendido el uso del sexo, y una sexualidad que es el deseo de hacer uso de los órganos genitales por puro placer, en donde la donación no se da. El hedonismo hace del placer el fin último de todas las acciones, como regla y norma de la misma moralidad. Es ésta la catástrofe de una revolución sexual que no oculta su falso ideal de liberación... “Llamaremos libre aquella sociedad en la cual vengan adoptadas sin ninguna limitación la masturbación, los juegos sexuales entre adolescentes, el coito prematrimonial, la homosexualidad...”. (J. Van Ussel, La repressione sessuale, Bompiani, Milano 1971, p. 10).
La Iglesia, precisamente porque libera en la verdad, no puede callar o acomodarse a una cultura que sepulta el amor y la dignidad y que envenena el corazón. No se puede reducir la educación sexual a información (además parcializada), por exclusivas preocupaciones de higiene, resignándose a esas separaciones que traicionan el amor y la persona humana, al disociar persona y sexualidad, actividad sexual y conyugal, conyugalidad y fecundidad (en la neurosis contraceptiva), hasta preparar el corazón para atentar ya no sólo contra las fuentes de la vida, sino contra la vida misma. Hay que transformar la cultura permisiva y banalizadora en una formación, en una campaña de liberación, en una libertad que no dé las espaldas a la verdad.
Una palabra para terminar: si nos hemos situado prevalentemente en una reflexión ética, que se enriquece con la luz de la razón, con los aportes de la ciencia, no podemos dejar de lado –todo lo contrario- la riqueza de la visión que sobre la sexualidad humana ofrece la antropología cristiana. La Revelación arroja una luz extraordinaria, desde el proyecto original de Dios en la unión del hombre y la mujer para el misterio de la procreación, en donde la persona humana, imagen de Dios, se pone en convergencia con la voluntad de Dios. Por eso la educación sexual debe encaminarnos hacia una civilización del amor, de las personas responsables en un amor comprometido, no confundible con una sexualidad meramente pulsional, animal, que se vuelve ídolo que esclaviza y no libera. Hemos de descubrir y de respetar en los otros, personas humanas, amadas por Dios, que no pueden ser tratadas como cosas, y más cuando hay mayor indefensión y cuando los otros requieren mayor cooperación para realizarse plenamente como hombres.
No podría olvidar que hay hoy, en muchas partes del mundo, una saludable reacción contra la erosión en curso, una reacción que se organiza, que reflexiona, que combate por la dignidad del hombre y de la mujer, que no se deja imponer una especie de ideología de la confusión, tantas veces alimentada por los mitos de la sobrepoblación. Una reacción que no puede sepultar los valores éticos y el sentido de la responsabilidad también en relación con la conducta del hombre, con su “caminar”, en el pecado. Quisiera terminar estas reflexiones con esta consideración de San Agustín: “Quien es esclavo del pecado: ¿hacia dónde va? La mala conciencia no puede huir a ella misma... ha cometido el pecado para procurarse un placer corporal; el placer ha pasado, el pecado permanece; ha pasado lo que procura el placer, ha permanecido el remordimiento... Cuando uno comienza a no tener pecados graves (...) comienza a levantar la cabeza hacia la libertad; pero esto no es sino el comienzo de la libertad, no la libertad perfecta”.