Para entender la hondura y la temporalidad de la herida que padecen las víctimas de abuso sexual intraeclesial es necesario poner a disposición todos los recursos de las ciencias humanas y sociales.
© Humanitas 91, año XXIV, 2019, págs. 128 - 141.
En Occidente, desde los lejanos comienzos de la moral griega, el deber de no hacer daño apareció como el principio ético más básico y universal. En el siglo IV a.C., la escuela hipocrática ya establecía como primer principio de la ética médica el primum non nocere o alterum non laedere [1].
La experiencia del daño —en latín damnum— encuentra su raíz en la fragilidad y vulnerabilidad propias de la finitud de la condición humana [2]. Por su fragilitas, el ser humano es quebradizo y pasajero, sujeto a la enfermedad, al dolor, al envejecimiento y a la muerte, expuesto al daño somático, psicológico, social o moral. Por su vulnerabilidad, se encuentra a veces en un estado particularmente indefenso, desvalido o débil. La fragilidad y la vulnerabilidad tienen un sentido negativo —en cuanto estar sometido a experimentar males— pero tienen también un sentido positivo humanizante: alguien frágil se experimenta con mayor facilidad a sí mismo —y experimenta empáticamente a otro— en su verdad de ser humano relacional, necesitado de otro para que lo reconozca, lo cuide y para cuidarlo. En palabras del filósofo Alasdair MacIntyre:
Los seres humanos son vulnerables a una gran cantidad de aflicciones diversas y la mayoría padece alguna enfermedad grave en uno u otro momento de su vida (…). Lo más frecuente es que todo individuo dependa de los demás para su supervivencia, no digamos ya para su florecimiento, cuando se enfrenta a una enfermedad o lesión corporal, una alimentación defectuosa, deficiencias y perturbaciones mentales y la agresión o negligencia humanas [3].
Según la filósofa Martha Nussbaum, la fragilidad es la belleza propia de lo humano, contingente y mudable, que no debe ser escondida o silenciada [4]. Así, las sociedades contemporáneas pueden descubrir en la fragilidad una vía de humanización, abriéndose a la solidaridad, vínculo y acogida a experiencias vitales de dolor o fracaso [5]; a la vez, renunciando a la omnipotencia y la dominación y comprometiéndose más profundamente con la justicia.
Pese a su transversalidad cultural —tanto como la Regla de Oro—, el no dañar ha quedado, en cierta medida, relegado a segundo plano ante el llamado a hacer el bien. Hacer el bien, por su excelencia, ha acaparado el interés de las éticas teleológicas provocando cierta invisibilidad de la formulación negativa, exigible en primer lugar. Se podría, incluso, llegar a la confusión moral de pensar que hacer el bien exime de la obligación moral de no hacer daño; este recurso sería una inaceptable instrumentalización del bien en cuanto tal, lamentablemente más frecuente de lo que se piensa y, ciertamente, presente en algunos modos de enfrentar la realidad del abuso.
La experiencia humana que llamamos “daño” tiene una complejidad antropológica que merece ser reflexionada, si queremos comprender lo que sucede con los abusos en la sociedad y, en particular, en la Iglesia Católica.
El daño como experiencia humana
En los términos latinos —damnum, daño o perjuicio; laesio o vulnus, herida; noceo, dañar o perjudicar, y laedo o vulnero, herir, lastimar u ofender—, se dejan ver los dos respectos que Agustín de Hipona distinguía en todo mal: el mal que se sufre y el mal que se hace (Agustín, lib. arb., I, 1,1).
Desde la perspectiva ontológica, el sujeto dañado es alguien que ha sido privado de un bien que poseía (Agustín, conf., VII, 12), como la inocencia de un niño/a o la confianza de un/a joven. Cuando el daño es la obra deliberada de una voluntad humana —de un semejante— y, más aún, de un otro presente en su existencia para cuidarle y con el agravante de un espacio social altamente significativo pero negligente o incluso cómplice, la experiencia del mal padecido tiene extensiones devastadoras en el ser sí mismo. Tal acción ya no puede calificarse simplemente como carente o defectiva, sino como abiertamente mala en el sentido de malvada [6], una violencia ejercida sobre una víctima inocente. Con todo, el daño, como el mal, nunca podrá ser agotado por una comprensión filosófica o teológica [7].
En cuanto experiencia humana, el dañar y ser dañado es la ruptura drástica de una relación intersubjetiva, de un encuentro entre dos seres con su biografía, su interioridad y corporalidad, su situación, sus valores, sus proyectos. Tal relación se fundamenta en la condición humana de ser con otro, con quien estamos ontológicamente ligados. Se trata de una experiencia comunicativa, una relación intersubjetiva que se da en el lenguaje y en base a una serie de significados compartidos, frecuentemente imperceptibles, que se evidencian con la irrupción de la negatividad. El dañar a otro sería, así, una ruptura o quiebre de los significados implícitos, una “ofensa moral” experimentada como degradación de la dignidad [8]. Transgredir los límites del otro —corporales, emocionales, intelectuales o valóricos— es una de las formas más profundas y agresivas de ofensa moral, que afecta al núcleo del ser sí mismo y de la relación con otro.
El daño es una experiencia radical y el deber de no dañar se presenta como un mínimo exigible, a todos y en relación a todos. Es por ello que el horizonte teleológico de hacer el bien debe ir acompañado necesariamente del marco deontológico de no dañar.
La persona y las dimensiones del daño
Como un tejedor devanaba yo mi vida, y me cortan la trama (Is 38, 12).
El daño que afecta a una persona se vislumbra mejor al contemplar las dimensiones de su ser involucradas. Cimentados en la antropología filosófica de Edith Stein —destacable por su integralidad y contemporaneidad— podemos entender a la persona humana como una unidad psico-física, individual y social, de carácter espiritual, consciente y libre, finita pero buscadora del Ser Eterno, Dios [9].
"Árbol Talado" de Agustín Abarca.
Como unidad psico-física, lo que ocurre a la corporalidad repercute en la vida psíquica y viceversa. La persona es su cuerpo físico, vivido y experimentado “desde dentro”, desde su propio Yo, con la significación que en cada momento va descubriendo o poniendo en él. La transgresión a los límites corporales daña al cuerpo vivido enlazado con el Yo, a la propia identidad, a los sentimientos, a los valores, a los significados, a la voluntad de ser y existir. Lamentablemente, hay evidencias del inmenso daño psicofísico causado en víctimas de abuso sexual, vinculado a graves problemas físicos, psicológicos y de salud asociados a la experiencia del trauma [10]. Conformando un verdadero círculo vicioso, tales problemáticas se ahondan cuando la persona tiene que hacer uso de licencias médicas, las que a su vez generan problemas laborales y familiares.
Sin título, de Agustín Abarca
Cada ser humano es individual, uno y único, con la peculiaridad irrepetible que ha recibido como su ser propio y que va descubriendo y recreando en su transcurso biográfico, en relación con otras personas y en conexión con el medio externo, natural y social. Podemos entender una vida como tal proceso de despliegue de la personalidad, como trama de descubrimiento o develamiento progresivo de la interrogante “¿quién soy?”. Un suceso traumático como un abuso, constituye un corte radical y decisivo en ese tejido vital, hasta el punto de cerrar irrevocablemente posibilidades de existencia. Muchas preguntas quedan sin respuesta: ¿quién habría llegado a ser de no mediar esta experiencia? ¿Qué estratos de mí mismo, de mí misma, no llegaré a descubrir o desarrollar? No puedo saberlo… [11].
La interferencia en la identidad personal no se agota en la violencia ejercida por el agente inmediato del daño, sino que este daño puede ser acrecentado por la acción o la omisión de terceros. Todo individuo necesita de otros para la configuración de sí mismo, como grupos o comunidades de sentido. Una comunidad que tiende a minimizar un acto abusivo desestimándolo, desvaloriza la experiencia de la víctima y se transforma en causa de revictimización.
Una comunidad a menudo es —o debería ser— un espacio intersubjetivo de encuentro duradero, íntimo y personal; un espacio de afecto, cobijo, consuelo, solidaridad y contención en momentos vitales de fracaso, pérdida o desamparo [12]; un espacio donde se desarrollan relaciones de confianza y de gratuidad. Un abuso en este contexto provoca una profunda confusión sobre la autenticidad de tal espacio, más aún si este se relaciona con lo sagrado —como es el caso de una iglesia—, a la vez que produce un profundo sentimiento de soledad y de rompimiento de confianza, fundamento de las relaciones intersubjetivas. Una respuesta comunitaria defectiva, indiferente o agresiva —por ejemplo, desatención, actitud de defensa corporativa, negación, incredulidad o incluso culpabilización a los denunciantes vistos como traidores y enemigos—, puede conducir a la completa desintegración del mundo religioso de la víctima [13]. En este aislamiento de su comunidad de sentido y de total ruptura de la confianza en el otro, cobran una importancia “salvadora” otros niveles de la sociabilidad, menos próximos y más contractuales, pero igualmente indispensables para la dimensión social del individuo: la sociedad civil, el Estado y sus instituciones jurídicas, las declaraciones de derechos humanos.
Igualmente, comunidades enteras pueden ser vulneradas a través de las mutuas desconfianzas que van brotando en ella y a la estigmatización social que produce un abuso. Este daño a la comunidad puede afectar al entorno familiar o afectivo de las víctimas, a la comunidad eclesial, a la comunidad de los sacerdotes no implicados, al pueblo católico, a la sociedad en general y hasta a las generaciones futuras.
El abuso por parte de un adulto significativo — como un sacerdote, un religioso, un docente— tiene otra profundidad más en la persona: el daño a su ser espiritual. Entendemos por este el espacio interior de apertura y libertad, de conciencia del ser interno y externo y de capacidad de ser agente de la propia vida; ese fondo del Yo desde el cual entendemos, valoramos, amamos, decidimos, creemos, confiamos. En este ámbito, hay un daño a los límites intelectuales de la persona, manifestado en el autoengaño o autoconvencimiento de la veracidad del otro que tiene autoridad, negando la propia certeza interior que clama “esto me parece mal”. Asimismo, hay un daño al sentimiento de sí mismo, prevaleciendo un sentimiento insano de culpa, vergüenza, inseguridad de no ser creído, daño a la autoestima; incluso, puede darse una culpa retrospectiva, sintiendo el no haberse defendido, el no haber tenido fuerzas para hablar, el no haber hecho nada.
"Dunas y Cielo Tormentoso" de Agustín Abarca.
Junto a la distorsión de la comprensión de sí y de la realidad, aparece el daño al núcleo más hondo de la persona: su libertad. Frecuentemente, la experiencia del abuso ha sido precedida por una serie de pasos, según la descripción de las víctimas: primero, la elección de la potencial “presa”, con algún grado y modo de vulnerabilidad, que es “marcada” por su depredador; segundo, el “hechizo” o momento de encandilar a la potencial víctima, quien con admiración y confianza le sigue; tercero, separación y aislamiento de las bases y vínculos que podrían defenderla; cuarto, ataque depredador, tras el cual la víctima sufre un corte en su existencia, experimentando un “darse vuelta el mundo”, una fractura de su narrativa que le enmudece y ya no puede contar, un bloqueo del Yo. Simultánea y progresivamente el abusador va tejiendo en torno a su víctima una red de manipulación mental y control emocional que llega a su culmen cuando la víctima entiende y siente que es su voluntad propia la que quiere lo que el depredador le instiga. Llegado a este punto de “obediencia perfecta” [14], su propia voz ya no existe, sino que por ella habla la voz del otro, la voluntad del otro. Su libertad ha sido sometida, secuestrada; su mundo espiritual queda completamente oscurecido.
El daño espiritual llega a su culmen con la implicación del sentido religioso. El ser humano es un buscador de Dios; en sentido más universal, podemos decir que hay en él un anhelo de trascendencia o de sentido. En el caso de los abusos dentro de una comunidad creyente como la Iglesia Católica, el daño llega a afectar a la relación del alma con Dios. En forma previa o simultánea a un abuso, puede darse un uso ideológico de la misma religión y de la comunidad de fe. Es lo que ocurre con las llamadas “creencias tóxicas” [15], es decir, creencias que son usadas deliberadamente para concientizar y allanar el camino o perpetuar los abusos. Un ejemplo de este uso ideológico puede ser la manipulación de la experiencia del perdón, como “obligación” cristiana de amar al enemigo. En realidad, “instar” a perdonar puede resultar en una nueva forma de agresión, pues para la víctima, perdonar al ofensor puede ir contra su propia experiencia y sentimiento y, además, tener la consecuencia indeseable de hacer como que “nada ha pasado”, encubrir, “echar tierra” y permitir que el ofensor se desligue de su responsabilidad. Instar a perdonar —negando el paso primero de la justicia— es no comprender la profundidad del daño, es revictimizar a quien se siente incapaz de perdonar. Como este, hay muchos otros ejemplos de ideas religiosas que es necesario “deconstruir” —apropiándonos del término filosófico— para descubrir en ellas el nivel originario que es deseable mantener y los elementos añadidos en la historia —su uso ideológico para justificar y perpetuar abuso— que es necesario suprimir, transformar o resignificar, con mirada abierta prospectivamente a la novedad que es posible acoger; algunos de esos ejemplos son la idea de autoridad y obediencia.
En este nivel acontece el daño al vínculo más hondo del alma. Es un derrumbe total de la idea misma de religión y de catolicismo. Según los significados propios de la religión cristiana, Dios es Amor, Verdad y Bien (1 Jn 4, 16); en el imaginario del creyente católico común, quien por diversas razones no ha asimilado totalmente la novedad teológica del Concilio Vaticano II, la Iglesia continuaba siendo vista como “sociedad perfecta” y el sacerdote como “otro Cristo”. Tal sociedad y tal mediador humano eran considerados incapaces de dañar y de pecar y, con mayor razón, de cometer delitos. En el alma del creyente víctima de un abuso sexual, no es difícil pasar de la hiriente paradoja a una conclusión devastadora: si el sacerdote y la Iglesia, “representantes de Dios”, cometen abuso o daño, ¡Dios mismo aparece como abuso, mentira e indiferencia! Lo tenido por sagrado —el sacerdocio, la Iglesia— es envuelto en una distorsión y violación que conmueve el sentido mismo de lo sagrado, lo santo; la víctima puede experimentar “culpa”, sentimiento de un pecado profundo y sentir su dolor como “castigo”. Llegados a este punto, se experimenta un profundo shock emocional y confusión espiritual, un auténtico trauma espiritual, un verdadero asesinato del alma (soul murder) [16]. Dios, el amparo último y absoluto del ser humano, es el lugar de la desolación. El daño ha penetrado la vía del contacto con Dios; la víctima puede tener la vivencia del alejamiento de Dios, de sentirse separado, rechazado y traicionado por Dios. Es un quiebre de la idea misma de “amor de Dios”, de “Dios Padre”. Este deplorable acontecimiento es seguido por el daño al mundo simbólico de la religión.
Tras un abuso de este tipo, la liturgia misma —como oración que el pueblo eleva hacia Dios— puede convertirse en causa de revictimización; la víctima se vuelve incapaz de participar en sacramentos y en celebraciones litúrgicas familiares; los signos visibles de la Iglesia aparecen como una violencia, perpetrada por medio de palabras y signos que traen a la memoria la terrible angustia de los abusos [17]. En este marco, ¿adónde acudir? ¿Adónde escapar, si las raíces de la fe se adentran en lo más profundo de sí mismo? ¿Será posible reencontrar, alguna vez, refugio espiritual?
Por el camino de la reparación
Dios, por amor, puede llevarnos a caminar por caminos difíciles, a experimentar heridas y espinas dolorosas, pero nunca nos abandonará.
Para un creyente, más que una esperanza, es una certeza
(Papa Francisco, marzo 2019).
Contemplar la magnitud demoledora del daño causado y sufrido por el abuso intraeclesial nos lleva a preguntar si es posible o no la reparación. Esta cuestión fue pensada ampliamente después del Holocausto, símbolo del horror que es capaz de hacer un ser humano a otro ser humano y que, desgraciadamente, continúa repitiéndose de manera velada hoy.
Ante todo, ¿qué entendemos por “reparar”? Como ha expresado la teóloga Carolina Montero, reparar no es restituir un estado previo, remendar u olvidar, sino “reconocer la realidad tal como fue, con el daño que ha producido, y elaborar lo padecido o lo hecho padecer en la memoria biográfica y social” [18].
El reconocimiento conlleva dos niveles: interioridad y alteridad. Para la víctima, tal reconocimiento puede acaecer mucho tiempo después de ocurridos los hechos, cuando ha logrado desligarse del control emocional del abusador. El retomar la trama de su propia historia rota implica entender, nombrar los hechos tal como son y comunicarlos o incluso denunciarlos; además, involucra desarrollar la capacidad crítica de separarse de sus propias “creencias tóxicas” y modelos aprendidos de relación espiritual, creciendo en el discernimiento personal y en grados de autonomía. Muchas víctimas han dado pasos notables en la elaboración de lo padecido, denunciando y construyendo nuevas redes e instituciones de prevención y apoyo a víctimas y pasando a ser líderes significativos en la sociedad civil.
Parte importante en este proceso de reconocimiento es el otro, que puede ser un sujeto, una comunidad o la sociedad entera. Constituyen condiciones de posibilidad de la reparación social el reconocimiento con veracidad que nombra explícitamente el hecho tal como es —por ejemplo, “delito” y no “falta”—; su contrario son la negación y el disimulo de los hechos. Otras condiciones son escuchar y atender a los denunciantes, acoger a las víctimas como tales con empatía y no temer exigir justicia –intra y extraeclesial–, bien común de las sociedades; simultáneamente, cultivar comunidades sanas afectiva y relacionalmente, dando lugar a creyentes hábiles en el discernir, con “mayoría de edad” espiritual.
Pero alteridad es también el Otro Absoluto, Dios. ¿Cómo se repara la imagen del Dios Amor cuando el abuso tiene lugar dentro de una comunidad eclesial? Así como muchos filósofos del siglo XX se plantearon cómo pensar a Dios después de Auschwitz —nombre paradigmático de deshumanización, humillación y desolación— [19], podemos preguntarnos: ¿cómo pensar a Dios después de la crisis de la Iglesia Católica? Un camino de reencuentro con Dios para las víctimas y para la comunidad creyente es la conciencia de que Dios es lo absolutamente trascendente, más allá del control de los ministros o de una iglesia y, no obstante, tan cercano y tan próximo como lo es Cristo, el Hijo de Dios encarnado [20].
Todo esto, con ser indispensable, constituye únicamente el inicio del itinerario. Se sabe poco o nada sobre el daño y la reparación de heridas espirituales. Sin duda, es importante entender la hondura y la temporalidad del trauma y su sanación y poner a su servicio todos los recursos disponibles de las ciencias humanas y sociales. Una vez andado este trayecto, sería posible visualizar la herida espiritual pura.
Tal vez la reparación del daño, como el perdón, es una experiencia humana que tiene algo de realizado y algo de recibido. El filósofo Humberto Giannini, ante la pregunta por el modo de salvar la convivencia humana tras las atrocidades de regímenes totalitarios, reflexiona sobre la experiencia del perdón como acción comunicativa. En su esfuerzo por desteologizar el concepto —como dice, “hasta donde es posible”—, distingue entre el perdón que se pide y el perdón que se da. El primero, para ser genuino, requiere ser veraz y no estratégico, es decir, ser buscado por el perdón mismo y no a cambio de otra cosa, con conciencia de lo injustificable, de lo que “no tiene perdón de Dios”; requiere el humilde presentarse ante otro, con la acción verbal explícita y quedar expuesto al don del otro, sujeto al per-donum del donante, quien puede o no otorgarlo. El perdón que se da, que solo puede dar el ofendido a quien muestra necesitarlo, es una acción que no se cumple completamente en la declaración verbal; por más auténtico que sea el íntimo querer perdonar o el explícito declarar “te perdono”, tras este se abre —dice Giannini— el “tiempo de la promesa”, en que el evento del perdonar puede ocurrir en la íntima e inefable subjetividad [21].
Aplicando este análisis a la cuestión de la reparación, encontramos que también esta constituye un proceso a la vez visible e invisible, un entramado temporal de acción, de promesa y de don. Si el daño causado y padecido por alguien nos importa, es necesario recorrer el camino que va del reconocimiento a la reparación, conscientes de que todos los pasos del reconocimiento abren “el tiempo de la promesa” en que una persona, una comunidad o una sociedad pueden llegar un día a vivenciar la sanación del daño. Y, parafraseando también a Giannini, podemos decir de la reparación que “puesto que ocurre, es posible”.