José Miguel Ibáñez Langlois

Ediciones UC 

Santiago, 2019. 314 págs.


El autor, conocido crítico, poeta y teólogo –vinculado muchos años al Consejo de Humanitas y por tanto colaborador de estas páginas– escribe al tenor de ese título (El Amor que...), tomado del Paraíso de la Divina Comedia del Dante (Canto XXXIII), con el oficio literario que le es característico, una obra que es impronta de una vida.

Como lo explica en la Introducción, el uso muy extendido en el tiempo que ha hecho del Catecismo de la Iglesia Católica, sea para la docencia u otros fines propios del quehacer sacerdotal, que define su estado, le sugirieron realizar una obra divulgativa, dice, con énfasis pedagógicos y apologéticos, al calor de una experiencia personal y además afectiva. Pero esta “versión divulgativa y sintética del Magisterio de la Iglesia” –que revisa acuciosamente en sus Documentos desde el Vaticano II, siguiendo con Encíclicas y Exhortaciones, y por supuesto la Sagrada Escritura– es más que esa modesta autodefinición. Es un importante libro, sea por su calidad como por su oportunidad.

En tiempos en que Benedicto XVI, entonces Cardenal Ratzinger, fuera estrecho colaborador de San Juan Pablo II y como tal presidiera la Comisión Teológica Internacional (fundada por San Pablo VI como fruto del Concilio), invitó por un período a formar parte de ella a José Miguel Ibáñez Langlois. El libro, a más de ser buena literatura, refleja con todo aplomo el orden reflexivo del teólogo. Su lectura hace pasar por los grandes temas de la doctrina cristiana con la sensación de descanso que una estructuración lógica y bien pensada da a la mente de quien lee y, en consecuencia, con la virtud pedagógica de enhebrarlos, motivando a un ejercicio que se hace grato.

Los catorce capítulos parten por lo que es el verdadero comienzo, no tanto cronológico sino lógico, del cristianismo, que se inicia con la divina revelación de Dios al hombre. Nos lleva luego, explicando la consistencia de la fe en esa Palabra, al Dios Uno y Trino, principio y fin de todo, creador del mundo y del hombre, para en seguida enseñar la Iglesia de la que Cristo es la cabeza, con lo que implica ser ella, desde donde se abre por fin el horizonte escatológico.

No cabe en este espacio referirse a todas esas partes, pero sí señalar aspectos de algunas de estas. Desde luego de la segunda y la tercera, que explican con claridad el acto de fe y la relación entre fe y razón, cuestión que ha ocupado al magisterio de los últimos pontífices, especialmente del Papa Wojtyla, quien incluso dedicó al tema una encíclica, la Fides et ratio. El autor atraviesa y hace atractivo el testimonio y la explicación de este don y misterio, acudiendo a un amplio espectro histórico de pensamiento, que va de Padres de la Iglesia a testigos modernos, pasando naturalmente por Santo Tomás de Aquino. Estos capítulos y otros trasuntan el testimonio de la fe también como una prueba para los cristianos, que cruza los siglos, y que lleva tanto ayer como hoy hasta el martirio. Si algo, no obstante, hubiera que echar de menos en este punto, es que el conflicto de la fe con el mundo concluye aquí en el racionalismo; habría sido quizá enriquecedor para los lectores que el autor abordase también desafíos muy actuales para la fe, según los ha apuntado el magisterio del Papa Francisco –especialmente en su Exhortación Apostólica Gaudete et exultate –como son el gnosticismo y el neopelagianismo, en su expresión contemporánea.

En el capítulo VI, que trata de la creación del mundo, se hace un desarrollo muy clarificador en orden a lo que deben ser las relaciones armónicas entre fe y ciencia moderna. Con un lenguaje propio e identificable, el autor explica, gradualmente, una realidad de riqueza cósmica –desde la poesía del Génesis hasta el Big Bang y más– que en sus palabras se torna evidente y bella, y que sin siquiera mencionarlo, pone en su debido sitio cierto criticismo insustancial, a veces de corte primordialmente mediático o publicitario. Son en este sentido muy elocuentes algunos párrafos de los apartes “La Providencia y el mal” y “La Providencia y la cruz” (cfr. primer párrafo págs. 104 y 108).

La sugerente lectura, cuyo punto de partida es posiblemente un punto árido en la imaginación, apreciación o desconocimiento de algunos –el Catecismo, según se declara–- por el despliegue que le da su autor, transforma este libro, desde su poético título hasta su aparte final (y a pesar de que Ibáñez Langlois haya declarado “no tener oído musical”) en una composición en “modo cantata”.

En efecto, después de un caminar por los misterios, los valles y los montes que explican la historia de la creación, caída y redención del hombre, también su llorar y recoger cantando sus gavillas (Sl 126), el cierre de esta páginas nos invita a mira hacia arriba –hacia donde habitualmente se nos induce hoy a no mirar– a la muerte y a la vida eterna. Y el aparte con que termina se titula así “El cielo”, dándosenos allí no solo doctrina, sino que sobre todo, diría, sentido y deseo.

Dijimos antes que este libro es importante también por su oportunidad. Se hace con él un gran servicio a la Iglesia chilena en la hora de su mayor prueba, poniendo de un modo amable y enriquecedor, a los ojos que quienes son de ella –y también de quienes miran desde fuera hacia ella– el núcleo de aquello en lo que puede reposar un pensar que desea esperar y amar.

Para decirlo con Sto. Tomás, cuya “Suma Teológica” se cita dos veces en el capítulo El acto de fe: “El acto de creer depende de la voluntad de quien cree; pero es necesario que la gracia de Dios prepare la voluntad para que sea elevada a las cosas que están por encima de su naturaleza” (S.Teol., II - II, ad 3).

Pues bien, hay aquí a fin de cuentas, debemos decir, un empeño que, obsequiando sentido y deseo a quien aborda su lectura, puede bien ayudar en ese alzar de la mirada que mucho apremia y que prepara o ayuda a preparar “la voluntad de quien cree”, a creer.


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