Pedro Subercaseaux, el artista

Por Verónica Griffin

El 10 de diciembre de 1880, nacía en Roma el mayor de los hijos de don Ramón Subercaseaux Vicuña y doña Amalia Errázuriz Urmeneta.

Don Ramón comenzaba entonces su sobresaliente carrera de hombre público. Fue Ministro Plenipontenciario en Alemania y en Italia. Más tarde, senador por Arauco, Ministro de Relaciones Exteriores, Presidente de la Comisión Permanente de Bellas Artes y Embajador ante la Santa Sede. Pero, por sobre todo, era un artista, y a través de la pintura, se desenvolvieron las realizaciones más profundas de su espíritu inquieto. Ellas le llevaron a convertirse en un gran impulsor de las artes, y legar a nuestro país una obra pictórica de gesto aristocrático y brillante ejecución.

Doña Amalia, por su parte, tuvo una actuación decisiva en la vida social y espiritual de su tiempo. Inteligente, sensible, profundamente mística, había encauzado su religiosidad en un sinnúmero de obras de bien público, entre las cuales destacan la primera ley social de Chile, la Ley de la Silla, y la creación de la Liga de Damas Católicas. De ella, heredó su hijo Pedro aquellos rasgos de carácter que le orientaron hacia metas elevadas y hermosas, y han hecho tan inolvidable su recuerdo: el tesón, la modestia y la dulzura.

La infancia del artista no vino sino a acrecentar la herencia que había recibido de sus padres.

El arte entraba en la vida de Pedro con toda naturalidad. Tenía a su lado el decisivo ejemplo de su padre. Don Ramón dedicaba a la pintura todos los ratos libres que le permitían sus ocupaciones. Él fue su mejor maestro. No sólo lo inició en los secretos del arte, y le enseñó a apreciar la belleza que su intuición de pintor le hacía descubrir donde otros no veían nada de interés, sino fomentó en su hijo la independencia de criterio decisiva para que desarrollara su vocación artística fuera de las corrientes de la moda.

A través de don Ramón, le llegó también el influjo de los grandes artistas de la Europa de esos años.

En efecto, preocupado por la educación de sus hijos, y pensando encontrar en Europa los estímulos que requería su carácter de artista, don Ramón se estableció con su familia en París. Allí, junto con su trabajo en la Legación de Chile, se volcó a su afición por la pintura, asistiendo a talleres y exposiciones y relacionándose con artistas destacados. Uno de ellos, fue Giovanni Boldini, cuya fama como retratista de sociedad lo llevó a ser uno de los preferidos entre las damas de la numerosa colonia sudamericana que buscaban inmortalizar su belleza y, tal vez, una época de gran prosperidad.

Pedro y su hermano Luis posaron en el taller del maestro Boldini para una magnífica pintura que los representa vestidos de negro con grandes cuellos blancos, como era la moda entonces, y a Pedro sosteniendo un papel donde había dibujado un barco mientras el artista preparaba sus útiles de pintura. La tela colgó durante años en las paredes de las casas que habitaron los Subercaseux, junto a otras bellísimas pinturas entre las que destacan una de sus hermanas Blanca y Rosario, del sueco Andres Zörn, y un retraro de doña Amalia, que el norteamericano John Singer Sargent realizó en 1880 y fue premiado con la Primera Medalla en el Salón de París de aquel mismo año.

Contrariamente a lo que sucedía con la vida de otros artistas de principios del siglo XX, la vocación de Pedro se desarrolló sin crisis ni rupturas. Ya con dieciséis años, y alentado por los amigos de su familia, Pedro Lira, Valenzuela Llanos y Onofre Jarpa, decidió seguir el camino de la pintura. Sus padres lo apoyaban, a pesar de las opiniones convencionales que por entonces consideraban que el arte no era profesión de porvenir. Coincidió su decisión con el nombramiento de su padre como Ministro Plenipotenciario en Alemania e Italia, y el posterior traslado de su familia a Berlín. Era el año 1897.

Poco después, Pedro ingresaba en la Real Academia de Bellas Artes en Berlín, de la cual era director Anton von Werner, un famoso pintor de batallas y de cuadros  históricos. Sin embargo, las principales lecciones de composición de los cuadros denominados de género, los recibió del maestro Ehrentraut.

Tras dos años de estudio, y decepcionado de la rigidez de la enseñanza impartida en la Academia, centrada sobre todo en la copia ad infinitum de inexpresivos detalles anatómicos que tanto chocaba con su espíritu latino y su ideal de belleza, decidió trasladarse a Roma. Allí se incorporó al estudio del pintor español Lorenzo Vallés y, al mismo tiempo, a la Escuela Libre, dependiente de la de Bellas Artes.

No sólo sus nuevos maestros, sino el mismo ambiente pletórico de arte, tan propio de Roma, ejercieron sobre el estudiante una influencia decisiva, especialmente en su modo de concebir  la belleza y los asuntos artísticos y decorativos que de ella emanan. No puede sino considerarse también que el panorama del arte italiano, en la época en que esto sucedía, no admitía más inspiración que la procedente de Grecia y del Renacimiento. Incontables veces, Pedro oiría repetir a sus maestros: “Imite, copie a Rafael. Estudie a Miguel Ángel”.

¡Cuán lejos se encontraban los avatares que sacudían al mundo de las artes, con la vertiginosa sucesión de “ismos” que comenzaban a apasionar a la opinión pública en París! Pedro sólo vino a saberlo al trasladarse a la Ciudad Luz, esta vez junto a su familia.

Allí, continuó su educación artística en la célebre Academia Julien, uno de sus centros privados más famosos. Eran tiempos en que no se había renunciado a la lucha incisiva contra las vanguardias, y una época en la cual es interesante destacar que el gobierno financiaba a los artistas académicos, lo que influía notablemente en su reputación y número.

Sus maestros fueron Tony Robert-Fleury y Jules Lefebvre, representantes ambos de la antigua escuela, aquella de la veneración al mejor exponente en Francia del ideal clásico, “Monsieur Ingres”.

“En París -escribió en sus Memorias-, me encontré con una mayoría para quienes el trabajo concienzudo parecía amoldarse perfectamente con una alegría bastante ruidosa. El secreto de esta combinación me parece que residía en aquel sentido de medida y equilibrio que es propio del espíritu francés, y que le permite trabajar y divertirse al mismo tiempo”. En este ambiente, que tan bien se avenía con su sensibilidad, iba a completar sus estudios de arte.

Ya por entonces, Pedro destacaba con los bocetos relativos a temas históricos nacionales. Uno de ellos, donde representó el abrazo de O`Higgins y San Martín en Maipú, le iba a servir de base para el cuadro que fue premiado en Buenos Aires en 1910, con ocasión del centenario de la independencia Argentina.

A su regreso a Chile, la vida de Pedro tomó un ritmo normal de estudio y trabajo que le permitió llevar a cabo una continua e intensa producción artística. En una de las antiguas bodegas de la Chacra Subercaseaux, que antes habían servido para la elaboración de vino, acondicionó un taller espacioso y en el techo abrió una claraboya que le proporcionaría la luz necesaria para la ejecución de la gran cantidad de obras que se iban amontonando apoyadas en las paredes o colgadas de los muros.

Su hermana Blanca lo recordaba por esos años en su Memorias inéditas, “…siempre dibujando, siempre contento con su don, prestando al ambiente un carácter de paz”.

La revista Zig-Zag, por su parte, lo describía como “uno de nuestros más jóvenes, pero vigorosos artistas”. Y agregaba en la misma crónica: “Pedro Subercaseaux es un pintor de historia, algo como un literato con pincel. Está entre los pintores chilenos de primera fila. Sabe como pocos el secreto de su arte. Dibujante eximio, erudito en indumentaria, conoce a fondo la alquimia de los colores”. Después de referirse a su excepcional formación artística en Europa, el artículo continuaba: “Esto mismo, por otro lado, le constituye un gran merito: el hecho de no haberse entregado a la vida común de los jóvenes ricos, sino a un grande y permanente esfuerzo artístico”.

Su participación anual en los Salones de Arte que se realizaban en la Quinta Normal, le mereció consecutivos e importantes galardones, que culminaron con la Medalla de Honor del Certamen Edwards de 1906, obtenida por su pintura del apóstol Santiago, “¡Santiago y a Ellos!”, y la Medalla de Honor del Salón de 1907. Eran éstos los principales premios a que podía entonces aspirar un artista.

El 7 de abril de 1907, se casó con Elvira Lyon Otaegui.

Se quisieron mucho, pero en una forma nada habitual. Era el suyo un vínculo del todo espiritual. A menudo, trabajaban en la huerta, “silenciosos como dos cartujos”, y con frecuencia, iban a visitar a pobres y enfermos. Durante el año, vivían en la Chacra Subercaseaux, y en el verano se retiraban por meses a una casita que habían construido en Algarrobo.

Elvira Lyon fue decisiva en la orientación que tomó su vida, y que iba a culminar catorce años después con su ingreso a la orden benedictina. En esa época, fue también muy celebrado como ilustrador de revista y periódicos y, bajo el seudónimo de Lustig, como dibujante de caricaturas, una veta en que alcanzó gran fama y donde explotaba un rasgo tan suyo, el humor. Inolvidables fueron las desventuras de Von Pilsener, un alemán anclado en Chile, y por lo tanto, víctima de nuestros defectos, y su perro Dudelsackpfeifergeselle. Fue la primera tira cómica del periodismo nacional, campo en el cual puede considerarse a Pedro un verdadero iniciador. La serie comenzó a ser publicada en 1906 en la revista Zig-Zag, donde Pedro colaboró como ilustrador junto a Richon Brunet, Julio Bozo -Moustache- y Nataniel Cox -Pug-, entre otros dibujantes, y bajo la dirección de Joaquín Díaz Garcés.

Hasta 1918, Pedro realizó también las ilustraciones de la revista Pacífico Magazine. Lo sucedió Jorge Délano -Coke-, quien siempre mostró por él una gran admiración. En un artículo publicado para el cincuentenario de Zig-Zag, en 1955, relataba: “…visitó al Padre Pedro en su taller del convento de los benedictinos. Es tan grande pintor como dibujante. Y no me explico por qué no ha recibido todavía el Premio Nacional de Arte. Más de alguno de los agraciados con esta distinción sería incapaz de dibujar, siquiera, una pata de caballo con el movimiento y vida que este maestro supo infundirles a los que pintó en sus magníficos cuadros de batallas. Tampoco ha sido sobrepasado como ilustrador”.

Por ese tiempo, Pedro publicó una caricatura en que aparece su padre trepado sobre unos cajones del excelente vino Reservado que éste producía en la Chacra Subercaseaux, perorando contra el vicio de la embriaguez. Don Ramón luchaba encarecidamente en el Senado para que se tomaran medidas contra este mal tan arraigado, y su hijo no dejó de captar la aparente y humorística contradicción.

Sin embargo, su veta más conocida y por la cual alcanzó celebridad en Chile y en el resto de América, fue la pintura histórica, género en el cual no ha sido aún superado. Puede decirse que no hubo suceso heroico o pintoresco de nuestra historia que no fuese abordado por su visión de artista.

Su afición por los temas militares lo llevó a hacer estudios minuciosos de armas y uniformes, en los cuales se hizo verdadero experto. Este marcado interés no quedó circunscrito sólo en la pintura. Años después, Pedro estudió y dibujó un proyecto para que el Ejército chileno vistiese uniformes propios, no imitaciones casi exactas de los otros países, como había ocurrido con el uniforme del ejército francés y ocurría entonces con el del ejército prusiano. “De suficiente gloria se ha cubierto nuestro Ejército -decía- como para merecer su propio uniforme”.

Durante los años en que culminó la primera década del siglo XX, Pedro Subercaseaux ejecutó sus mejores obras. De este tiempo datan, entre otras, sus pinturas “Carga de Caballería de la Batalla de Rancagua”, “Retrato del General Baquedano”, “El General Borgoño en la Batalla de Maipú”, “Salida de la Expedición de Almagro del Cuzco”, “Batalla de Rancagua” y “Batalla de Maipú”.

Su talento no fue sólo reconocido en Chile, sino también en Argentina, donde se le considera uno de los mejores pintores de su historia. Así, le fueron otorgados diversos premios y la misión de traspasar a la tela los hitos relevantes de la gesta de su independencia. Hoy, algunos de estos cuadros de grandes dimensiones pertenecen a la colección del Museo Histórico de Buenos Aires y, al igual que en nuestro país, han sido ampliamente reproducidos en textos de estudio, papel moneda y sellos postales.

En 1911, la Santa Sede lo comisionó para pintar el retrato de S.S. Pío X. Esta pintura hoy cuelga en la Galería de los Papas en el Vaticano, y es la única tela de un pintor sudamericano que ha merecido el honor de estar allí. El cuadro fue reproducido en 1951 en un sello postal emitido por la Ciudad del Vaticano con motivo de la beatificación de San Pío X.

El 15 de agosto de 1920 Pedro Subercaseaux y su mujer se separaban para ingresar ambos a la vida religiosa. Ella, al noviciado de las Damas Catequistas de Loyola, en España. Él, como benedictino en la hermosa Abadía de Nuestra Señora de Quarr, en la isla de Wight, al sur de Inglaterra. Pedro Subercaseaux fue ordenado sacerdote el 28 de junio de 1927, en la Abadía de Solesmes, en Francia, de donde provenía la familia monástica de Quarr.

De esos años, datan sus conocidas series de acuarelas, la Vida de San Francisco y la Vida de San Benito. La primera, comenzada en 1911 y que concluyó cuando era monje benedictino, corresponde a un momento de transición, en que Pedro abordaría por primera vez una temática religiosa de largo aliento, con ese rigor en la documentación, esa gracia amable y ese colorido de inspiración italiana, tan peculiares suyos. En tanto, en la Vida de San Benito se aprecia un deliberado control de la gama cromática, como para no turbar la paz profunda y espiritual que emana de la composición.

Con prólogo del célebre escritor danés Johannes Jörgensen, la Vida de San Francisco fue publicada en Boston, en 1925, y obtuvo de la crítica el premio a la mejor edición en su género ese año en los Estados Unidos.

Otra serie importante de este período, corresponde a las pinturas que realizó en la Abadía de Quarr, a instancias de su Abad, Dom Delatte, y que, aún hoy, presiden sendos altares en medio del silencio y recogimiento de aquel noble encaje de pasillos y arcos en que consiste la cripta subterránea que se extiende bajo la Iglesia benedictina.

Junto a estas y otras pinturas, los monjes benedictinos de la Isla de Wight guardan el recuerdo de su gran sentido del humor, su notable habilidad para relacionarse -como si tuviera la misma edad- con los scout y jóvenes, y el caudal de humanidad y simpatía que de él emanaban. Un rasgo de modestia típicamente suyo es el referido por el Abad Tissot: a los huéspedes que admiraban sus pinturas no les decía que él las había pintado; a quienes no las apreciaban, sí.

Un gran capítulo merecería la fundación en Chile Trinidad de Las Condes, que se iba a concretar el año 1938. No pudiendo hacerle justicia en tan breves líneas, digamos aquí que Dom Germain Coziem, Abad de Solesmes, otorgó finalmente la autorización para esta importante obra. Y que, en Chile, pudo ser realidad gracias al empeño de un grupo de compatriotas, entre los que se contaba a Juan Subercaseaux, hermano del artista y entonces rector del Seminario Pontificio de Santiago, a la generosidad de la señora Loreto Cousiño de Lyon, y al empuje extraordinario del Padre Pedro. Él, a pesar de su carácter tímido y a que el proyecto muchas veces pareció fracasar sin remedio, iba finalmente a lograr que se estableciera en Chile un pequeño grupo de monjes venidos de Solesmes a cargo de su Prior, Dom Henri Bérard.

Por diversos motivos, en 1948 se acordó la supresión de esta primera fundación, y la mayoría de los monjes franceses retornaron a su patria. Un año después, en 1949, la Abadía alemana de Beuron asumió este desafío tan lejano, en el Finis Terrae de América.

Para ayudar económicamente al mantenimiento de su familia monástica, el Padre Pedro retomó los pinceles, relatando pasajes de la historia de Cristo y de la Iglesia, los que alternó con escenas de contenido patriótico.

Pintaba sin descanso. De este período, son sus numerosos murales y decoraciones, muchas veces para grandes espacios, como los del Santuario de Maipú, y las Iglesias del Sagrado Corazón de avenida El Bosque, Nuestra Señora de los ángeles, y otras en Puente Alto, Las Cruces y Algarrobo.

Más que nadie, podía el artista y el hombre de fe, percibir el poderoso influjo que tienen el arte y la belleza en el acercamiento entre el hombre y Dios. “Al contemplar los muros blancos y vacíos de las iglesias, no podía, en mi imaginación, dejar de poblarlos de figuras y coloridos”, solía repetir. Y agregaba: “Sigo creyendo que el sentimiento artístico y la búsqueda de la belleza a imagen y semejanza de Dios, debe primar en toda obra de arte. (…) Es, a través de la belleza sensible del arte religioso, donde el hombre encuentra a Dios”.

Los años no redujeron la actividad del Padre Pedro, aún cuando físicamente ya estaba muy debilitado. En sus días postreros, junto con poner las notas finales al manuscrito de sus Memorias que dejaría inconcluso, continuaba volcado en la realización de bocetos para telas de largo aliento, un sinnúmero de frescos para las paredes del monasterio benedictino, y gran cantidad de dibujos y retratos. Evocar su imagen en estas circunstancias, no puede sino traer a la memoria lo que una vez escribió el Padre Pedro: “Debo advertir que he pasado mi vida mirando hacia delante, no hacia atrás, como lo hacen tantos que viven más de recuerdos que de anticipaciones. De mi padre he heredado esa disposición optimista que podría comparar a la de un automovilista que, sin desatender el espejito que le permite mirar hacia atrás, avanza con la vista fija en lo que se le presenta por delante. En cambio, la mayoría de los que ya tienen cierta edad, parece que guían sus pasos por lo que ven en su espejito, es decir, contemplando el pasado con ms interés que lo por venir. Mi padre y yo no somos ciertamente de ese tipo. Gracias a esa facultad de mirar hacia adelante se mantuvo joven y animoso hasta el fin. Yo, me atrevo a decir, espero hacer lo mismo”.

El Padre Pedro moría a causa de una endocarditis infecciosa, el 3 de enero de 1956, a los 76 años. Hoy, reposa en la cima de la colina donde se yergue su amada Abadía benedictina, entre el pasto y las flores silvestres que mece el viento.


Evocando a Dom Pedro Subercaseaux O.S.B.

Por Mauro Matthei O.S.B.

Tengo la figura de Dom Pedro Subercaseaux indisolublemente unida a mi ingreso y primeros años en el monasterio benedictino de Las Condes. Fui llevado a dicho monasterio por un compañero de universidad, que me invitó a asistir a la misa dominical de los monjes benedictinos. Recuerdo que esta primera vez coincidió con la fiesta de San Francisco de Asís, el 4 de octubre de 1949. Para trasladarse al cenobio, que se encontraba donde hoy se levanta el hospital de la Fuerza Aérea, en Las Condes, había que tomar un colectivo bastante antediluviano en la esquina de Tobalaba con Las Condes. Llegado al lugar del monasterio uno se encontraba en zona de campo. Por una avenida de olmos se alcanzaba el edificio de ladrillo rojo, que se destacaba contra el fondo del macizo cordillerano, nítidamente visible.

La misa, que congregaba un grupo de monjes con una concurrencia reducida de fieles y se celebraba en una capilla sencilla, inundada de luz matinal, me pareció en aquel primer domingo muy larga. Al final, un monje, que resultó ser el hospedero, nos invitó a tomar desayuno en el refectorio de la comunidad. Este desayuno era muy grato después del ayuno eucarístico, que en esos años se observaba desde la medianoche del sábado. Pero el principal motivo de agrado era el grupo de personalidades que, junto con algunos de los religiosos, participaba en aquel ágape sencillo y su conversación de tono alegre. Allí fue que el Padre Pedro Subercaseaux se me acercó sonriente para verter café y leche en mi taza y arrimarme el canastillo con pan. Yo sabía que él era prácticamente el fundador del monasterio y al mismo tiempo el “pintor de las glorias de Chile”. Detrás de un rostro seriote se escondía un alma humilde y sumamente alegre. Sí, creo que esos eran los dos rasgos de su carácter que más me llamaron la atención. Su sentido del humor era notable, lo cual se había exteriorizado en tiempos anteriores en sus famosas caricaturas del personaje de Von Pilsener y su perro-salchicha “Dudelsackpfeifergeselle”; pero en ese domingo de octubre de 1949 y en domingos posteriores me divertía con sus narraciones de situaciones cómicas, que hacía con el rostro más serio del mundo. Con el inolvidable historiador Jaime Eyzaguirre, huésped infaltable de aquellas misas y ágapes subsiguientes, el Padre Pedro se trataba a menudo en verdaderos pin-pones de comicidad. El tercer humorista del grupo era el mismo Padre hospedero Pablo Gordan, monje de origen judío, que en 1936 había tenido que abandonar su monasterio de Beuron por causa de las persecuciones antisemitas y que en su exilio en la abadía benedictina de Río de Janeiro había tenido ocasión de conocer al escritor francés Georges Bernanos, igualmente exiliado, y de trabar con él una profunda amistad espiritual. Más tarde, cuando yo formaba ya parte de la comunidad y en los días de elecciones concurría con el Padre Pedro a los locales de votación, él me advertía que debía fijarme en la cara del presidente de mesa y de los vocales cuando les presentaba su cédula de identidad, pues ésta indicaba como profesión la de “religioso sacerdote” y como estado civil el de “casado”. Es sabido que D. Pedro había estado casado ocho años con Elvira Lyon, antes de que el Papa Benedicto XV en persona les diera la dispensa para que él se convirtiera en monje benedictino en la isla de Quarr, Inglaterra y ella ingresara a las “Damas catequistas” en España. El caso es que él gozaba como niño en todas las ocasiones en que tenía que revelar su santa paradoja personal al exhibir su cédula de identidad. Y así llegamos al segundo rasgo de su carácter que me impresionaba, que era su humildad. Pedro Subercaseaux era alguien profundamente olvidado de sí mismo, lo más opuesto al egocentrismo que muchas veces prima en los artistas. Nunca supe por él mismo de los grandes hechos de su vida. Fue por las otras personas del grupo que poco a poco fui enterándome del papel gravitante que él había tenido en la fundación del monasterio de Las Condes. Más adelante me habría de tocar la tarea de poner por escrito aquella maravillosa “saga fundante” con el título de “Benedictus montes amabat. Historia de la fundación del monasterio benedictino de Las Condes”, publicada en la revista “Cuadernos monásticos” entre los años 1977 y 1980.

Después del clásico y frugal desayuno monástico nuestro grupo solía continuar la conversación sentado en unos bancos de madera a la sombra de frondosos aromos. A parte de los ya nombrados, formaban parte de la santa y distendida tertulia Alberto Wagner de Reyna, agregado cultural de la embajada del Perú y sesudo filósofo, y Hugo Montes, que al término de sus estudios de derecho iba a hacer su oblación como benedictino seglar, por darle un nombre a esta hermosa consagración de sí mismo a Dios, sin salir del “mundo”. Esta oblación tendría lugar en uno de los domingos posteriores, curiosamente no dentro sino después de la misa (estábamos aún en tiempos preconciliares). Todos rodeamos al joven alumno de Jaime Eyzaguirre cuando, arrodillado delante del altar de la Virgen, leyó su acta de oblación y la puso en manos del Padre Pedro, que era entonces el encargado de los oblatos. También la imagen de la Virgen había sido pintada por el Padre Pedro y el altar de piedra tenía grabada en su base un hermoso Cristo emergiendo de la tumba, obra igualmente de él. Pienso que la notable trayectoria posterior de Hugo Montes como poeta pedagogo, padre de familia y finalmente diácono permanente, tuvo su punto de arranque en aquella sencilla celebración. Él no fue el primer oblato. Lo habían precedido otras personas cuyos nombres se me han ido de la memoria; pero sí recuerdo al primero de los oblatos, porque también participaba a veces del grupo de los domingos: era Don Pedro Errázuriz, primo de Pedro Subercaseaux y padre de nuestro actual arzobispo de Santiago, Monseñor Francisco Javier Errázuriz.

Asistí también a un curso sobre la “Metafísica” de Aristóteles que Alberto Wagner de Reyna daba en el Instituto Pedagógico de la Universidad de Chile, mi propio lugar de estudios. Mientras la mayor parte de la asistencia se maravillaba de la claridad y penetración de la exposición wagneriana, yo me debatía en la más desesperante incomprensión. Cuando al domingo siguiente le confesaba mi limitación al Padre Pedro él, sin alterar el rostro, me hizo una hilarante imitación de las clases de un profesor de lenguaje inaccesible. Me reí con ganas y quedé no poco consolado. En cambio recibí una inmensa satisfacción de la lectura de la “Moral a Nicómaco” del gran filósofo, que me recomendaría Jaime Eyzaguirre.

Avancé en mi conocimiento y amor por el Padre Pedro cuando el hospedero me habló de los padres de éste: Don Ramón Subercaseaux, diplomático, uno de los mejores pintores impresionistas de Chile y autor de unas entretenidas “Memorias de 80 años” que devoré; y doña Amalia Errázuriz Urmeneta, autora de varios libros y amiga de Gabriela Mistral. La piadosa doña Amalia había ofrecido a Dios dos de sus hijos. Para gran satisfacción de ella, su hijo menor, Juan Subercaseaux, había cumplido con el papel de oración atendida al ingresar al seminario pontificio, ordenarse de sacerdote y llegar a ser rector del mismo seminario. Incluso después de la muerte de doña Amalia, Juan llegaría a ser obispo de Linares y posteriormente arzobispo de La Serena. Pero la santa madre había ofrecido dos hijos y no uno solo y en el correr de los años los restantes se habían casado. Cuál no sería la sorpresa de ella y de toda la familia cuando en el año 1920 un escueto telegrama le anunciaba la entrada en religión de su hijo mayor, Pedro, y su esposa Elvira, tan querida por Amalia. Ambos habían sido un ejemplo de matrimonio unido, lleno de amor y cultivada complementariedad. ¿Pero qué más revelador del carácter de Pedro Subercaseaux que esa silenciosa maduración espiritual y esa eclosión tan quitada de bulla?

Más tarde, cuando ya había ingresado a la comunidad benedictina, pude ser testigo de cómo el Padre Pedro, terminada la misa conventual, se dirigía en silencio a su taller para trabajar en sus pinturas con la seriedad de un artesano medieval. Para él el arte era el “labora” complementario de su cotidiano “ora”. También realizaba obras fuera del monasterio, como, por ejemplo, el vía Crucis, las pinturas del ábside y de la capilla del Santísimo de la iglesia del Sagrado Corazón de El Bosque, trabajos que datan de los años cincuenta. Otra de sus ocupaciones era un inmenso friso de la batalla de Maipú, pintado en lienzos, que después se fijaron en el templo votivo de Maipú. A aquellos trabajos externos lo llevaba en auto una dama, si no me equivoco, la Sra. Lucía Edwards de Eyzaguirre. Las costumbres pre-conciliares establecían una estricta distancia entre un sacerdote y una mujer y así él jamás viajaba al lado de su chofer, sino en el asiento trasero y cuando caminaban por la vereda la Sra. Lucía lo seguía discretamente, algunos pasos más atrás. También eso lo solía comentar jocosamente en la hora del recreo conventual.

Desde el punto de vista estético, Pedro Subercaseaux militaba en las huestes del arte figurativo, en seguimiento de los grandes pintores de cuadros históricos del S. XIX. La serie de ilustraciones de la vida de San Francisco de Asís y en segundo lugar su “Vida de San Benito”, cuyos originales el Padre Gordan (y no él mismo) me permitía contemplar, representan sin duda la cumbre de su estilo de artista. En el terreno de la arquitectura su preferencia era por el romántico, especialmente de Italia. La catedral de Linares, levantada en 1935 por su hermano Monseñor Juan Subercaseaux, es tanto externa como internamente la expresión más ajustada de este gusto artístico.

Por ello considero especialmente extraordinaria la actitud del Padre con ocasión de la presentación de los primeros proyectos  para el nuevo monasterio, que se construiría en los faldeos del cerro “Los Piques”, en el actual barrio “Los Dominicos”.

El antiguo monasterio, construido según los planos del Padre Pedro, había quedado demasiado encerrado en la ciudad y sus ruidos, por lo que se veía necesaria una emigración hacia lugares más aislados. Se habían presentado varios proyectos, entre ellos uno de Sergio Larraín García Moreno, otro de los buenos amigos del monasterio. Nuestro Prior, en aquel tiempo el Padre Odón Haggenmüller, decidido y constante partidario de la reconciliación entre tradición y modernidad, junto con otros Padres, había dado su voto al proyecto de la Escuela de Arquitectura de Valparaíso. Como cabe imaginarse, esto suscitó más de alguna polémica, tanto dentro como fuera del monasterio. Jaime Eyaguirre no disimuló su decepción, como tampoco la mayor parte del grupo de los desayunos dominicales. Fray Francisco Valdés Subercaseaux, en aquel entonces párroco capuchino de Pucón y sobrino del Padre Pedro, publicaría en la revista “Mensaje” una fuerte crítica al proyecto del nuevo monasterio.

El Padre guardó un discreto y humilde silencio y apareció un día en el recreo con un dibujo de la proyectada iglesia, decorada con un gran fresco suyo de San Miguel Arcángel. Así había querido manifestar su deseo de colaboración con un proyecto que en el fondo contrariaba los estratos más profundos de su propia estética. Algunos se sonrieron de aquel arcángel en el estilo de los famosos mosaicos bizantinos, trazado sobre el simple cubo blanco de cemento que proponía el primer proyecto de los arquitectos porteños. Yo más bien me sentía sobrecogido ante su humildad. Afortunadamente aquel proyecto de primera hora fue superado ampliamente por el de la actual iglesia, que el Padre Pedro no alcanzó a ver, pero que, dada su sensibilidad artística, no habría dejado de apreciar. En aquella época final de su vida (su partida al Señor se produciría el 3 de enero de 1956, antes de que la comunidad se cambiara al nuevo monasterio) el Padre nos comunicó que estaba escribiendo sus memorias. Desgraciadamente no alcanzó a terminarlas y así la mayor parte de éstas -publicadas en forma póstuma en 1960- se refieren al tiempo anterior a la fundación del monasterio de Las Condes, ocurrida en 1938. Desde el año de su ingreso a la abadía de Quarr en el año 1920 Pedro Subercaseaux había luchado por la fundación en Chile, de modo que se puede decir con justicia que la abadía benedictina de la Sma. Trinidad de Las Condes fue fruto ante todo de los dieciocho años de su oración y paciencia.


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