Anglicanorum coetibus, en otras palabras, no es una nueva “agresión papal” (como han denunciado algunos), sino un ejercicio de compasión pastoral, constituyendo un ejemplo de lo que John Henry Newman llamaba, en su famoso sermón titulado “La segunda primavera”, “una garantía otorgada a nosotros por Roma de su amor que no se marchita”. Quienes ven esto de otro modo no han comprendido su verdadero sentido.
Con fecha 20 de octubre de 2009, el Cardenal William Levada, sucesor de Joseph Ratzinger a la cabeza de la Congregación para la Doctrina de la Fe, citó a una de las conferencias de prensa más importantes de la historia reciente del Vaticano. El objetivo de la misma era anunciar una próxima Constitución Apostólica, la cual proporcionaría “supervisión y guía pastoral” para los ex anglicanos que en el curso de los años habían buscado una comunión más estrecha con Roma. La orientación se daría en forma de “ordinariato personal… normalmente integrado por ex miembros del clero anglicano”, lo cual al parecer significaba, para todos los fines prácticos, que los ex anglicanos disfrutarían dentro de la Iglesia de la condición de uniatos, reconociéndose ahora en Roma la validez de sus formas históricas de devoción. “El Papa quiere dar expresión y espacio al fruto y carácter del patrimonio anglicano -explicaba posteriormente el Arzobispo Vincent Nichols de Westminster-. Es bastante difícil saber qué significa eso, especialmente en este país… tal vez sea más claro en otras partes. En todo caso, el patrimonio anglicano es un legado histórico” [1]. Lo mejor de la tradición anglicana de la oración -que en el siglo XVII el Arzobispo William Laud llamaba “la belleza de la santidad”- se preservaría para otra generación, y no sólo para ex anglicanos, sino también para los católicos.
La Constitución propiamente tal, llamada Anglicanorum coetibus, se promulgó el día 9 de noviembre. Quedó claro de inmediato que el gesto del Santo Padre no era una iniciativa, sino una respuesta. Recientemente -señalaba el documento-, grupos de ex anglicanos han solicitado “en forma reiterada e insistente” ser recibidos en plena comunión con Roma. El Papa difícilmente podría negarse a escuchar sus peticiones. La Comunión Anglicana Tradicional se separó de Canterbury en 1991, y desde entonces muchos de sus 400.000 miembros han expresado un deseo de incorporarse a Roma si podían conservar sus formas familiares de oración. “Hemos recibido solicitudes de grandes grupos, con centenares de personas -decía el Cardenal Levada-. Si tuviera que indicar un número de obispos, diría que es del orden de más de veinte o treinta”.
Anglicanorum coetibus, en otras palabras, no es una nueva “agresión papal” (como han denunciado algunos), sino un ejercicio de compasión pastoral, constituyendo un ejemplo de lo que John Henry Newman llamaba, en su famoso sermón titulado “La segunda primavera”, “una garantía otorgada a nosotros por Roma de su amor que no se marchita”. Quienes ven esto de otro modo no han comprendido su verdadero sentido.
Sin embargo, el gesto de Benedicto no ha sido debidamente comprendido por muchos anglicanos, y tampoco lo han comprendido muchos católicos romanos. Cuando el Arzobispo católico Nichols hablaba de “legado histórico” del anglicanismo, se abstenía convenientemente de mencionar que parte de ese legado es la Reforma, un patrimonio explícitamente hostil a las declaraciones papales. “Roma” y “Romanismo” han sido ideas de tal manera ridiculizadas durante cuatrocientos años que esta tentativa más reciente contribuirá escasamente a mitigar y en gran medida a alentar ese aspecto menos encantador del patrimonio inglés. A partir de la publicación del documento, la prensa británica ha estado llena de detonantes evangélicos del tipo habitualmente reservado para los conflictos de Irlanda del Norte. “En cuanto al llamado Ministerio Petrino -escribía un corresponsal del Belfast Telegraph- ¿cómo es posible que sus partidarios estén de tal manera paralizados en su búsqueda de las Escrituras, que otorgan la sabiduría para alcanzar la salvación?”. “La Iglesia Católica -escribía otro- fue fundada por el Emperador Constantino… (en calidad de) Anticristo de las Escrituras, una alternativa falsa de la Verdad” [2].
Estas reacciones eran predecibles. Menos predecible era la respuesta del Arzobispo anglicano Rowan Williams de Canterbury, quien hizo extraordinarios esfuerzos para acoger la constitución, pero luego tuvo que resguardar sus planteamientos. En una declaración conjunta con el Arzobispo católico Nichols, señaló que el documento era fruto del “diálogo ecuménico entre la Iglesia Católica y la Comunión Anglicana… (durante) los últimos cuarenta años”, llevando “a término” un período de incertidumbre para quienes buscan nuevas formas de adoptar la unidad dentro de la Iglesia Católica, y reconociendo “la coincidencia substancial en la fe, la doctrina y la espiritualidad entre la Iglesia Católica y la tradición anglicana”. No se podría imaginar una respuesta más reverente. No es de extrañarse que algunos protestantes no hayan apuntado con su ira contra Roma (que está procediendo simplemente en la forma acostumbrada), sino contra Canterbury (que debería no ceder terreno). La dificultad reside en que el terreno de Canterbury está permanentemente desplazándose. Posteriormente, el Arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, fue más agudo en sus comen tarios, como si tuviera conciencia de la ira de su Iglesia Baja y de los sectores progresistas. La forma en que se hizo el anuncio -dijo después de su encuentro privado con el Papa del 21 de noviembre- “nos pone en una situación difícil”. En todo caso -enfatizó- “las personas se convierten al catolicismo porque quieren ser católicas romanas, ya que su conciencia tiene una determinada formación y creen que ésa es la voluntad de Dios para ellas. Y en eso les deseo todas las bendiciones… No me parece que en este caso la Iglesia Católica Romana esté procurando atraer mediante publicidad u ofertas especiales”. En cuanto al desencanto más profundo que dentro del anglicanismo impulsó el vuelo de los tradicionalistas a Roma, es decir, la ordenación de hombres y mujeres abiertamente homosexuales como sacerdotes y obispos, el Arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, se situó firmemente en posición neutral. Oficialmente, la Comunión Anglicana sigue oponiéndose a semejantes prácticas -dijo-, pero “debemos seguir considerando esto, rezando al respecto (y) reflexionando… (mostrando al mismo tiempo cuánto) valoramos y apreciamos el aporte ya hecho por muchas personas gays y lesbianas en servicio en la iglesia tanto en el clero como en el laicado” [3].
La multiplicidad misma de estas reacciones anglicanas ante la constitución Anglicanorum coetibus -la multiplicidad de reacciones individuales al respecto- permite reforzar la posición del Santo Padre. Estamos en presencia de una comunión que manifiestamente no está en comunión ni siquiera consigo misma. Esto es lo que sucede cuando una iglesia contiene elementos católicos y protestantes. Esto es lo que se produce cuando las líneas de autoridad hacen componendas. Esto es lo que significa no tener un Papa. Hace algunos años, el escritor J.R.R. Tolkien se quejaba de que la Iglesia Anglicana era “una mezcolanza patética y sombría de tradiciones recordadas a medias y creencias mutiladas” [4]. Un lenguaje tan áspero ciertamente no refleja el espíritu de la Constitución, destinada precisamente a recordar a los anglicanos, con claridad y caridad, lo que realmente significan sus “tradiciones recordadas a medias”. Con todo, la división dentro de las iglesias de la reforma es una consecuencia impresionante de la Reforma misma, inevitable cuando la doctrina pasa a depender de la desobediencia. El diálogo ecuménico elogiado por Nichols y Williams ha llegado a ser sumamente difícil no a causa de la intransigencia de Roma, sino de la incoherencia de Canterbury. ¿A qué anglicanos debería precisamente dirigir su correo el Papa? ¿Con quiénes debería iniciar la conversación?
Con esto no se está diciendo que la división eclesial se haya producido enteramente en un lado. Benedicto XVI, emisor de la constitución, ha sido criticado desde el interior de su propia Iglesia de arrogancia, indiferencia ante el diálogo, intolerancia moral y ecuménica y hostilidad ante ciertos grupos. De hecho, todas las quejas se han hecho en su contra, en forma bastante equivocada, durante años. Es casi como si los críticos católicos, habiendo decidido hace mucho tiempo lo que creen de Joseph Ratzinger, ahora han decidido creerlo aún más intensamente, a pesar del hecho de que todas sus acciones demuestran que es precisamente lo contrario de que lo que ellos afirman que es. Después de todo, un Papa capaz de encontrar espacio para ex anglicanos y ex lefevristas es más que todo abierto al diálogo, abierto a nuevos arreglos, abierto a soluciones creativas para problemas históricamente espinosos. Esto es lo que significa ser un pontífice: un constructor de puentes. En la medida en que el anglicanismo se divide cada vez más, para aflicción manifiesta de muchos anglicanos decentes, del mismo modo es cada vez más necesario centrarse en la unidad cristiana. Ese foco central se encuentra en Roma.
Sin embargo, esto no ha detenido las quejas. Los católicos “progresistas” han desestimado abiertamente un documento que, según indica The Guardian, periódico británico de izquierda, “pasa por alto cuarenta años de trabajo ecuménico” y -lo que es peor- parece destinado a atraer los elementos más conservadores del anglicanismo enemistado. Los católicos “liberales” y los protestantes “bíblicos”, que no son aliados habitualmente, han hecho causa común en oposición a un gesto ecuménico que tampoco parecen estar plenamente equipados para comprender. Así, las ironías se acumulan una sobre otra. Cuando fue elegido, algunos católicos se quejaban de que Benedicto XVI se contentaría con una iglesia más pequeña, pero “más pura”. Ahora esos mismos católicos se están quejando de que la está expandiendo. Por consiguiente, el catolicismo liberal colapsa en un extraño espectáculo de sacerdotes rechazando con desdén a personas que desean convertirse al catolicismo y ridiculizando como intolerante al Papa que desea acogerlas.
Existe una tradición católica respetada (pero al parecer profundamente sepultada) de “sagrada desobediencia”. (Semejante respuesta) a Roma, al menos en cuanto a la forma de manifestarse -sin hablar de los contenidos de Anglicanorum coetibus-, sería apoyada amplia y popularmente por personas a las cuales se ha ordenado servir a nuestro colegio de obispos… [5]
Al parecer, Benedicto XVI tendría la obligación de rechazar a los ex anglicanos que desean convertirse al catolicismo, con el fin de satisfacer a aquellos anglicanos observantes que desean que efectivamente se conviertan. Esto no es sagrada desobediencia, sino total estupidez.
En todo caso, con esto no se agotan las ironías. Si bien muchos protestantes “bíblicos” tienen escaso tiempo para Roma, otros han sido profundamente estimulados por una oferta que no tienen intención de aceptar. Matt Kennedy, un escritor estadounidense que se describe a sí mismo como “calvinista anglicano”, explica: “Hay muchas cosas que admiro y respeto de la Iglesia Católica Romana en general y de este Papa en particular… El reconocimiento de que existen verdades absolutas, de revelación divina, que la Iglesia debe obedecer, proclamar y defender… los implacables esfuerzos por proteger a los niños antes de nacer, a los inválidos, los débiles y los mayores… el compromiso firme con la autoridad y la infalibilidad de las Escrituras… la fidelidad a la ortodoxia nicena… la preocupación por la tradición y la corrección litúrgicas… la disposición del Papa Benedicto a enfrentar resueltamente a los liberales en su propia Iglesia” [6]. Éstas son palabras vigorosas, que muestran que no todo evangélico es hostil con el Papa, así como no todo católico es amigable con él. Lo paradojal es que muchos protestantes comparten la perspectiva moral de los “romanizadores”, cuya elevada teología sobre la Iglesia y el sacerdocio por otra parte repudian [7]. Uno comienza casi a simpatizar con Rowan Williams, un hombre manifiestamente decente y reflexivo, ya que él procura acomodar estos círculos imposibles.
El hecho es, sin embargo, que las intuiciones de Kennedy están seguramente en lo cierto. La Constitución Apostólica se refiere a mucho más que las exigencias litúrgicas del momento. Trata también sobre la autoridad: su efectiva desaparición en una comunión y su efectivo ejercicio en otra. Más que eso, trata sobre la fuente de la autoridad, que en definitiva no es el Papa, sino Cristo Mismo. En ese sentido, Anglicanorum coetibus lleva a su fin el debate sobre las raíces católicas y apostólicas del anglicanismo iniciado por el Movimiento de Oxford hace casi dos siglos. En último término, el Santo Padre señala claramente que si la catolicidad y la apostolicidad no son romanas, nada son. Ése es el significado no sólo del documento, sino también de los cuatrocientos años anteriores al mismo. El Arzobispo Nichols tiene por lo tanto razón al insistir en que el patrimonio espiritual del anglicanismo tiene valor y belleza y debe apreciarse; pero debe apreciarse en el lugar al cual pertenece: en comunión con Roma y no en oposición con la misma.
El historiador Christopher Dawson entendió bien. En su encantador libro titulado The Spirit of the Oxford Movement (El espíritu del Movimiento de Oxford), Dawson reconoció que la lucha por el alma de la Iglesia Anglicana en ese momento, como ciertamente ocurre ahora, es realmente una lucha por el principio religioso mismo. Al final de ese breve volumen, el autor cita el Tratado o Tracto 85 de los Tracts for the Times (Tratados o Tractos para los tiempos), que representaba, como él reconocía, al Movimiento de Oxford en su faceta más urgente y apocalíptica. “¿No existe en esta época misma -se preguntaba el autor- un esfuerzo especial desplegado en todo el mundo… pero de manera más visible y formidable en las partes más civilizadas y poderosas, un esfuerzo para prescindir de la religión? ¿Una tentativa por hacer que los números y no la Verdad constituyan la base para mantener o no mantener tal o cual credo…? ¿Una tentativa por despojar a la Biblia de su único significado, para hacer que las personas piensen que podría tener cien significados, todos igualmente acertados, o en otras palabras, que no tiene significado alguno? ¿Una tentativa por desalojar enteramente la religión en la medida en que es externa u objetiva, en la medida en que se manifiesta en ritos o puede expresarse en palabras por escrito, para reducirla a nuestras sensaciones internas y así, considerando lo variables y evanescentes que son nuestras sensaciones, resulta en realidad una tentativa por destruir la religión?”. Así se expresaba John Henry Newman en 1838. Nada ha cambiado, salvo el empeoramiento, en los años posteriores. Si es preciso ganar la batalla, Benedicto XVI se da cuenta de que esto sólo se logrará mediante la unidad con Roma. La Reforma comenzó con un alemán. Es muy grato pensar que podría terminar con otro.