A pocos más de diez años de la primera comunicación sobre el SIDA, en 1981, tenemos hoy la certeza que se trata de una epidemia mundial. En efecto, de acuerdo con cálculos de la Organización Mundial de la Salud, antes del año 2000 tendremos entre 30 y 60 millones de contaminados.

A pocos más de diez años de la primera comunicación sobre el SIDA, en 1981, tenemos hoy la certeza que se trata de una epidemia mundial. En efecto, de acuerdo con cálculos de la Organización Mundial de la Salud, antes del año 2000 tendremos entre 30 y 60 millones de contaminados. Por su parte, el Instituto de Harvard estima que habrá entre 38 y 110 millones de seropositivos.

El SIDA es un drama que afecta prácticamente a todos los países. Se da en Oriente, por ejemplo; incluso en China y es especialmente grave en África. Se trata, pues, de una pandemia que representa uno de los más grandes desafíos de la humanidad en el final del siglo y de este milenio, tal vez mayor que el de la misma pobreza.

Las cifras alarmantes imponen de inmediato la pregunta: ¿Es una enfermedad con posibilidades de ser detenida? ¿Es exclusivamente un problema sanitario y, en cuanto tal, de competencia de los técnicos?

En el dominio técnico, los mismos expertos no parecen alentar un optimismo a corto plazo. Efímeras esperanzas se alternan con dolorosas desilusiones, aunque es razonable esperar que la apasionada investigación científica, especialmente si es convergente, llevará a encontrar fármacos adecuados.

En todo caso, se puede decir que el virus del SIDA es un retrovirus sumamente cambiante. La perspectiva es muy hipotética. Suponiendo que se encuentre una vacuna para un determinado tipo de retrovirus, en un momento de su evolución, éste podría variar. Por consiguiente, se necesitaría una vacuna que ataque todas las formas posibles. Es por esto que nuestro porvenir es tan dramático en este sentido.

¿Qué alternativas?

Cuando surge un desafío en una sociedad, ésta se revela a sí misma. La manera de enfrentar es reveladora del espíritu de la sociedad. Es así que en nuestras sociedades técnicas el reflejo casi condicionado frente al SIDA ha sido también de carácter técnico, dejando en el mismo plano el tema y el recurso de la educación, que no es técnico.

No existe un folleto ilustrado, programa o conclusiones de un congreso sobre el SIDA que no pretenda ser educativo. El resultado es, a menudo, un conjunto de instrucciones sobre el origen, la difusión, las modalidades y las maneras técnicas de defenderse. Se preconiza el uso del preservativo para sacrificar lo menos posible los logros de la revolución sexual, tal como fue concebida de manera ideológica.

Se multiplican los slogans fáciles y reductivos, como uno que he leído últimamente: “Ama con cuidado”. El “cuidado” ya califica al otro como enemigo o, por lo menos, un sospechoso vendedor de muerte, introduciendo así el miedo en el corazón mismo de la relación, en la intimidad de su intercambio.

Se imparten instrucciones para el uso, como acontece cuando se compra un nuevo aparato tecnológico y se tiene el temor a echarlo a perder sin previo y cuidadoso repaso de su manual.

Algunos spots o videos publicitarios llegan hasta el terrorismo psicológico, ofreciendo macabras representaciones del SIDA y de sus efectos destructivos para lograr así cambios conductuales. En todo esto el gran ausente parece ser el hombre. La abolición de lo humano, como la definía C.S. Lewiz, la censura de la pregunta sobre el yo, es la gran injusticia que se sigue cometiendo. Se banaliza el genuino concepto de educación e impiden, de hecho, una respuesta humana y no sólo técnica a la pandemia del SIDA.

No cabe la menor duda de la necesidad de informar masivamente a la gente sobre el origen y la prevención del SIDA. Aun en los países que tienen un alto nivel de desarrollo en medios de comunicación masiva, mucha gente sigue en la ignorancia. No saben ni lo que es ni cómo se contrae; por eso reaccionan con temores irracionales y formas de discriminación hacia los grupos cuyo comportamiento se considera de alto riesgo. Sin embargo, las dificultades en este plano hasta hoy, en todo el mundo, indican que las estrategias más eficaces para enfrentar esta mortal enfermedad han sido las que han creído en la educación.

El tema de la educación es siempre muy discutido cuando se habla de SIDA, pero se olvida el carácter cualitativamente distinto que se da entre informar y educar, como también que ninguna información es totalmente ajena a la visión antropológica.

¿Qué es educar?

El documento conclusivo de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Santo Domingo (SD) nos ofrece, en continuidad con Medellín y Puebla, una significativa definición de o que es la educación: “Educación es esencialmente la asimilación de la cultura… como proceso dinámico que dura toda la vida de la persona y de los pueblos. Recoge la memoria del pasado, enseña a vivir hoy y se proyecta hacia el futuro”. (n. 263). Es una definición que necesita de algún alcance para entender la relación que aquí se establece entre educación y cultura. Para percibir después que la dificultad en orden a una educación integral con respecto al SIDA tiene precisamente su génesis en la crisis de la cultura misma, cuya asimilación la educación debería realizar.

Los distintos sujetos educativos -familia, Iglesia y Estado- podrán ofrecer auténticos caminos de educación, si saben inspirarse en una cultura nueva capaz de mirar con simpatía y asombro al hombre y al misterio que vive en él.

La perspectiva abierta por los obispos nos habla de la educación como un proceso (es algo dinámico, vivo, interpersonal), por medio del cual el hombre asimila su cultura. Podría decirse también que la educación es, entonces, una introducción a la realidad, puesto que la cultura coincide con la realidad integral que el hombre vive.

Esa realidad integral o cultural se puede seguir definiendo como el cultivo y la expresión de todo lo humano en relación con la naturaleza, con los demás y con Dios.

La cultura, así entendida, abarca la totalidad de la vida de un pueblo, el conjunto de valores que lo animan y de desvalores que lo debilitan, y que, al ser participados en común por sus miembros, lo reúne en base a una misma “conciencia colectiva”. (Cf. Puebla, n. 387).

La cultura nace precisamente en el momento en que el hombre lanza su mirada llena de asombro sobre la realidad, la interroga y se deja interrogar por ella, descubriéndose así envuelto en una serie de relaciones (con la naturaleza, con Dios y los demás) que lo enriquecen, lo dignifican y lo abren hacia un camino más grande.

Mientras, en efecto, el animal soporta la realidad y la naturaleza, sólo el hombre entra en diálogo con ella. De ese diálogo nace la cultura.

La educación, como actividad humana en el orden de la cultura, tiene la finalidad de humanizar al hombre, de personalizarlo y de abrirlo a la relación con la naturaleza, con los demás y con Dios.

La educación, desde la comprensión integral del hombre y su destino, es un proceso de humanización que conduce a la persona a comprometerse con su vida, a proyectarla, a realizarla de acuerdo a la íntima verdad de su ser, como dice la definición que hemos acogido: “proceso dinámico… que recoge la memoria del pasado, enseña a vivir hoy y se proyecta hacia el futuro”.

La propuesta inteligente y no sólo represiva de determinados ideales de vida, especialmente en el ámbito de la sexualidad, es parte integrante de la educación, puesto que estos ideales se revelarían efímeros, si no respondieran a las inquietudes más profundas del corazón humano, si no estuvieran radicados estructuralmente en el “ethos”, en el deber ser del hombre, en su “memoria”. La misma prevención sanitaria, como la demuestran los hechos, tiene la necesidad de radicar sobre un terreno humano rico de sentido y responsabilidad. Todo eso exige, por supuesto, información; pero, por sobre todo, una verdadera educación que tenga relación con los auténticos valores de la afectividad y los modelos de vida, capaces de recuperar la intransable dignidad de la persona y su vocación al amor.

Educar es ayudar a descubrir que somos criaturas y que no escogemos nosotros mismos nuestra propia vida, no la inventamos. No nacimos por propia elección, sino que la vida nos ha sido dada. Participar de una vida que ha sido recibida, constituye lo medular de la experiencia humana, y la base para poder descubrir la libertad del hombre.

“La educación humaniza y personaliza al hombre cuando logra que éste desarrolle plenamente su pensamiento y su libertad haciéndolos fructificar en hábitos de comprensión y comunicación con la totalidad del orden real por las cuales el mismo hombre humaniza su mundo, produce cultura, transforma la sociedad y construye historia”. (Puebla, n. 1025).

Una educación abre el camino a cualquier invención o teorización ideológica, aun las más aberrantes, que reducen el cuerpo humano a la categoría del tener, hasta disponer de él conforme a lo que le parece más útil.

Crisis de la educación y crisis cultural

¿De dónde nace, entonces, la crisis de la educación, la dificultad para que, en esta trágica contingencia que el SIDA ha provocado, se vuelva el primer recurso, la primera “vacuna” para detener y erradicar este doloroso fenómeno?

¿De dónde nace el conflicto de interpretaciones que a menudo opone los criterios educativos propuestos por la Iglesia a los que plantea el Estado u otros grupos de poder?

¿Por qué esa manera reductiva de considerar la educación sólo como el riesgo de las posibilidades así como acontece en el juego de la “ruleta rusa”, y no como proyecto de humanización y de introducción a la realidad?

Nos acercamos así más concretamente al problema que nos interesa. A mi parecer, la respuesta a este conflicto radica en la íntima relación que existe entre educación y cultura, de la que hemos hablado antes. Si nadie hoy día duda que estamos ante una “crisis cultural de proporciones insospechadas” (Cf. Juan Pablo II, discurso inaugural en Santo Domingo, n. 21), tampoco desconocerá la crisis que sufre la educación a causa de su intrínseca relación con la cultura, cuya asimilación deberá promover.

Educar, sobre todo, a las nuevas generaciones a tener actitudes y comportamientos que eviten el contagio o la difusión del SIDA y promueven una real solidaridad hacia sus víctimas, se hace cada vez más difícil. El motivo está en la descomposición de las relaciones interhumanas, que no se puede explicar sólo por acontecimientos accidentales y casuales, sino como consecuencia de una forma de autocomprensión del hombre, como dueño de su vida y de su destino, en el que se encuentra censurada la existencia misma de la pregunta sobre el “¿por qué vivir?"

Una cultura que establece arbitrariamente cuáles son sus límites legitima todo comportamiento que quepa dentro de estos límites: homosexualidad, amor libre, drogadicción, aborto, etc.

El SIDA parece ser, en este contexto, el signo revelador de esta descomposición moral que alcanza niveles mundiales, y el síntoma de una enfermedad que antes de ser física es existencial y cultural.

Participando en 1990 en el II Encuentro Pastoral sobre la Pandemia del SIDA, realizado en la República de Santo Domingo, reflexionamos sobre las implicancias culturales y políticas del SIDA [1]. En esa oportunidad nos detuvimos sobre la raíz cultural del SIDA, concluyendo que éste “es el hijo de una cultura sin valores, donde el cultivo de la vida ha sido sustituido por la lógica del placer por el placer, que ha terminado por cegar las fuentes mismas de la vida”. El SIDA es “la punta del iceberg de una crisis cultural que se viene consumando desde la época del Renacimiento, y que ha llegado a su máxima expresión en las últimas décadas como proyecto prometeico en el que Dios no sólo no tiene cabida, sino que es un hipótesis inútil”. El SIDA viene a ser así el lugar o el epicentro por donde la enfermedad ha aparecido.

Con más autoridad, el Papa Juan Pablo II ha afirmado que el SIDA “es el hijo de una sociedad que sufre de una verdadera inmunodeficiencia en el plano de los valores existenciales, que constituye una verdadera patología del espíritu”.

Pienso que esto resume en gran parte el desafío que el SIDA plantea hoy a la sociedad, obligándola a revisar sus modelos culturales y, consecuentemente, sus patrones educativos.
Hay que reconocer que estamos dominados por una lógica social que valoriza lo humano sólo desde la perspectiva del funcionamiento de las instituciones. La escuela, por ejemplo, se concibe como una industria del saber. La dirección de la escuela etiquetará el producto que sale a la venta. Cuando concluye el proceso, decimos que la escuela funcionó eficazmente por el número de los que egresaron en relación a los que ingresaron y a las deserciones. En esa lógica, lo menos importante son las personas y su relación con el infinito.

¿Sabremos acoger el reto moral de la educación, reconociendo la responsabilidad que hay detrás de cada gesto humano que pone en juego la libertad?

El reto moral de la educación

El enfoque de atención a la persona y a su apertura hacia la perspectiva desde la cual nos colocamos, nos pone definitivamente en el cauce de un proyecto educativo que responda al reto moral que los gestos humanos encierra. Estos no son nunca neutros o indiferentes con respecto a la felicidad del ser humano.

La tendencia generalizada que se observa en los programas de educación y prevención del SIDA es la de confiar y esperar todo de una técnica que ofrezca siempre más “seguridad”.

La técnica, sea ella la medicina misma, el preservativo o la jeringa limpia, no salva ni soluciona el problema; sólo lo encubre en una hipócrita sensación de haber ofrecido algunos reparos que hacen al hombre siempre más prisionero de su instinto, contribuyendo a ensanchar esa cultura de la muerte de la cual el SIDA es hoy el síntoma más poderoso y aterrador.

A nadie escapa el reto moral de educar la responsabilidad de cada gesto humano, si reflexionamos sobre el hecho de que el 85 por ciento de las enfermedades del mundo moderno son causadas por comportamientos, sea individuales o colectivos, no adecuados para proteger la propia salud y que pueden ser solucionados por la modificación de las mismas costumbres: alcohol, cigarro, droga, sexo; o por la degradación del ambiente, por ejemplo, la contaminación del aire, del agua y de la tierra; o la degradación del ambiente socioeconómico por decisiones político-administrativas: desempleo, disposición del territorio, urbanización, malestar social.

Si la lucha contra esta enfermedad lleva consigo un cambio en las costumbres de vida, está claro que la ciencia debe contar con la conciencia y con todos los factores que la eduquen a ser el lugar donde se aprende a sentir “con otro”, como la misma etimología lo expresa: cum scire.

Este reto moral por la educación que la naturaleza del SIDA impone como tarea urgente e imprescindible, no puede ser callado o puesto entre paréntesis. Cada uno de los sujetos educativos presentes en la sociedad deberá asumirlo según su propia misión y papel.

Los sujetos educativos y el SIDA

La familia como educadora en materia de SIDA

Todo lo que hemos venido repitiendo hasta ahora tiene en la familia su primer e insustituible lugar de realización. “La familia es escuela del más rico humanismo”, ha dicho el Concilio (Gaudium et Spes, 52), puesto que es el lugar privilegiado de regeneración, el modelo en el cual es posible conformar las relaciones sociales, en cuanto la familia tiene su autonomía ética inserta en su misma naturaleza.

La tarea educativa de la familia es un derecho y un deber que radica en la vocación primordial de los esposos a participar en la obra creadora de Dios. Ningún otro grupo humano podrá sustituir el clima de sincera y honda gratitud que la familia expresa, en cuyo seno todos son acogidos únicamente por su valor y dignidad personal.

Es sólo en la familia donde los valores más altos de la vida humana y del amor no son enseñados académicamente, sino transmitidos por el diario vivir, permitiendo una asimilación existencial que perdurará a lo largo de los años, a través de un uso responsable de la propia libertad.

Frente al SIDA, la familia es “una reserva moral” para educar a no disociar nunca el compromiso afectivo y estable de la pareja, de la práctica sexual que lo acompaña. Si esta disociación es a menudo reconocida como causa principal de la multiplicación del contagio del SIDA, ¿cuál otro ámbito podrá proponerse como modelo vivo capaz de revelar y experimentar la totalidad de los factores que integran la sexualidad: don, comunión de vida, fecundidad? Fuera de la familia, ¿qué sujeto educativo podría comunicar el lazo tan estrecho que corre entre sexualidad y compromiso afectivo de la persona? Ninguna actitud represiva o simplemente informativa podrá lograr esos resultados.

En la familia el hombre educa según sus propias convicciones y enseña el sentido humanizador del gesto sexual. Es creando una familia que el amor se une al sexo como acto maduro y generoso.

“La familia -ha escrito Juan Pablo II- posee y comunica energías formidables capaces de sacar al hombre de su anonimato y de mantenerlo consciente de su dignidad personal, de enriquecerlo con profunda humanidad y de inserirlo activamente con su unicidad e irrepetibilidad en el tejido de la sociedad”. (Familiaris Consortio, n. 43).

Son estas “formidables energías” que la familia entrega, las que pueden impedir que el joven se vuelque en las numerosas formas de “evasión” que son parte importante en el desarrollo y propagación del SIDA.

Detrás de la inmensa mayoría de los casos del SIDA existe un deterioro de los valores familiares básicos, provocados a veces por la extrema pobreza o, y esto es lo más grave, por la acción de ideologías que atentan a su integridad, ignoran su valor y pretenden sustituirse a ella.

Que la familia sea débil ocasiona que entren en crisis las dinámicas de relación que permiten al hombre adquirir un fuerte sentido de sí mismo y, en particular, una capacidad de juicio y una responsabilidad ante la verdad y el bien. Los que quieren manipular y modificar a las personas lucha contra la familia, porque es el ámbito donde cada uno conserva su carácter propio. Por eso hay nuevas “dictaduras” que atacan a la familia, porque será siempre obstáculo para hacer a los hombres marionetas. La tarea fundamental del Estado, aun frente al desafío del SIDA, es la de apoyar y reforzar la familia y su papel en la sociedad.

La familia, además, no sólo educa en los valores y conductas de vida, que alejan el peligro del contagio y proporcionan esas “formidables energías” para sacar al hombre del anonimato, sino se propone como espacio más humano y eficaz de atención, de devolución de la autoestima, de comunicación de sentido de vida también para sus miembros que han sido víctimas del virus. Los enfermos, según la experiencia que hemos tenido en estos años, requieren de amor, de comprensión y de cuidados que sólo pueden encontrar en la familia. Es por esto que el llamado debe hacerse a las familias, las únicas que pueden crear cambios, encaminando un proceso de defensa de los derechos de los enfermos de SIDA y de políticas que habiliten a la familia a prestar sus cuidados esenciales. Tampoco hay que olvidar que, frente a las gravísimas carencias de estructuras sanitarias y hospitalarias para acoger el número siempre creciente de enfermos y los costos enormes que esto ya provoca y va a provocar en el futuro, la familia es la respuesta más racional.

Pero todo sería palabra vana si las autoridades políticas no ofrecieran a la educación de las familias un soporte real, sea económico como asistencial, a través del voluntariado o de formas más institucionales.

Sin una efectiva cooperación, es inútil esperar ofrecer a nuestros jóvenes una guía verdaderamente eficaz.

La Iglesia como educadora en materia de SIDA

La misión esencial de la Iglesia es, sin duda, la evangelización, ya que ésta constituye su identidad más profunda, su dicha, su vocación propia.

En el anuncio de Cristo, la Iglesia realiza su más grande servicios al hombre, ese hombre que en la plena verdad de su existencia “…es el primer camino que la Iglesia quiere recorrer en el cumplimiento de su misión” (Juan Pablo II, Redemptor Hominis, n. 14).

Como “experta en humanidad”, la Iglesia quiere ser siempre más consciente de las reales amenzas que pesan sobre toda la familia humana, entre las cuales se destaca el SIDA y, con su fe en el Dios de la Vida, quiere educar y ofrecer respuestas oportunas contra todo lo que atente a su integridad.

Frente al SIDA, la Iglesia educa, en primer lugar, revelando el amor entrañable de Dios al hombre y permitiendo que se descubra en su auténtica dimensión de criatura e hijo. Con su antropología que se manifiesta en Cristo, se hace mensajera de esperanza para los enfermos de SIDA.

Más específica y circunstancial se hace la labor educativa de la Iglesia, cuando rechazando la imagen distorsionada del SIDA como azote de Dios, imagen que repugna a la conciencia auténticamente cristiana, se abre a la solidaridad, a la acogida y al cuidado de los enfermos.

Pensando en nuestra experiencia chilena, después de ocho años de intensa presencia en el debate acerca del SIDA, podemos comprobar el papel relevante que la Iglesia ha tenido y sigue teniendo en la educación de la sociedad, a fin de vencer el miedo social que termina en formas terribles de discriminación o de superficial interés por los casos noticiosos o escabrosos.

Elevar el tono de la problemática, descubrir las implicancias éticas, culturales y políticas del SIDA, solicitar el interés de la opinión pública, alimentar en las comunidades cristianas la cultura de la solidaridad hasta llevar el tema a los centros políticos y culturales del país, ha sido el constante desempeño de Caritas Chile en estos últimos ocho años.

No siempre todo ha sido fácil, sobre todo al comienzo, cuando las casas de acogida eran objeto de contestación y hasta de agresión frente a una opinión pública muy dividida y polarizada. Pero se ha quebrado tabúes, se ha dictado charlas en decenas de colegios, en las universidades y hasta en el Parlamento.

Con afán de servicio, y desde la perspectiva que nos proporciona nuestra visión cristiana, la Iglesia ha acogido el reto moral de la educación.

Desde el año 1989 se ha implementado un programa nacional de atención de enfermos de SIDA, prevención y educación.

En el ámbito más especifico del área de educación, un equipo que se ha responsabilizado del proyecto, entre sus múltiples objetivos específicos, pretende elevar en este año de 3.626 hasta 5 mil el número de monitores adolescentes capacitados para ser voluntarios y que deseen servir como educadores en sus comunidades o sitios de trabajo, sobre la naturaleza y características del SIDA, con énfasis en aspectos preventivos y logrando un efecto multiplicador. Los contenidos del programa están enfocados principalmente en dos áreas: conocimiento biópsico-social de la enfermedad y aspectos ético-morales. Un boletín bimestral y un libro final dan a conocer las actividades y experiencias en este programa.

El proyecto prevé también la realización de dos cursos de capacitación de aproximadamente 120 voluntarios activos que deseen participar en el cuidado de pacientes en situación extrahospitalaria (asilos, hogares, etc.).

Los mismos obispos se han hecho garantes de esta labor, apoyando abiertamente la obra de Caritas con una carta del entonces Presidente de la Conferencia Episcopal, Monseñor Carlos González C., y contribuyendo con otros documentos que han publicado individualmente, hablando claramente de la verdad sobre el SIDA y proclamando la preocupación y el compromiso de la Iglesia con los enfermos. Así han reconfortado a los que sufren y reducido el temor y la consternación en la población en general. Las mismas visitas que el Arzobispo de Santiago realiza cada mes a la Casa de Acogida “Betania” son un gesto profundamente educativo.

La compañía y la acogida brindadas a los enfermos nos han educado e invitado a recorrer el camino del buen samaritano, permitiéndonos conocer los estragos del SIDA en el ser humano; la desvalidez de los pobres, la urgencia de desarrollar un programa de atención y educación.

La Iglesia se ha hecho abogada de los enfermos y esto va educando a la solidaridad también a quienes, entre los mismos católicos, manifiestan reservas moralistas o un distanciamiento demasiado prudente.

Mucho queda por hacer, de manera que la amplia red de parroquias, colegios, comunidades eclesiales, escuelas radiofónicas y centros culturales se suman a la imprescindible tarea educativa. Es un desafío para el futuro inmediato y un camino privilegiado por el cual pasa también la Nueva Evangelización a la que la Iglesia se siente convocada.

“La solidaridad cristiana -han dicho los obispos en Santo Domingo- es ciertamente un servicio a los necesitados; pero, sobre todo, es fidelidad a Dios. Esto fundamenta lo íntimo de la relación entre evangelización y promoción humana “. (SD, n. 159).

El Estado como educador en materia de SIDA

En realidad, los poderes públicos de nuestros países experimentan un complejo a la hora de educar moralmente a nuestros pueblos contra los males que podrían afectar a la sociedad, y concretamente frente al SIDA.

La concepción de un Estado éticamente neutral ha llevado a la valorización absoluta de la ética individualista y, por ende, a un relativismo cultural que, de hecho, permite el control del Estado por el consenso de grupos mayoritarios y económicamente fuertes. La mayoría de las sociedades occidentales, ha sido afirmado, son actualmente sociedades reventadas, sin referencia ni a una sola religión ni a una sola visión del hombre y de la sociedad.

Además, el Estado, como institucionalidad regida por una sola concepción ética que pueda ser impuesta a todos sin distinción, es rechazado como antidemocrático. Estas dos posibilidades tienen como denominador común la ausencia de una propuesta de valores objetivos.

Es significativo que un país como Suecia, que hace 50 años inició la “revolución sexual libre”, como forma de resolver los problemas de prostitución, violaciones, neurosis, angustias o represiones sexuales, enfermedades venéreas y abortos, hoy, frente a los desastrosos resultados alcanzados, esté de vuelta proponiendo, en 1988, un nuevo manual para la educación sexual en las escuelas. Sus puntos principales son: el reconocimiento de la familia como principal educador en materia sexual; que el pudor es una valiosa defensa para proteger de experiencias para las cuales no se está maduro; la necesidad de resaltar el elemento moral; que el único elemento que la escuela puede recomendar con buena conciencia es la continencia durante la adolescencia y que, en fin, la mejor forma de plantear la cuestión sexual es considerándola objetivamente a la luz de la biología como de las convicciones religiosas. Es importante destacar que un gobierno oficialmente socialdemócrata, laico y no católico, después de medio siglo de experimentación, llegue a tal conclusión.

Me parece que los poderes públicos deberían enfrentar el hecho del SIDA, reconociendo en las campañas informativas que hay diversos modos de prevenirlo, y que el preservativo es un entre varios; un medio reductor, puesto que circunscribe el intercambio de las personas a lo meramente genital.

No sólo en el campo del SIDA, sino también en otros terrenos, al proponer constantemente una visión reductiva de la persona humana, los poderes públicos están socavando, haciendo más difícil su porvenir.

Los gobiernos deberían aprovechar, en el buen sentido de la palabra, esta dolorosa contingencia para educar a la persona humana, su capacidad de lograr un cambio y de engrandecerse. Al mismo tiempo, se deberá resaltar el papel subsidiario que el Estado tiene con la familia y la sociedad entera y la interdependencia entre ética y economía, como el magisterio social de Juan Pablo II ha vuelto a proponer.

En fin, se necesita una visión amplia, generosa y humanista de la persona y una actitud responsable de los políticos, aunque esto los exponga a la impopularidad.

Conclusión

Finalmente, quisiera afirmar que el planteamiento educativo que ha guiado estas reflexiones, si es cierto que nace de nuestra visión cristiana del hombre, es también el fruto de la educación que los enfermos de SIDA no han brindado. A su lado, conociendo sus rostros concretos, sus nombres, sus dolorosas historias y enlazando amistades, nunca se nos ha atravesado la idea que su problema fuera simplemente higiénico-sanitario y que habría sido posible salir a su encuentro con un folleto informativo.

Ellos nos han educado a ver al hombre no como categoría abstracta, sino herido en el pecado, pero abierto a un destino de liberación y de unificación.

El hombre que los sistemas ideológicos construyen en las mesas de los laboratorios, fragmentando y privilegiando ora lo erótico, ora lo económico, ora lo psicológico o el afán de poder, no lo hemos encontrado en ninguno a los que nos hemos acercado o que han solicitado nuestra compañía.

Cuán verdadera es la afirmación que los pobres nos evangelizan. Estos nuevos pobres nos han educado y evangelizado, obligándonos a reconocer en ellos una humanidad y una pregunta por el sentido de la vida y de la muerte, que ni siquiera su mal y sus casualidades han podido arrancarles.

Su presencia en medio de nuestras sociedades constituyen un potente llamado a dejarnos educar por su condición, por lo que ellos piden, por lo que su mal representa como desafío a una sociedad que, después de haber intentado el camino de la “gethización”, se encuentra hoy obligada a revisar juicios y recorrer rumbos nuevos, más respetuosa del valor de la persona.

NOTAS

[1] Cf. Santi B: Petrillo, F., De la muerte surge la vida. Una respuesta cristiana a la pandemia del SIDA. Editorial Ce Ele. Santiago de Chile. 1990, pp. 105-118.

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