Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz.

Cada año, en la Liturgia de las Horas del tiempo de Cuaresma, me vuelve a conmover una paradoja de las Vísperas del lunes de la segunda semana del Salterio. Allí, una junto a la otra, se encuentran dos antífonas, una para el tiempo de Cuaresma y otra para la Semana santa. Ambas introducen el salmo 44, pero lo hacen con claves interpretativas radicalmente contrapuestas. El salmo describe las nupcias del Rey, su belleza, sus virtudes, su misión y, a continuación, exalta la figura de la esposa. En el tiempo de Cuaresma, introduce el salmo la misma antífona que se utiliza durante el resto del año. El tercer versículo reza: “Eres el más bello de los hombres; en tus labios se derrama la gracia”.

Está claro que la Iglesia lee este salmo como una representación poético-profética de la relación esponsal entre Cristo y la Iglesia. Reconoce a Cristo como el más bello de los hombres; la gracia derramada en sus labios manifiesta la belleza interior de su palabra, la gloria de su anuncio. De este modo, no sólo la belleza exterior con la que aparece el Redentor es digna de ser glorificada, sino que en él, sobre todo, se encarna la belleza de la Verdad, la belleza de Dios mismo, que nos atrae hacia así y a la vez abre en nosotros la herida del Amor, la santa pasión (eros) que nos hace caminar, en el Iglesia esposa y junto con ella, al encuentro del Amor que nos llama. Pero el miércoles de la Semana santa, la Iglesia cambia la antífona y nos invita a leer el salmo a la luz de Isaías: “Sin figura, sin belleza. Lo vimos sin aspecto atrayente, con el rostro desfigurado por el dolor” (53,2). ¿Cómo se concilian estas dos afirmaciones? El “más bello de los hombres” es de aspecto tan miserable, que ni se le quiere mirar. Pilato lo muestra a la multitud diciendo: “Este ese el hombre”, tratando de suscitar la piedad por el Hombre, despreciado y maltratado, al que no le queda ninguna belleza exterior. San Agustín, que en su juventud escribió un libro sobre lo bello y lo conveniente, y que apreciaba la belleza en las palabras, en la música y en las artes figurativas, percibió con mucha fuerza esta paradoja y se dio cuenta de que en este pasaje la gran filosofía griega de la belleza no sólo se refundía, sino que se ponía dramáticamente en discusión: habría que discutir y experimentar de nuevo lo que era la belleza y su significado. Refiriéndose a la paradoja contenida en estos textos, hablaba de “dos trompetas” que suenan contrapuestas, pero que reciben su sonido del mismo soplo de aire, del mismo Espíritu. Él sabía que la paradoja es una contraposición, pero no una contradicción. Las dos afirmaciones provienen del mismo Espíritu que inspira toda la Escritura, el cual, sin embargo, suena en ella con notas diferentes y, precisamente así, nos sitúa frente a la totalidad de la verdadera Belleza, de la Verdad misma.

Del texto de Isaías nace, ante todo, la cuestión de la que se han ocupado los Padres de la Iglesia: si Cristo era o no bello. Aquí se oculta la cuestión más radical: si la belleza es verdadera o si, por el contrario, la fealdad es lo que nos conduce a la profunda verdad de la realidad. El que cree en Dios, en el Dios que precisamente en las apariencias alteradas de Cristo crucificado se manifestó como amor “hasta el final” (Jn 13,1), sabe que la belleza es verdad y que la verdad es belleza, pero en el Cristo sufriente comprende también que la belleza de la verdad incluye la ofensa, el dolor e incluso el oscuro misterio de la muerte, y que sólo se puede encontrar la belleza aceptando el dolor y no ignorándolo.

Sin duda, un inicio de comprensión de que la belleza tiene que ver con el dolor se encuentra también en el mundo griego. Pensemos por ejemplo en el Fedro de Platón. Platón considera el encuentro con la belleza como esa sacudida emotiva y saludable que permite al hombre salir de sí mismo, lo “entusiasma” atrayéndolo hacia otro distinto de él. El hombre -así dice Platón- ha perdido la perfección original concebida para él. Ahora busca perennemente la forma primigenia que le sane. Recuerdo y nostalgia lo inducen a la búsqueda y la belleza lo arranca del acomodamiento cotidiano. Le hace sufrir. Podríamos decir, en sentido platónico, que el dardo de la nostalgia lo hiere y justamente de este modo le da alas y lo atrae hacia lo alto.

En el discurso de Aristófanes en el Banquete se afirma que los amantes desconocen lo que verdaderamente quieren el uno del otro. Por el contrario, resulta evidente que las almas de ambos están sedientas de algo distinto, que no es el placer amoroso. Sin embargo, el alma no consigue expresar este algo distinto, “tiene sólo una vaga percepción de lo que realmente anhela y habla de ello como de un enigma”.

En el siglo XIV, en el libro sobre la vida de Cristo del teólogo bizantino Nicolás Kabasilas, volvemos a encontrar este experiencia de Platón, en la cual el objeto de la nostalgia permanece sin nombre, aunque transformado por la nueva experiencia cristiana. Kabasilas afirma: “Hombres que llevan en sí in deseo tan poderoso que supera su naturaleza, y que desean y anhelan más de aquello a lo que el hombre puede aspirar, estos hombres han sido traspasado por el mismo Esposo, él mismo ha enviado a sus ojos un rayo ardiente de su belleza. La profundidad de la herida revela ya cuál es el dardo, y la intensidad del deseo deja entrever Quién ha lanzado la flecha”.

La belleza hiere, pero precisamente de esta manera recuerda al hombre su destino último. Lo que afirma Platón y, más de 1.500 años después, Kabasilas nada tiene que ver con el esteticismo superficial y con una actitud irracional, con la huida de la claridad y de la importancia de la razón. La belleza es conocimiento; ciertamente, una forma superior de conocimiento, puesto que toca al hombre con toda la profundidad de la verdad. En esto Kabasilas sigue siendo totalmente griego, en cuanto que pone el conocimiento en primer lugar. “Origen del amor es el conocimiento -afirma-: el conocimiento genera amor”. “En algunas ocasiones -prosigue- el conocimiento puede ser tan fuerte que actúe como una especie de filtro de amor”. El autor no plantea dicha afirmación sólo en términos generales. Como es característico de su pensamiento riguroso, distingue dos tipos de conocimiento: el primero es el conocimiento mediante la instrucción, que de algún modo representa un conocimiento “de segunda mano” y no implica contacto directo con la realidad misma. El segundo tipo, por el contrario, es un conocimiento mediante la propia experiencia y la relación directa con las cosas. “Por tanto, hasta que no hemos tenido la experiencia de un ser concreto, no amamos al objeto tal y como debería ser amado”. El verdadero conocimiento se produce al ser alcanzados por el dardo de la belleza que hiere al hombre, al vernos tocados por la realidad, “por la presencia personal de Cristo mismo”, como él afirma. El ser alcanzados y cautivados por la belleza de Cristo produce un conocimiento más real y profundo que la mera deducción racional. Ciertamente, no debemos menospreciar el significado de la reflexión teológica, del pensamiento teológico exacto y riguroso, que sigue siendo absolutamente necesario. Por ello despreciar o rechazar el impacto que la Belleza provoca en el corazón suscitando una correspondencia como una verdadera forma de conocimiento empobrece y hace más árida tanto la fe como la teología. Nosotros debemos volver a encontrar esta forma de conocimiento. Se trata de una exigencia apremiante para nuestro tiempo.

A partir de esta concepción, Hans Urs von Balthasar edificó su Opus Magnum de la Estética teológica, de la que muchos detalles se han acogido en el trabajo teológico, mientras que su planteamiento de fondo, que constituye verdaderamente el elemento esencial de todo, no se ha asumido en absoluto. Nótese que esto no es un problema que afecta simplemente, o principalmente, tan solo a la teología; afecta también a la pastoral, que debe volver a favorecer el encuentro del hombre con la belleza de la fe.

Así, a menudo los argumentos caen en el vacío, porque en nuestro mundo se entrecruzan demasiadas argumentaciones contrapuestas, de tal modo que surge espontáneo en el hombre el pensamiento que los antiguos teólogos medievales formularon de la siguiente forma: la razón “tiene la nariz de cera”, es decir, basta con ser un poco hábiles para dirigirla en cualquier dirección. Puesto que todo es tan sensato, tan convincente, ¿de quién tenemos que fiarnos? El encuentro con la belleza puede ser el dardo que alcanza el alma e hiriéndola, le abre los ojos, hasta el punto de que entonces el alma, a partir de la experiencia, halla criterios de juicio y también capacidad para valorar correctamente los argumentos.

Sigue siendo una experiencia inolvidable para mí el concierto de Bach dirigido por Leonard Bernstein en Munich, tras la prematura muerte de Karl Richter. Estaba sentado al lado del obispo evangélico Hanselmann. Cuando se apagó triunfalmente la última nota de una de las grandes cantatas del solista Thomas, nos miramos espontáneamente el uno y el otro y con la misma espontaneidad dijimos: “Los que hayan escuchado esta música saben que la fe es verdadera”. En esa música se percibía una fuerza extraordinaria de Realidad presente, que suscitaba, no mediante deducciones, sino a través del impacto del corazón, la evidencia de que aquello no podía surgir de la nada; sólo podía nacer gracias a la fuerza de la Verdad, que se actualiza en la inspiración del compositor.

Y ¿no resulta evidente lo mismo cuando nos dejamos conmover por el icono de la Trinidad de Rublëv? En el arte de los iconos, al igual que en las obras de los grandes pintores occidentales del romántico y del gótico, la experiencia que describe Kabasilas se hace visible partiendo de la interioridad, y se puede participar en ella. Pavel Evdokimov ha descrito de manera significativa el recorrido interior que supone el icono. El icono no es simplemente la reproducción de lo que perciben los sentidos; más bien, supone lo que él define como “un ayuno de la mirada”. La percepción interior debe liberarse de la mera percepción de los sentido para, mediante la oración y la ascesis, adquirir una nueva y más profunda capacidad de ver; debe recorrer el paso de lo que es meramente exterior a la realidad en su profundidad, de manera que el artista vea lo que los sentidos por sí mismos no ven y, sin embargo, aparece en el campo de lo sensible: el esplendor de la gloria de Dios, “la gloria de Dios que está en el rostro de Cristo” (2 Co 4,6). Admirar los iconos, y en general los grandes cuadros del arte cristiano, nos conduce por una vía interior, una vía de superación de uno mismo y, en esta purificación de la mirada, que es purificación del corazón, nos revela la Belleza, o al menos un rayo de su esplendor. Precisamente de esta manera nos pone en relación con la fuerza de la verdad. A menudo he afirmado que estoy convencido de que la verdadera apología de la fe cristiana, la demostración más convincente de su verdad contra cualquier negación, se encuentra, por un lado, en sus santos y, por otro, en la belleza que la fe genera. Para que actualmente la fe pueda crecer, tanto nosotros como los hombres que encontramos, debemos dirigirnos hacia los santos y hacia lo Bello.

Pero ahora es preciso responder a una objeción. Ya hemos refutado la afirmación según la cual que hemos sostenido hasta aquí sería una huida hacia lo irracional, un mero esteticismo. Es, más bien, lo contrario: sólo de este modo la razón se ve liberada de su torpeza y es capaz de obrar. Otra objeción reviste hoy más importancia: el mensaje de la belleza se pone radicalmente en duda a través del poder de la mentira, la seducción, la violencia y el mal. ¿Puede la belleza ser auténtica o, en definitiva, no es más que una vana ilusión? ¿La realidad no es, acaso, malvada en el fono?

El miedo a que el dardo de la belleza no pueda conducirnos a la verdad, sino que la mentira, la fealdad y lo vulgar sean la verdadera “realidad”, ha angustiado a los hombres de todos los tiempos. En la actualidad esto se ha reflejado en la afirmación de que, después de Auschwitz, sería imposible volver a escribir poesía, volver a hablar de un Dios bueno. Muchos se preguntan: ¿dónde estaba Dios mientras funcionaban los hornos crematorios? Esta objeción, para la que existían ya motivos suficientes antes de Auschwitz en todas las atrocidades de la historia, indica que un concepto puramente armonioso de belleza no es suficiente. No sostiene la confrontación con la gravedad de la puesta en entredicho de Dios, de la verdad y de la belleza. Apolo, que para el Sócrates de Platón era “el Dios” y el garante de la imperturbable belleza como lo “verdaderamente divino”, ya no basta en absoluto.

De esta manera volvemos a las “dos trompetas” de la Biblia de las que habíamos partido, a la paradoja por la cual se puede decir de Cristo: “Eres el más bello de los hombres” y “sin figura, sin belleza (…) su rostro está desfigurado por el dolor”. En la pasión de Cristo la estética griega –tan digna de admiración por su presentimiento del contacto con lo divino que, sin embargo, permanece inefable para ella- no se ve abolida sino superada. La experiencia de lo bello recibe una nueva profundidad, un nuevo realismo. Aquel que es la Belleza misma se ha dejado desfigurar el rostro, escupir encima y coronar de espinas. La Sábana santa de Turín nos permite imaginar todo esto de manera conmovedora. Precisamente en este Rostro desfigurado aparece la auténtica y suprema belleza: la belleza del amor que llega “hasta el extremo” y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia.

Quien ha percibido esta belleza sabe que la verdad es la última palabra sobre el mundo y no la mentira. No es “verdad” la mentira, sino la Verdad. Digámoslo así: un nuevo truco de la mentira es presentarse como “verdad” y decirnos: “más allá de mí no hay nada dejad de buscar la verdad o, peor aún, de amarla, porque si obráis así vais por el camino equivocado”. El icono de Cristo crucificado nos libera del engaño hoy tan extendido. Sin embargo, pone como condición que nos dejemos herir junto con él y que creamos en el Amor, que puede correr el riesgo de dejar la belleza exterior para anunciar de esta manera la verdad de la Belleza.

De todas formas, la mentira emplea también otra estratagema: la belleza falaz, falsa, que ciega y no hace salir al hombre de sí mismo para abrirlo al éxtasis de elevarse a las alturas, sino que lo aprisiona totalmente y lo encierra en sí mismo, es una belleza que no despierta la nostalgia por lo indecible, la disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de mero placer. Es el tipo de experiencia de la belleza al que alude el Génesis en el relato del pecado original: Eva vio que el fruto del árbol era “bello”, bueno para comer y “agradable a la vista”. La belleza, tal como la experimenta, despierta en ella el deseo de posesión y la repliega sobre sí misma. ¿Quién no reconocería, por ejemplo en la publicidad, esas imágenes que con habilidad extrema están hechas para tentar irresistiblemente al hombre a fin de que se apropie de todo y busque la satisfacción inmediata en lugar de abrirse a algo distinto de sí?

De este modo, el arte cristiano se encuentra hoy (y quizás en todos los tiempos) entre dos fuegos: debe oponerse al culto de lo feo, que nos induce a pensar que todo, que toda belleza es un engaño y que solamente la representación de lo que es cruel, bajo y vulgar, sería verdad y auténtica iluminación del conocimiento; y debe contrarrestar la belleza falaz que empequeñece al hombre en lugar de enaltecerlo y que, precisamente por este motivo, es mentira.

Es bien conocida la famosa pregunta de Dostoievski: “¿Nos salvará la Belleza?”. Pero en la mayoría de los casos se olvida que Dostoievski se refiere aquí a la belleza redentora de Cristo. Debemos aprender a verlo. Si no lo conocemos simplemente de palabra, sino que nos traspasa el dardo de su belleza paradójica, entonces empezamos a conocerlo de verdad, y no sólo de oídas. Entonces hemos encontrado la belleza de la Verdad, de la Verdad redentora. Nada puede acercarnos más a la Belleza, que es Cristo mismo, que el mundo de belleza que la fe ha creado y la luz que resplandece en el rostro de los santos, mediante la cual se vuelve visible su propia luz.


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