En cada cultura se expresa la inteligencia humana que busca comprender la realidad en su significado, según la totalidad de sus factores constitutivos. La inteligencia de la totalidad, sin embargo, no es posible desde el hombre, dada su limitación y contingencia, sino sólo desde Dios. El pensamiento moderno, en razón de su carácter crítico, ha sido particularmente sensible a descubrir sistemáticamente los límites del entendimiento humano.
Desde la contemplación del misterio de la encarnación de Dios en la historia humana, la actitud con que la Iglesia se aproxima a la comprensión y al diálogo con las culturas es siempre positiva, aun cuando tenga razones para sospechar o incluso para juzgar que una determinada cultura ha dejado de respetar alguna dimensión esencial de la dignidad humana. En efecto, como ha señalado el Santo Padre ante la UNESCO, la persona es el “único sujeto óntico de la cultura” [1], de modo que el juicio sobre alguna cultura específica arrastra inevitablemente también consigo a los sujetos que han hecho de dicha cultura su morada. Aunque hoy día suele hablarse, por extensión, de una “cultura de los medios” o también de “culturas organizacionales”, la afirmación del Santo Padre pone las cosas en su lugar, puesto que toda cultura es expresión del cultivo de la persona humana y, en último término no puede estar referida sino a ella.
Sobre la base de esta afirmación, cada cultura tiene, simultáneamente, una dimensión universal y una dimensión particular. En el primer plano existe una sola cultura, la del hombre [2], y por ello, no hay mejores razones para creer en una o en otra, en la del presente o en la del pasado. Gaudium et spes relaciona esta dimensión universal de la cultura con el carácter católico de la propia Iglesia, al señalar que “nada hay de verdaderamente humano que no encuentre resonancia en su corazón” [3]. Pero esta declaración de solidaridad universal podría entenderse abstractamente si no se manifestara como una solicitud especial por cada una de las específicas en que vive el hombre. El amor de Dios revelado en Cristo no es genérico sino personal, manifestando la dimensión misericordiosa del amor paternal por cada creatura humana, que en Cristo ha sido elevada a la condición de hijo. Así lo demuestra la actitud del Buen Pastor que deja las noventa y nueve ovejas de su aprisco para buscar la que estaba perdida [4], o bien, la actitud del Padre del hijo pródigo que no vacila en exponerse al reproche de su hijo fiel en virtud de la sobreabundancia del amor hacia quien “estaba muerto y ha vuelto a la vida” [5].
En cada cultura se expresa la inteligencia humana que busca comprender la realidad en su significado, según la totalidad de sus factores constitutivos. La inteligencia de la totalidad, sin embargo, no es posible desde el hombre, dada su limitación y contingencia, sino sólo desde Dios. El pensamiento moderno, en razón de su carácter crítico, ha sido particularmente sensible a descubrir sistemáticamente los límites del entendimiento humano. Estos límites están constituidos por principios de imposibilidad que el hombre, aunque quisiera, no puede trascender, dada su propia condición de finitud. Sin embargo, la fe ilumina la autoconciencia humana de esta limitación, al recordarle una y otra vez cómo la gracia divina es sobreabundante: “Lo que para el hombre es imposible, para Dios es posible” [6]. Se trata de una sentencia del Evangelio que se repite cada vez que el ser humano está enfrentado a una elección que sobrepasa su capacidad, pero que pone en juego la totalidad de su libertad, es decir, compromete a su misma persona. Pienso que la experiencia de esta luz que es capaz de ver las cosas desde Dios, es lo que se ha oscurecido en la cultura contemporánea, carencia que la enfrenta a falsos dilemas que terminan por destruir la propia razón humana.
En efecto, si la razón humana queda aprisionada en su propia contingencia, entonces la libertad humana no puede alcanzar a comprometer la persona entera. La libertad queda determinada por las circunstancias, por la satisfacción inmediata del presente o por la expectativa de una recompensa garantizada. Ésta es una de las mayores tragedias de la cultura actual, como lo muestra, entre otros signos, el rechazo al matrimonio indisoluble, a la fidelidad esponsalicia y a la paternidad. No pareciera existir la experiencia de una libertad capaz de comprometer irrevocablemente la existencia. Aparecen, entonces, como sustitutos de la libertad el hedonismo, la instrumentalización, el dejarse modelar por la opinión pública siguiendo los derroteros del poder, expresando estas pseudo-respuestas una radical incapacidad de realizar la vocación humana hasta el fin. La razón se vuelve adaptativa y autorregulativa, renunciando a la libertad y a la creatividad necesaria para edificar una sociedad justa desde un fundamento consistente.
En efecto, una persona cuya razón no alcanza para comprender las posibilidades de su propia libertad se vuelve sobre sí misma en actitud destructiva, sea en relación a su corporeidad o en relación a su espiritualidad. En el plano de la síntesis de ambas dimensiones, se trata de la autodestrucción del yo. Por su parte, no habiendo razones para afirmar la libertad del yo, tampoco hay razones suficientes para afirmar el tú en su propia libertad. Lo más que puede lograrse es un pacto de no agresión mutua, o de instrumentalización recíproca para el logro de satisfacciones específicas a necesidades circunstanciales que tampoco pueden comprenderse en la profundidad de su significado.
Esta situación no es de suyo nueva en la historia de la cultura, pero se ha visto acrecentada en el presente por la sobrevaloración de la dimensión crítica de la razón, y más específicamente, por su incomprensión del misterio de Cristo, el Dios encarnado. O bien se considera la encarnación como una mera apariencia (docetismo), como una metáfora para mostrar el imposible deseo humano de autotrascenderse, o como el pretexto de una especulación gnóstica o neoplatónica que expresa la nostalgia acerca de la unidad de lo desunido. Para revertir esta tendencia es muy importante una correcta comprensión intelectual de la novedad introducida por la encarnación del Verbo en la historia y su continuación en la Iglesia. Pero más importante todavía es el testimonio de la libertad que dicho acontecimiento ha traído para el hombre. En un sentido simultáneamente literal y analógico, lo que la cultura actual necesita es comprender la racionalidad del martirio, es decir, del testimonio de la libertad capaz de comprometer irreversiblemente la existencia entera. No se trata, en este caso, de una razón especulativa que descubriendo sus propios límites busca, sin embargo, abrir el entendimiento a la realidad que lo trasciende, sino de una razón antropológica que descubre en la posibilidad de la autodonación de sí, la dramaticidad de la existencia, la certeza moral necesaria para descubrir y educar el yo en la libertad que lo responsabiliza por su propia vida.
¿Por qué creer en la cultura actual, tan hondamente marcada por estas tendencias nihilistas y autodestructivas? Porque la destrucción de la vida y de la dignidad humana no puede constituir propiamente un fundamento, sino más bien un signo de temor y desesperanza ante la imposibilidad de encontrarlo, a pesar de que se le busca. Por ello es que este tiempo histórico está signado por la paradoja. Por una parte, proclama universalmente los derechos del hombre y busca consolidar un “Estado de Derecho” en que estas formulaciones tengan vigencia efectiva. Por otra, nunca antes se habían violado los derechos humanos tan sistemáticamente y a tan gran escala, incluso en nombre de la defensa de los propios derechos humanos. Piénsese, por ejemplo, en la justificación legal del aborto como un derecho de la mujer a disponer de su propio cuerpo. Pero igual paradoja encontramos en el ámbito más amplio e impersonal de las relaciones económicas. Por una parte, nuestra época defiende tenazmente la libertad de trabajo y la creatividad propia de la inteligencia humana que agrega valor a los productos que diseña y fabrica, y por otra, no sabe diferenciar entre las necesidades reales de las personas y aquellas artificialmente construidas que terminan por corromper o trivializar todo lo que es digno de seriedad y respeto.
Estas paradojas representan existencialmente un desgarro en la cultura moderna. Me parece que sería equivocado hacer de ellas una lectura que sólo descubriese su negatividad. La negatividad, como tal, es confesión de impotencia y no la proposición de un fundamento. Pero, justamente, cada vez que el ser humano experimenta la impotencia de su razón o de su libertad, se podría decir que se sitúa objetivamente de cara al Misterio, aun cuando sus ojos no lo vean o él mismo se eche barro en ellos para no querer ver. Por ello, es necesario recordar el profundo significado ético y antropológico de las palabras de Cristo: “Los sanos no necesitan médico, sino los enfermos… No vine a llamar a justos, sino a pecadores” [7]. Aunque la cultura actual se jacte orgullosamente del pensamiento débil, ello no significa que sea objetivamente un nuevo fundamento de la convivencia justa, sino más bien un síntoma dramático de su propia dolencia.
Habría que decir, sin embargo, que el ser humano ha encontrado en esta época una poderosa excusa para no canalizar hacia la conversión del corazón su conciencia crítica y su percepción de impotencia ante las paradojas antes señaladas. Esta excusa es la confianza excesiva y hasta irracional que ha depositado en la tecnología. Ella desplaza el acento desde el ser hacia el hacer introduciendo el criterio de eficacia como el criterio determinante para juzgar el valor de la existencia, tanto en relación a la sabiduría que ella es capaz de descubrir en la herencia cultural recibida, como en relación a la determinación de su temporalidad y de su finalidad. Existe la expectativa de una capacidad tecnológica siempre mayor de controlar el futuro, sea por un mejoramiento de la gestión de los recursos existentes o por la creatividad puesta en la investigación y en su capacidad de descubrir relaciones antes ignoradas entre distintos componentes de la realidad. También esta confianza se sustenta en la capacidad de imitar las propias actividades del cerebro humano, que perfeccionadas en su capacidad de almacenamiento de información o en la velocidad de sus procesos, llevaría al ser humano, aunque no a eliminar las paradojas, al menos a superar la parálisis que ellas generan, volviéndolas funcionales para el progreso de la sociedad. La tecnología actual se propone anticipar el futuro en el presente, previendo con mayor precisión la probabilidad de los desequilibrios y disponiendo su inhibición. En este sentido, puede afirmarse que la tecnología tiene una dimensión escatológica, es decir, no sólo se refiere a lo ya hecho sino a lo que se espera, y ha pasado a ser un verdadero sustituto de la razón antropológica que encontraba en la misma existencia humana la razón de su esperanza.
Pienso que éste es uno de los mayores desafíos que ha encontrado la razón a lo largo de su historia, después del estupor experimentado ante el misterio del Infinito que entra en la historia y asume la condición contingente del hombre. La pregunta que cabe entonces, desde el horizonte de la cultura, es qué libertad es la que trae como fruto la confianza en Dios o la confianza en la tecnología. Desde esta última, pienso que la dramaticidad humana se presenta marcada por el hecho de que cada existencia humana particular es altamente improbable y que cualquier probabilidad digna de ser razonablemente aceptada es la que se determina sobre la base de “magnitudes agregadas” y no sobre la base de un acontecimiento particular. Así, la economía termina inevitablemente por imponerse como el criterio más razonable para la asignación de valores a todas las cosas, por su escasez o abundancia relativas. Desde el horizonte de la fe, en cambio, se descubre que la pequeñez humana no puede considerarse como improbabilidad de la existencia, porque el misterio del Verbo encarnado revela al hombre no sólo su condición de creatura sino de hijo de Dios, es decir, “amado por sí mismo” [8], no sustituible en su unicidad por ninguna alternativa equivalente en su funcionalidad o en su probabilidad. Sólo la condición filial se revela como el presupuesto adecuado para el desarrollo de una cultura capaz de comprender el valor absoluto de la vida humana, y por tanto, para descubrir el fundamento con el que se puede edificar una existencia libre y justa, digna de todos los hombres y con validez universal.
Es precisamente la universalidad y objetividad de este desafío lo que nos permite valorar inmensamente el momento presente. La Iglesia, en esta época como en el pasado, sólo puede contestar a este desafío ofreciendo el testimonio de la libertad de sus mártires, los que no sólo son aquellos que llegan a derramar su sangre por amor al Misterio presente, sino también aquellos que, en virtud de ese mismo amor, comprometen irrevocablemente su existencia cotidiana como ofrenda o donación de sí mismos.