¿Existe una relación entre una melodía musical y los teoremas matemáticos o las teorías físicas?
© Humanitas 89, año XXIII, 2018, págs. 544 - 559.
* Conferencia dictada en la Universidad de Oxford.
A menudo se dice que la ciencia y la música tienen algo en común, particularmente aludiendo al estilo y repertorio de Juan Sebastián Bach. Pero, ¿qué es ese “algo”, precisamente?
Por supuesto, la música es mediada por el sonido, un fenómeno físico que atañe a la ciencia. Se origina en algún material que vibra y luego se transmite por el aire para remecer esa extraordinariamente sensible membrana que protege el oído medio y que llamamos tímpano, siendo eventualmente procesado por el cerebro, situaciones que la física, la biofísica y la neurociencia abordan en propiedad [1]. Pero no es ese el tipo de relación entre ciencia y música la que más nos interesa, ya que solo se refiere al soporte material del sonido, no al contenido que este transmite a través del discurso musical, que excita nuestro intelecto y mueve nuestras emociones.
Menos explorada es la vinculación entre los procesos creativos que tienen lugar en la composición musical y en la investigación científica. ¿Están ellos relacionados? La frase atribuida a Gottfried Leibniz «la música es el ejercicio aritmético oculto de un alma inconsciente que está calculando» parece avalar esta asociación. Relaciona la habilidad de calcular con la experiencia artística de componer o escuchar música. A un nivel básico de análisis existe un ritmo y un pulso en la música, que encierran una cierta forma de contar cuando el sonido fluye de compás en compás. El contenido estético o emocional de este mero contar es en gran parte de la literatura musical escaso, ya que no hay significado de por sí para la secuencia de pulsos, y se podría acompañar igualmente la melodía contando «uno, dos, tres» o diciendo «a, b, c» o meramente golpeando una mesa. El director de orquesta no gesticula dando sentido numérico a los intervalos de tiempo que marca con la batuta, solamente lleva el compás para asegurar la acentuación natural de la partitura y la coordinación temporal entre los miembros de la orquesta, formando así el esqueleto sonoro de la pieza que se ejecuta. El contenido musical mismo lo apreciamos más bien en otras dimensiones, como la expresión de su rostro, los gestos corporales, el a veces sutil movimiento de sus manos y dedos más allá de la batuta. Si bien es cierto que hay ritmos de gran complejidad y expresividad en partituras como las de Igor Stravinsky, el pulso en la mayor parte de la literatura de la música no suele encerrar más contenido matemático que el latir de un corazón.
Conexiones estructurales con simetrías de la naturaleza se encuentran explícitas en unos cuantos casos. Un ejemplo es el segundo canon de la Ofrenda Musical de Juan Sebastián Bach, a veces llamado Canon del Cangrejo. Esta pieza consta de dos voces, una de las cuales es la inversión temporal de la otra, es decir, partiendo de la última nota de la otra voz, avanza hasta terminar en la primera. La operación se llama simetría bajo inversión temporal, importante en la física del siglo veinte.
Otro ejemplo es una singular obra que se atribuye a Mozart, que contiene solo un pentagrama —una voz— dividido en setenta y seis compases [2]. La partitura se pone sobre una mesa entre dos intérpretes ubicados uno frente al otro. Mientras el primero ejecuta la obra en un sentido, el segundo lo hace simultáneamente en el sentido inverso, formando una sonoridad de dueto. Por la inversión de perspectiva, cuando para un intérprete un intervalo es ascendente, para el otro es descendente. La partitura es (imperfectamente) simétrica bajo las operaciones de reflexión respecto a una línea vertical que pasa por su centro —entre los compases 38 y 39— e inversión respecto de una línea horizontal, más algunas trasposiciones de origen seguramente estético.
Ambos intentos, el de Bach y el de Mozart, ilustran dos épocas y dos temperamentos, el primero austero y riguroso, mientras el segundo, posterior, se revela menos paciente, más libre y juguetón. El desafío que plantea componer una obra sujeta a alguna simetría voluntariamente adoptada como restricción es que la música resultante aun “suene bien”, bien logrado en los ejemplos citados. Casos como estos son bastante raros, y condiciones autoimpuestas como las mencionadas, externas a la música per se. En matemáticas las propiedades de simetría se tratan en teoría de grupos y en física son importantes tanto a un nivel fundamental como en arreglos atómicos cristalinos.
Se asocia a Juan Sebastián Bach con cierta fascinación por los números y con haberlos utilizado de diversas formas en su trabajo. Es el caso, por ejemplo, del número 14, que se puede vincular a su apellido asociando dígitos correlativos a las letras del alfabeto [2 (B) +1 (A) +3 (C) +8 (H)] [3]. Pero, aun cuando hubiese sido deliberado en el compositor alemán este alcance numérico, el propósito debió ser ajeno al contenido mismo de su música. En una carta al biógrafo de su padre, Johann Nikolaus Forkel, Carl Philipp Emanuel Bach escribió en 1775: “El difunto, así como también yo o cualquier músico de verdad, no se caracterizaba por ser un amante de las abstracciones matemáticas” [4].
Como actos creativos, la música y la ciencia tienen en común el estar sujetos a restricciones estructurales específicas sobre el acto creador, propias de cada campo. Nos referiremos a las matemáticas y a la física en particular, como ejemplos distintivos del ámbito de la ciencia reconociendo que en ciencia se incluyen otras disciplinas para las cuales afirmaciones que hacemos pudiesen no ser del todo adecuadas.
MATEMÁTICAS
Hay una larga disputa en matemáticas sobre si números como 1, 2, 3, y figuras como el triángulo, el cuadrado y el círculo, fueron descubiertos o inventados. Los que adhieren al descubrimiento piensan que hay una especie de «limbo» donde los objetos matemáticos han existido siempre.
Así, en algún momento, ya sea buscando o por accidente, alguien en el pasado muy lejano encontró el número 2, y comenzó a utilizarlo con éxito expandiendo su uso a la tribu [5]. Es entonces un descubridor en el campo de las matemáticas.
Pero no todo el mundo cree que los objetos matemáticos como el círculo tienen existencia independiente, y proclaman más bien que son inventados. El proceso de invención crea matemáticas a partir de la nada, mientras que el proceso de descubrimiento simplemente extrae de una especie de bodega preexistente los conceptos matemáticos, expandiendo así el dominio de la conciencia humana.
Han sido muchos aquellos que creen en el descubrimiento en matemáticas. En el diálogo con Menón, Platón afirma que las estructuras matemáticas son independientes de la experiencia e incluso la preceden, vinculándolas a la existencia del alma. En su visión hay descubrimiento, pero como una especie de recuerdo de algo preexistente en nuestra mente. Más recientemente, el matemático francés Jacques Hadamard en su Psicología de la invención en el campo matemático escribe: «Aunque la verdad todavía no nos es conocida, preexiste e impone ineludiblemente el camino que debemos seguir». Godfrey H. Hardy, el famoso analista británico en La disculpa de un matemático expresó: «Creo que la realidad matemática está fuera de nosotros, que nuestra función es descubrirla y observarla, y que los teoremas que probamos y que describimos grandilocuentemente como nuestras ‘creaciones’, son simplemente nuestras notas de las observaciones que hacemos” [6]. Por su parte, Henri Poincaré reconoce la existencia de un genio creador en matemáticas, asociándolo a la habilidad para encontrar los teoremas ocultos a través de caminos eficientes elegidos de entre a veces miles de ellos, con participación del inconsciente. Se trataría de una capacidad virtuosa similar a la del ajedrecista que entre numerosas jugadas posibles ve en forma inmediata la más promisoria [7]. Para estos pensadores, los conceptos matemáticos están ahí afuera, en alguna parte, en un reino desconocido y misterioso, quizás ligados a estructuras profundas de la mente humana donde “hay que irlos a buscar” para ser expuestos y llevados a la conciencia.
El respaldo a esta creencia en el caso de los objetos más simples, como los números, proviene de su relación con el mundo exterior. Hay una distinción objetiva entre tener que alimentar a uno u once niños en una familia, enfrentar solo o acompañado a un pelotón de 10 guerreros en la selva, acoger a los amigos en una sala de estar sin sillas o en una con seis asientos, o recibir como regalo un pastel entero o uno medio comido. Las figuras geométricas son también parte de nuestra experiencia común. Las piedras tienen formas y, cuanto más esféricas, más fáciles de rodar. El sol y la luna aparentan círculos perfectos y sus órbitas también asemejan círculos. Uno de los conceptos más antiguos en geometría, que data de unos miles de años atrás y asociado a Pitágoras, es que un triángulo con lados en las proporciones de 3, 4 y 5 tiene un ángulo recto. Este ángulo es particularmente significativo en la construcción de viviendas y monumentos, ya que define la relación entre las líneas horizontal y vertical.
Los números simples y las figuras geométricas elementales tienen una fuerte relación con la observación cotidiana del mundo que nos rodea. Verlos como preexistentes en el mundo y como «descubiertos» resulta, entonces, natural. Uno puede, por supuesto, argumentar que los conceptos «número 2» y «círculo» fueron inventados para hacer una representación abstracta, pura y simple en la mente de lo que se observa, pero entonces este uso del concepto de «invención» se aparta de la definición que estamos utilizando y solo oscurece la discusión.
¿Es esto cierto de todos los objetos matemáticos? De ninguna manera. El famoso Teorema de Fermat, resuelto en 1995 por el matemático británico Andrew Wiles, es una extensión del teorema de Pitágoras a un reino apartado, de alta abstracción [8]. Euclides construyó su monumental geometría a partir de apenas cinco axiomas bastante elementales y obvios, como que entre dos puntos se puede dibujar una y solo una línea de longitud mínima (minimal), la línea recta. Luego una miríada de teoremas se sigue a través de la deducción lógica, incluyendo algo tan sorprendente como que la suma de los ángulos internos en un triángulo equivale a media vuelta de círculo. Sin embargo su geometría, muy relacionada con nuestra vida cotidiana, es válida solamente sobre superficies planas como una mesa o una cancha de fútbol.
Más de dos mil años después, Nikolai Lobachevski, Jano Bolyai y Bernhard Riemann la ampliaron de forma independiente a espacios curvos como la superficie de una esfera, donde los axiomas de Euclides no funcionan: los ángulos internos de un triángulo ya no suman 180 grados, y entre dos puntos se pueden dibujar no una, sino dos líneas minimales de diferente longitud. Son conclusiones extrañas para seres como nosotros, cuya experiencia cotidiana es más bien plana. Además, el estudio de objetos en imaginarios espacios de cuatro o más dimen-siones se convirtió en moda, circulando la broma de que un automóvil es un ejemplo entre cuerpos que se equilibran sobre N ruedas, para el caso particular de N = 4.
Históricamente, los matemáticos trataron primero los conceptos más cercanos a la vida diaria, y cuando se quedaron sin problemas que resolver en ese ámbito, extendieron su trabajo a otros dominios en los cuales los objetos matemáticos no tienen un correlato obvio en el mundo físico. Es interesante, sin embargo, que a veces estas extensiones abstractas han encontrado su nicho en teorías que describen en forma muy práctica la materia que nos rodea.
Por ejemplo, la Relatividad General de Albert Einstein interpreta la gravitación como una deformación geométrica de un espacio de cuatro dimensiones, el espacio-tiempo, visión a la cual cae como anillo al dedo la aparentemente inútil geometría para espacios curvos de Riemann, concebida más de cincuenta años antes. También, algunas teorías recientes que describen a las partículas elementales se formulan ya no en el espacio cotidiano de tres dimensiones: arriba, al frente y al lado, sino en un espacio imposible de imaginar, de once o más dimensiones.
Así, los desarrollos matemáticos que una vez parecieron meras especulaciones abstractas terminan teniendo un correlato con el mundo físico y, por lo tanto, un sabor de haber estado siempre ocultos en la naturaleza siendo solo descubiertos. Pero hasta donde sabemos hoy, en matemáticas no hay necesidad estricta de esta correlación, puede haber todo un sector —y ciertamente lo hay— que es genuinamente abstracto, siendo el rigor lógico, que impera entre sus verdades, la única restricción irrenunciable a que está sometido.
Hay otra característica que emerge de la convicción de que en matemáticas se descubre, no se inventa. He oído a alguien afirmar que ha descubierto un nuevo teorema en geometría. Leyendo entre líneas, esto es como decir: «Mira, como sabes, en el cajón de verdades matemáticas hay un gran número de teoremas sobre geometría, algunos de los cuales ya son conocidos. Entre los que permanecen ocultos, escarbando, acabo de encontrar uno». Si esta persona no lo hubiera descubierto, entonces otra persona lo haría, siendo solo cuestión de tiempo, genio y suerte encontrarlo. Una vez que los axiomas se dan y las reglas de la lógica se aceptan como el camino hacia las verdades, entonces encontrar un teorema es como recoger una flor en un sendero, o avistar una isla en una travesía por los mares, experiencias ajenas a la invención libre en el sentido estricto de la palabra. El teorema existe atemporalmente en el espacio virtual de consecuencias lógicas, y podría ser encontrado por cualquiera que respete las reglas de búsqueda, incluida, por supuesto, una máquina. Esta realidad favorece la noción de que las matemáticas están «ahí afuera», y que el ejercicio de hacer matemáticas es uno de verdadero descubrimiento. Sin embargo valga decir que la pregunta acerca del origen de los axiomas que engendran todas esas verdades, no demostrables en general, queda sin respuesta desde esta postura.
Si bien la lógica permite conectar teoremas y colgar estos de axiomas, es interesante también notar que existen verdades matemáticas que no son demostrables, como observó Kurt Gödel en 1931 [9]. Esto sugiere una limitación estructural de nuestras capacidades mentales, cuyo parangón es el principio de incerteza de la física cuántica que mencionaremos brevemente más adelante.
FÍSICA
Analicemos a continuación cómo aparece en física la dicotomía a que nos hemos referido. ¿Se inventó o descubrió la física que conocemos? La afirmación de descubrimiento se encuentra muy a menudo en este campo. En 1995, por ejemplo, la evidencia de que un planeta circundaba una estrella brillante fuera del sistema solar se encontró a través de la observación paciente de los cielos, y desde entonces se han encontrado miles, tantos, que se ha acuñado para ellos la palabra “exoplanetas” y hay astrónomos dedicados en forma exclusiva a buscarlos y estudiarlos. Estos objetos ciertamente han estado dando vueltas y vueltas por miles de millones de años, y sin embargo solo lo supimos ayer, por así decirlo. Ciertamente fueron descubiertos, no inventados.
Al igual que la matemática, la física se ramifica a partir de principios simples y escasos, como los árboles emergen en majestad y complejidad a partir de unas pocas raíces. Su belleza y poder radican precisamente en este mismo hecho. De un principio se derivan consecuencias lógicas que luego se utilizan para explicar fenómenos observados, o predecir uno nuevo. Por ejemplo, a partir de la conservación de la energía se deduce que la propagación del sonido en el aire es a través de ondas de materia. Esta noción puede entonces ser usada para entender el comportamiento del sonido en cada punto de un auditorio, o la calidad del tono de un tubo de órgano de 16 pies.
La analogía estructural entre la física y las matemáticas va incluso más allá, en el sentido de que, como Galileo Galilei señaló una vez, el lenguaje de la física es la matemática. En otras palabras, para un extraterrestre bastarían algunas páginas de ecuaciones para informarse de toda la física que ha desarrollado el homo sapiens desde sus orígenes. Pero hay una diferencia muy fundamental entre los dos: mientras la matemática no tiene que explicar nada del mundo real, la física se extrae necesariamente de la observación de los fenómenos que nos rodean, y sus verdades deben conformarse en detalle con cada uno de ellos. No solo los principios básicos deben estar de acuerdo con la experiencia, sino que toda afirmación que se derive lógicamente de esos principios debe hacerlo también, de igual forma que un mapa es copia fiel de la geografía de un lugar.
En todo momento sus verdades se refieren al mundo real y deben ser coherentes con su comportamiento. La física se refiere explícitamente a la realidad tal como la experimentamos. Es sobre el mundo que nos rodea que funciona a su manera, estemos nosotros ahí para observarlo o no lo estemos. Es acerca de su comprensión a partir de tan pocos elementos como sea posible.
Se trata entonces de una construcción intelectual muy restringida, al punto que uno puede cuestionar si hay espacio alguno para la invención, si hay libertad mental en ella en absoluto. Sin Einstein, su teoría de la Relatividad General ¿habría sido formulada por otro científico? Una pregunta frecuente para la cual no tenemos –ni podemos tener– respuesta segura. Las teorías físicas parecen ser bastante únicas y más propias de la mente humana y sus características genéricas que de un individuo en particular, por genial que sea. Como en matemáticas, es una experiencia común de los investigadores descubrir que la misma idea sobre la que uno está trabajando es considerada simultáneamente y de forma similar, sin quizás siquiera sospecharlo, por alguien en otro lugar del planeta. Este hecho revela una interesante universalidad de las verdades en la física, cualquiera de las cuales puede ser propuesta por primera vez por un científico británico, uno en Israel o uno en Chile. Es más el logro de una especie que la de un individuo de tal especie.
Un ejemplo que pareció por un momento desafiar esta universalidad se sitúa en la historia de la física cuántica. En los años veinte del siglo pasado se buscaban ideas que permitieran explicar el comportamiento atómico de la materia. ¿Por qué los gases, por ejemplo, absorben luz de frecuencias muy definidas y separadas una de otra como los peldaños de una escalera irregular? En medio de una búsqueda bastante a ciegas surgieron dos propuestas bien diferentes. Una, debida al alemán Werner Heisenberg y originada en Götingen en 1925, se basaba en probabilidades de transición entre estados del átomo y usaba como herramienta el lenguaje de las matrices, objetos matemáticos que se pueden multiplicar pero con la extraña particularidad que, a diferencia de los números ordinarios, el orden de los factores altera el producto. La otra, debida al austríaco Erwin Schrödinger y propuesta desde Zürich en 1926, asociaba una onda al átomo y su lenguaje era el antiguo cálculo infinitesimal desarrollado por Newton y Leibniz. Si bien inicialmente se consideró estas dos teorías como independientes, pronto Schrödinger demostró que eran enteramente equivalentes, dos caras de una misma moneda [10].
La física cuántica trajo una sorpresa al establecer el principio de incertidumbre. Formulado por Werner Heisenberg el mismo año en que propuso su mecánica matricial, el principio afirma que hay parejas de magnitudes físicas que no se pueden conocer simultáneamente para un mismo sistema. Por ejemplo, no podemos localizar en forma exacta un átomo y al mismo tiempo conocer su velocidad con precisión. El grado de conocimiento de una variable limita el conocimiento de la otra, por lo que la teoría física acude a las probabilidades para tratar tales parejas. Es una renuncia, un reconocimiento de cierta fragilidad en nuestra capacidad de conocer que se suma a las dudas que levanta en matemáticas el trabajo de Kurt Gödel mencionado más arriba.
Resumiendo, tanto la física como las matemáticas se desarrollan bajo restricciones específicas. Ambas están sujetas a la lógica, sin otro requisito en el caso de las matemáticas, mientras la física se debe al mundo real y concreto y debe dar cuenta de su comportamiento con completa fidelidad. Todo esto sujeto a las capacidades de nuestra mente, las que tienen también un límite.
¿Qué ocurre en la música? ¿Inventó o descubrió Juan Sebastián Bach su Oratorio de Navidad?
MÚSICA
La música se construye a partir de sonidos que rompen el fondo silencioso, desplegando un discurso que se desenvuelve en el tiempo. Por así decirlo, su materia prima la integran el silencio, el sonido y el tiempo.
El silencio es un continuo uniforme que se muestra en el tiempo como un lienzo vacío lo hace en el espacio. La música occidental clásica dibuja el sonido a partir de apenas doce notas —y múltiplos de sus frecuencias, las octavas— ordenadas en una escala. Un conjunto bastante pequeño. Con él se pueden hacer 12 temas musicales diferentes de tan solo una nota cada una, 144 de dos notas, 1.728 usando tres notas, aceptando repeticiones. Estos son números pequeños, pero crecen muy rápido con el número de notas incluidas. Por ejemplo, el número de temas de doce notas de longitud en una sola octava ¡es casi nueve millones de millones! Aunque grande, el punto aquí es que este número es finito. Una computadora podría escribir todas esas melodías, e incluso tocarlas a través de un altavoz a alguien con bastante tiempo y paciencia —unos dos millones de años— para escucharlas todas. Entre esas canciones estaría el tema del Arte de la Fuga de Bach, por ejemplo, aunque una versión algo aburrida si las notas tienen todas igual duración. Si se permite variar esta, entonces el número de canciones posibles crecería asombrosamente, permaneciendo sin embargo finito. Por lo tanto, una computadora realmente grande podría escribirlas y reproducirlas todas, requiriendo de suficiente tiempo para hacerlo.
¿Significa esto que los temas en música son «descubiertos» de entre todas estas posibilidades? ¿Significa esto que, en principio, si Bach no hubiera existido y el período barroco hubiese durado lo suficiente, entonces el Oratorio de Navidad habría sido escrito por otro músico, o por alguna máquina muy paciente, como un agujero negro que se descubre en medio de trillones de billones de objetos brillantes en el cielo? Esto suena ridículo. Sin embargo, hace unas décadas un estudio mostró que la melodía “sol - sol - mi - la - sol - - mi - - “había sido «descubierta» por niños en diferentes culturas de forma independiente, siendo tarareada cotidianamente por ellos. De algún modo, este ordenamiento de notas tan sencillo, disponible «allá afuera», en el espacio de las posibilidades temáticas musicales, fue encontrado y adoptado en variados contextos gracias a su atractivo aparentemente universal. El hecho se parece a dos personas en lados opuestos del mundo, escribiendo las mismas ecuaciones en algún tema de física o matemáticas, algo que como hemos dicho antes, no es infrecuente.
Pero este ejemplo es ciertamente muy raro en la música y puede entenderse en términos de su simplicidad, el haber incluido apenas tres sonidos con un ritmo elemental y algunas repeticiones. Una coincidencia temática en piezas de más de tres notas es extremadamente improbable. Un compositor sofisticado nunca sentirá el síndrome del científico que, a menos que se apure, alguien más en algún lugar del planeta va a desarrollar en forma similar una hermosa melodía que se le acaba de ocurrir. El músico está a salvo de llegar tarde.
A pesar de lo dicho, el trabajo de compositores de un mismo período cultural no es tan diferente después de todo. Debo confesar que he dudado si alguna sinfonía que no he escuchado antes es del joven Mozart o del viejo Haydn. Esta experiencia bastante común sugiere que de alguna manera el rango de exploración que el compositor musical realiza en el «espacio del sonido» tiene también restricciones.
En su diccionario de temas musicales, Harold Barlow y Sam Morgenstern listan más de diez mil melodías, advirtiendo que no son todas las que existen [11]. Tal vez el número total sea más cercano a 20 o 30 mil, o, digamos, poniendo un límite superior, 100 mil. Barlow y Morgenstern utilizan un promedio de 24 notas para caracterizar completamente un tema. Ahora, el número de melodías posibles que se pueden hacer con solo 24 notas, permitiendo repeticiones aunque sin contar su duración, es más de cien millones de millones de millones (trescientos millones de veces la edad del Universo expresada en segundos), por lo que nuestra cifra de 100 mil es una muy, pero muy modesta fracción del total posible, un porcentaje de solo una diez millonésima de millonésima de millonésima de los disponibles. La nada misma.
Uno se pregunta, entonces, por qué los músicos han utilizado tan pocas melodías entre todas las posibles. Elegir un buen tema no debe ser tan fácil, ya que incluso los compositores famosos tienden a privilegiar los ya existentes utilizándolos más de una vez. Por ejemplo, Norman Carrell encuentra más de doscientas obras instrumentales de Juan Sebastián Bach en las que el autor utiliza temas de sus composiciones anteriores [12]. Y también menciona ochenta temas tomados de otros compositores. Ejemplos famosos son las transcripciones para clavecín de conciertos de Antonio Vivaldi, así como la elaboración de temas de Legrenzi, Corelli, Albinoni y otros. Carrell encuentra en las obras de Bach también más de 200 casos en los que un himno luterano es la base de un coral. Así pues, aun cuando el compositor puede elegir entre una infinidad de temas posibles, parece haber un criterio de selección que privilegia algunos y descarta otros. Además, una vez elegido el tema, su tratamiento parece también guiado por un criterio que es propio de cada compositor y lleva su marca. ¿Cuál es ese criterio?
Al igual que las matemáticas se atienen a la lógica, y la física es esclava de la naturaleza, la creatividad en música se ha ajustado históricamente a restricciones, aunque de muy diversa índole. Ya no son la lógica ni los ruidos del mundo los que la exigen, sino elementos diversos como el rango acústico de audición humana, los instrumentos disponibles para la ejecución musical con su timbre característico, la escala musical utilizada, las formas y diversas reglas de composición propias de cada época. Pero por encima de todas estas limitaciones, y en gran parte orientando su evolución histórica, se encuentra la más grande de las restricciones de todo arte: la búsqueda de la belleza. Ante la pregunta “¿qué tema escojo para componer una fuga, este o aquel?”, la respuesta natural y simple de la buena música ha sido “el más bello, y que presente mayores posibilidades para su desarrollo”. Aunque en lo bello se pueden incluir atributos diversos, valga mencionar en este contexto el impacto emotivo y el interés intelectual que despierta una obra musical, teniendo este último particular presencia en la música de Bach y de algunos compositores del siglo veinte.
La universalidad que se percibe en la ciencia, esa coincidencia de ideas propuestas en forma simultánea por personas diferentes en entornos culturales diversos, no aparece en la creación musical. Si bien en cada época se comparten estilos expresivos, así como reglas de composición (o su ausencia) que hacen parecerse a las composiciones de una misma época, los músicos usan estas restricciones como mero marco estructural dejando amplio margen para el despliegue de su propia imaginación y creatividad. La individualidad del compositor aparece entonces en majestad en cada obra, que pasa a ser absolutamente única. En una carta en que describe en forma vívida su proceso creativo, Mozart anota “Pero por qué mis composiciones salen de mi mano con esa forma y estilo particulares que las hace Mozartianas, y diferentes de las obras de otros compositores, es probablemente por la misma cosa que hace mi nariz tan larga y aguileña, o en breve, la de Mozart, diferente de la de otros” [13].
Algunos estudios buscan patrones ocultos que revelen la identidad del compositor, como el trabajo pionero de Clifford Pickover [14]. Estos patrones o pautas pueden ser identificados por programas informáticos, que luego escriben música en el mismo estilo. Es el caso del programa Emmy desarrollado por David Cope en la Universidad de Santa Cruz, California, capaz de componer mazurcas de Chopin o invenciones de Bach, que aún músicos profesionales tienen dificultad en distinguir de las auténticas. Estudios de esta naturaleza se llevan a cabo buscando comprender la naturaleza del acto creativo y hasta qué punto una máquina es capaz de producirlo.
Conclusión
Nuestra reflexión acerca de las relaciones entre ciencia y música nos ha llevado a sugerir que ambas constituyen lenguajes que se despliegan en ámbitos bien definidos y específicos, sujetos a restricciones propias de cada uno. La mente humana aparece en ellos con sus posibilidades y limitaciones constitutivas, sujeta a la lógica y el comportamiento de la naturaleza, en el caso de la ciencia, y al dictado de la belleza, en la música. La amplitud de este último otorga a la creación musical una libertad que la ciencia no parece ofrecer, aun cuando en esta existe espacio para el genio, distinguiéndose este por la capacidad de visualizar rápidamente un contenido de valor, y la forma más eficiente de llegar a él.
El filósofo Jorge Eduardo Rivera afirma en uno de sus escritos que «La música es el sonar del ser», agregando que la belleza, guía de la creación musical, es “esplendor” del ser [15]. En el mismo espíritu podríamos aventurar que la ciencia, por su parte, es el resplandor de nuestra mente y el modelo de mundo que es capaz de construir. Mientras en la música se nos muestra el ser del compositor, en la ciencia vislumbramos el ser genérico de la especie humana toda.