Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Dedicamos la catequesis de hoy a la oración de los justos.

El plan de Dios para la humanidad es bueno, pero en nuestra vida diaria experimentamos la presencia del mal: es una experiencia diaria. Los primeros capítulos del Libro del Génesis describen la expansión progresiva del pecado en las vivencias humanas. Adán y Eva (cf. Gn 3,1-7) dudan de las intenciones benévolas de Dios, pensando que se trate de una deidad envidiosa que impide su felicidad. De ahí la rebelión: ya no creen en un Creador generoso que desea su felicidad. Su corazón, cediendo a la tentación del Maligno, es presa de delirios de omnipotencia: “Si comemos el fruto del árbol, nos haremos semejantes a Dios” (cf. v. 5). Y esta es la tentación: esta es la ambición que penetra en el corazón. Pero la experiencia va en la dirección opuesta: sus ojos se abren y descubren que están desnudos (v. 7), sin nada. No lo olvidéis: el tentador es un mal pagador, paga mal.

El mal se vuelve aún más arrollador con la segunda generación humana, es más fuerte: es la historia de Caín y Abel (cf. Gn 4,1-16). Caín tiene envidia de su hermano: está presente el gusano de la envidia; aunque es el primogénito, ve a Abel como un rival, uno que amenaza su primacía. El mal se asoma a su corazón y Caín es incapaz de dominarlo. El mal empieza a penetrar en el corazón: los pensamientos son siempre los de mirar mal al otro, con sospecha. Y esto sucede también con el pensamiento: “Este es malo, me perjudicará”... Y este pensamiento se va abriendo paso en el corazón..Y así la historia de la primera fraternidad termina con un asesinato. Pienso, hoy, en la fraternidad humana...guerras por doquier.

En la descendencia de Caín se desarrollan los oficios y las artes, pero también se desarrolla la violencia, expresada en el siniestro cántico de Lámec, que suena como un himno de venganza: «Yo maté a un hombre por una herida que me hizo y a un muchacho por un cardenal que recibí. Caín será vengado siete veces, mas Lámec lo será setenta y siete» (Gn 4,23-24). La venganza: “Lo has hecho ¡vas a pagarlo!”. Pero eso no lo dice el juez, lo digo yo. Y yo me vuelvo juez de la situación.Y así el mal se propaga como un incendio hasta ocupar todo el cuadro: «Viendo Yahveh que la maldad del hombre cundía en la tierra, y que todos los pensamientos que ideaba su corazón eran puro mal de continuo« (Gn 6,5). Los grandes frescos del diluvio universal (cap. 6-7) y la torre de Babel (cap. 11) revelan que es necesario un nuevo comienzo, como una nueva creación, que tendrá su cumplimiento en Jesucristo.

Y sin embargo, en estas primeras páginas de la Biblia, también está escrita otra historia, menos llamativa, mucho más humilde y devota, que representa el rescate de la esperanza. Aunque casi todos se comportan con brutalidad, haciendo del odio y la conquista el gran motor de las vivencias humanas, hay personas capaces de rezar a Dios con sinceridad, capaces de escribir de otra manera el destino del hombre. Abel ofrece a Dios un sacrificio de primicias. Después de su muerte, Adán y Eva tuvieron un tercer hijo, Set, de quien nació Enós (que significa “mortal”), y se dice: «En aquel tiempo comenzaron a invocar el nombre del Señor» (4,26). Luego aparece Henoc, un personaje que “anduvo con Dios” y fue arrebatado al cielo (cf. 5,22.24). Y finalmente está la historia de Noé, un hombre justo que «andaba con Dios» (6,9), frente al cual Dios detiene su propósito de borrar a la humanidad (cf. 6,7-8).

Leyendo estas historias, uno tiene la impresión de que la oración sea el dique, el refugio del hombre ante la oleada de maldad que crece en el mundo. Pensándolo bien también rezamos para ser salvados de nosotros mismos. Es importante rezar: “Señor, por favor, sálvame de mí mismo, de mis ambiciones, de mis pasiones”. Los orantes de las primeras páginas de la Biblia son hombres artífices de paz: en efecto, la oración, cuando es auténtica, libera de los instintos de violencia y es una mirada dirigida a Dios, para que vuelva a ocuparse del corazón del hombre. Se lee en el Catecismo: «Este carácter de la oración ha sido vivido en todas las religiones, por una muchedumbre de hombres piadosos» (CCC, 2569). La oración cultiva prados de renacimiento en lugares donde el odio del hombre solo ha sido capaz de ensanchar el desierto. Y la oración es poderosa, porque atrae el poder de Dios y el poder de Dios da siempre vida; siempre. Es el Dios de la vida y hace renacer.

Por eso el señorío de Dios pasa por la cadena de estos hombres y mujeres, a menudo incomprendidos o marginados en el mundo. Pero el mundo vive y crece gracias al poder de Dios que estos servidores suyos atraen con sus oraciones. Son una cadena que no hace ruido, que rara vez salta a los titulares, y sin embargo ¡es tan importante para devolver la confianza al mundo! Recuerdo la historia de un hombre: un jefe de gobierno, importante, no de esta época, del pasado. Un ateo que no tenía sentido religioso en su corazón, pero de niño escuchaba a su abuela rezar, y eso permaneció en su corazón. Y en un momento difícil de su vida, ese recuerdo volvió a su corazón y dijo: “Pero la abuela rezaba...”. Así que empezó a rezar con las fórmulas de su abuela y allí encontró a Jesús. La oración es una cadena de vida, siempre: muchos hombres y mujeres que rezan, siembran la vida. La oración siembra vida, la pequeña oración: por eso es tan importante enseñar a los niños a rezar. Me duele cuando me encuentro con niños que no saben hacerse la señal de la cruz. Hay que enseñarles a hacer bien la señal de la cruz, porque es la primera oración. Es importante que los niños aprendan a rezar. Luego, a lo mejor, pueden olvidarse, tomar otro camino; pero las primeras oraciones aprendidas de niño permanecen en el corazón, porque son una semilla de vida, la semilla del diálogo con Dios.

El camino de Dios en la historia de Dios ha pasado por ellos: ha pasado por un “resto” de la humanidad que no se uniformó a la ley del más fuerte, sino que pidió a Dios que hiciera sus milagros, y sobre todo que transformara nuestro corazón de piedra en un corazón de carne (cf. Ez 36,26). Y esto ayuda a la oración: porque la oración abre la puerta a Dios, transformando nuestro corazón tantas veces de piedra, en un corazón humano. Y se necesita mucha humanidad, y con la humanidad se reza bien.


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Fuente: Vaticano

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