Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

Quisiera detenerme hoy en la oración de acción de gracias. Y hago referencia a un episodio del evangelista Lucas. Mientras Jesús estaba en camino, se le acercaron diez leprosos que imploran: «¡Jesús, Maestro, ten compasión de nosotros!» (17,13). Sabemos que, para los enfermos de lepra, al sufrimiento físico se le unía la marginación social y la marginación religiosa. Eran marginados. Jesús no rehúye el encuentro con ellos. A veces va más allá de los límites impuestos por la ley y toca al enfermo —que no se podía hacer —, lo abraza, lo sana. En este caso no hay contacto. A distancia, Jesús les invita a presentarse donde los sacerdotes (v. 14), los cuales estaban encargados, según la ley, de certificar la sanación. Jesús no dice otra cosa. Ha escuchado su oración, ha escuchado su grito de piedad, y les manda enseguida donde los sacerdotes.

Los diez se fían, no se quedan ahí hasta el momento de ser sanados, no: se fían y van enseguida, y mientras están yendo se curan, los diez. Los sacerdotes habrían por tanto podido constatar su sanación y devolverles a la vida normal. Pero aquí viene el punto más importante: de ese grupo, solo uno, antes de ir donde los sacerdotes, vuelve atrás a dar las gracias a Jesús y alabar a Dios por la gracia recibida. Solo uno, los otros nueve siguen el camino. Y Jesús nota que ese hombre era un samaritano, una especie de “hereje” para los judíos de la época. Jesús comenta: «¿No ha habido quien volviera a dar gloria a Dios sino este extranjero?» (17,18). ¡Es conmovedora la historia!

Este pasaje, por así decir, divide el mundo en dos: quien no da las gracias y quien da las gracias; quien toma todo como si se le debiera, y quien acoge todo como don, como gracia. El Catecismo escribe: «Todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias» (n. 2638). La oración de acción de gracias comienza siempre desde aquí: del reconocerse precedidos por la gracia. Hemos sido pensados antes de que aprendiéramos a pensar; hemos sido amados antes de que aprendiéramos a amar; hemos sido deseados antes de que en nuestro corazón surgiera un deseo. Si miramos la vida así, entonces el “gracias” se convierte en el motivo conductor de nuestras jornadas. Muchas veces olvidamos también decir “gracias”.

Para nosotros cristianos el dar las gracias ha dado nombre al Sacramento más esencial que hay: la Eucaristía. La palabra griega, de hecho, significa precisamente esto: acción de gracias. Los cristianos, como todos los creyentes, bendicen a Dios por el don de la vida. Vivir es ante todo haber recibido la vida. Todos nacemos porque alguien ha deseado para nosotros la vida. Y esto es solo la primera de una larga serie de deudas que contraemos viviendo. Deudas de reconocimiento. En nuestra existencia, más de una persona nos ha mirado con ojos puros, gratuitamente. A menudo se trata de educadores, catequistas, personas que han desempeñado su rol más allá de la medida pedida por el deber. Y han hecho surgir en nosotros la gratitud. También la amistad es un don del que estar siempre agradecidos.

Este “gracias” que debemos decir continuamente, este gracias que el cristiano comparte con todos, se dilata en el encuentro con Jesús. Los Evangelios testifican que el paso de Jesús suscita a menudo alegría y alabanza a Dios en aquellos que lo encontraban. Las narraciones de la Navidad están llenas de orantes con el corazón ensanchado por la llegada del Salvador. Y también nosotros hemos sido llamados a participar en esta inmensa exultación. Lo sugiere también el episodio de los diez leprosos sanados. Naturalmente todos estaban felices por haber recuperado la salud, pudiendo así salir de esa interminable cuarentena forzada que les excluía de la comunidad. Pero entre ellos hay uno que a la alegría añade alegría: además de la sanación, se alegra por el encuentro sucedido con Jesús. No solo está libre del mal, sino que ahora también posee la certeza de ser amado. Este es el núcleo: cuando tú das gracias, expresas la certeza de ser amado. Y este es un paso grande: tener la certeza de ser amado. Es el descubrimiento del amor como fuerza que gobierna el mundo. Dante diría: el Amor «que mueve el sol y las otras estrellas» (Paraíso, XXXIII, 145). Ya no somos viajeros errantes que vagan por aquí y por allá, no: tenemos una casa, vivimos en Cristo, y desde esta “casa” contemplamos el resto del mundo, y este nos aparece infinitamente más bello. Somos hijos del amor, somos hermanos del amor. Somos hombres y mujeres de gracia.

Por tanto, hermanos y hermanas, tratemos de estar siempre en la alegría del encuentro con Jesús. Cultivemos la alegría. Sin embargo el demonio, después de habernos engañado —con cualquier tentación—, nos deja siempre tristes y solos. Si estamos en Cristo, ningún pecado y ninguna amenaza nos podrán impedir nunca continuar con alegría el camino, junto a tantos compañeros de viaje.

Sobre todo, no dejemos de agradecer: si somos portadores de gratitud, también el mundo se vuelve mejor, quizá solo un poco, pero es lo que basta para transmitirle un poco de esperanza. El mundo necesita esperanza y con la gratitud, con esta actitud de decir gracias, nosotros transmitimos un poco de esperanza. Todo está unido, todo está conectado y cada uno puede hacer su parte allá donde se encuentra. El camino de la felicidad es el que San Pablo ha descrito al final de una de sus cartas: «Orad constantemente. En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros. No extingáis el Espíritu» (1Ts 5,17-19). No apagar el Espíritu, ¡buen programa de vida! No apagar el Espíritu que tenemos dentro que nos lleva a la gratitud.


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 Fuente: Vaticano.

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