La capacidad receptiva de la razón humana abarca la totalidad de la realidad.

 

* Artículo parte del especial "A cinco años de Ratisbona" publicado en Humanitas 64.


La figura literaria de la quête, la indomable búsqueda inmortalizada por los ciclos caballerescos medievales, conserva intacta su fascinación, también para nosotros, europeos ya adentrados en el tercer milenio. El secreto de semejante atractivo podría encontrarse en la famosa afirmación de Lessing (1729-1781), una de las voces más penetrantes del Iluminismo alemán: “El valor de un hombre no reside en la verdad que posee o presume de poseer, sino en el sincero cansancio experimentado para alcanzarla, ya que es la búsqueda y no la posesión de la verdad lo que aumenta la perfectibilidad humana. La posesión nos hace ser quietos e indolentes, mientras sólo en la búsqueda el hombre encuentra la posibilidad de un progreso constante hacia la perfección” [1].

Pero es peligroso oponer búsqueda y posesión de la verdad, y a la larga puede resultar letal para la razón misma. Si en realidad, como sostiene Lessing, el único acceso a la perfección estuviera dado por la prórroga indefinida de la búsqueda de la verdad, la razón, hechizada por un interminable juego de espejos, terminaría siendo prisionera de una especie de solipsismo idólatra, según la amarga confesión de un agudo intérprete de la sensibilidad contemporánea, Paul Valéry (1871-1945): “Confieso que he convertido en ídolo a mi propio espíritu” [2].

Y sin embargo existe el camino para la superación de la oposición entre búsqueda y posesión de la verdad. Está trazado claramente desde los orígenes del pensamiento cristiano, del cual la civilización occidental es profundamente deudora. Toda la patrística, in primis los escritos de Agustín, constituye una mina de indicaciones en ese sentido. “Encontrar a Dios consiste en buscarlo sin descanso”, escribía antes que él Gregorio de Nisa [3].

En la profunda e indivisible unidad de posesión y búsqueda de la verdad se libera el insustituible protagonista de todo conocimiento, ese sujeto al cual el juicio de Lessing había precisamente asignado un rol de primer plano. En realidad, lejos de ser una mera tabula rasa en la cual lo real se imprimiría, el sujeto tiene el rol activo de acoger lo real que se le da.

“La valentía de abrirse a la amplitud de la razón”, a lo cual el Santo Padre invitó con fuerza en Ratisbona, requiere un sujeto personal y comunitario con conciencia crítica de su capacidad y de su tarea de intencionar lo real. Repitiendo varias veces el tema de la “vastedad de la razón”, Benedicto XVI nos ha restituido su fisonomía integral. No me parece inoportuno al respecto hacer una señal a dos rasgos fundamentales de la razón misma: la apertura integral y la receptividad.

Dimensiones y formas de la razón

“No se puede pensar únicamente con un fragmento de verdad; es preciso pensar con toda la verdad”, escribe el joven Wojtyla en el drama Fratello del nostro Dio (Hermano de nuestro Dios) [4]. La “capacidad” de la razón humana abarca la totalidad de la realidad. Al restringirse la apertura de 360 grados de la razón a la realidad, se mortifica su natural receptividad y se vuelve inaccesible la verdad. Por este motivo, es necesario respetar todas las posibles articulaciones de la razón misma. Sintéticamente, considerando el debate contemporáneo sobre razón/verdad, que se ha hecho cargo de la decisiva y crítica reflexión de la modernidad sobre estos temas, es posible identificar al menos cinco formas teóricas, prácticas y expresivas, diferenciadas e irreductibles de racionalidad. Mediante ellas, el logos humano, como ya afirmaba Aristóteles, aun siendo uno, se ejercita y es productivo: se trata de la razón teórico-científica (ciencia), teórico-especulativa (filosofía/teología), práctico-científica (tecnología), práctico-moral (ética) y teórico-práctico expresiva (poética).

La razón articulada en la pluralidad de sus capacidades y funciones no es por lo tanto arbitraria, ni es indiferenciada pena la caída en la fragmentación del sentido. Únicamente el respeto por esta amplitud permitirá evitar el riesgo, que toda auténtica “empresa científica” debe en cambio conjurar, de una nueva forma de reduccionismo (no de correcta “reducción”) que termina por producir poderosas variantes inéditas del cientismo, que en cada una de sus formas, desde las más burdas hasta las más refinadas, se basa en una triple injustificada identificación: “lo que es” es “lo que es cognoscible”; “lo que es cognoscible” es “lo que es cognoscible científicamente”; “lo que es cognoscible científicamente” es “lo que es cognoscible mediante la ciencia empírica”. Por lo tanto, en definitiva, sólo las ciencias, y especialmente las empírico-experimentales, nos darían el conocimiento de lo que es.

En cambio, receptividad de la razón, como señala agudamente Von Balthasar, “significa tener ventanas para todo cuanto existe y es verdadero. La receptividad implica el poder y la posibilidad de recibir en la propia casa una realidad extraña y por así decir, hospedarla” [5]. Captando con agudeza la vena profunda de todo conocimiento que es siempre relacional, el teólogo de Basilea la define sintéticamente como “capacidad de hacerse regalar, de esto existente, su propia verdad” [6]. Por consiguiente, como es evidente en toda donación, esta receptividad se revela como la actividad más poderosa, expresión dinámica del “intelecto vivo del hombre”, para utilizar una eficaz fórmula del Cardenal Newman.

Educar la razón

En las dos propiedades señaladas, se manifiesta uno de los recursos fundamentales de los cuales está dotada la razón humana: la “capacidad” de recurrir a un principio sintético vital –se agrega el segundo adjetivo para evitar la reducción intelectualista del término– con el cual hacer frente a la totalidad de lo real. Precisamente en virtud de ese principio un niño tiene la posibilidad de aprender –mediante las relaciones primarias, las costumbres y las tradiciones culturales– los primeros rudimentos del saber sobre sí mismo y la realidad, que después perfeccionará a lo largo de toda su existencia.

La educación puede describirse precisamente como el lugar, insustituible y delicado, en el cual se ofrece concretamente a la libertad de cada persona este principio sintético en su contenido (categorial), de cuya forma ella es en sí misma “capaz” (trascendental). Sin embargo, como enseña la experiencia elemental, la educación tiene lugar únicamente dentro de una trama precisa y sólida de relaciones: ante todo las relaciones primarias y constitutivas de la familia, y luego, en círculos concéntricos, todas las demás, desde los cuerpos intermedios hasta la totalidad de la sociedad civil. En la relación con el maestro, y más en general con una comunidad educadora viva, el discípulo conociendo se re-conoce: “Dios no quiere administrar solo la verdad, y llama a los hombres para administrarla juntos. En el punto de cruce entre naturaleza y libertad se encuentra el testimonio. El hombre es llamado a ser testigo de la verdad” [7].

Me parece que es ésta la vía maestra para esa expansión de la razón que el Santo Padre indicó como una urgencia prioritaria para todo lugar de transmisión y elaboración del saber.


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Notas

[1] G. E. LESSING, Eine duplik an J.H. Heß (1778), en Werke t. 23, hg. Von Julius Petersen, Hildesheim, 1970, 58.
[2] P. Valéry, Monsieur Teste, en Oeuvres II, Pléiade, París, 1960, 37.
[3] Gregorio de Nisa, Omelia VI sulle Beatitudini.
[4] K. Wojtyla, Fratello del nostro Dio, en Id., Tutte le opere letterarie, Bompiani, Milán, 2001, 713.
[5] H. U. von Balthasar, Teologica, I, Jaca Book, Milán, 1987, 48.
[6] Ibid., 123.
[7] Ibid., 49.

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