Las interrogantes sobre el estado de los divorciados vueltos a casar en la Iglesia y su posibilidad de recibir la comunión, a la luz del vínculo de Cristo con su cuerpo.
La pena y la rebeldía pesan en los encuentros pastorales con divorciados vueltos a casar. De hecho, a menudo existen ambigüedades en la relación entre estas parejas y los sacerdotes que las acogen, dada la petición explícita de la Iglesia Católica de no celebrar un segundo matrimonio litúrgico y sacramental. De una y otra parte, todos sufren. ¿Nos atrevemos, como cristianos y como pastores, a considerar la importancia de este sufrimiento y preguntarnos sobre su sentido? Si la problemática se reduce a una disciplina y a normas, no podemos sino permanecer en un punto muerto. Ahora bien, no se trata en primer lugar de una cuestión moral o jurídica, sino de una prueba para el amor. ¿Cómo evitar estar en uno u otro bando cuando es preciso dar una opinión sobre estos puntos? ¿Cómo salir de las dialécticas de oposición, del todo o nada, o de un consenso puramente formal o disciplinario? ¿Se puede salvar el amor humano? ¿Cómo se debe salvar? ¿Cómo poner en práctica la misericordia esperada? Más precisamente, la reflexión pastoral sobre la acogida a los divorciados vueltos a casar requiere una mejor comprensión de la economía de los sacramentos y del orden de las virtudes teologales: fe, esperanza y caridad.
Por otra parte, son numerosos los divorciados vueltos a casar que rehúsan dejar de comulgar en las eucaristías en las cuales participan, a menudo fielmente. Las explicaciones dadas aquí y allí no se escuchan [1]. Quisiéramos superar las contradicciones que el nuevo vínculo conyugal presenta objetivamente en relación con la promesa del primero y único sacramento del matrimonio y con el signo real del cuerpo y de la sangre de Cristo presente en la eucaristía y dándose a su pueblo [2]. Aun cuando los divorciados vueltos a casar forman parte, de hecho y de derecho, de la comunidad cristiana —esta cuenta con ellos para la oración, los sacramentos, el testimonio y el servicio de la caridad en la Iglesia y en el mundo—, la exigencia que se les impone de no comulgar se traduce casi siempre como “dejar de estar en la comunión de la Iglesia” (excomunión), lo cual es falso. Se dirá entonces que la participación en la misa, el escuchar la Palabra, la oración comunitaria y los servicios que implican el don de sí mismo por amor, como la comunión espiritual en la eucaristía, son para ellos al mismo tiempo accesibles e incluso requeridos; pero en lo esencial de los sufrimientos, las palabras no tienen la misma resonancia y sobre todo ya no llegan al corazón ni a la razón. ¡La Iglesia parece sumamente infiel a la misericordia proclamada por su Señor y su Salvador!
Por otro lado, tanto tratándose de los partidarios de las segundas nupcias como de las parejas fieles o de los esposos que siguen siendo fieles en toda circunstancia al cónyuge que ha partido [3], todos nos interpelan sobre la felicidad de estas nuevas uniones. Algunos preguntarán si las segundas nupcias no permitirían a los nuevos cónyuges vivir en forma más madura la nueva vida conyugal y familiar. Se reconocerá que la experiencia del fracaso puede conducir a una verdadera toma de conciencia de lo que es la relación conyugal. Los recién casados podrán obtener de esa experiencia un feliz beneficio para su compromiso: ¡es lo bueno, dicen! Ciertamente, han adquirido experiencia y humildad [4]. Todo el mundo tiene derecho al error. Es normal que les vaya bien en su pareja y sean felices. Estimulémoslos, dicen a veces ciertos agentes pastorales.
Otros cristianos se expresarán así: puesto que son felices, alegrémonos y acojamos la verdad de su unión tanto desde el punto de vista espiritual como sacramental. Reconozcamos así la calidad de este segundo matrimonio y otorguémosle el estatuto de testimonio y quizás también de sacramento en la Iglesia. El sacramento “nuevo” consagraría entonces una verdadera felicidad y daría testimonio de la misma en el cuerpo eclesial.
Al contrario, espíritus bien formados o personas bien intencionadas no comprenderán cómo, después de una separación justa o injusta, pero objetivamente de una infidelidad con el primer cónyuge, quien vuelve a casarse pueda ser feliz. Se dirá entonces: lo que hizo anteriormente y el estado de infidelidad en que vive actualmente conducen indefectiblemente a que viva “lejos de Dios”, “lejos de la gracia” del sacramento. ¿Cómo pueden los divorciados vueltos a casar estar en paz en su situación? ¿Cómo no les recuerda su conciencia sus responsabilidades y la injusticia cometida y confirmada por el nuevo vínculo? ¿Y cómo, paradojalmente, puede a veces el cónyuge que permanece fiel ser tan desgraciado y sufrir tanto?
Es difícil dar respuestas generales para todas las preguntas delicadas que acabamos de evocar. Las situaciones son muy a menudo especiales [5]. En primer lugar, se trata de tener la certeza o verificar la validez del “primer” matrimonio. Si esta validez no se verifica, ¡no estamos hablando de la misma realidad! Pero además lo que está en juego en estas preguntas no tiene relación únicamente con los sentimientos subjetivos, las intenciones de las personas en estas situaciones y las condiciones morales, espirituales o jurídicas de las diversas alianzas. El debate sobre los divorciados vueltos a casar exige reflexionar y profundizar sobre la condición sacramental de los bautizados y ante todo sobre el modo de ejercer Cristo su acción sacramental en la historia de los hombres y en su Iglesia. Efectivamente, si el matrimonio considerado es inválido, si no ha existido realmente, se comprende mejor en qué medida puede la misericordia de Dios ejercerse en la historia y permitir a alguien, a pesar de todas las dificultades y los posibles pecados de su primera relación, vivir finalmente feliz en otra relación —un verdadero matrimonio— cuyo carácter sacramental por lo demás la Iglesia podrá reconocer en un momento dado. La verdad del matrimonio único con sus exigencias y el contenido de la promesa que lo constituye deberían, en nuestra opinión, ponerse de manifiesto de mejor manera para iluminar estas distintas situaciones y sus consecuencias.
Procedamos por etapas y veamos cómo los desafíos expuestos se sitúan más arriba en el paisaje que llamamos la economía sacramental. Ahí precisamente es posible volver a encontrar la fuente de todo amor: esta brota en todas las condiciones del vínculo matrimonial, sin negar el vínculo sacramental. Para eso, recogeremos en primer lugar la memoria de la fidelidad pascual de Cristo con su Iglesia expresada en la coherencia de la vida sacramental (I). Así tomaremos conciencia de mejor manera de lo que está en juego desde el punto de vista eclesial y sacramental en los debates recientes sobre los divorciados vueltos a casar (II). Procuraremos enseguida destacar la fuerza del vínculo entre los cónyuges considerando la participación de Cristo y la obra del Espíritu (III). Para terminar, destacaremos la condición espiritual y el camino de santidad en la Iglesia para aquellos y aquellas que se han vuelto a casar (IV).
I. En la memoria de la Iglesia
En 1981, con posterioridad al sínodo sobre la familia, Juan Pablo II invitaba a “distinguir las diversas situaciones” debidamente. Exhortaba “vivamente a los pastores y a toda la comunidad de los fieles para que ayudasen a los divorciados casados de nuevo, procurando con solícita caridad que no se considerasen separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida” [6]. Los divorciados casados de nuevo no están excomulgados. Siguen siendo miembros de la Iglesia. Es verdad que “están heridos en su vínculo con el Cuerpo de Cristo” [7]. No tienen acceso al perdón sacramental ni a la comunión eucarística. Eso no significa que ya no sean amados por Dios ni que ya no se les otorgue la misericordia en el corazón: el ritual del sacramento y la teología de la gracia no desconocen este aspecto de la relación del cristiano con Dios [8].
1. Dureza de una “ley” de Cristo y “camino de todo cristiano”
Tras sufrimientos insoportables, numerosos cristianos separados y luego divorciados llegan a contraer una nueva unión. Algunos lo hacen con prudencia, a veces sin atreverse a casarse por el civil. Pueden medir las dificultades ya enfrentadas, pero piensan y desean rehacer su vida, volver a encontrar la paz y la felicidad en una relación nueva y sólida. Es así como piensan continuar siguiendo a Cristo, encaminándose como todo cristiano con Aquel que es “el camino, la verdad y la vida” (Jn, 14, 6). Algunos han permanecido cercanos a la Iglesia y a la vida sacramental. Otros están heridos, y si bien conocen la “práctica” de la Iglesia, no la comprenden ni la aceptan. Sufren con esta “ley” que ellos dicen no ser de Cristo, sino de la Iglesia. ¿Cómo medir el precio de la fidelidad en este contexto? ¿Qué significa “encaminarse” en la vía de Cristo? Si escuchamos a este último dialogar con los fariseos sobre el respeto al designio de Dios en el origen y enunciar firmemente la prohibición del acecho, del repudio (Mt 19) [9], ¿qué podemos todavía esperar? ¿Qué significa esta ley de caridad tan dura y tan rigurosa?
a) Del acatamiento de la ley al cumplimiento pascual
Toda ley se manifiesta comúnmente como un límite, como un principio de frustración, como una negación de nuestra libertad y de nuestra autonomía. A primera vista, una ley así en la Iglesia difícilmente puede parecer un “camino de luz”: en todo caso, de entrada alude a un “tiempo” de duelo, de aprendizaje de significados, de apertura de una conciencia poco acostumbrada a plantear un juicio en semejante contexto de sufrimientos. La ley es una carga pesada. ¿Pero no es propio del fariseo hacer llevar cargas insostenibles a los demás? ¿Por qué no vivir, no bajo la ley, sino como un simple bautizado?
Después de verificarse la validez del matrimonio, los bautizados enfrentan una opción que les parece imposible y que sobrepasa sus fuerzas personales.
¿Permanecer fiel a alguien que a uno lo ha abandonado? ¿Permanecer fiel a un compromiso que ni el cónyuge ni Dios siquiera parecen haber cumplido? El acto de fe en la presencia fiel de Cristo, quien estableció la alianza sacramental destruida desde el punto de vista humano, requiere toda la gracia de Dios: esta se ofrece al cristiano aun cuando es inaccesible para la naturaleza humana. No se trata de respetar un ideal teórico o una disposición jurídica. El fiel es llamado a reconocer en la fe la persistencia, en su alma y en su memoria de bautizado, del compromiso de Dios, siempre y misteriosamente fiel. En las circunstancias señaladas, este acto de fe se asimila con la obediencia de Cristo hasta morir en la cruz. La renuncia exigida a una nueva unión promisoria tiene algo de martirio. La Iglesia sabe por experiencia que muchos de sus hijos han preferido más bien asumir una nueva vida (vínculos y compromisos nuevos en su vida) que la fidelidad del martirio. Sus tesoros de indulgencia son inagotables [10].
¿Pero cómo podría la Iglesia renegar de la palabra dada por Cristo en el sacramento del matrimonio? Este —consumado un día— solo puede ser disuelto por la muerte; no se puede borrar. Es imposible por lo tanto celebrar como un matrimonio la nueva unión que se busca. Precisamente por respeto a las personas divorciadas y por respeto a la presencia de Cristo inscrita en su destino como un vínculo indestructible, la Iglesia no puede reconocer en estas nuevas uniones un matrimonio verdadero y sacramental. Sin juzgar la conciencia de nadie, Juan Pablo II recordaba en Familiaris consortio:
El respeto debido al sacramento del matrimonio, a los mismos esposos y sus familiares, así como a la comunidad de los fieles, prohíbe a todo pastor —por cualquier motivo o pretexto incluso pastoral— efectuar ceremonias de cualquier tipo para los divorciados que vuelven a casarse. En efecto, tales ceremonias podrían dar la impresión de que se celebran nuevas nupcias sacramentalmente válidas y como consecuencia inducirían a error sobre la indisolubilidad del matrimonio válidamente contraído [11].
Esta opinión es firme y pretende ser prudencial [12]. Como lo expresaba recientemente el cardenal G. Müller:
Sobre todo las controversias con los fariseos dieron a Jesús la oportunidad para abordar este tema. Tomó expresamente distancia con una práctica veterotestamentaria del divorcio, que Moisés permitió a causa de la “dureza de corazón” de los hombres, y se remitió a la voluntad originaria de Dios (Mc 10,5-9; Mt 19,4-9; Lc 16,18). En su enseñanza y en su práctica, la Iglesia Católica siempre se ha referido a estas palabras de Jesús sobre la indisolubilidad del matrimonio. El pacto que une interiormente a ambos cónyuges está establecido por Dios mismo. Señala una realidad que proviene de Dios y por lo tanto ya no está a disposición de los hombres [13].
Semejante posición no es puramente práctica [14]. Expresa también, sin duda en forma abrupta, la certeza del cuerpo eclesial de que Dios ama a todos sus hijos, que a ninguno abandona y que permanece presente para cada uno incluso en los gestos, las reflexiones personales que oponen a un hijo de Dios a su Padre. Estas situaciones y los significados profundos que tienen en los corazones son propias de la relación inmediata de cada criatura con su Dios, creador y Padre. En este impulso que respeta la intimidad personal de la fe, la Iglesia concuerda con la disposición divina revelada en el diálogo de Jesús con los fariseos (Mt 19) e invita a los cristianos que se encuentran en estas situaciones a “conservar la fe” y a educar “cristianamente a sus hijos”, como lo señala el Catecismo de la Iglesia Católica [15]. Los cristianos comprometidos en nuevas uniones pueden encontrar en ellas alegrías, dedicación y un afecto: la experiencia lo muestra. La Iglesia ve, observa, conoce y da gracias por los incrementos de la liberalidad divina. Como bautizados casados de nuevo, como pecadores, como todos los hijos de Adán, ellos siguen siendo llamados a la santidad [16].
b) En el camino del cielo, el amor de Dios no ha muerto
Estos desafíos pastorales son tan dolorosos que experimentamos la tentación de hacer abstracción del poder del Espíritu presente en esas situaciones. Llegamos a sectorizar el problema para resolverlo mejor, lo formalizamos, procuramos resolverlo mediante nuevas normas prácticas y eclesiales. En realidad, lo enquistamos. Corremos riesgo entonces de dramatizar la situación o de dejar de observar los caminos de apertura que Dios mismo, los hechos y las personas están diseñando en la historia sagrada del pueblo de Dios. Transformamos a menudo un asunto delicado en un problema sin solución y desvinculado en lo sucesivo de la condición común del bautizado y de la situación habitual de la Iglesia. Tenemos entonces la tentación de instaurar pastorales especiales para tal o cual grupo humano o de fieles en situación difícil. ¿Es tan feliz esta opción? Porque, sin establecer comparaciones demasiado estrictas, ¿no es acaso el camino de los “fieles divorciados” semejante al de todos los cristianos, en sus combates por la fidelidad y su amor a la verdad y a la justicia? En el camino de santidad, el Espíritu permanece presente en el corazón de todos los bautizados.
Por este motivo, Juan Pablo II, sin negar las dificultades de las situaciones, animaba a reflexionar sobre la presencia de esos hermanos y hermanas en el seno de una misma comunidad eclesial, constituida para todos [17]. Hay quienes se consideran inocentes por haber sido abandonados injustamente por su legítimo(a) esposo(a). La economía sacramental de su vida está alterada, pero no transformada en desierto mortífero [18]. El sufrimiento no los ha alejado de la esencia de la vida eclesial. La Alianza indefectible que Cristo y su Iglesia inscribieron en ellos mediante el matrimonio persiste como un memorial. Esta Alianza sigue produciendo su fruto, de manera suave o cortante: denuncia objetivamente la ruptura producida en los destinos que Cristo mismo selló. Denunciar no es juzgar los corazones; es decir la verdad de una situación y muy a menudo describir un hecho. Esta denuncia dice, en forma lejana, inconsciente a veces o arcaica desde el punto de vista de las reacciones psicológicas, que el Señor sigue siendo en toda alianza el único testimonio de la gracia siempre ofrecida por su misericordia inscrita en la historia humana, que siempre es especial.
La condición de los divorciados casados de nuevo no se integra de manera coherente con el orden sacramental [19]. Ciertamente, la mayor parte del tiempo no es “irregular” desde el punto de vista de la ley civil, que en muchos estados reconoce y facilita las separaciones y los divorcios. Por otra parte, la cuestión del compromiso interpersonal y de su simbolismo, así como la relación con los hijos de toda unión, demuestra la complejidad de estas nuevas uniones. En el plan de Dios, persiste la interrogante sobre la permanencia del sacramento como tal: ¿hablan los esposos en nombre de Dios cuando dicen que el amor ha muerto? Cuando dicen que su nuevo amor es testimonio de la fidelidad divina en su vida, ¿hasta dónde enuncian una verdad teológica y espiritual? Ser divorciado casado de nuevo representa de alguna manera el “cambio de bobina” de la película de la felicidad familiar, marcado por un “fracaso” irreversible para algunos y por consiguiente para Dios y su Iglesia. Y sin embargo el amor de Dios no ha muerto. Esta condición de vida nueva (segundas nupcias) constituye objetivamente una transgresión manifiesta de la ley sacramental del matrimonio, que no es una ley civil ni consuetudinaria, sino una ley personal del don exclusivo de sí mismo a otro en el seno del misterio sacramental de la Iglesia; es así una distorsión de la vida sacramental y eclesial de esos bautizados.
Precisamente por este motivo la Iglesia no puede superar semejantes heridas sin herirse ella misma y asumir con Cristo las consecuencias de esos actos de libertad de sus miembros. Si hay violencia en el amor, solo el amor puede asumir personal, histórica y sacramentalmente esas situaciones impregnadas de violencia. Así, buscar únicamente soluciones jurídicas o de corto plazo, o acomodarse a esas rupturas de la alianza matrimonial podría constituir un aplacamiento temporal de un sufrimiento, pero difícilmente un camino de gracia. Además y siempre, debemos buscar el sentido “espiritual” de semejante herida del vínculo conyugal sin negar la “letra” de la relación corporal entre un hombre y una mujer sellada por un verdadero consentimiento. ¿Cómo encontrar un significado para esas opciones de libertad? ¿Cómo puede cada bautizado dar un paso hacia el misterio de Cristo y de su Iglesia en el poder del Espíritu?
2. Una coherencia sacramental de la caridad
a) El don íntimo, perfección en el amor
Precisamente bajo esta luz la Iglesia interpela a sus fieles. Volver a su primer matrimonio es a menudo impracticable para ellos. ¿Les conviene por eso permanecer comprometidos en estos nuevos vínculos? Puede haber motivos humanamente decisivos para mantenerlos. Se han concebido hijos: han nacido y deben educarse. No sería correcto no ser responsables de ellos en la vida de todos los días. Su felicidad se sitúa en la nueva relación conyugal, así como el crecimiento de su fe y el conocimiento de la Iglesia. De lo contrario ¿cómo mirarlos, además y siempre, con la mirada de Dios mismo? Si la separación de los nuevos esposos es imposible, se dice a menudo que deberían renunciar al acto específico del matrimonio. Se comprende el alcance moral y simbólico de semejante renuncia. ¿Pero no es preciso recordar que la nueva vida de los esposos es de suyo “conyugal” puesto que viven bajo el mismo techo y procuran estar en comunión con un solo corazón?
Se puede hablar de vivir como hermanos y hermanas; pero esta vida íntima pertenece a los nuevos “esposos” y sería un error centrarse únicamente en el acto sexual de esta nueva unión [20]. Dicho acto no lo dice todo sobre este nuevo “don de sí mismo”, sobre esta nueva vida entre dos o en una familia reconstituida. Persisten ambigüedades y pastoralmente no es adecuado establecer un criterio íntimo de ese carácter para el acceso, por ejemplo, a los sacramentos. Esta exigencia resulta ser, para más de una persona, incomprensible y desprovista de sentido práctico. Al igual que en el martirio y la virginidad, ¿se requerirían otros ojos —los ojos de una fe que se expande en el conjunto del cuerpo de Cristo— para descubrir ese misterio de una caridad ejercida en un estado matrimonial nuevo y en aparente contradicción con las características del cuerpo eucarístico?
Ahora bien, la Iglesia no llama en menor medida a la perfección de la caridad a esos hombres y esas mujeres: los caminos de la gracia son multiformes y Dios puede ofrecer su perdón en el fondo de los corazones. En Dios hay una mirada especial y una espera graciosa para los corazones heridos y humillados, incluso antes que pecadores iluminados y perdonados por esa mirada hayan podido ajustar toda su vida en la carne a la novedad del Espíritu [21]. Es posible descubrir y distinguir apaciblemente esta certeza.
La santidad de los esposos cristianos que se han divorciado y viven en otras uniones humanas no es medida solamente por la ley sagrada desconocida por ellos y que no desaparecerá. La santidad de Dios es don del Espíritu al corazón traspasado en el cual la fe hace operar por la caridad (Ga 5,6) las renuncias requeridas al ritmo providencial de la vida y de la muerte. La santidad sigue siendo ofrecida a esos cristianos por la misericordia de Dios. Puede pasar por la humillación del publicano; está constituida por la dulzura y la humildad del Corazón de Dios [22].
b) Ruptura de alianza y comunión de Cristo y de su Iglesia
La Iglesia no admite a los divorciados vueltos a casar en la reconciliación por el sacramento de la penitencia y en la comunión eucarística [23]. Esta disposición no implica un juicio de la conciencia de las personas; tampoco implica la ausencia de la gracia de Dios cuya misericordia llega a los corazones contritos. Dios se expresa ciertamente en sus sacramentos acogidos libremente y con un corazón abierto; pero la manifestación de su gracia y la expresión de sus dones no se limitan a la práctica del septenario [24]. A partir del Concilio Vaticano II, especialmente, estamos en condiciones de comprender mejor cómo la totalidad de la Iglesia, del cielo y de la tierra, es signo para la salvación del mundo [25]. Cada sacramento se sitúa en este nuevo paradigma. Este amplio horizonte nos permite creer en la acción inmediata del Salvador en el corazón de todos los bautizados y en la mediación de la comunidad eclesial que celebra los sacramentos. Estamos pues invitados a considerar el despliegue de la gracia de los sacramentos en la Iglesia, la cual es desde ese momento sacramento de salvación para aquellas y aquellos que no pueden vivir los sacramentos. De ahí se desprende la importancia para los divorciados vueltos a casar de participar en la vida eclesial de su comunidad, y para la comunidad de ser acogedora con los divorciados vueltos a casar. Los sacramentos son para la salvación de todos. La Iglesia es la matriz espiritual de este septenario; pero Dios, que así procede, también procede de distintas maneras, y se comunica con quien desea y cuando lo desea, del modo que le resulta adecuado y que se adapta a tal o cual de sus hijos. Este enunciado doctrinal debería renovar nuestra confianza en la misericordia de Dios con cada uno de aquellos que, como todos, es pecador llamado a la santidad. Esa confianza debe poder acoger una gran variedad de las expresiones de la misericordia divina en el seno de su Iglesia y en el mundo.
Para los divorciados vueltos a casar, la “imposibilidad” de comulgar no es una sanción. Tampoco es una medida disciplinaria y práctica por procurar evitar un escándalo o una relajación de la disciplina de los sacramentos. Doctrina y pastoral se conjugan en este caso en particular para manifestar una organicidad de la misericordia divina en la Iglesia. Esta organicidad es multiforme. Tenemos dificultad para imaginarla, aceptarla, explicitarla. Y sin embargo se trata de dar cuenta de la misma en la catequesis y en la educación para el perdón y para la verdadera comunión espiritual. Eso resulta ser difícil, tanto en el lenguaje como en los gestos requeridos.
Se trata precisamente de la economía sacramental de la Iglesia. Los bautizados tienen participación en la fe en la vida de Cristo y en su alianza con la Iglesia; son confirmados en los dones del Espíritu y convidados a la comunión eucarística, al Acto de Cristo en que su Alianza redentora se selló en su cuerpo entregado y en su sangre derramada. El sacramento del matrimonio inscribió visible y realmente la vida conyugal en el admirable intercambio en que el amor humano llega a ser prenda y testimonio del Amor de Dios a la humanidad. ¿Cómo permitir que marque la propia vida una ruptura de alianza [26] y comulgar en el sacramento donde se entabló esta comunión? [27]
La Iglesia conserva una exigencia sacramental enteramente respetuosa del memorial de la Alianza divina entablada en el cuerpo y la sangre de Cristo. ¿Porque qué es comulgar sino ser incorporado en el amor crucificado del Señor y tener participación en su don de vida?
II. El diálogo doctrinal y pastoral en y sobre el cuerpo de la Iglesia
A partir de Familiaris consortio, esta doctrina se ha precisado y recordado públicamente. Fue motivo de un diálogo, que continúa hoy [28].
En 1994, la Congregación para la Doctrina de la Fe reafirmó esta adhesión. Reflejaba “opiniones teológicas y directrices episcopales susceptibles de inducir una jurisprudencia y una práctica pastorales en menor conformidad con la doctrina y con la disciplina sacramental de la Iglesia [29]. Un año antes, tres obispos alemanes de la región del Alto Rin efectivamente habían publicado una Carta pastoral sobre la pastoral de los divorciados vueltos a casar [30].
La Congregación para la Doctrina de la Fe destacaba los puntos más importantes de las proposiciones de los obispos alemanes:
(…) se propusieron, en diversas regiones, durante los últimos años, diferentes prácticas pastorales según las cuales una recepción global de los divorciados vueltos a casar en la Comunión eucarística ciertamente no sería posible; pero podrían tener acceso a la misma en determinados casos en que se sintiesen autorizados a conciencia para hacerlo. Así, por ejemplo, cuando han sido abandonados de manera totalmente injusta a pesar de haberse esforzado sinceramente por salvar su matrimonio anterior, o cuando están convencidos de la nulidad del matrimonio anterior sin poder demostrarla en el fuero externo, o cuando ya han recorrido un largo camino de reflexión y de penitencia, o incluso cuando, por motivos moralmente válidos, no pueden cumplir con su obligación de separarse. De distintas partes también se propuso que, para examinar objetivamente su verdadera situación, los divorciados vueltos a casar deberían entablar una conversación con un sacerdote prudente y experimentado. Este sacerdote, no obstante, debería respetar su eventual decisión en conciencia de recibir la eucaristía, sin implicar eso una autorización oficial. En esos casos y otros parecidos, se trataría de una práctica pastoral tolerante y benévola con el fin de hacer justicia a las diversas situaciones de los divorciados vueltos a casar [31].
La Congregación respondía:
La estructura de la Exhortación (Familiaris consortio) y el tenor de sus palabras permiten comprender claramente que esa práctica, presentada como obligatoria, no puede modificarse sobre la base de las distintas situaciones. El fiel que vive habitualmente “more uxorio” con una persona que no es su esposa legítima o su marido legítimo no puede recibir la comunión eucarística. Si a juicio de este fiel fuese imposible proceder de este modo, los pastores y los confesores tendrían, considerando la gravedad del asunto, así como las exigencias del bien espiritual de la persona y del bien común de la Iglesia, la importante obligación de advertirle que semejante juicio en conciencia está en patente oposición con la doctrina de la Iglesia. Deben también recordar esta doctrina en la enseñanza a todos los fieles que les son confiados [32].
Así, la Carta recuerda a todos que el acceso a la comunión eucarística y la certeza de la validez de un matrimonio no incumben puramente a la conciencia individual, sino también deben poder considerarse como un asunto y una situación eclesiales y sociales [33]. Es preciso apuntar siempre a una coherencia entre el juicio personal y el de la Iglesia como cuerpo [34]. En este debate, los tres obispos a cargo de esta declaración buscaron el diálogo y quisieron señalar en esa época su concordancia con la Santa Sede “sobre los principios obligatorios para toda la Iglesia” [35].
Precisaban no obstante:
De acuerdo con la doctrina tradicional de la Iglesia, la norma general debe, en cada caso, aplicarse a la persona concreta y a su situación individual, sin por eso suprimirse esta norma. “El derecho de la Iglesia no puede establecer sino un orden general, sin poder regular todos los casos particulares, a menudo muy complejos” (Catecismo católico para adultos. La confesión de fe de la Iglesia, publicado por la Conferencia Episcopal Alemana, p. 395). La tradición doctrinal de la Iglesia ha desarrollado al respecto la “épikie” (equidad), la disciplina de la Iglesia, el principio de la equidad canónica (aequitas canonica). Ahí no hay una supresión del derecho vigente ni de la ley aplicable. Solo se trata de aplicarlos, en situaciones difíciles y complejas, “en conformidad con el derecho y la equidad”, de manera que se considere el carácter único de la correspondiente persona, lo cual nada tiene que ver con una “pastoral de situación” [36].
Agregaban estos obispos: “Por lo demás, dado el caso considerado, no podría tratarse de la aprobación de un determinado trámite, sino más bien de un acto de tolerancia, dado el esfuerzo de objetividad [37].
¿Cuál es el sentido todavía actual de este debate sino el de invitarnos a profundizar la relación justa entre la norma objetiva general y la decisión personal de acuerdo con el juicio de la recta conciencia? En este tipo de reflexión, también conviene poner en práctica la distinción entre la interpretación jurisprudencial de la ley y la rectitud del juicio particular de la razón práctica, es decir, de la conciencia [38].
Esos obispos aclaraban su posición pastoral de la siguiente manera:
En resumidas cuentas, en estos asuntos se trata de la justa relación entre la norma objetiva general y la decisión personal en conciencia. Los hombres de nuestro tiempo tienen un sentido agudo de este debate. Ciertamente, a menudo se minimiza y lesiona la norma objetiva (…), pero en definitiva no es posible convencer sobre la fuerza de la norma objetiva sin considerar la vida concreta sumamente compleja de los hombres y la dignidad personal única de cada individuo, tal como debe expresarse en una conciencia iluminada. El Concilio Vaticano II señala expresamente que “los dictámenes de la ley divina son percibidos y reconocidos por el hombre por medio de su conciencia” (Concilio Vaticano II: Declaración Dignitatis humanae sobre la libertad religiosa 3). Esta indicación muestra de modo ejemplar el vínculo indisoluble entre la conciencia y la norma. Mientras más pura llegue a ser la conciencia, en mayor medida estará en condiciones de transmitir la exigencia del orden divino y de aplicarla a la situación concreta sin desvirtuarla [39].
Finalmente, este intercambio aclara también la inserción de las Iglesias en particular en la Iglesia universal, “en la comunidad mundial del Colegio de los obispos, con y bajo el Sucesor del apóstol Pedro [40]. Este debate volvió a ser de actualidad en el último consistorio, en enero de 2014, en Roma, con la exposición inaugural del cardenal Kasper [41].
Así se puede formalizar una problemática moral delicada y fundamental. ¿Pero es suficiente plantear la cuestión en términos de norma, de moral, de conciencia personal y eclesial? ¿No atañe en primer lugar a la constitución del cuerpo de la Iglesia y a la acción de Cristo, que se compromete realmente en este cuerpo y mediante actos precisos? Las preguntas hechas actualmente todavía nos parecen efectivamente tener relación con la articulación de la Iglesia sacramento con el septenario propiamente tal. Más que buscar nuevas normas y criterios vinculados con el acceso de los divorciados vueltos a casar a la comunión sacramental o a un nuevo matrimonio, ¿no sería preciso tomar nota de la coherencia de la economía sacramental y poder situar de manera adecuada a cada bautizado en esta coherencia? Esta implica los sacramentos de la iniciación cristiana y la gracia única del consentimiento interpersonal de los esposos en el sacramento del matrimonio. Dios interviene en la historia; su acción está encarnada en su Iglesia. Debemos asumirla cada uno y como cuerpo eclesial. Dios es fiel y lo dice con gestos y palabras consagrados.
En esta perspectiva, la conciencia cristiana se manifiesta ciertamente como un santuario, pero nunca está aislada: siempre es intersubjetiva, especialmente en la preparación y el acceso a un gesto sacramental. El acto de Cristo y el de la Iglesia en todo sacramento no se pueden negar: existen en la historia del bautizado y se inscriben en la historia de la Iglesia como cuerpo. Así, es preciso reconocer que estas interrogantes siempre son del orden de la conciencia personal, pero nunca están al margen de la conciencia del cuerpo eclesial y especialmente de la conciencia de Cristo, siempre vivo en la historia.
En las situaciones pastorales, es lo que todos los sacerdotes hacen normalmente, mediante sus consejos y decisiones, ante la diversidad de interrogantes complejas con las cuales se enfrentan. Por amor, como buenos pastores, ya plantean a menudo con las personas un juicio prudencial vinculado con un acto o varios actos en particular. ¿No es esta actitud y esta vida, en su organicidad eclesial, lo que habría que promover e iluminar en el poder del Espíritu? [42]
III. El poder del vínculo
El poder del vínculo matrimonial, sacramental, da testimonio de una permanencia de la gracia ofrecida: esta procede del acto de Cristo en todo sacramento, pero también expresa la acción multiforme del Espíritu de amor. Las consideraciones, leídas en diversos ámbitos, en régimen católico romano, no mencionan suficientemente esta característica pneumatológica del vínculo indisoluble del matrimonio. Si Dios participa en la historia de los hombres, no lo hace de manera formal y jurídica, sino personal: en su Espíritu. Recordemos la profundidad con la cual la Santísima Trinidad ha marcado a los bautizados con la señal de la cruz y los ha salvado del pecado y de la muerte. Los sacramentos de la iniciación cristiana conducen al adulto a los sacramentos del servicio de la comunión y de la misión, matrimonio y sacerdocio [43]. La misión resulta ser la tarea de todo cristiano en el seno de una Iglesia que es en sí misma, como un cuerpo y no como una suma de individuos, sacramento para el mundo. Los sacramentos de la iniciación cristiana cimientan además y siempre toda vida cristiana y son la fuente permanente de la gracia de la fe, de la esperanza y de la caridad, también en el curso de uniones ulteriores. Recordemos esto, sin embargo: en régimen católico, no es posible sacramentalización alguna de una nueva unión, por respeto a la participación de Cristo y de la Iglesia en el consentimiento único de los esposos, por respeto a la persona del primer cónyuge y porque persiste el desgarro del Cuerpo místico de Jesucristo (Ef 5) [44].
1. Gracia y felicidad me acompañan todos los días de mi vida (Sal 23, 6)
¿Qué ocurre con la gracia y la felicidad de los casados de nuevo si el matrimonio anterior es válido y la nueva unión no puede significar sacramentalmente la unión entre Cristo y la Iglesia? Se trata, también en esto, de reconocer un modo de proceder de Dios en la historia, más allá de la responsabilidad personal de los esposos en sus diversas relaciones. Todavía está presente la gracia sacramental de la primera relación, sobre todo si hay hijos. Por otra parte, la nueva relación, estable, fiel y fecunda, tampoco podrá disolverse en nombre del respeto a una ley moral o del respeto intangible a la primera relación. ¿Estamos en un punto muerto?
Si hubo sacramento de matrimonio válido, este presuponía al mismo tiempo el bautismo, la confirmación y la eucaristía: la iniciación cristiana. El matrimonio es el “sí” pronunciado en el tiempo por un hombre y una mujer que al darse uno al otro se han dado a Jesucristo y así han actualizado los sacramentos de su iniciación cristiana. Cristo ha estado presente en este matrimonio actuando en ellos de doble manera. De manera interior en el libre consentimiento de ambos, ha acompañado libremente el “sí” ofrecido en la Iglesia por los nuevos esposos. Presente asimismo en la persona del ministro ordenado, ha invitado a los esposos a intercambiar su consentimiento y lo ha ratificado al final del intercambio. Esa intervención de Cristo en la historia de los esposos no es anodina. Dios está de manera interior en la libertad personal de los esposos y los ha inscrito como tales en el cuerpo de la Iglesia para la totalidad del tiempo de su historia en la tierra. Los testigos del matrimonio han visto y escuchado el “sí” de los esposos. Este “sí” tiene una inequívoca seriedad: une la tierra y el cielo mientras los esposos están vivos en la tierra. La indisolubilidad es una exigencia del consentimiento: una exigencia que los esposos asumen no solo en Cristo, sino por Él. Dios también se compromete. Lo hace en Su Iglesia con la cual Él constituye un cuerpo.
2. Mediante su Espíritu, Cristo está presente en toda historia humana
Cristo permanece por lo tanto presente en esa unión consumada en un momento de la historia. Hay quienes dicen que el amor ha muerto para los esposos que se separan. A menudo es verdad que el amor conyugal se ha agotado y ha encallado en los mutuos rechazos de ambos cónyuges. Esas heridas también han lesionado la relación con Cristo, que se comprometió realmente en esa unión; pero el Cristo herido se ocupa personalmente de los esposos y sigue amándolos juntos, como pareja: es y sigue siendo la fuente interior de todo amor personal para esos bautizados [45]. Si bien el bautizado es infiel, Cristo, él, no lo es. Es el origen y el fin de toda fidelidad: es el alfa y el omega de la misma. No se puede entonces afirmar que Cristo ya no está vinculado con el compromiso adquirido en el consentimiento inicial del matrimonio. Lo asumió y sigue asumiéndolo en la historia de los hombres. El vínculo deshecho entre los cónyuges está salvaguardado en Cristo, especialmente en la relación esponsal de Cristo y su Iglesia. Esta inscripción no es la de un registro; es inscripción de amor en el cuerpo de Cristo. Es por eso que un verdadero matrimonio no puede borrarse ni olvidarse: está en la memoria y el poder del amor de Cristo en su Iglesia. El sacramento del matrimonio existe plenamente, como algo desarmado a la vista de los hombres por la separación de los esposos y la disociación de facto de su unión, pero sellado en el compromiso de Cristo, esposo de cada cónyuge y comprometido de una vez y para siempre en su unión. Este compromiso expresa el poder del Espíritu del amor en la historia humana [46].
Toda fidelidad es un bien digno de protegerse y de fortalecerse. Cristo cumple esta exigencia. Esta obra no es virtual ni genérica: incumbe a las personas en su singularidad. Es una característica del aporte de Cristo a la salvación de esas personas en su historia de santidad. Así, la fidelidad de los esposos separados y divorciados, para ser verdadera, pasa en un primer momento por el perdón otorgado al cónyuge del cual se han separado y siguen separados. Todo nuevo encuentro en este contexto debe estar purificado del espíritu de revancha. El camino espiritual, que ocupa a veces el tiempo de toda una vida, consiste en encomendarse a Dios humildemente, perdonar, hacer penitencia y ejercer todo lo posible la caridad: este camino es, ya en la tierra, luz y vida. Es una expresión del amor [47].
Como bien sabemos, hay heridas que solo sanan con la muerte. En este sentido, es preciso reflexionar sobre la muerte, es decir, el paso a la vida eterna, la Pascua definitiva, como un camino de vida y de acceso a la paz del corazón en todas las relaciones. Esta paz puede encontrarse en el reconocimiento civil. Si el compromiso es serio, este reconocimiento le otorga un alcance moral que es conveniente apreciar desde el momento en que se expresa [48]. La nueva unión —una herida para la fidelidad de Cristo, pero asumida por Él— también se inscribirá en el cuerpo de la Iglesia; pero un sacramento no puede sellar la nueva relación por respeto a Cristo, que sigue siendo fiel, y a la persona del primer cónyuge, y porque el desgarro del Cuerpo eclesial permanece mientras dicho cónyuge sobrevive en la tierra.
La objetividad de estas condiciones morales y eclesiales indica, sin embargo, como por contraste, la posibilidad y las condiciones de felicidad de los divorciados vueltos a casar. Por ser bautizados, llamados por Cristo, todavía y siempre deben vivir la santidad de Dios. Humillados por el fracaso anterior de su primera unión y marcados por una impotencia que a menudo experimentan como una desventaja para la vida cristiana, pueden observar los mandamientos de Dios y entregarse al Amor misericordioso que se les ofrece mediante los caminos determinados por Dios. Dios siempre les otorga la gracia de ir hacia Él, de hacer el bien, de amar a su prójimo. Si aman a ese prójimo más próximo que es su nuevo cónyuge, está bien: y este bien es una gracia que Dios les permite vivir todavía y siempre. Sin embargo, Dios sigue siendo fiel al único matrimonio: no puede renunciar a la palabra dada, aun cuando los esposos ya no crean en ella. Pero —paradoja del poder divino— Dios es fiel a todo amor y también está presente en lo que se dice y se vive en la relación de los divorciados vueltos a casar, porque en la bondad de este mundo nada está fuera del plan de Dios. Dios no modifica las gracias otorgadas en el bautismo y en el matrimonio. Estas gracias adquieren una expresión distorsionada en la historia, pero Dios no está ausente ante esas distorsiones. Dios es y sigue siendo maestro de la historia. Acompaña cada paso de la libertad humana. Si esos pasos lo glorifican, demos gracias; si lo hieren, también podemos darle gracias, porque su amor va hasta el final y Él asume todos nuestros rechazos en su Pascua. La verdad del misterio pascual de todo sacramento se despliega así sobrepasando todos nuestros esquemas reductivos. Fortalecida por esta fe en Dios infinitamente fiel y siempre presente para sus hijos infieles, la comunidad eclesial, independientemente de cuál sea su figura concreta, siempre que tenga su “centro” en la eucaristía de su Señor y Maestro, debe acoger y acompañar a estos hermanos y hermanas, divorciados vueltos a casar, para que avancen en el amor y la verdad en el camino de la santidad.
IV. El estado espiritual de aquellos y aquellas que se han vuelto a casar
¡Que los divorciados vueltos a casar puedan ser felices, sean buenos consigo mismos y con sus personas cercanas, con la Iglesia y con el mundo corresponde al plan de la salvación! También se les dirige este llamado ético, acompañado por la gracia. Esta gracia es personal: surge al mismo tiempo del corazón de Cristo, del poder del Espíritu y de la misericordia del Padre. La Iglesia es su bienaventurada mediadora, especialmente para sus hijos sufrientes. La misericordia divina es para todos: a veces requiere toda una vida para ejercerse y establecernos en la verdad. En el cielo ya no habrá ni hombre ni mujer, ni judío ni pagano, ni libre ni esclavo (Ga 3,28); pero en la tierra se necesita tiempo para que la verdad de una alianza se construya o se edifique de nuevo; a veces la reconstrucción “como antes” ha llegado a ser imposible. Sin embargo, el amor permanece como promesa en el hoy de Dios y en su eternidad.
Así debemos afirmar la fidelidad de Cristo al consentimiento único de los esposos. Esta no se pierde en la historia de los hombres como el agua en la arena; no se bloquea con los rechazos, las infidelidades y las nuevas opciones. Tiene una fecundidad: restaura a todo hombre en su ser profundo y lo habilita para entrar en el Amor eterno, en el día elegido. La fidelidad de Cristo a la esencia de todas las separaciones es siempre la fuente de todo bien. Puede expresarse y ejercerse de diversas maneras. Si sostenemos que el único matrimonio de los esposos reside en Cristo, afirmamos también que él sigue siendo fuente de gracia para los esposos, donde se encuentran, tal como están, incluso en su nueva relación. Siempre está arraigada en el ser bautismal de ellos.
Podemos releer en la Biblia una letanía de afirmaciones con respecto a la fidelidad de Dios. Fiel, nuestro Dios lo es también a través de nuestras infidelidades. Es Él la roca y la salvación de todo amor. Acompaña sin cesar nuestras historias ahí donde las hemos conducido. Ninguna situación está fuera de su Amor. Así obra Dios por consiguiente en toda nueva unión: purifica sus características respetando las libertades que se han dado torpemente o en forma inmoral. Lleva consigo, en todas partes y siempre, el pecado del mundo y por ahí ejerce su Salvación: ¡a su manera, que siempre nos sobrepasa! ¿Cómo alcanza su gracia a los hombres? De manera inmediata: Dios habla al corazón de sus hijos. Pero también de manera mediata: Dios habla en los acontecimientos y en el seno de su Iglesia. Dios no olvida su compromiso en el sacramento del matrimonio: así, el primer consentimiento matrimonial sigue siendo un canal de verdad y de gracia mediante el cual los esposos divorciados vueltos a casar reciben todavía y siempre una señal de la presencia divina. Sería bueno que tomen conciencia de la misma y la mantengan.
El signo eclesial del sacramento del matrimonio permanece, no como una norma exterior y formal, sino como una estela —¡una roca donde brota el agua viva!— en el camino de la santidad cristiana de quienes lo han vivido. Ninguna solución pastoral puede hacer abstracción de esta realidad: es ineludible. Dios sigue estando presente ahí, en sufrimiento y en gloria, y por ahí también da cuenta de su presencia en las nuevas determinaciones personales e institucionales de los esposos. Si decimos y volvemos a decir que Dios obra en la nueva unión es para afirmar que es misericordiosamente fuente de amor y de felicidad. Lo que es bueno en la nueva unión no puede estar fuera del campo de la gracia, fuera de la acción divina. Así, esa misericordia siempre se ejerce, de manera paradojal, para aquellos y aquellas que siguen la línea lineal del tiempo y olvidan el movimiento de lo Eterno en la historia humana; pero Dios está presente y siempre llama a la santidad en las condiciones libres del cuerpo de cada uno. A los esposos se encomienda la tarea de responder, según sus fuerzas, a este llamado. A la Iglesia, como cuerpo, se asigna la preocupación de manifestar todos los aspectos de este llamado y de acompañar las respuestas al mismo con consejos y un lenguaje adecuados.
Todo debe llevarse a cabo en la acción y mediante la reflexión eclesial, teniendo siempre conciencia y fortaleciendo esta conciencia del carácter personal de estos asuntos. Incumben a hermanos y hermanas en Cristo, que llevan con nosotros, y nosotros con ellas, el yugo suave y la carga ligera de Jesús (Mt 11,30). Este consuelo nos sitúa en el camino de las virtudes teologales, ya que para ellos y para la Iglesia “su carga no es suave y ligera por ser pequeña e insignificante, sino se vuelve ligera porque el Señor —y con Él toda la Iglesia— participa ahí. La acción pastoral, que debe llevarse a cabo con total dedicación, tiene que proporcionar esta ayuda basándose en la verdad y también en el amor” [49].
Notas:
[1] Incluso el diálogo entre los obispos alemanes y la Congregación para la Doctrina de la Fe, en 1994, al cual nos referiremos más adelante, por iluminador que sea, no nos parece dar un conjunto de argumentos definitivo para unos y otros.
[2] Examinaremos más adelante la enunciación precisa de esta tesis expuesta en la exhortación apostólica Familiaris consortio.
[3] No hay que olvidar a estos últimos, ciertamente. Pensamos también especialmente en el magnífico testimonio de los miembros de la Communion Notre Dame d’Alliance.
[4] Eso implica que el perdón anima los corazones y los intercambios de aquellos y aquellas a quienes concierne.
[5] En esta perspectiva, será útil leer X. LACROIX (dir.), Oser dire le mariage indissoluble, París, Cerf, 2001, importante publicación de habla francesa, en la cual se exponen debidamente estas problemáticas.
[6] Juan Pablo II, Exhortación postsinodal Familiaris consortio (FC), “sobre la misión de la familia cristiana”, 84.
[7] Comisión Familiar del Episcopado (Francia), Les divorcés remariés dans la communauté chrétienne (Los divorciados casados de nuevo en la comunicad cristiana), París, Centurion, 1992, p. 62.
[8] Ver G. MÛLLER, Le pouvoir de la grâce. L’indissolubilité du mariage, les divorcés remariés et les sacrements, Paris, Parole et Silence, 2013, p. 31.
[9] La intención de Cristo es clara en este diálogo en el cual se sitúa como “nuevo Moisés” frente a los fariseos, intérpretes con Moisés de la ley y promotores del repudio. Por otro lado, la investigación exegética se quebró en la interpretación de la excepción de Mateo (pornéia). Es interesante consultar J. COTTIAUX, La sacralisation du mariage. De la Genèse aux incises matthéennes, París, Cerf, 1982. En cuanto al enunciado de Cristo sobre el designio de Dios en el origen, caben pocas dudas: la unidad y la indisolubilidad del vínculo conyugal son propias de la bondad del Creador y Cristo está dispuesto a salvar este vínculo original por amor y en el amor. Para la excepción de pornéia, es preciso pensar no solo en la interpretación más adecuada, sino también en cómo es posible elaborar una norma disciplinaria a partir de un versículo tan sujeto a controversia en la historia de la teología.
[10] A. CHAPELLE, Sexualité et Chasteté, curso mimeografiado del IET, Bruselas, 1995, pp. 216-217.
[11] FC 84.
[12] La carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos, “Sobre la recepción de la comunión eucarística por parte de los fieles divorciados que se han vuelto a casar” (citada en adelante como RCE), lo recuerda: “Fiel a la palabra de Jesucristo, la Iglesia afirma que no puede reconocer como válida esta nueva unión, si era válido el anterior matrimonio” (Doc. cat. 2013, 6 nov. 1994. p. 930). Esta Carta contribuye, en un lenguaje preciso, con elementos preciosos para la acogida pastoral de los divorciados casados de nuevo y para una mejor comprensión de la “lógica” sacramental. Es de utilidad para comentar FC 84.
[13] G. MÜLLER, Le pouvoir de la grâce, op. cit. n. 8, pp. 17-18.
[14] En conformidad con los países y las diócesis, se ha experimentado con acompañamientos y rituales de oración propuestos a diversos grupos. A veces todavía están ad experimentum, pero todos dan testimonio de un deseo eclesial de manifestar la conservación de una gracia, de una benevolencia y de una bendición de Dios para todos sus hijos. En Francia, se reúnen grupos periódicamente con teólogos, obispos, divorciados casados de nuevo y separados, para reflexionar sobre su situación y sobre su servicio eclesial, pero sin ambigüedad en cuanto al valor sacramental de una nueva unión.
[15] CIC 1651.
[16] “El arrepentimiento, la humildad y la abnegación son para ellos, como para todos, los caminos obligados. La esperanza de la gracia y de la caridad sigue siendo en ellos y para ellos un testimonio de la perfección cristiana. Siguen, como todos, llamados a la beatitud y a la santidad del Padre de los cielos” (A. CHAPELLE, Sexualité et Chasteté, op. cit. n. 10, pp. 216-217.
[17] FC 84, op. cit. n. 6.
[18] Es conveniente recordar también que la participación en la vida de la Iglesia no se reduce ni a la misa ni a la recepción de la eucaristía.
[19] Ver Congregación para la Doctrina de la Fe, RCE, op. cit. n.12, p. 931; A. LÉONARD, Séparés, divorcés, divorcés remariés, l’Église vous aime, París, Emmanuel, 1996, pp. 106-107.
[20] Ver especialmente la Carta pastoral de los obispos del Alto Rin, “Divorciados vueltos a casar: el respeto a la decisión tomada en conciencia” (citada en adelante como DV): “Desde hace mucho tiempo, la Iglesia ha autorizado la admisión en la Eucaristía de los divorciados vueltos a casar cuando, junto con tener una estrecha comunidad de vida, viven en continencia, como hermanos y hermanas. A esto se llama también la “práctica habitual de la Iglesia” (probata praxis Ecclesiae). Muchas personas consideran esa posición contraria a la naturaleza y a la fe. En este caso, para sostener cualquier juicio, es preciso recurrir al realismo y a la objetividad, pero también al tacto y a la discreción” (Doc. cat. 2082, 21 de noviembre de 1993, p. 1991). Los obispos alemanes se refieren aquí a FC 84 y a la Declaración de la Congregación para la Doctrina de la Fe del 11 de abril de 1973 (Doc. cat. 1637, 5 de agosto de 1973, p. 707).
[21] Es una manera de expresar desde el punto de vista de Dios lo que FC 34 evocaba hablando de la ley de gradualidad.
[22] A. CHAPELLE, Sexualité et Chasteté, op. cit. n. 10, pp. 216-217.
[23] Ver FC 84; CIC 1650, 2384; Congregación para la Doctrina de la Fe, RCE, op. cit. n. 12, pp. 930-932.
[24] “Dios no vinculó su poder con los sacramentos hasta el punto de no poder otorgar sin ellos el efecto sacramental” (TOMÁS DE AQUINO, ST IIIa, q. 64, art. 7, corp.).
[25] Entre los diversos títulos utilizados por el Concilio Vaticano II, se encuentra esta definición de la Iglesia-sacramento en Lumen Gentium, que otorga un nuevo horizonte eclesiológico al septenario: “La Iglesia es en Cristo tanto signo como instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (LG 1); la Iglesia es un signo para la humanidad: es el “sacramento universal de la salvación” (LG 48). El amor que salva (Cristo) siempre está presente y siempre es acogido en su cuerpo, que es la Iglesia.
[26] El Catecismo de la Iglesia Católica habla de una “situación de adulterio público y permanente” (CIC 2384). ¿No debería este vocabulario de la objetividad moral ser enriquecido por otro vocabulario que considere la presencia divina en el interior de los corazones que viven un amor de respeto y de búsqueda de Dios?
[27] A. CHAPELLE, Sexualité et Chasteté, op. cit. n. 10, pp. 216-217.
[28] En 1992, el Catecismo de la Iglesia Católica fue especialmente explícito (CIC 1646-1651 y 2382-2386).
[29] Congregación para la Doctrina de la Fe, RCE, op. cit., n. 12, p. 930, § 3.
[30] Carta pastoral de los obispos del Alto Rin, DV, op. cit., n. 20. Los obispos signatarios eran O. Saier, K. Lehmann y W. Kasper.
[31] Congregación para la Doctrina de la Fe, RCE, op. cit., n. 12, p. 930 (§ 3 y 4).
[32] Ibíd. (§ 5 y 6); cf. CIC 978, 2.
[33] Ibíd., p. 931 (§ 7 y 8).
[34] Ibíd., p. 931 (§ 9).
[35] “Mensajes de los obispos de la Provincia eclesiástica del Alto Rin”, Doc. cat. 2103 (6 nov. 1994), p. 934 (§ 3).
[36] Ibíd., p. 934 (§ 4).36
[37] Ibíd. (§ 5).
[38] Ver Juan Pablo II, Veritatis splendor 54-64.
[39] “Mensajes de los obispos de la Provincia eclesiástica del Alto Rin”, op. cit. n. 33, p. 935 (§ 6).
[40] Ibíd. Ver H. de LUBAC, Les églises particulières dans l’Église universelle, París, Aubier, 1971, p. 57-197.
[41] No entramos explícitamente en el análisis ni en las discusiones de esta exposición: deseamos simplemente proporcionar los elementos que nos parecen formar parte de este debate y destacar lo que ahí está en juego.
[42] Ver É JACQUINET y J. NOURRISSAT, Fidèles jusqu’à l’audace. Divorcés remariés: un chemin nouveau dans l’Église, París, Salvator, 2008. Se podrá adoptar provechosamente el lenguaje empleado en este ensayo lleno de experiencia.
[43] CIC 1534.
[44] “La Iglesia se remite a Dios. En esas circunstancias adversas, esos cristianos, como todos los bautizados, siguen llamados a la santidad. Son tal vez humillados por una imposibilidad, en mayor o menor medida supuesta, en mayor o menor medida imputable, de observar en lo sucesivo y cada día todos los mandamientos de Dios. Se entregan poco a poco al Amor misericordioso que perdona, fortalece y restaura su capacidad de hacer el bien, de amar al Dios Santo de todo corazón y a su prójimo más que a ellos mismos” (A. CHAPELLE, Sexualité et Chastete, op. cit., n. 10, pp. 216-217.
[45] La espiritualidad del corazón de Jesús podría encontrar aquí un punto más de aplicación y ser fuente de curación para numerosos corazones heridos.
[46] Ver A. MATTHEEUWS, “La permanence du sacrement de mariage au cœur du divorce”, en A. Bandelier, (dir.), Séparés, divorcés à cœur ouvert, París, Lethielleux, Parole et Silence, 2010, pp. 117-140. Hemos procurado mostrar ahí lo que recubre la permanencia del sacramento en situaciones de heridas y de rupturas temporales o definitivas del vínculo.
[47] “El bien de la fidelidad subsiste en el perdón otorgado al cónyuge del cual uno está separado, debiendo el nuevo encuentro purificarse del espíritu de revancha, es decir, del odio. Encomendarse a Dios en la humildad, perdonar, hacer penitencia y ejercer la caridad: ese es el camino de una restauración ya en ejecución en esta vida. Pero hay heridas que solo sanan con la muerte” (A. CHAPELLE, Sexualité et Chasteté, op. cit., n. 10, pp. 216-217).
[48] Si bien en principio no es conveniente estimular a quienes se separan a casarse por el civil con otra persona, desde el momento en que asumen una nueva unión y se han comprometido, puede ser bueno, si nos piden consejo, manifestar el peso moral “positivo” de este compromiso social e invitarlos a respetar todas sus consecuencias.
[49] Congregación para la Doctrina de la Fe, RCE, op. cit., n. 12, p. 932.
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