Los padres y las madres encuentran en la vida de la comunidad cristiana un ámbito educativo permanente. En la Iglesia, ciertamente, es posible vivir el hecho de ser hijos como una vigorosa experiencia de libertad y por tanto como camino seguro para llegar a ser padres y madres capaces de dar libertad a los hijos.
¿A cuál historia o –mejor dicho– a quién pertenezco? A esta pregunta conduce la palabra «genealogía» (genealogía de la persona del hijo), cuya etimología significa precisamente «discurso sobre el origen» [1]. Cada uno de nosotros está ligado hacia arriba: el generar siempre remite a los seres generados. Por este motivo, las ciencias humanas hablan de custodia de los legados (mitos, ritos, secretos, valores depositados en el tiempo) y ponen gran énfasis en la tarea de los padres de facilitar a los hijos el acceso a esos legados y el conocimiento de los mismos [2]. En todo caso, la Sagrada Escritura nos señala esta evidencia elemental mucho antes de hacerlo las ciencias humanas modernas. Un ejemplo para todos: Mateo, en su evangelio, antes de relatar el nacimiento (origen) de Jesús, hace una reconstrucción minuciosa de su genealogía. La pregunta sobre la genealogía del hijo, al remitir a su origen, da fundamento al valor, la dignidad y por consiguiente el destino de ese hijo [3]. Preguntarse «¿a qué historia pertenezco?» es lo mismo que plantear la interrogante clave de la existencia de cada individuo, expresada en este verso magistral del poeta Leopardi: «¿y yo qué soy?» [4].
Afirma el Papa Juan Pablo II: «La genealogía de la persona está inscrita en la biología de la generación» [5]. Procuremos comprender juntos el significado de esta afirmación. Lo haremos mediante un breve recorrido en cinco etapas.
1. El misterio nupcial
La categoría del misterio nupcial nos ofrece la clave de acceso para descifrar debidamente la genealogía de la persona del hijo. ¿De qué se trata? El hecho de existir siempre y únicamente como hembra o macho (diferencia sexual) conduce a un descubrimiento fascinante: la experiencia, al mismo tiempo inexpresable y sumamente real (¡he aquí el misterio!), del fecundo darse al otro (¡he aquí la nupcialidad!). Por consiguiente, la diferencia sexual remite objetivamente al amor como don fecundo. Un misterio nupcial propiamente tal marca la existencia de cada individuo [6].
Mientras por una parte esa expresión «indica la unidad orgánica de diferencia sexual, amor (don de sí mismo al otro) y fecundidad, por otra hace objetivamente referencia, en virtud del principio de la analogía, a las diversas formas del amor que caracterizan tanto al hombre-mujer, con todos sus derivados (paternidad, maternidad, fraternidad de hermano y hermana, etc.), como a la relación de Dios con el ser humano en el sacramento, la Iglesia y Jesucristo, para llegar hasta la Trinidad misma» [7]. ¡Así, las raíces de nuestro yo se hunden hasta el misterio de la Trinidad!
En síntesis, el misterio nupcial nos permite abarcar la totalidad de los factores en juego cuando hablamos de genealogía del hijo. Esto nos indica que la diferencia [8] sexual jamás puede eliminarse y está orientada intrínsecamente a la generación del hijo a través del don recíproco de los esposos. Ahora, si bien el acto conyugal está muy anclado en el ámbito biológico e instintivo, es enteramente irreducible al mismo, y esto no sólo y ante todo por la conciencia que tienen los esposos en este sentido –siempre deseable como fuente de paternidad responsable–, sino porque el misterio nupcial expresado precisamente en el acto conyugal de modo peculiar, imprime también su sello (forma) de don espiritual a todos los procesos biológicos, conscientes e inconscientes, que lo caracterizan.
Por este motivo, todos nosotros –con sólo ser leales ante las evidencias elementales de nuestro corazón– sentimos que es injusta cualquier interpretación de la generación humana que se limite al dato biológico, ya que termina considerando al hijo puramente como un individuo de la especie animal más evolucionada.
Contrariamente a todo espiritualismo desencarnado que procure suprimir el dato de la diferencia sexual, la interpretación cristiana de la sexualidad inscribe a ésta en el designio divino de crear al hombre a Su imagen y semejanza. El hombre-mujer es imagen del Creador también por su naturaleza sexuada, objetivamente dispuesta para una comunión fecunda (nupcialidad).
Para comprender en profundidad el significado de la concepción y nacimiento del hijo, es decir, de un hombre nuevo, debemos entonces dar un segundo paso, a través de la biología de la generación, en la genealogía de la persona.
2. Padres. Testigos del Padre Celestial
Enfoquemos el significado que el hombre desde siempre ha atribuido a la generación de un hijo. Lo hacemos una vez más a partir del término empleado para definirla. En el lenguaje se sedimentan, ciertamente, los significados más profundos y resistentes al desgaste temporal. Procreación es por tanto el vocablo específico para indicar la generación humana. Nos dice uno de los diccionarios más clásicos que el prefijo pro, «cuando se trata de parentesco tiene como significado ‘más allá de’» [9]. En la generación humana (pro-creación) se apunta a un factor que está más allá de los padres (pro-creadores), del cual ellos mismos están llamados a dar, en cierto modo, testimonio. No por azar, por ejemplo, en alemán el término procreación (Zeugung) tiene la misma raíz que el término testimonio (Zeugnis).
El hecho de la procreación no es susceptible de recaer de manera total y definitiva en los padres [10]. Como señaló Giovanni Testori, en un precioso pequeño libro sobre el sentido del nacimiento: «Cada uno de nosotros nace de un momento de amor total, de un momento de tal amor que ni siquiera es posible conocerse más sin la ayuda, la intervención y la presencia de Dios» [11].
Al procrear, el padre y la madre, de modo único entre todos los seres vivos, están llamados a ser testigos de un más allá imposible de eliminar, ese más allá del cual nos habla la Epístola a los Efesios: «doblo las rodillas en presencia del Padre, al que se refiere toda patria o familia en el cielo o en la tierra» (Ef 3, 14-15).
Nada como el nacimiento de un hijo –y creo que todos los padres pueden confirmarlo– nos pone ante la evidencia de algo que, si bien viene de nosotros, nos sobrepasa enteramente. Por una parte, sentimos que nada existe más profundamente nuestro; por otra, de manera igualmente radical, percibimos que nada es más recibido. Hemos llegado así al tercer paso de nuestro recorrido.
3. El Hijo: una nueva persona humana
Existe una diferencia radical entre la reproducción animal y la procreación humana. En la reproducción animal, el fruto de la unión entre el macho y la hembra es ciertamente otro individuo de la misma especie; en la procreación humana, en cambio, el fruto es «un nuevo hombre, que trae consigo al mundo una específica imagen y semejanza de Dios mismo» [12].
La procreación humana identifica un acto preciso de colaboración de los padres con un acto preciso de Dios Creador. Las palabras de Juan Pablo II –«…únicamente de Dios puede provenir esa imagen y semejanza propia del ser humano; la generación (procreación) es la continuación de la creación»– [13] nos abren de par en par el horizonte completo en el cual se inscribe el acto conyugal: éste manifiesta el encuentro entre lo eterno (Dios) y el tiempo (la donación de los esposos). El amor conyugal es «el templo en el cual Dios celebra el misterio de su amor creador» [14]. En esta perspectiva, resulta clara la inagotable fuerza profética de la encíclica Humanae vitae, cuando defiende la unidad objetiva e intrínseca entre el significado unitivo y el significado procreativo del acto conyugal [15], señalando así claramente el vínculo entre la alianza conyugal y la alianza paterna [16].
El amor creador del Padre consiste entonces en el hecho de que Él –cito una vez más al mismo Pontífice– «‘ha deseado’ al hombre desde el principio y lo ‘desea’ en cada concepción y nacimiento humano. Dios ‘desea’ al hombre como un ser semejante a sí mismo, como persona» [17]. La repetición persistente, en el documento pontificio, del verbo desear (¡tres veces en dos líneas!) no es por cierto casual. Sobre la base de la certeza de ser deseados, se apoya efectivamente la consistencia de la personalidad. Envenenar esa certeza positiva hasta sofocarla constituye el delito más grave que pueda cometerse contra las generaciones jóvenes. Y sin embargo es una tentación de esta cultura nuestra sin Padre.
Dios desea a cada hombre para sí mismo. ¡Es ésta precisamente la fuente de su dignidad personal y su libertad inalienable!
Esa consideración sobre la procreación ilumina también la dignidad semejante entre los padres y los hijos [18]. Ser padres y madres no significa ser los dueños de los propios hijos –como no obstante todavía nos muestran documentos de algunas culturas–, sino ser, con ellos y como ellos, hijos del mismo Padre. Uno solo y de hecho el Autor de la vida (ver He 3, 15), de Él dependen tanto los padres como los hijos. Señala Wojtyla en Piedra de luz: «Cuánto tiempo ha transcurrido hasta que lograse comprender que Tú no quieres que sea padre si al mismo tiempo no soy hijo» [19].
No somos padres si no nos reconocemos generados. Y es en la fascinación de esta experiencia elemental, tan decisiva como sin embargo hoy censurada, que los cristianos dicen no a la anticoncepción, al aborto, a ciertas prácticas de asistencia médica para la procreación, a la clonación de los embriones. Quienes reprochan a los cristianos, especialmente al magisterio, el hecho de decir demasiados no en este terreno, ¡no comprenden que todos los no de la Iglesia son en realidad sí! Por consiguiente, es para afirmar algo positivo, y no por un macabro gusto por algo negativo, que los cristianos ofrecen su testimonio en todos estos ámbitos.
Para penetrar aún más a fondo en la genealogía de la persona, es preciso detenerse ahora en un factor peculiar vinculado con la procreación humana. Me refiero a la estrecha relación que ésta manifiesta entre paternidad (maternidad) y libertad. ¡Es nuestro cuarto paso!
4. La genealogía de la persona: un acontecimiento de libertad
Afirma Gaudium et spes: «El hombre es en la tierra la única criatura que Dios ha deseado por sí misma» [20]. Ser deseado por sí mismo es el vértice de la experiencia del amor [21], a la cual todo hombre aspira. En términos cristianos, significa que la vida es en sí misma vocación. Toda circunstancia, toda relación contiene un llamado del Padre (vocación) a cada hombre a realizarse plenamente. Por tanto Dios, al crear al hombre, lo hace libre. Podemos decir, entonces, que el acto creativo consiste precisamente en poner y mantener en la existencia a un ser dotado de una libertad distinta a la del Creador, y sin embargo en condiciones de participar en Su vida misma.
En el párrafo 9 de la Carta a las familias, el Santo Padre recorre sintéticamente las etapas del itinerario de la libertad humana. Ésta, arraigada en la profundidad del yo como inagotable deseo de total realización (felicidad), se desarrolla a lo largo de todo el curso de la existencia del hombre mediante su capacidad de elección y se lleva a cabo plenamente en su adhesión a lo Infinito. Con todo, lo importante de advertir es la íntima conexión entre la libertad y la paternidad (maternidad) [22]. Cada uno de nosotros lo sabe en sí mismo: no podemos ser padres (y madres) sino poniendo continuamente en juego la propia libertad con la del hijo.
El padre (madre) es de hecho quien da origen al hijo, sosteniéndolo permanentemente durante el camino de la vida para conducirlo hacia su destino (realización final). Estas tres dimensiones de la paternidad (origen, camino, destino) revelan, en filigrana, una correspondencia precisa con los tres niveles constitutivos de la libertad (deseo, capacidad de elección y adhesión a lo infinito).
De la paternidad como origen se desprende principalmente el primer nivel de la libertad: el deseo de felicidad.
El padre, en el intercambio cotidiano de amor, transmite al hijo una visión de la vida, y el hijo, que así adquiere capacidad de juicio, aprende a ejercer su propia facultad de elección (libre arbitrio). Es el segundo nivel de la libertad (precisamente en este punto delicado y decisivo se inserta la irrenunciable tarea educadora de los padres).
Por último, el padre y la madre están llamados a abrir la libertad del hijo acompañándolo al Padre con mayúscula. Ciertamente, el inquietum cor (Agustín) del hombre se aplaca solamente en la adhesión a lo infinito. Únicamente en Él cada hombre encuentra total satisfacción. Éste es el tercero y último nivel de la libertad humana.
Con la incomparable genialidad de los grandes artistas, Rembrandt, en el famoso cuadro El regreso del hijo pródigo, nos muestra la fuerza de la relación de paternidad con la cual está indisolublemente vinculado el camino de la libertad de cada hombre.
Un gesto capta poderosamente este significado. La cabeza del hijo se apoya en el regazo del padre: en su abrazo es redimido.
Consideremos por un instante las etapas del caso de este joven (que refleja claramente al hombre de todos los tiempos y a cada uno de nosotros). Después de aspirar a la herencia del padre (origen), el hijo, cuya libertad está cegada por el espejismo de su propia autonomía, elige alejarse de aquél. Ésta es precisamente la tentación centrífuga de la libertad que se aleja del propio deseo constitutivo precisamente mientras tiene la ilusión de hacer lo contrario (el hombre es fugitivus cordis sui, diría Agustín). En este camino con apariencia de ruptura irreparable, subsiste sin embargo un hilo de imperturbable continuidad: el padre no deja de esperar al hijo. Rembrandt de hecho representa al cuerpo del padre sumido en la espera, como consumado –pero sería más justo decir transfigurado– en la paciencia. Ha pasado los días, los meses, los años atisbando los movimientos de la libertad del hijo, esperando ver un sobresalto de verdad de su deseo («entonces recapacitó…»).
Y precisamente cuando su hijo, en la desgracia, teniendo ya amargamente conciencia de haber dilapidado su propia libertad, llegó a reconocerse esclavo (con genial intuición, Rembrandt lo pinta con la nuca rasurada del presidiario) -«ya no merezco ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus asalariados»-, en ese mismo momento, «estando aún lejos, su padre lo vio y sintió compasión; corrió a echarse a su cuello y lo besó» (ver Lc 15, 11-32).
En el abrazo del padre que lo perdona, ese joven se redime como hijo.
La misericordia es efectivamente una paternidad indestructible porque, como dice Anna Vercors en El anuncio a María, de Paul Claudel, «el amor del Padre no pide compensación, y no es necesario que el hijo lo conquiste ni lo merezca. Como era antes del principio con él, así permanece» [23].
Hemos llegado así al quinto y último paso de nuestro recorrido.
5. Una nueva civilización a partir de la genealogía de la persona
Debemos descubrir la belleza de ser padres, madres e hijos ante todo en nosotros mismos y luego con todos. Así, en esta perspectiva fascinante que nos ha abierto el Santo Padre, al proponernos redescubrir la genealogía de la persona en la biología de la generación, hay, al menos en mi opinión, dos puntos de partida importantes de diálogo con los hombres de nuestro tiempo con miras a la construcción de una auténtica «civilización del amor».
a. Afirmar que la procreación de un hijo va más allá de los padres (los sobrepasa) porque su concepción (en sentido literal) debe atribuirse en último término a la voluntad creadora de Dios no significa de ningún modo subestimar el dato biológico de partida contenido en el acto conyugal. Por el contrario, ese sobrepasar exalta el carácter peculiar que el misterio nupcial (enlace de diferencia sexual, amor como don y procreación) ilumina plenamente. En este sentido, la condición propia del acto procreativo, vinculada con la naturaleza específica de la sexualidad humana, demuestra el carácter objetivamente inadecuado de toda procreación humana que no sea fruto del amor expresado en la unión corporal (acto conyugal) de las personas de los esposos [24]. Si hoy es posible que una persona vea la luz mediante técnicas reproductivas y no mediante un acto procreativo, esto no cambia la sustancia de las cosas. Por el contrario, induce a un estado de alerta: ¿en qué encontrará garantía el hombre producido por el hombre?
b. El segundo punto de partida, vinculado con el criterio básico de todo método educativo cristiano, nos indica un camino ascético: «un hijo no puede ser deseado sino como Dios lo desea» [25].
Por consiguiente, el hecho de ser padre aparece como una tarea con características dramáticas: la tentación de la posesión, de no permitir al hijo ser hasta el fondo otro, es decir, realmente libre, amenaza continuamente el amor paterno y materno. Aceptar el riesgo de la libertad de los hijos constituye efectivamente la prueba más radical en la vida de los padres: quisiéramos ahorrar algunos dolores y daños al hijo. Este carácter dramático, presente en toda relación humana, es especialmente agudo en la relación padre/madre-hijo. El vínculo aquí es tan fuerte que produce la sensación de que si el otro –el hijo– se pierde, también me pierdo yo, madre o padre. Por consiguiente, es muy grande la tentación de reducir al hijo a uno mismo, convirtiéndolo en una especie de prolongación de la propia persona.
Para enfrentar esta tentación, los padres y las madres encuentran en la vida de la comunidad cristiana un ámbito educativo permanente. En la Iglesia, ciertamente, es posible vivir el hecho de ser hijos como una vigorosa experiencia de libertad y por tanto como camino seguro para llegar a ser padres y madres capaces de dar libertad a los hijos. Esto lo documenta de modo ejemplar la iniciativa extraordinaria de Jesús en la hora suprema de su misión [26]. Bajo la cruz, Jesús establece un nuevo tipo de relación entre María y Juan. Él inaugura un nuevo parentesco, que no tiene su origen en la carne y la sangre, sino en la «entrega voluntaria a la muerte de la carne virginal misma de Jesús» [27], destinada a la resurrección. De este modo no disminuye el parentesco de la carne y la sangre, sino que es asumido y dilatado en el nuevo parentesco en Cristo: la comunión (la communio personarum). Vivir como cristianos no es sino documentar este nuevo parentesco. El reconocimiento de ser hijos en el Hijo educa en esa posesión en el desapego [28], que junto con exaltar al yo permite al otro ser realmente lo que es. De este modo es posible un amor que libera y vence en la batalla que diariamente requiere todo amor humano: la batalla contra la forma más sutil de esclavitud, la esclavitud de los afectos.
La genealogía del hijo, en la óptica del misterio nupcial, conduce al amor hermoso. Ser hijos para ser padres es ciertamente uno de los vértices del amor. Es ésta la experiencia que resplandece luminosamente en María. Con el gran poeta Dante, que concentró en un verso sobrio y sublime toda la tradición cristiana, podemos invocarla así: «Virgen madre, Hija de tu hijo» [29].