Las investigadoras realizan una revisión de la evidencia que hay detrás del acento que el Papa Francisco ha puesto sobre la importancia de la realidad familiar más allá del núcleo conyugal; un aspecto particularmente original de esta exhortación apostólica sobre familia, el cual es revelador de un agudo realismo sociológico del Papa Francisco, y que quizás se deba en parte a su propio enraizamiento en la cultura familiar latinoamericana.
Foto de portada: “La familia” por Tarsila do Amaral, 1925 (Óleo sobre lienzo).
Consuelo Araos[1] y Catalina Siles[2]
“El vínculo virtuoso entre las generaciones es garantía de futuro,
y es garantía de una historia verdaderamente humana”.
Papa Francisco, Catequesis (11 de febrero 2015)
A cinco años de la publicación de Amoris laetitia[3], nos parece que vale la pena destacar un aspecto particularmente original de esta exhortación apostólica sobre familia, el cual es revelador de un agudo realismo sociológico del Papa Francisco, y quizás se deba en parte a su propio enraizamiento en la cultura familiar latinoamericana.
Según nuestro conocimiento, hasta ahora ningún texto papal sobre familia ha puesto un acento tan claro sobre la importancia de la realidad familiar más allá del núcleo conyugal. La naturaleza y el sentido del matrimonio y, en función de este, de la parentalidad, han sido el foco de análisis casi exclusivo de textos como Familiaris consortio[4], Gaudium et spes[5] y Deus caritas est[6]. Sin descuidar la centralidad del matrimonio, en Amoris laetitia, Francisco dedica buena parte del capítulo quinto a lo que él llama “la vida en la familia grande”, advirtiendo críticamente que “el pequeño núcleo familiar no debería aislarse de la familia ampliada, donde están los padres, los tíos, los primos, e incluso los vecinos” (n. 187). Ya antes, en el mismo capítulo, menciona el riesgo de concebir cada núcleo familiar como algo aislado o separado del resto de los vínculos primarios que no solo la rodean, sino en buena medida la sostienen y la enriquecen. Así, afirma que “ninguna familia puede ser fecunda si se concibe como demasiado diferente o ‘separada’ ” (n. 182). Francisco pone como ejemplo paradigmático a la propia familia de Nazaret, la cual describe en los términos de una familia profundamente inserta en un contexto relacional más amplio: “una familia sencilla, cercana a todos, integrada con normalidad en el pueblo. Jesús tampoco creció en una relación cerrada y absorbente con María y con José, sino que se movía gustosamente en la familia ampliada, que incluía a los parientes y amigos” (n. 182).
En esta descripción, María y José confiaban en parientes y vecinos, entre los cuales Jesús, como todos los demás niños, circulaba cotidianamente, formando un contexto de sociabilidad primaria complementario al de su casa y donde se habría llevado a cabo buena parte de su crianza.
Para Francisco es fundamental incorporar esta mirada que concibe a la familia conyugal –cónyuges e hijos– como abierta a su entorno relacional y, muy particularmente, a los miembros de la familia ampliada –miembros de las familias de origen de ambos cónyuges y otros parientes–[7]. Ello permite, según él, entender el alcance de la “fecundidad del amor” familiar como algo que trasciende el ámbito de lo íntimo, al cual la sociedad contemporánea tiende a reducirlo, y que, en cambio, tiene vocación de mediación entre lo público y lo privado: “La familia no se debe pensar a sí misma como un recinto llamado a protegerse de la sociedad. No se queda a la espera, sino que sale de sí en la búsqueda solidaria. Así se convierte en un nexo de integración de la persona con la sociedad y en un punto de unión entre lo público y lo privado” (n. 181).
Para Francisco es fundamental incorporar esta mirada que concibe a la familia conyugal –cónyuges e hijos– como abierta a su entorno relacional y, muy particularmente, a los miembros de la familia ampliada –miembros de las familias de origen de ambos cónyuges y otros parientes.
Como estudiosas de la realidad familiar contemporánea en Chile, este acento que el Papa Francisco ha puesto en familia ampliada nos parece no solo original y novedoso con respecto a los textos eclesiales previos, sino sobre todo muy pertinente desde un punto de vista sociológico. En términos empíricos, puesto que hace eco de una realidad altamente prevalente en América Latina y en Chile, y que ha mostrado una tendencia a incrementarse recientemente también en Estados Unidos y Europa. Y en términos teóricos, puesto que lo pone en diálogo con la renovación de los estudios sobre parentesco y familia en las ciencias sociales contemporáneas. A nuestro juicio, y es lo que trataremos de argumentar en lo que sigue, Amoris laetitia representa una ganancia en términos de realismo y complejidad sociológica para la comprensión eclesial de la familia en su contexto contemporáneo y, con ello, contribuye a enriquecer el paradigma de la “ecología humana” propuesto por Juan Pablo II en la encíclica Centesimus annus[8] como clave para la comprensión cristiana de la persona.
La “gran familia” como unidad de solidaridad familiar en América Latina y en Chile
El patrón ampliado de las familias ha sido una característica histórica en América Latina y en Chile. Este patrón no solo se ha mantenido estable a pesar de las importantes y aceleradas transformaciones demográficas y del desarrollo económico experimentado en la región en las últimas décadas, sino que además se ha visto incrementado de forma reciente.
“Abuela y nietos” por Fernando Álvarez de Sotomayor y Zaragoza, 1916 (Óleo sobre lienzo).
En los años 1970, las investigaciones de la antropóloga Larissa de Lomnitz mostraron la tendencia de las familias mexicanas urbanas a estructurarse en torno a un eje trigeneracional. En La gran familia como unidad básica de solidaridad en México[9], Lomnitz y Pérez Lizaur plantearon que, a diferencia de las culturas anglosajonas, donde la unidad básica de solidaridad social es la familia nuclear, en México, y en América Latina en general, esta unidad es la “gran familia”, compuesta por los miembros consanguíneos y por alianza de al menos tres generaciones. Aquí, las relaciones de solidaridad entre padres e hijos no se ven afectadas dramáticamente con el matrimonio de estos últimos, sino que las expectativas de reciprocidad y ayuda mutua permanecen o incluso se incrementan cuando los hijos entran a la edad adulta. Bajo este ideal, “la cercanía residencial entre parientes mantiene e incrementa la interacción emocional y económica entre los miembros de la gran familia”[10]. Esta estructura cultural tiende a traspasar las barreras de clase, aunque sus morfologías residenciales varían dependiendo de las circunstancias. Así, mientras en las barriadas marginales predomina la corresidencia entre miembros de la familia extendida –lo que en Chile llamamos “allegamiento”–, en sectores medios y altos predominan arreglos de proximidad residencial y circulación cotidiana entre núcleos familiares emparentados que viven en casas distintas. A modo de hipótesis, Lomnitz propone que la “gran familia trigeneracional” sería un rasgo relativamente común entre los países latinoamericanos, cuyas raíces históricas estarían en la convergencia entre la herencia cultural de la familia mediterránea y la indígena.
Es cada vez mayor la evidencia con datos cuantitativos y cualitativos que muestra que la relevancia de la familia trigeneracional y del patrón familiar extendido está lejos de ser un resabio de formas arcaicas de organización del parentesco.
Las teorías de la modernización han preconizado una convergencia a nivel global hacia la nuclearización de la vida familiar, esto es, a una independencia residencial y doméstica del núcleo conyugal bigeneracional, en la medida en que los países alcanzan mayores niveles de desarrollo económico y social[11]. Sin embargo, es cada vez mayor la evidencia con datos cuantitativos y cualitativos que muestra que la relevancia de la familia trigeneracional y del patrón familiar extendido está lejos de ser un resabio de formas arcaicas de organización del parentesco. En América Latina, los hogares extendidos (multigeneracionales en su mayor parte) han mantenido una alta y estable prevalencia, con alrededor de 30% de los hogares en promedio[12]. Como comparación, en Estados Unidos, esta representa un 11% de los hogares, aunque ha venido incrementándose durante las últimas dos décadas en todos los grupos socioeconómicos[13].
En América Latina, los hogares extendidos (multigeneracionales en su mayor parte) han mantenido una alta y estable prevalencia, con alrededor de 30% de los hogares en promedio.
Dentro de la región, el caso de Chile es particularmente interesante. Entre 1990 y 2011, se ha mantenido estable una proporción de un cuarto de los hogares extendidos, sobrepasando a otros países latinoamericanos con niveles similares de desarrollo social y económico, como Argentina, Brasil y Uruguay[14]. Incluso, esta proporción se ha incrementado sustantivamente en algunos grupos, como las mujeres de 20-29 años, donde ha pasado de un 38% en 1990 a un 54% en 2011[15]. Datos preliminares de una investigación aún no publicada muestran que esta prevalencia es mucho mayor si se la considera longitudinalmente, es decir, si se analiza cuántas personas han tenido la experiencia de vivir en un hogar multigeneracional alguna vez en su vida, desde la infancia a la vejez. Esta cifra alcanza a un 84% de la cohorte estudiada (personas de entre 65 y 75 años de Santiago).
“La familia del artista” por Henri Matisse, 1911 (Óleo sobre lienzo).
Por otro lado, una investigación etnográfica llevada a cabo en distintos grupos socioeconómicos de Santiago ha mostrado resultados muy similares a los encontrados por Lomnitz y Pérez Lizaur en México hace 50 años[16]. A través de un seguimiento de distintas morfologías y mecanismos de proximidad residencial, este estudio pone de relieve las relaciones de interdependencia y convivencia cotidiana entre los miembros de distintos núcleos familiares provenientes de una misma familia de origen, aun cuando vivan en casas diferentes. Al igual que en México, en Santiago se observa que la interdependencia doméstica dentro de la familia ampliada no es algo exclusivo de las familias pobres, como afirma la perspectiva de estrategias de sobrevivencia, sino transversal a los distintos grupos socioeconómicos, variando desde la corresidencia hasta distancias de algunos kilómetros que se recorren en auto a diario. Resultados similares han sido descritos para familias de clase media en Buenos Aires[17].
Lo que se observa en América Latina es una cultura familiar con una alta valoración de la solidaridad intergeneracional y la proximidad geográfica entre miembros de las familias ampliadas. La solidaridad filial no se ve modificada de forma sustantiva al formar los hijos nuevos núcleos conyugales, sino que estos se integran a configuraciones familiares más amplias.
En definitiva, lo que se observa en América Latina es una cultura familiar con una alta valoración de la solidaridad intergeneracional y la proximidad geográfica entre miembros de las familias ampliadas. La solidaridad filial no se ve modificada de forma sustantiva al formar los hijos nuevos núcleos conyugales, sino que estos se integran a configuraciones familiares más amplias. Esta dimensión de la vida familiar es destacada por Francisco en la exhortación apostólica, cuando menciona el carácter fundamental e imperecedero de la filiación, e insiste en que la conciencia del ser hijo no debe verse debilitada al momento de formar una nueva familia:
A nadie le hace bien perder la conciencia de ser hijo. En cada persona, “incluso cuando se llega a la edad de adulto o anciano, también si se convierte en padre, si ocupa un sitio de responsabilidad, por debajo de todo esto permanece la identidad de hijo. Todos somos hijos. Y esto nos reconduce siempre al hecho de que la vida no nos la hemos dado nosotros mismos, sino que la hemos recibido. El gran don de la vida es el primer regalo que nos ha sido dado”. (n. 188).
Nos parece que esta breve síntesis de evidencia en la materia alcanza para mostrar en qué medida el novedoso acento que Amoris laetitia pone en la “familia grande” o ampliada resulta muy pertinente en términos sociológicos y resuena de forma particularmente fuerte con respecto a la cultura familiar latinoamericana y a su realidad actual. Ahora bien, este “realismo sociológico” de Francisco no se reduce a un mero asunto de constatación de una situación empírica, sino que tiene un alcance mayor desde el punto de vista de una forma de hacer familia que, con ciertos límites y sin estar ajena a problemas, genera un ambiente en muchos sentidos protector frente a diversos riesgos propios de la vida social contemporánea a los que las personas se ven crecientemente enfrentadas, tales como el individualismo, la soledad, la vulnerabilidad económica y sanitaria, y la fragilización de las relaciones conyugales.
El novedoso acento que “Amoris laetitia” pone en la “familia grande” o ampliada resulta muy pertinente en términos sociológicos y resuena de forma particularmente fuerte con respecto a la cultura familiar latinoamericana y a su realidad actual.
Un modelo de cuidado y protección frente a la vulnerabilidad
En un artículo ya clásico, Family Ties in Western Europe: Persistent Contrasts[18], el sociólogo David S. Reher plantea la distinción entre dos patrones familiares claramente diferenciados en Europa, donde los vínculos “fuertes” predominan en el Sur, mientras los “débiles” lo hacen en el Norte. Según Reher, estos diferentes estilos familiares tienen un enraizamiento histórico en las culturas nórdica y mediterránea. Esta distinción no tiene que ver con la calidad de los vínculos familiares ampliados, sino con el rol que ellos cumplen en la respuesta a problemas que los individuos enfrentan en momentos cruciales del curso de vida –como el inicio de la adultez, la llegada de nuevos hijos, la ocurrencia de enfermedades, el desempleo, separación o conflictos conyugales, y la vejez, entre otros–, así como frente a crisis sociales. En contextos de vínculos débiles, socialmente se espera que tales problemas sean resueltos a nivel del individuo y su familia nuclear, con mayor o menor ayuda del Estado o de grupos asociativos, mientras que en contextos de vínculos fuertes se descansa en los miembros de la familia ampliada para ello.
En esta línea, un importante conjunto de literatura internacional ha venido demostrando que la corresidencia y la proximidad residencial intergeneracional constituyen un ambiente protector para los individuos frente a diversas fuentes de vulnerabilidad. Así, estudios sobre la recesión económica y la austeridad fiscal en países del sur de Europa han mostrado que los hogares multigeneracionales con presencia de adultos mayores han contribuido a aliviar los efectos de la crisis en las generaciones jóvenes, facilitándoles el acceso a la vivienda, el cuidado de niños, y contribuyendo a su estabilidad económica[19]. En la misma región, un efecto protector de los hogares multigeneracionales ha sido documentado en cuanto a la protección frente a eventos críticos durante la transición a la adultez[20], la viudez[21] y la vejez[22]. Asimismo, investigaciones recientes sobre la pandemia del Covid-19 ha mostrado un efecto protector de la corresidencia y la solidaridad intergeneracional para otorgar estabilidad económica y disponibilidad de cuidado tanto a las generaciones mayores como a las jóvenes[23].
En esta línea, un importante conjunto de literatura internacional ha venido demostrando que la corresidencia y la proximidad residencial intergeneracional constituyen un ambiente protector para los individuos frente a diversas fuentes de vulnerabilidad.
A diferencia de lo que suele enfatizarse, el lugar de los adultos mayores en estas configuraciones de solidaridad intergeneracional no es solo el de personas vulnerables, demandantes de apoyo y receptores de la ayuda, sino de activos proveedores de cuidado y recursos, como tiempo e ingresos. En Amoris laetitia, siguiendo en esto a Juan Pablo II[24], Francisco enfatiza que la presencia de los ancianos dentro de la familia resulta fundamental en los procesos de crianza y acompañamiento de las generaciones más jóvenes, pues llevan a cabo una tarea de transmisión de la cultura y socialización:
Muchas veces son los abuelos quienes aseguran la transmisión de los grandes valores a sus nietos, y “muchas personas pueden reconocer que deben precisamente a sus abuelos la iniciación a la vida cristiana”. Sus palabras, sus caricias o su sola presencia, ayudan a los niños a reconocer que la historia no comienza con ellos, que son herederos de un viejo camino y que es necesario respetar el trasfondo que nos antecede. (n. 192)
Como lo sugieren las palabras de Francisco, la experiencia de crecer en la compañía cotidiana de la generación que antecede a la de los propios padres, así como eventualmente de los tíos y primos, contribuye a incrementar en las personas la conciencia y valoración de las relaciones de dependencia. Esto resulta contraintuitivo en una cultura global donde la autonomía se alza como un valor absoluto y la vida familiar se concibe crecientemente en términos de relaciones íntimas de afinidad y elección y destinado a satisfacer las necesidades afectivas de los individuos. Así como en muchos casos la mantención de las relaciones de interdependencia entre padres e hijos adultos a lo largo del curso de vida es condición, y no obstáculo, para que ambas generaciones puedan desarrollarse, es un criterio de realismo reconocer que, en cualquier ámbito de la vida social, el ejercicio de la autonomía y la libertad de cada persona se sostiene sobre una red de dependencias primarias, cuya falta solo hace a la persona más vulnerable e incapaz de autoafirmarse.
Como lo sugieren las palabras de Francisco, la experiencia de crecer en la compañía cotidiana de la generación que antecede a la de los propios padres, así como eventualmente de los tíos y primos, contribuye a incrementar en las personas la conciencia y valoración de las relaciones de dependencia.
Tal como en los países mediterráneos, en Chile y en América Latina se observa un predominio de los vínculos fuertes, en la medida en que grupos de parentesco más amplio operan como “colchones” para los individuos frente a la ocurrencia de dificultades de todo tipo[25]. Un estudio panel sobre el impacto del Covid-19 en personas mayores en Chile mostró que un 10% de estas pasaron de vivir solas a hacerlo con hijos o nietos adultos, lo cual puede reflejar tanto una estrategia para enfrentar el aislamiento de los ancianos como las dificultades económicas y de cuidado de niños de las familias[26]. Una reciente publicación sobre estilos familiares y vulnerabilidad en el curso de vida con datos cualitativos en Santiago plantea que una parte importante de las relaciones de interdependencia residencial entre miembros de la familia extendida se da en torno a las prácticas de cuidado intergeneracional[27]. A diferencia de lo que plantean ciertos enfoques de corte más economicista, este trabajo muestra que el recurso a los parientes no solo aparece cuando el cuidado profesional no está disponible, sino que en muchos casos las personas los prefieren, aun cuando disponen de otras alternativas. Las palabras de una mujer entrevistada en esta investigación sintetizan muy bien el alcance que tiene el modelo de la “familia grande” como unidad básica de solidaridad para las personas, lo cual sobrepasa el nivel de resolución de problemas, involucrando la dimensión del sentido de la existencia y de aquello que hace de la vida algo “bueno”:
Es un estilo de apego… un modelo de cuidado… que cuida mucho a los más vulnerables… Los niños y los viejos están muy cuidados y creo que eso tiene un valor enorme. Pasar por las dos etapas de la vida que son los extremos en otro modelo debe ser muy difícil… Yo creo que el ser humano debería tener esa certeza en la vida, que de principio a fin tú vas a estar cuidado por otro. Y no la duda actual de qué va a pasar conmigo en mi vejez y con mis hijos.
“La familia Soler” por Pablo Picasso, 1903 (Óleo sobre lienzo)
La cultura de la gran familia trigeneracional lleva consigo este “modelo de cuidado” o “estilo de apego” al interior del cual ocurre el proceso de constitución de las personas. Como afirma Pedro Morandé, al interior del ambiente familiar la persona no solo actúa, sino que “se hace a sí misma, construye la figura de su personalidad, crea hábitos, desarrolla sus virtudes, descubre la verdad de sí misma, el sentido del por qué y del para qué de su existencia”[28].
La cultura de la gran familia trigeneracional lleva consigo este “modelo de cuidado” o “estilo de apego” al interior del cual ocurre el proceso de constitución de las personas.
El justo equilibrio entre la familia grande y la familia conyugal
Hasta aquí hemos destacado la alta prevalencia de la familia ampliada en América Latina y en Chile y su importancia tanto como potencial ambiente protector frente a la vulnerabilidad como constitutivo de la ontogénesis personal. Si bien todo ello contribuye a respaldar el particular énfasis que el Papa Francisco otorga en su exhortación apostólica a la familia ampliada, no se trata de contraponer esta última a la familia conyugal ni de poner en cuestión su centralidad y relevancia para las personas y la sociedad. Esto último es en buena medida lo que plantea el paradigma modernizador sobre la nuclearización de la vida familiar, donde familia conyugal y familia ampliada son presentadas como alternativas que compiten entre sí. El supuesto triunfo de la familia conyugal por sobre la familia ampliada en contextos desarrollados sería concomitante al triunfo del individuo y la autonomía por sobre las relaciones de dependencia no escogidas. En la exhortación, Francisco aporta una aguda crítica a esta mirada cuando afirma, a propósito del aislamiento del pequeño núcleo familiar con respecto a la familia ampliada, que “el individualismo de estos tiempos a veces lleva a encerrarse en un pequeño nido de seguridad y a sentir a los otros como un peligro molesto” (n. 187).
Bajo el supuesto de la autonomía residencial como el arreglo ideal para la familia conyugal[29], diversos autores han sugerido que los hogares ampliados y la corresidencia intergeneracional en sociedades contemporáneas responderían a una estrategia de compensación frente a la ausencia o fragilidad de una relación conyugal estable[30]. Para el caso de América Latina, esto se ha traducido por ejemplo en la asociación causal entre la persistencia de la familia ampliada y los niveles históricamente altos de madresolterismo y ausentismo paterno[31].
A partir de investigaciones llevadas a cabo en Chile, es posible, sin embargo, sostener una hipótesis distinta. En contextos donde existe una alta valoración de la solidaridad y la proximidad entre generaciones, esta última puede combinarse con la formación de núcleos conyugales estables, e incluso contribuir sustantivamente a la estabilidad de la familia conyugal a lo largo del curso de vida. En la misma investigación cualitativa antes citada [32], las personas entrevistadas solían mencionar el dicho popular “juntos, pero no revueltos” para referirse al deseo y la búsqueda de arreglos domésticos que garanticen una cierta autonomía del núcleo conyugal manteniendo las condiciones para una solidaridad sostenida con los miembros de las respectivas familias de origen de los cónyuges. Aunque este equilibrio no siempre es fácil de conseguir, tanto por razones económicas como afectivas, constituye un ideal de “vida buena” para las personas que se presenta transversalmente entre las distintas clases sociales, géneros y generaciones.
En contextos donde existe una alta valoración de la solidaridad y la proximidad entre generaciones, esta última puede combinarse con la formación de núcleos conyugales estables, e incluso contribuir sustantivamente a la estabilidad de la familia conyugal a lo largo del curso de vida.
“Mis abuelos, mis padres y yo” por Frida Kahlo, 1936 (Óleo y témpera sobre cinc).
Si en muchos casos la corresidencia intergeneracional aporta estabilidad y protección a los núcleos familiares monoparentales[33], en Chile se observa que la cohabitación entre varias generaciones es una experiencia compatible con la cohabitación conyugal estable[34]. Así, de acuerdo con resultados de una investigación cuantitativa longitudinal aún no publicada, un 55% de las trayectorias vitales de los individuos encuestados (cohorte entre 65 y 75 años, habitantes de Santiago) combinan períodos largos de corresidencia intergeneracional con historias conyugales estables, mientras que solo un 30% de las trayectorias presentan una combinación entre corresidencia intergeneracional y monoparentalidad, ruptura conyugal o cohabitación conyugal intermitente.
En un interesante artículo periodístico, The nuclear family was a mistake[35], David Brooks hace un análisis histórico crítico sobre el impacto que ha tenido en Estados Unidos la aguda tendencia a la nuclearización familiar del último siglo. Según el autor, esto habría erosionado las condiciones sociales para una complementariedad virtuosa entre la familia conyugal y la familia ampliada, fomentando un aislamiento radical de la familia conyugal, con graves consecuencias sociales:
Hemos hecho la vida más libre para los individuos y más inestable para las familias. Hemos hecho la vida mejor para los adultos, pero peor para los niños. Nos hemos movido de familias grandes, interconectadas y extendidas, que ayudaban a los miembros más vulnerables de la sociedad de los embates de la vida, a familias nucleares desancladas, que otorga espacio a los más privilegiados para maximizar sus talentos y expandir sus opciones.
Brooks sostiene que la estructura familiar norteamericana ha sufrido rápidos y drásticos cambios que la han fragilizado: actualmente los norteamericanos tienen menos familia que nunca. Los matrimonios han reducido su cantidad y duración, tienen menos hijos y el espacio físico que las separa se ha acrecentado, aislándolas. Y esta fragilidad de la familia nuclear se ha agudizado en la medida que ya no cuenta con la familia extendida que hasta el siglo XIX constituyó un apoyo económico, moral y social invaluable para sus miembros. Esto ha repercutido negativamente sobre todo en los sectores más vulnerables, los que no disponen de recursos sustitutos, mientras que los más acomodados pueden darse el lujo de adquirir de otros modos algo de lo que antes proveía la familia extendida, reproduciendo y aumentando los niveles de desigualdad social. En cambio, la red de apoyo contenida potencialmente en la familia ampliada no solo actuaría una vez que los vínculos de la familia conyugal fallan, sino que podría contribuir a reducir a priori las exigencias y presiones de todo tipo que recaen sobre la familia conyugal y que muchas veces contribuyen a su debilitamiento y fractura:
Una familia extensa es una o más familias en una red de apoyo. Su cónyuge e hijos son lo primero, pero también hay primos, suegros, abuelos: una compleja red de relaciones entre, digamos, siete, 10 o 20 personas. Si una madre muere, los hermanos, tíos, tías y abuelos están ahí para intervenir. Si la relación entre un padre y un hijo se rompe, otros pueden llenar la brecha. Las familias extensas tienen más personas con las que compartir las cargas inesperadas: cuando un niño se enferma a la mitad del día o cuando un adulto pierde inesperadamente un trabajo.
En la exhortación apostólica, Francisco menciona los dos principios presentes en la Biblia, aparentemente contradictorios, en los que se fundamenta la realidad familiar. Por un lado, el de la fidelidad filial y la solidaridad intergeneracional que hemos mencionado –“Jesús recordaba a los fariseos que el abandono de los padres está en contra de la Ley de Dios (cf. Mc 7,8-13)” (n. 188)–. Pero, dice Francisco, “la moneda tiene otra cara. Abandonará el hombre a su padre y a su madre” (Gn 2,24), dice la Palabra de Dios” (n. 190). Esto no significa abandonar ni descuidar a los padres, pero sí asumir que algo nuevo se introduce con el matrimonio y que eso requiere una maduración de las relaciones filiales, condición para que “el nuevo hogar sea la morada, la protección, la plataforma y el proyecto, y sea posible convertirse de verdad en ‘una sola carne’ ” (n. 190). Advierte así Francisco el riesgo de que, en culturas donde la filiación y la dimensión intergeneracional del parentesco tiene una fuerza estructurante muy arraigada, termine absorbiendo toda la autonomía del núcleo conyugal. Por ello, nos dice, “el matrimonio desafía a encontrar una nueva manera de ser hijos” (n. 190). Tal como lo sugiere la sabiduría del dicho popular “juntos, pero no revueltos”, es necesario llegar a un adecuado equilibrio, de modo tal que ninguna lógica familiar, nuclear o ampliada, actúe en desmedro de la otra. Para ello, es importante proveer a las familias de las condiciones adecuadas para que ambas dimensiones puedan desplegarse armoniosamente en beneficio mutuo:
el amor entre el hombre y la mujer en el matrimonio y, de forma derivada y más amplia, el amor entre los miembros de la misma familia —entre padres e hijos, entre hermanos y hermanas, entre parientes y familiares— está animado e impulsado por un dinamismo interior e incesante que conduce la familia a una comunión cada vez más profunda e intensa, fundamento y alma de la comunidad conyugal y familiar. (n. 196).
“Clotilde con los hijos, día de Reyes” por Joaquín Sorolla, 1900 (Dibujo a lápiz y carboncillo)
El amor en la familia y el parentesco práctico
Por último, nos parece relevante vincular todo lo anterior a la comprensión de Francisco “sobre el amor en la familia”, tomando el título de la exhortación. Para el Papa, el amor se define en términos de una donación y reciprocidad totales, que trascienden la mera afectividad, “la precariedad voluble de los deseos y las circunstancias” (n. 34). El amor familiar, visto de esa manera, adquiere una dimensión ontológica, como un vínculo constitutivo de las personas, que las hace parte de la existencia del otro y que debe actualizarse constantemente, como señalaba más arriba Morandé. En varios momentos del texto, Francisco muestra cómo debe traducirse este amor, originado en la donación primaria de la vida, de forma continua y concreta en la experiencia cotidiana. Se trata de un amor “que se cultiva día a día” (n. 164), y a través del cual se actualizan los vínculos originarios que unen a los miembros de una familia. En este sentido, Francisco muestra que los lazos familiares no se sostienen pasivamente, por el mero hecho de estar dados, sino que ellos implican una necesaria dimensión performativa. Vale decir, se debe “hacer familia” –utilizando la expresión del sociólogo italiano Pierpaolo Donati[36]–, constantemente y cada vez de nuevo, a través de múltiples actos que manifiesten el amor y la consideración –Pina-Cabral[37]– entre sus miembros: a través del servicio, la amabilidad, el perdón, el cuidado.
Francisco muestra que los lazos familiares no se sostienen pasivamente, por el mero hecho de estar dados, sino que ellos implican una necesaria dimensión performativa. Vale decir, se debe “hacer familia” (…)
Nos parece que esta conceptualización del amor en la familia dialoga sugerentemente con el concepto del “parentesco práctico” (parenté pratique; actual kinship) desarrollado por la antropología social contemporánea[38]. Esta perspectiva enfatiza la dimensión cotidiana y performativa en la producción de los lazos de parentesco, por medio de la cual ciertas personas, vinculadas originariamente por consanguinidad y afinidad o no, se “asumen” recíprocamente en términos de una responsabilidad y cuidado total y continua, que involucra la totalidad de las dimensiones vitales. En este sentido, Marshall Sahlins define el parentesco en términos de mutuality of being, acentuando esta dimensión práctica, y que
consiste en una pertenencia intersubjetiva, en la cual las personas se perciben a sí mismas como participando intrínsecamente de la vida de los otros. (...) Considerados en términos generales, los parientes son personas que se pertenecen unos a otros, que son miembros unos de otros, que son co-presentes unos en otros, cuyas vidas son vinculadas e interdependientes[39].
Partiendo de la experiencia de recibir la vida de un padre y una madre como fuente originaria de la reciprocidad en la familia, Amoris laetitia propone una ampliación del alcance de este amor familiar, en la medida en que está llamado a trascender los vínculos de consanguinidad y afinidad, para abarcar otros vínculos primarios de sociabilidad. Francisco llama a las familias a abrirse y tener un “corazón grande” (n. 196), acogiendo no solo a los miembros de la familia ampliada que hemos analizado hasta aquí, sino también a los “amigos y las familias amigas, e incluso comunidades de familias”, a los vecinos y, sobre todo, a aquellos que pueden necesitar de mayor apoyo y solidaridad, especialmente a aquellos que sufren por la pobreza, la enfermedad o la soledad. Este tipo de relaciones generan también vínculos fuertes que son constitutivos de las personas. Sobre todo en momentos en que las familias conyugales han sufrido un proceso de fragilización, este tipo de relaciones, dentro y fuera del círculo de consanguinidad, adquiere mayor relevancia, como lo señalaba Brooks más arriba. Con ello, la lógica de la gratuidad propia de los vínculos familiares puede tener lugar más allá de los límites reducidos del parentesco biológico y jurídico, estableciendo análogamente vínculos de reciprocidad al interior de estas comunidades de vida más amplias, y extendiendo su fecundidad hacia ámbitos crecientemente gobernados por criterios de eficiencia y funcionalidad.
Partiendo de la experiencia de recibir la vida de un padre y una madre como fuente originaria de la reciprocidad en la familia, “Amoris laetitia” propone una ampliación del alcance de este amor familiar, en la medida en que está llamado a trascender los vínculos de consanguinidad y afinidad, para abarcar otros vínculos primarios de sociabilidad.
Conclusión
A lo largo de este artículo, hemos buscado poner en valor la originalidad y la pertinencia sociológica de la importancia otorgada por el Papa Francisco a la familia ampliada en su exhortación apostólica sobre familia, Amoris laetitia. Resulta difícil no relacionar esta particular sensibilidad del Papa latinoamericano con el hecho de que Latinoamérica ha sido históricamente y sigue siendo una región con un fuerte arraigo de los vínculos fuertes y donde la gran familia trigeneracional opera como unidad de solidaridad fundamental para buena parte de sus habitantes. Se trata de una mirada donde la familia conyugal y la “familia grande” encuentran un complemento y un justo equilibrio, donde la conciencia de la dependencia filogenética se mantiene viva a pesar de la valoración generalizada y exacerbada del individualismo y la autonomía, y donde las múltiples fuentes de fragilización y vulnerabilidad de las personas, las parejas y los núcleos familiares encuentran un contrapeso. Recurriendo a un cuerpo importante de investigación actualizada en sociología y antropología de la familia, hemos buscado mostrar que Amoris laetitia representa una ganancia en términos de realismo y complejidad sociológica para la comprensión eclesial de la familia en su contexto contemporáneo.
Para terminar, quisiéramos agregar que lo anterior contribuye a enriquecer el paradigma de la “ecología humana” propuesto por Juan Pablo II en la encíclica Centesimus annus como clave para la comprensión cristiana de la persona. En este texto, Juan Pablo II propone el concepto de “ecología humana” apelando a la necesidad de salvaguardar no solo el entorno natural o físico en que habitan las personas, sino también un entorno moral “que haga más digna la existencia del ser humano”. En ese sentido, sostiene que “la primera estructura fundamental a favor de la ‘ecología humana’ es la familia, en cuyo seno el hombre recibe las primeras nociones sobre la verdad y el bien; aprende qué quiere decir amar y ser amado, y por consiguiente qué quiere decir en concreto ser una persona” (n. 39).
Un conocimiento más profundo y acabado de la vida familiar en sus distintos niveles, así como de los vínculos de parentesco práctico al interior de los cuales se lleva a cabo la ontogénesis personal, permite concebir una mirada más compleja y realista de ese “ambiente humano”.
La familia, para Juan Pablo II, constituye el hábitat o la morada humana por antonomasia, en cuanto que es allí donde la persona es acogida en su totalidad y, por tanto, debe ser preservada. Pedro Morandé retoma la categoría de “ecología humana” y la relevancia que tiene la familia en ella, señalando que “la familia es la primera estructura que sustenta y soporta sobre sí este vínculo de solidaridad intergeneracional al cuidado de la vida”[40]. En ella ocurre la transmisión de la vida, de un modo único e irrepetible, pero también de la cultura y la tradición, fundamentales en el proceso de ontogénesis personal.
Un conocimiento más profundo y acabado de la vida familiar en sus distintos niveles, así como de los vínculos de parentesco práctico al interior de los cuales se lleva a cabo la ontogénesis personal, permite concebir una mirada más compleja y realista de ese “ambiente humano” (n. 38) que aporta condiciones fundamentales para el sostenimiento de la vida de cada persona y, con ello, delinear caminos para cultivarlo y cuidarlo. Como señala Francisco en su exhortación, “la familia es el sujeto protagonista de una ecología integral, porque es el sujeto social primario, que contiene en su seno los dos principios-base de la civilización humana sobre la tierra: el principio de comunión y el principio de fecundidad” (n. 277).