El divorcio vincular, como su nombre lo indica, constituye separación, rotura del vínculo natural en que se basa el sacramento para fundar la unión sobrenatural de los cónyuges ante Dios; sin embargo, el ethos del catolicismo es exactamente el opuesto: la unidad antes que la diferencia, la reunión antes que la diversificación.

Ha transcurrido ya algún tiempo desde que se aprobara en la Cámara de Diputados el proyecto de ley que busca crear el divorcio vincular en Chile. La presentación de una iniciativa como ésta no debiera tomar a nadie por sorpresa, supuesto el debate sobre el tema que hemos presenciado en el último tiempo; lo que realmente ha movido a extrañeza y despertado la curiosidad general, son las circunstancias de que (a) dicho proyecto haya sido presentado por diputados que confiesan abrazar la fe católica, y (b), que haya sido votado favorablemente por otros que efectúan la misma confesión.

El transcurso del tiempo es, en cierta forma, benéfico a la hora de abordar materias o cuestiones que, por su naturaleza o circunstancia, despiertan pasiones en la opinión pública. El ánimo se serena, y se pueden enfrentar los argumentos -propios y ajenos- de un modo menos visceral y más razonado. En esta perspectiva, un retorno de la mirada supone un conjunto de beneficios para la dilucidación de cuestiones debatidas, todos los cuales provienen de la quietud, privilegio del tiempo. Sin embargo, el regresar la mirada puede tener más de una dimensión. Hay un regresar físico, de los ojos, cuyo gesto da a la intención una corporeidad de símbolo. Hay más en este movimiento: el ojo que regresa penetra la apariencia, puede escapar al palmoteo alborotado de las imágenes. En este sentido, el retorno se abre con vocación reflexiva, nos pone en el camino de una mirada sin fisuras, al otro lado del espejo del ruido. Como consecuencia de esta característica, a través del retorno se produce una reconciliación del entendimiento con el fondo sereno de las cosas; el lente se va ajustando, perdiendo los pequeños desenfoques de la primera imagen.

Más allá de la razonabilidad “circunstancial” que un católico puede aducir para contrariar con escándalo el Magisterio de la Iglesia cuya fe dice profesar, creo que una segunda mirada sobre este particular nos ofrece al menos un par de incoherencias que me gustaría enfocar aquí no tanto desde los argumentos directos que el Magisterio ofrece contra el divorcio -que ya se han desarrollado suficientemente ante la opinión pública-, sino más bien desde el espíritu mismo, desde la impronta vital de la fe que compartimos con quienes han presentado el proyecto en referencia. A esto dedicaré los párrafos que siguen.

Primero. El divorcio vincular, como su nombre lo indica, constituye separación, rotura del vínculo natural en que se basa el sacramento para fundar la unión sobrenatural de los cónyuges ante Dios; sin embargo, el ethos del catolicismo es exactamente el opuesto: la unidad antes que la diferencia, la reunión antes que la diversificación. No es trivial que el matrimonio sea un sacramento que tenga base y fundamentación en la realidad natural del hombre: ello más bien indica que la unidad en la naturaleza es requisito para la unidad en la Gracia. Éste parece ser el espíritu que se plasma en la prohibición moral de terminar definitivamente con la unión conyugal.

Más todavía: Dios, fiel a su amor por el hombre, le da su Ley para restablecer la armonía originaria del Creador con todo lo creado [1], que había sido rota por el pecado original. De esta manera, el pecado se erige esencialmente como un acto de separación; ése es su sentido teológico más profundo. Desde esta perspectiva, cualquier acto de divorcio -tomado este concepto en toda la extensión de su generalidad- es contrario al espíritu de la Iglesia de Cristo, y la Ley divina, señalada tanto en la naturaleza del hombre como en el Dogma [2], insta al pueblo de Dios a la unidad, ya sea que ésta se dé en la identidad o en la armonía. Allí están, como fundamento de lo dicho, la unidad de Dios mismo, en el misterio de la diferencia trinitaria; la unidad del hombre con Dios y con su prójimo a través de los mandamientos, herramientas de este re-unirse; la creación entera, armoniosa, en el bien común universal, reflejo del bien del Cuerpo Místico; y la unidad natural de los cónyuges, que abre las puertas a la reunión de esa una caro en el seno de la Iglesia, que es, por su parte, una, santa y católica. Segundo. La armonía (unidad) supone siempre un orden de los factores que la realizan. Como consecuencia, es posible afirmar que un aspecto de ese ethos católico cuaja en la ordenación de una cosa a otra; no en la simple disposición arbitraria o circunstancial del mundo. El criterio de esa ordenación tampoco es arbitrario: el hombre se ordena a Dios, primero en cuanto existente, y después en sus acciones, las cuales no pueden contradecir lo que el hombre es: no pueden ir contra su naturaleza. Para todos los católicos, por lo tanto, la cultura (lo accidental, lo circunstancial) se ordena a la naturaleza (lo substancial, lo general), y no de modo inverso [3].

Este criterio, sin embargo, ha ido variando en la conciencia subjetiva de la sociedad occidental. Es decir, en relación con el concepto de pecado o, si se quiere, más en general, de transgresión a una norma moral o jurídica, es posible advertir una significativa diferencia entre lo que podríamos llamar “el hombre antiguo” -que es un producto de la visión católica del mundo-, medieval e incluso renacentista, y “el hombre moderno”, que se viene gestando como un alud desde la duda cartesiana. Esta diferencia de actitud ante las cosas morales consiste, desde mi punto de vista, en la siguiente: para el hombre pre-ilustrado el pecado (es decir, la transgresión) existía como un mal porque reconocía la existencia de una ley, de un mandato racional destinado a lograr la propia perfección (caso de la ley moral), o destinado a obtener el bien común (caso de la norma jurídica), cuyo incumplimiento era objetivamente malo y nocivo, tanto para él mismo como para la sociedad. Ese mandato, esos principios, eran una cuestión independiente de su voluntad, algo que no podía modificar bajo el puro peso del arbitrio, porque versaban sobre cuestiones incardinadas en la más estricta racionalidad; cuestión esta última que se producía cuando el pensamiento y la acción se inclinaban, en señal de saludo y respeto, ante la realidad. Es decir: estos hombres se arrepentían de la falta cometida -cualquiera que ella fuese- porque reconocían la autoridad de la ley, y reconocían esta autoridad porque aceptaban la naturaleza de las cosas como superior e independiente de su voluntad. La esencia, por lo tanto, de los antiguos pecadores, estaba cruzada por el signo de la debilidad, no de la convicción. O si se quiere: por la convicción de que había un bien y un mal que no eran moldeables en el yunque de la veleidad circunstancial, lo que -como consecuencia- pulverizaba la ocasión de que la falta se convierta en norma, en proposición ética que pudiera sustentarse, defenderse, argumentarse, para hacer de ella una máxima con valor universal. Sólo tenía, en este sentido, valor de “ley” -física, moral o jurídica- aquella que asentaba en los fueros de una íntima coherencia entre realidad y pensamiento, entre el ser de las cosas y el modo en que los individuos y las sociedades lo entendían, sin concesiones al arbitrio, ni a la voluptuosidad del deseo en estado puro. El mundo antiguo era un mundo en el que existía la verdad; y porque existía la verdad, también existía el error. El pecador de antaño se sentía un hombre asumido en el error, y, aunque la debilidad y flaqueza le llevara a caer una y otra vez, ansiaba la verdad, sabía dónde estaba. De este modo, aun su obscuridad era, en cierta forma, luminosa.

Por ello, parece acertado el elogio de los “grandes sinvergüenzas” del pasado [4], como por ejemplo Lope de Vega, el más enamoradizo de los escritores del Siglo de Oro, quien -como otros muchos- abandonó sus principios por, a modo de ejemplo, una mujer hermosa, mas dejando esos principios donde estaban, y a los cuales siempre podía volver, porque seguían estando donde los había guardado. Esto, como es obvio, no supone una apología de la falta, sino un elogio de la entereza moral que se requiere para, a pesar de pecar, reconocer la intrínseca maldad del acto, y no justificarlo mediante elaborados artilugios intelectuales. A ninguno de ellos, por lo tanto, se les podría aplicar la contundente frase del Cardenal Newman: “llegan a negar los santos mandamientos, porque los han transgredido, “suavizan” la perversidad del pecado, porque ellos han pecado” [5].

La presentación de una ley de divorcio vincular por un católico es, en mi opinión, un acto modélico de la actitud contraria a la de estos “sinvergüenzas”: puesto que los principios que sostienen (en este caso, los naturales y también “católicos” del matrimonio indisoluble) no se adecuan a la conciencia subjetiva de uno o de muchos, han de borrarse los principios, ha de justificarse el error, convirtiéndolo en proposición universal y obligatoria, eliminando con ello el derecho de los propios católicos a contraer un vínculo con carácter permanente. Es bien cierto que la supresión de los principios lleva consigo la supresión de las lealtades, y que la infidelidad, como dice el Santo de Aquino, “nace de la soberbia, por la cual el hombre no somete el entendimiento a las reglas de la fe y a las enseñanzas de los Padres” [6].

Hay que decir también que esta actitud impide el arrepentimiento, elimina de un golpe el regreso (ya no le queda nada a lo que regresar), cierra la posibilidad a un retorno de la mirada en un sentido mucho más profundo -pero análogo- que aquel que señalábamos al comienzo. Y con ello se niega también la pretensión de autenticidad que se cobijaba en el volver los ojos al principio quebrantado, en el reconciliarse con el orden que se había abandonado. El camino de la Iglesia Católica es, por el contrario, arrepentimiento, autenticidad y reconciliación, porque está presidido por la coherencia en los principios, que no se trasladan ni se mueven -a pesar de la debilidad de todos nosotros-.

Me sentiría muy contento si los distinguidos parlamentarios que comparten la fe de la Iglesia se detuvieran a considerar estos razonamientos, puestos por escrito con la mejor de las intenciones.


NOTAS 

[1] Carta Encíclica splendor, n. 10.
[2] Se puede decir, en este sentido, que la ley natural es signo de esa armonía que Dios stiene destinada a sus criaturas.
[3] Véase, por ejemplo, el Discurso del Papa Juan Pablo II ante las Naciones Unidas el 5 de octubre de 1995, n. 3.
[4] Cf. Choza, J., “Lo divertido no es lo contrario de lo serio, sino de lo aburrido”. En Nuestro Tiempo, n. 229-30 (julio-agosto de 1973), pp. 83-7. Véase también: La supresión del pudor y otros ensayos.
[5] Sermón del Dom. VII de Pentecostés.
[6] Suma Teológica, II-II, q. 10, a. 1.

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